- -
- 100%
- +
—¡Se pondrá bien, papá! —grito para que me escuche—. ¡Nos estamos ocupando de ella!
Los periodistas nos rodean y empiezan a sacar fotos. No me puedo esconder de ellos. Stacia sale a recibir a los médicos. El señor Masters mantiene la cabeza gacha y finge que las cámaras no están aquí. Yo hago lo mismo, pero ahora que mi padre se ha ido dejo que me gane la voluntad. Por más que lo intento, no puedo evitar que las lágrimas me caigan a mares.
Uno de los alguaciles atraviesa la multitud y se pone en cuclillas junto a mí. Su mirada se posa en mi madre y luego en mí.
—¿Necesitan asistencia médica? —pregunta.
Niego con la cabeza y trato de limpiarme las lágrimas por debajo de las gafas.
—Ya hemos pedido ayuda —le respondo.
Cuando se incorpora, su cara solo refleja desdén, y me doy cuenta de que cree que mi madre está fingiendo. Miro a la multitud que nos rodea, y deseo que el alguacil los aleje a todos, que por lo menos haga eso, pero no se mueve, y por su expresión sé que no lo hará.
Tras todos los sitios en los que he estado durante los últimos once años, en los que se suponía que reinaba la justicia, me sorprendería mucho que hiciera algo. Llegan los médicos y el señor Masters me aparta de un tirón, forzándome a soltar la mano de mi madre mientras me abraza con fuerza y me murmura al oído que todo va a salir bien.
Mi madre siempre se muestra fuerte. Toda mi vida he estado centrada en mi padre, preocupada por él, por eso hacerlo ahora por mi madre me resulta raro. Y eso no está bien.
No me caen más lágrimas, o al menos ya no siento su calor. Por primera vez deseo que el tribunal sea de verdad un circo. Así por lo menos las luces se apagarían, la gente se iría a casa, y yo podría escabullirme en la oscuridad.
6
EL DOCTOR BILLINGS FRUNCE EL CEñO mientras camina despacio alrededor de la cama de hospital en la que se encuentra mi madre. Está sentada con la espalda recta y las piernas cruzadas, como si la almohada en la que debería estar descansando la quemara. Es un enfrentamiento de proporciones épicas. Si estuviéramos en el Viejo Oeste, no me sorprendería ver plantas rodadoras arrastrándose por el viento, y en cualquier momento desenfundarían las pistolas.
—Me parece que no me está escuchando —el doctor habla despacio—. Tiene la presión arterial muy alta, y los resultados de los análisis de sangre muestran algunos indicios preocupantes que indican que su riesgo de sufrir un ataque al corazón ha incrementado de forma significativa. La medicación que le hemos recetado la ayudará con eso, pero los resultados nos dicen que su nivel de estrés es demasiado elevado.
—Lo escucho perfectamente. —Ahora mi madre cruza los brazos además de las piernas—. Y no necesito quedarme en el hospital, o descansando, o dando vueltas en busca de la medicación. Lo que necesito es volver al trabajo.
El doctor Billings se pasa una mano por el pelo y me mira a mí.
—¿Cuántas horas a la semana trabaja tu madre?
Abro la boca para responder, pero ella me lo impide con una mirada seria.
—Trabajo a tiempo completo, como todo el mundo, y le agradecería que dirigiera sus preguntas a mí en lugar de a mi hija.
—Se ha desplomado. Su cuerpo no soporta la presión y el esfuerzo a los que lo está sometiendo. Si no cambia algo, la próxima vez podría ser mucho peor. Necesita, como mínimo, tomarse la medicación para que no le vuelva a ocurrir.
Mi madre se sonroja. Por cómo reacciona parece que el doctor le haya dicho que es débil y completamente inútil. Abre la boca para responderle, pero me estiro y sujeto por el codo al doctor antes de que ella pueda decir nada.
—Yo me llevo la receta y me encargo de comprar la medicación —digo con suavidad mientras lo acompaño hacia la puerta—. Gracias.
El doctor camina más deprisa que yo y me queda claro que no solo se siente aliviado porque lo haya salvado del apuro, sino que está feliz de poder salir de nuestra habitación lo más rápido que le permitan las piernas. Cierro la puerta y me apoyo en ella.
