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Si su opinión parece dura, la de James Joyce unos pocos años más tarde, expresada curiosamente en un pequeño texto que escribió como ejercicio para sus alumnos de inglés, no le va a la zaga:
El irlandés pasa el tiempo haciendo chistes y la ronda de bares o tabernas o casas de lenocinio, sin hartarse nunca de las dosis dobles de whisky y Home Rule, y por la noche, cuando ya no aguanta más y está hinchado de veneno como un sapo, sale tambaleándose por la puerta lateral, y guiado por un deseo instintivo de estabilidad, va deslizándose a lo largo de la línea recta de las casas con la espalda contra las paredes y las esquinas. Va, como se dice, «guiándose de culo». Ahí tenéis al dublinés.
Y si el juicio propio es despiadado, más lo es el ajeno, del que sirva de muestra un popular dicho entre los ingleses de la época: «Agradezcamos a Dios que no estemos como los pobres irlandeses, saltando de un árbol a otro». El primitivismo irlandés evidentemente no llegaba a tanto como suponía la ignorante burguesía eduardiana, pero existir, existía. Sobre todo en el occidente de la isla, en especial en la comarca de Galway y las islas Arán, donde se mantenía un modo de existencia tradicional cuyas condiciones de vida no eran mejores que las de doscientos años atrás.
En esas comarcas se conservaban además las tradiciones, y sobre todo la lengua de la antigua Irlanda. El movimiento nacionalista, seguramente a causa de las frustraciones políticas, e inspirándose en las doctrinas de Herder y en movimientos europeos afines, se centró a finales de siglo en el restablecimiento de las mismas, promoviendo una recuperación cultural que será conocida como el Renacimiento irlandés o el Renacer celta.
Como en otros casos similares, el elemento clave de esta política cultural es la lengua. El irlandés o gaélico irlandés, es considerada la lengua vernácula más antigua de Europa. Es una lengua céltica que había sido utilizada por la población autóctona de la isla hasta el siglo XVII, pero que a partir de ese momento había comenzado a ser sustituida rápidamente por el inglés. Dos siglos más tarde, a principios del XIX, ya sólo la hablaba el 50 por 100 de la población, que se concentraba en el oeste de la isla, y en 1851, tras la Gran Hambruna, el porcentaje había disminuido al 23 por 100, siendo además bilingües de inglés la gran mayoría de los hablantes nativos. Las campañas de recuperación iniciadas a finales del siglo XIX apenas lograron tener éxito, y aunque han continuado –son política oficial del gobierno desde la proclamación del Estado independiente en 1921–, y el irlandés es la primera lengua oficial del país según la Constitución, el número de personas que actualmente lo tiene como primera lengua apenas supera, en la mejor de las estimaciones, el 2 por 100 de los habitantes de la república, y a pesar de que el porcentaje de población bilingüe es alto, no se emplea prácticamente en la vida diaria.
La recuperación de la cultura celta se había iniciado ya en el siglo XVII, aunque es a finales del siglo XVIII cuando con el romanticismo se produce el primer impulso serio con el estudio del primer arte medieval, el folclor, las leyendas y las baladas celtas. Una obra clave de la extensión del interés por la tradición es la del poeta Thomas Moore, que bajo el título de Melodías irlandesas publicó durante las primeras décadas del siglo XIX una serie de volúmenes de poemas adaptados a temas musicales tradicionales irlandeses. Su éxito fue enorme, al punto que se decía que los libros no podían faltar en ningún hogar irlandés.
Esta revitalización cultural no estuvo coordinada ni asimilada políticamente hasta la formación del grupo de la Joven Irlanda en la década de 1840. Poetas cercanos al movimiento, como James Clarence Mangan –sobre el que Joyce escribiría uno de sus primeros ensayos– y Samuel Fergusson, contribuyeron a revivir el interés por las leyendas, la mitología y el paisaje irlandés. Pero la auténtica difusión social del movimiento de recuperación de la cultura autóctona no se produce hasta la época posterior a Parnell.