Cuando levanto la vista hacia mi madre, trato de imitar la mirada acusatoria que ella me ha lanzado mil veces.
—Si quieres que me tome la medicación la próxima vez que me lo ordene un médico, ahora tienes que hacer lo mismo por mí —le advierto.
Por un instante, tengo la sensación de que se está preparando para discutir, pero entonces se rinde y descansa la espalda sobre la almohada. Palidece, y de pronto la veo extremadamente frágil y pequeña.
Acerco una silla a la cama.
—Tengo que volver al trabajo, de verdad —afirma con voz queda.
—Lo sé, mamá.
Me estiro y le cojo una mano. Todo lo que ha pasado en la sala de audiencias parece posarse a nuestro alrededor como unos escombros invisibles.
—Pero ¿qué diferencia hay entre volver ahora o dentro de veinte minutos?
Me mira a los ojos, y la total desesperanza que percibo en su mirada me oprime la garganta.
—¿Qué vamos a hacer?
Las dos sabemos a qué me refiero. Me aprieta la mano.
—Haremos lo que siempre hacemos —responde.
—¿Esperar? —Suspiro, y apoyo la cabeza en la cama.
—No, cariño. —Mi madre me suelta la mano y pasa sus dedos por mi pelo oscuro—. Sobrevivir.
Se aparta. Levanto la cabeza y la veo ponerse por debajo de la bata del hospital los pantalones que usa para trabajar. Que se levante y se prepare para ir a trabajar justo cuando el doctor le acaba de decir que no debería hacerlo no está nada bien. Pero está aún peor porque mi padre acaba de perder la apelación. Y porque yo la necesito con desesperación, y me está dejando como siempre lo hace, totalmente sola.
Todo esto hace que se me encienda en la boca del estómago una ira de combustión lenta.
—¿Y papá?
La observo quedarse inmóvil y luego levantar la mirada hacia mí mientras termino de hablar.
—¿Y si esto acaba con él?
Su expresión refleja estupor y angustia antes de que su habitual máscara de firmeza vuelva a aparecer.
—Bueno, Riley, supongo que tú y yo sobreviviremos a eso también.
Se me cae el alma a los pies ante la absoluta falta de esperanza que transmiten sus palabras. Entonces se pone los tacones, coge el bolso y me abraza fuerte antes de salir.
—Hoy llegaré tarde.
La puerta se cierra a su paso con la misma finalidad resonante que el martillo de la jueza.

Gracias a que la jueza Howard ha mencionado en la audiencia la naturaleza horripilante de los asesinatos, esta noche mis sueños se ven invadidos con las pocas imágenes y detalles que todavía recuerdo del primer juicio de mi padre.
Estoy de pie delante de casa y cuando me doy la vuelta veo el cuerpo de mi madre tirado en el jardín delantero. Exactamente como una de las chicas de las fotos. Primero parece que está durmiendo. La falda, larga y de color oscuro, le llega hasta los pies, y lleva unas medias negras. La blusa, abotonada hasta arriba, y los brazos, cruzados sobre el estómago. Todo se ve normal, salvo por la magulladura púrpura e inflamada que tiene en el cuello y los ojos abiertos, que, ya vacíos, me miran fijamente. Sollozando, le busco histérica el pulso, pero no tiene.
De pronto, estamos en una morgue plateada con una lámpara de techo que oscila sobre la única mesa que no está a la sombra. Mi madre descansa sobre la mesa frente a mí, en ropa interior. Puedo ver todos los moratones, las quemaduras y los cortes que antes le ocultaba la ropa. A nuestro alrededor, las paredes se encienden de repente con radiografías y más radiografías, cada una muestra un hueso roto distinto. Hay muchas, y tengo la sensación de que nos han dejado encerradas. Me veo rodeada de muchas fracturas, de mucha violencia. Quien haya hecho esto la atacó salvajemente, la estranguló y luego la vistió para que pareciese tranquila tras colocarla con cuidado en nuestro jardín delantero.
Me encojo sobre mí misma. No puedo seguir viéndola así. Entonces me convierto en una pelota pequeña en medio de esta carnicería. Me refugio en una esquina, cierro los ojos, y espero, contra toda esperanza, que esto no sea real y que se acabe pronto. Cuando el sueño termina, me despierto empapada en un sudor frío.

Es viernes por la tarde y me estoy preparando para ir a Polunsky a ver a mi padre. Pero de pronto me llama el señor Masters. Sonrío cuando respondo la llamada.
—¿Sí?
—Señorita Riley.
El acento sureño del señor Masters es tan marcado que hace que el bourbon sepa a agua.
—Señor Masters —respondo despacio, burlándome de su acento.
Cuando mi padre nos presentó, mucho tiempo atrás, el señor Masters me pareció muy alto. Recuerdo que pensé que, con esos trajes elegantes y caros, debía de tratarse de alguien importante. Le pregunté a mi padre cómo debía dirigirme a él. El señor Masters se acuclilló frente a mí y me miró muy serio.
—¿Cómo quieres llamarme? —me preguntó.
Yo me escondí detrás del brazo de mi padre y no respondí. Pero el señor Masters me dijo que, como yo era una joven dama, tenía dos opciones.
—Puedes llamarme señor Benjamin o señor Masters.
Pensé al respecto un minuto, pero señor Benjamin no me pareció lo suficientemente elegante para él.
—Elijo señor Masters.
—Excelente—respondió mientras se incorporaba y me extendía una mano—. Yo te llamaré señorita Riley.
Cuando le estreché la mano, noté algo entre los dedos. Y al retirarla, me di cuenta de que me había deslizado un pequeño paquete de Skittles. Siempre han sido mis caramelos preferidos.
El señor Masters me guiñó un ojo.
—Me ha dicho un pajarito que te gustan.
Le sonreí feliz y recuerdo que pensé que era como el presidente, pero mágico.
Hasta el día de hoy, nunca me ha dado un motivo para que piense otra cosa de él.
—¿Cómo te encuentras esta tarde tan calurosa?
—Estoy disfrutando de los placeres del aire acondicionado mientras me preparo para ir a ver a papá. ¿Cómo están las cosas por ahí?
El buen humor desaparece en ambos lados de la línea telefónica en cuanto menciono a mi padre.
—Sigo trabajando. No me he dado por vencido. —Su tono de voz es suave—. ¿Cómo está tu madre? Me tiene preocupado.
—Trabajando, también —suelto una risa amarga—. ¿Qué otra cosa podría estar haciendo?
—¿Qué ha dicho el doctor? —Ahora suena más brusco que antes—. La tozuda de tu madre no atiende mis llamadas.
—Veo que estamos en el mismo bando. A mí tampoco me ha cogido el teléfono cuando la he llamado antes —murmuro—. Nos ha dicho que está bajo mucho estrés y le ha dado medicación para que le baje la tensión.
Al otro lado de la línea responden con un gruñido de afirmación.
—Bueno, mantenme informado, señorita Riley —añade al fin el señor Masters—. Llámame si se te ocurre algo en lo que os pueda ayudar a cualquiera de las dos. Últimamente, tú eres la única responsable de la familia.
Me río, sorprendida. El señor Masters me habla sin tapujos. Siempre lo ha hecho. A diferencia de mis padres, no me trata como a una niña.
—Estaría bien que le dijera eso a mis padres algún día.
—Tal vez —se ríe—. Buenas tardes, señorita Riley.
—Buenas tardes, señor Masters.
Cuando cuelgo, suspiro y me froto las ojeras frente al espejo del baño. Entre lo aturdida que me dejó la audiencia y las pesadillas, apenas he pegado ojo.
Dedico un buen rato a estirar el cuello y los hombros, pero decido que mi aspecto no mejorará. Me planteo ponerme un poco de polvos para tapar los signos de agotamiento, pero soy minimalista con respecto al maquillaje. Además, necesitaría un milagro para disimular los efectos de las últimas veinticuatro horas. En lugar de eso, cojo una Coca-Cola de la nevera y las llaves que están en encimera de la cocina, y me dirijo a la puerta.
7
EL EDIFICIO DE ADMISIONES DE POLUNSKY es bajo y gris. Parece un bloque de niebla muy concentrada, y lo encuentro adecuado porque mi mente tampoco puede deshacerse de la neblina.