El momento inicial de este renovado interés en la cultura tradicional irlandesa fue la formación de la Gaelic League, fundada en 1893 por Eoin Mac Néill, un historiador de la Irlanda antigua y medieval, y Douglas Hyde, un lingüista especializado en el gaélico irlandés. El objetivo de la asociación era la recuperación de esta lengua. Para ello impartían cursos, y publicaban libros y un periódico escritos en ella. Quince años más tarde de su formación se habían extendido en una amplia red de asociaciones locales que abarcaba todo el país. Su carácter era en cierto modo similar al de movimientos de época victoriana como el de la hermandad prerrafaelita o el Arts & Crafts de William Morris, con un fuerte contenido nostálgico y utópico, contrario a la industrialización y al desarrollo de las ciudades. Inicialmente el movimiento no tenía contenido político alguno –sus fundadores afirmaban ingenuamente que la lengua no era un asunto político–, pero su fin implícito no podía ser otro que la recuperación de la Irlanda galaica, y como tal formaba inevitablemente parte del movimiento nacionalista.
De cualquier manera, y aunque es innegable que el movimiento de recuperación cultural fue una especie de refugio del nacionalismo en una época en la que la actividad política, tras el desastre de la caída de Parnell, estaba paralizada, el énfasis en la cultura autóctona no debe verse sólo como una estrategia política. En el campo de la literatura especialmente, surge a finales del siglo XIX un grupo de notables escritores, que si bien comparten el interés por la tradición, despliegan un talento que les hace dignos de atención más allá de consideraciones políticas. Su consagración como «escuela» se produjo en 1867 con la publicación de Study of Celtic Literature (1867) del influyente crítico inglés Matthew Arnold.
La figura central del movimiento es sin duda William Butler Yeats, cuya obra poética está considerada como una de las más importantes de la literatura europea contemporánea. James Joyce renunció a la poesía tras leer The Wind among the Reeds, una de sus colecciones de poemas, admitiendo que nunca llegaría a componer nada que estuviera a su altura. Otro de sus libros de poemas, Celtic Twilight –La aurora celta– fue tomado como una especie de guía del movimiento, que originalmente incluso llegó a conocerse por ese nombre. Su interés por el misticismo, el espiritualismo y el ocultismo le llevó a acercarse a los escritos herméticos, a Emanuel Swedenborg y a la teosofía, enseñanzas que combinó con las leyendas y la mitología irlandesa. Su participación en el Renacimiento literario irlandés se produce sobre todo a partir de su relación con Augusta Persee, conocida bajo su título nobiliario de lady Gregory, auténtica organizadora del movimiento. Con ella, y con Edward Martyn, otro de los principales autores del grupo, fundó el Teatro Literario Irlandés en el Teatro Abbey de Dublín. Su objetivo era crear un teatro nacional siguiendo el modelo de Francia, en cuyo proyecto primaban los autores por encima de los actores y los intereses de los empresarios, como ocurría en Inglaterra. La programación se centraría en la promoción del teatro autóctono, aunque sin olvidar novedades de la escena internacional que eran sistemáticamente ignoradas en Irlanda:
Esperamos encontrar en Irlanda un público imaginativo y no corrompido, habituado a escuchar, gracias a su pasión por la oratoria [...] nuestro deseo es poner en escena [...] esa libertad de palabra que no se da en los teatros de Inglaterra y sin la cual ningún nuevo movimiento en arte o literatura puede triunfar.
Aunque ese proyecto duró apenas cinco años, los organizadores no desistieron y en 1904, incluyendo nuevos participantes como John Millington Synge y George William Russell, fundaron la Irish National Theatre Society, que continuó con la misma política de programación hasta convertirse en el Teatro Nacional Irlandés tras la emancipación.