Ayer me pasé la noche buscando los medicamentos de mi madre y después me quedé despierta hasta tarde para conseguir que me prometiera que se los iba a tomar. Me preguntó una y otra vez si aún tenía pensado venir a ver a mi padre y si estaba segura de que no quería esperar hasta que encontráramos un momento en que ella pudiera acompañarme. Me sorprendió que me lo preguntara porque ambas sabemos que eso nunca sucederá. Cuando le aseguré por quinta vez que estaría bien viniendo sola, me pareció que se quedaba convencida. Tuve que contenerme con todas mis fuerzas para no cerrar de un portazo cuando me pidió que le dijera a mi padre que se encuentra bien.
No creo que esta vez esa parte de conversación nos lleve mucho tiempo, porque no voy a mentirle.
«No estamos muy bien, papá. No estamos muy bien.»
Cuando saludo a Nancy y paso por el control de seguridad, se me hace evidente que tanto ella como los demás funcionarios del despacho de admisiones saben lo que pasó en la apelación. Me lanzan miradas consoladoras y nadie intenta hacerme reír ni bromea conmigo como suelen hacer.
Cojo mis cosas en cuanto Nancy termina de cachearme, quiero salir de este despacho que, de pronto, parece el escenario de un funeral.
—Nos vemos la semana que viene, Riley —se despide.
Cuando me vuelvo para dirigirme hacia la recepción a retirar la placa de visitante, escucho que añade un lo siento.
Le hago un gesto de agradecimiento. Mi mente viene y va entre el pánico y una resignación paralizante, como me ocurre desde la audiencia de apelación de ayer. Mi cuerpo sigue funcionando y continúa con la rutina habitual mientras yo trato desesperadamente de fingir que nada ha cambiado.
En la pequeña sala de visitas está todo en calma, como siempre, lo único que no quiero hoy es quedarme sola con mis pensamientos. El reloj de pared marca los segundos y trato de no escucharlo. No dejo de pensar en el número de horas que hay en cuatro semanas, en veintiocho días... Veintisiete hoy.
Cuando mi mente me da la respuesta correcta al problema matemático, se me cae el alma a los pies. Veintisiete días son seiscientas cuarenta y ocho horas.
Niego con la cabeza. No, son menos que eso, en realidad. Ya no son veintisiete días completos. Hay que descontar cada hora que pasa. Dos horas por visita, y me quedan cuatro visitas incluyendo esta. Si son dos por visita... ¿Me quedan ocho horas en total?
Me quedan ocho horas con mi padre antes de que el estado de Texas lo ejecute por unos crímenes que no cometió. Ocho horas antes de que me lo quiten como me lo quitaron cuando yo tenía seis años... Excepto porque esta vez lo perderé para siempre.
Que le den a Texas. Odio Texas.
Así que me niego a volver a pensar en el tiempo que me queda. No sirve para nada. Pensaré en las únicas opciones que tenemos: el recurso de avocación y la solicitud de clemencia. No importa lo que haya dicho la jueza, todavía existe la posibilidad de que la Corte Suprema decida suspender la ejecución y revisar el caso. Y si la Corte Suprema se niega, entonces nuestra única esperanza será pedir clemencia al gobernador. Y que un gobernador otorgue una suspensión de ejecución es algo casi sin precedentes en Texas. Necesitamos un plan ya... y uno bueno.
Estoy de pie en la sala y me muevo de un lado a otro junto a la mesa. Cuando llega mi padre, me estoy mordiendo las uñas como si no tuviera nada más para comer, a pesar de que estoy caminando junto a unas máquinas expendedoras bien abastecidas.
—Hola, Ri —me saluda cuando el oficial lo trae.
Lo abrazo muy fuerte, y en cuanto nos sentamos lo miro con atención, sin saber por dónde empezar.
—¿Cómo está mamá?
La visita empieza como siempre, pero siento que estoy hablando con el fantasma de mi padre en lugar de con el real. El brillo de su mirada ha desaparecido y lo veo completamente exhausto. Incluso parece que ha perdido peso desde ayer.
—Bien. Me ha pedido que te dijera que no te preocupes por ella —esbozo la sonrisa valiente que tengo esculpida permanentemente en la cara cada vez que vengo a verlo.
—Sin mentiras, Riley, ¿recuerdas?
Mi padre se acerca y me aparta con cuidado uno de los mechones que se me ha escapado de la coleta.
—No ahora. No a mí —añade.
Cojo el mechón rebelde y lo coloco en su lugar.
—Hablemos de cuál es el plan, entonces —digo cambiando de tema.
Mi padre suspira tan hondo que parece que el suspiro parta de sus pies. Abre la boca para decir algo, pero de repente escuchamos un golpecito y la puerta se abre enseguida. En el corredor de la muerte no existe la intimidad.
Un agente mayor al que no conozco se aleja de la puerta para dejar pasar a Stacia. La exayudante de mi padre viene al menos una vez por semana en representación del resto del equipo para discutir sobre las apelaciones y las opciones. Suele venir a principios, por eso hace tiempo que no coincido aquí con ella.
Su cara, que es muy pálida, contrasta con su pelo, rubio oscuro, que hoy luce más encrespado de lo normal. Durante el último año, sus mejillas se han hundido un poco. Parece que luchar por alguien detenido en Polunsky deja marca.
Titubea cuando me ve, pero la vacilación dura solo un instante.
—Lo siento, David, he olvidado que hoy es el día que Riley viene a verte.
Stacia es extremadamente tímida y un poco retraída, pero muy leal, que es lo único que importa. Pasa el peso de un pie al otro y mantiene los ojos clavados en el suelo. Se la ve aún más incómoda de lo normal, que es decir mucho en su caso.
—No te preocupes. Tampoco me queda mucho tiempo para organizarme mejor con las visitas.
Mi padre le sonríe, pero la tristeza y el miedo que esconde esa sonrisa me cortan la respiración. Nunca lo había oído hablar así. Siempre está lleno de esperanza. Nunca menciona el final o el tiempo que le queda. Verlo de esa manera me asusta muchísimo más que todo lo que dijo ayer la jueza en la sala de audiencias.
Siento un sudor frío en la espalda, y mi ritmo cardíaco se acelera.
—Te pido disculpas por tener que interrumpirte con esto, pero...
Stacia levanta una mano hacia mi padre y veo que sujeta un sobre blanco. Lo sostiene con tanta fuerza que cada uno de sus dedos ha dejado una marca profunda en el papel. Me mira.
—A los dos.
Mi padre se estira para coger la carta. Descubro en el sobre la dirección con las palabras «Corte Suprema de Estados Unidos», y todo se ralentiza mientras lo abre.
No estaba previsto que nos enteráramos de la resolución del recurso de avocación hoy.
Es nuestra última oportunidad.
Y ahora que sé que todas las respuestas están en ese sobre, de pronto espero que pase algo drástico y que no podamos leer lo que contiene. Ojalá se produzca un simulacro de incendio, caiga un meteorito, llegue el fin del mundo... lo que sea con tal de no enterarnos de la respuesta.
Lo que sea con tal de conservar nuestro último rayito de esperanza, porque yo no estoy lista para perderlo.
El papel que mi padre extrae del sobre no es grueso, e incluso desde el otro lado de la mesa puedo leer la palabra denegado impresa en unas atemorizantes letras en negrita.
Esa palabra elimina una de nuestras dos últimas opciones, y siento como si alguien me acabara de arrancar la pierna derecha. Es doloroso. Me deja completamente desequilibrada.
Mi padre lee el papel despacio. Luego lo dobla, lo introduce de nuevo en el sobre y se lo devuelve a Stacia.
—Gracias... por todo.
Ella se aferra al sobre con ambas manos. Tiene los ojos llenos de lágrimas, pero parece que no sabe qué decir.
Mi padre le ahorra el mal trago.
—Ahora me gustaría continuar con la visita de Riley, pero muchas gracias por venir.
Las palabras son amables, pero su tono de voz es cansino y ligeramente despectivo.
—Por supuesto.