Las obras programadas, casi todas escritas por miembros del movimiento –el propósito de incorporar novedades internacionales se olvidó pronto, provocando la ira de un joven James Joyce–, tratan fundamentalmente del problema nacionalista. Muchas de ellas resultan enormemente ingenuas hoy en día y de una cierta mediocridad. Sin ir más lejos, las de la propia lady Gregory –escribió diecinueve obras para su estreno en el Teatro Abbey, entre ellas varias adaptaciones de Molière– ya suscitaron el sarcasmo de Oliver St. John Gogarty, que decía de ellas que con su estreno casi arruinaba al teatro. De cualquier manera, el proyecto dramático sin duda tuvo al menos la virtud de revitalizar la cultura teatral de la ciudad. Algunas de las obras, como Kathleen ni Houlihan de Yeats, que es una abierta llamada a la rebelión contra el dominio inglés, o The Playboy of the Western World de Synge, una sórdida historia de la Irlanda profunda, pretendidamente realista y de ambiguo simbolismo, provocaron grandes controversias e incluso tumultuosas protestas. Synge, junto con George Moore, otro escritor irlandés muy influido por el realismo francés, y que también participó activamente en el Renacimiento literario –fue miembro fundador de la Irish National Theatre Society–, representaban una tendencia distinta dentro del grupo, que apenas compartía el interés en las leyendas y la mitología celta, ni tampoco en el misticismo y los saberes esotéricos.
Curiosamente, la mayoría de los miembros del movimiento eran de confesión protestante y ascendencia angloirlandesa. La familia de Yeats tenía propiedades y fortuna, y aún más significativo, había emigrado a Inglaterra cuando el autor era un niño. Yeats de hecho vivió prácticamente toda su vida en Londres, y cuando iba a Dublín se alojaba en un hotel. Su conocimiento de la cultura tradicional irlandesa lo obtuvo principalmente en las temporadas que pasaba como invitado de lady Gregory en la suntuosa propiedad familiar de esta, en el condado de Galway, del que su marido, un noble angloirlandés, fue representante parlamentario en repetidas ocasiones. Las simpatías nacionalistas de la mayoría de los miembros del grupo chocaban por tanto con su educación y sus propios intereses. De ellos se ha dicho que eran una «vanguardia ilustrada protestante» que trató de encontrar un lugar en la nueva Irlanda independiente que se estaba gestando en esos años.
De cualquier manera, no debe confundirse enteramente el movimiento de recuperación cultural con el nacionalismo político, en esta época ya dominado por el independentismo feniano. El proyecto de los literatos revivalistas era una especie de utópica unión de aristócratas angloirlandeses y campesinos autóctonos bastante alejada de la realidad. Los nacionalistas, no obstante, procuraron utilizarlo para sus fines políticos. Al hacerlo fomentaron un cierto tradicionalismo que a su vez alejaba del nacionalismo a la nueva clase media católica, una burguesía utilitaria que, como el personaje de la obra de Bernard Shaw, o como el propio Joyce, veía más el futuro en Europa que en la Irlanda tradicional. Las tradiciones y el lenguaje que Yeats y Russell y lady Gregory, y Moore y Synge habían estudiado con celo de entomólogos, no representaban para esta joven clase media un romántico pasado utópico, sino un mal recuerdo, la rémora de un pasado miserable que únicamente querían dejar atrás.
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A finales del siglo XIX la Europa continental había superado en muchos aspectos el dominio que Inglaterra había ejercido en el mundo occidental desde finales del siglo XVIII. Las últimas décadas del siglo XIX, junto con los primeros catorce años del siglo XX, son probablemente el periodo de crecimiento más imponente jamás existido en la historia de la humanidad, y en ellas ya no es Inglaterra la nación que lleva la iniciativa. Al depender de infraestructuras que ya empiezan a quedarse obsoletas, cede el liderazgo de la innovación a naciones como Bélgica o Alemania, que generan por entonces las condiciones que transforman la industria y el comercio en lo que se ha llamado segunda Revolución industrial.
Poco antes de la Primera Guerra Mundial se decía que Europa había cambiado más en las cuatro décadas anteriores de lo que lo había hecho en todos los siglos transcurridos desde tiempos de Jesucristo. En 1871, a partir del final de la Guerra Franco-Prusiana, se había iniciado en Europa el hasta entonces periodo más largo de paz disfrutado desde que existía memoria. En las últimas décadas del siglo XIX la población europea, tras siglo y medio en constante expansión, alcanzó tasas de crecimiento de hasta el 30 por 100, y llegó a constituir la cuarta parte de la población mundial. La producción industrial superaba con mucho a la del resto del mundo, y Europa concentraba y controlaba la mayor parte del comercio mundial.