Stacia baja la vista, se dirige hacia la puerta y la golpea. Parece que cree que le ha fallado, y yo siento la enfermiza esperanza de que quizá haya sido así. Ha estado ayudando con el caso. ¿Se habrá equivocado en algo? De ser así, tendríamos la posibilidad de solicitar otra apelación, y yo daría casi cualquier cosa por tener esa posibilidad ahora.
Cierro los ojos, enfadada por lo que acabo de pensar. Stacia se preocupa por mi padre. Sinceramente, no quiero que se haya equivocado. Ella nunca se lo perdonaría.
—Volveré el lunes —murmura cuando el agente le abre la puerta.
Y luego se escabulle sin esperar respuesta.
Mi padre se queda en silencio mirando fijamente la mesa mientras la puerta se cierra, y yo me pregunto si ha olvidado que estoy aquí.
Me trago el miedo y la preocupación que amenazan con cerrarme la garganta, y hago un esfuerzo por sonar segura.
—Bueno, supongo que el plan que quería montar se acaba de volver más importante.
—No vamos a planear nada, Riley.
Mi padre cierra los ojos y descansa la cabeza en el pecho por un instante. Lo veo hecho polvo. Siempre ha sido un hombre apuesto, pero, últimamente, todo lo sucedido le está pasando factura.
Cuando abre los ojos, han pasado de no tener expresión a estar casi vacíos. Se me encoje el corazón solo de verlos. Las pocas esperanzas que tenía después de la audiencia de ayer lo acaban de abandonar ahora mismo frente a mí.
Ese pensamiento me aterroriza, así que sigo adelante. Las palabras se derraman de mi boca unas sobre otras apresuradas por escapar.
—Creo que tal vez deberíamos organizar algún tipo de campaña, ¿sabes? Ver si podemos conseguir que se involucre gente, quizá de otros estados. Que escriban al gobernador con nosotros y soliciten una suspensión. Creo que fuera de Texas la gente está más predispuesta a...
—Riley —mi padre intenta interrumpirme, pero no lo dejo.
—Porque aquí las ejecuciones son demasiado frecuentes, y nosotros estamos acostumbrados. Además, yo me pregunto, ¿existe alguna posibilidad de que tu equipo de abogados se haya equivocado en algo?
—Necesito que me escuches...
Mi padre frunce el ceño y se inclina hacia mí, así que yo me aparto hacia atrás.
Por primera vez, no me importa que se enfade. Que se frustre. Puedo manejarlo. Lo que me asusta es percibir la derrota total en su voz.
—Hay mucha gente que te escribe desde otros países. Sé que son desconocidos, y que unos cuantos estarán completamente locos, pero parecen fascinados con tu historia y afirman que están de tu lado. El alcaide Zonnberg me lo dijo.
Me inclino hacia delante de golpe y me pregunto si estoy parpadeando porque siento que los ojos me empiezan a arder.
—Podemos pedirles a ellos también que escriban y creo que muchos...
—¡Basta, Riley! —me grita mi padre.
El agente que espera en el pasillo golpea la puerta con el puño y mira a través del ventanuco para asegurarse de que estoy bien.
Cuando le indico con la mano que sí, se relaja. Observo con detenimiento a mi padre. Nunca me ha levantado la voz, jamás. No sé cómo reaccionar ni qué decir, así que me cruzo de brazos y espero.
—Creo que esto ya no es bueno para ti... y está claro que no es saludable para tu madre.
No puedo evitar soltar una carcajada burlona.
—Papá, esto nunca ha sido bueno para nosotras.
—Y espero que algún día puedas perdonarme por ello.
Su expresión se endurece y me arrepiento de inmediato de lo que he dicho.
—Lo siento, pa...
Pero no me deja seguir hablando.
—Necesito decir esto mientras tenga la valentía para hacerlo, así que, por favor, no me interrumpas.
No levanta la voz, pero se inclina hacia mí, me coge una mano con fuerza y me mira con tanta intensidad que no me atrevo a apartar la vista.
—Tu madre lo está pasando mal, pero no lo admite. Y nos guste o no, se me está acabando el tiempo con rapidez. Tú eres mejor, más fuerte y más inteligente de lo que jamás hubiera imaginado, y aunque odio tener que hacerlo, me veo obligado a confiar en ti en lugar de en mamá. Y me sentiré mal siempre por ello.