La unificación de Alemania ese mismo año de 1871 y la conclusión de la de Italia con la conquista del Vaticano un año antes, completaban un mapa político europeo de una estabilidad hasta entonces desconocida. A partir de ese momento las potencias parecieron olvidar o al menos dejar de lado sus diferencias. De hecho, la ausencia de conflictos bélicos en Europa llegó a provocar una especie de nostalgia bélica. Gran parte de la población llegó a declararse partidaria de la guerra y se creó una verdadera ideología belicista en cuyo contexto había quien sin el menor pudor justificaba las matanzas bélicas como una sana purga para los pueblos.
Las rivalidades territoriales en realidad no desaparecieron, sino que se trasladaron a escenarios lejanos, y tan extensos, hostiles e inexplotados, que su dominio resultaba en gran parte más cuestión de prestigio internacional que de poder real o de beneficio económico. No en vano uno de las etiquetas que identifican a estos años es la de la época del imperialismo, un término acuñado en aquellos años que engloba al de colonialismo, pero que también abarca relaciones de dependencia en las que el país dominante, respaldado por su mayor poder –no necesariamente militar, sino también estructural, económico y cultural–, impone y controla las condiciones socioeconómicas del otro, generando en él una dependencia tanto material como espiritual. La primacía de Europa en este periodo es enorme. Las potencias europeas ven el resto del mundo como un territorio a explotar, y compiten entre sí por crearse un imperio, repartiéndose literalmente el pastel de territorios indefensos, principalmente en el continente africano, cuya partición en la Conferencia Internacional sobre Asuntos Africanos celebrada de Berlín de 1884-1885 trajo consigo las terribles consecuencias que aún padece el continente. En este periodo las potencias europeas se apropiaron en total de 23 millones de kilómetros cuadrados, lo que equivale a la quinta parte de la superficie terrestre.
El gran beneficiario de estas políticas es el comercio. El alcance y el volumen del comercio –y también de la inversión de capitales exteriores– son los factores que hacen que en esta época la economía adquiera por primera vez carácter global. Es durante la segunda mitad del siglo XIX cuando las teorías del libre comercio se ponen en práctica, primero en Inglaterra y posteriormente en la casi totalidad de Europa. Las fluctuaciones de los precios no dependen ya apenas de causas naturales ni se circunscriben a ámbitos regionales. Ahora empiezan a ser los factores comerciales, las variaciones de la demanda, las que determinan las condiciones del mercado. Aparece así la característica naturaleza cíclica de la economía global, y junto con ella, es también en estos años en los que se produce la primera crisis capitalista, cuya causa inmediata fueron pánicos financieros simultáneos en Viena y Nueva York en 1873. Conocida como la Gran Depresión, conservó esa etiqueta hasta que, como también ocurriría con la Gran Guerra, un acontecimiento similar, pero peor aún –en este caso la crisis de 1929– le arrebató tan ignominioso galardón.
De cualquier manera, la naturaleza expansiva de este periodo es de tal envergadura que esta Gran Depresión, por mucho que en su momento asombrara y asustara, ni siquiera lo fue técnicamente, pues aunque la tasa de crecimiento disminuyera notablemente en los años posteriores a 1873, nunca llegó a dejar los números positivos. Sí, sin embargo, significó un gran retroceso en la liberalización del comercio. Los empresarios culparon de la crisis a los tratados de libre comercio, y varios países los revocaron. Pero la globalización de la economía ya era imparable. Eran ya muchas las naciones que dependían en gran medida del comercio internacional, y en consecuencia la economía se irá integrando mundialmente cada vez más, con medidas tan fundamentales como la adopción del estándar del oro por la mayor parte de los países o la creación de un sistema internacional de patentes. Esa misma integración hará surgir contradicciones en el sistema. Entre otras cosas, la liberalización favorecía la concentración empresarial, y es durante esta época cuando surge la figura del cártel, tanto el formal como el no declarado. Ambos dejan ver sus perniciosos efectos en la libre economía, y provocan la respuesta de la restricción de las medidas liberalizadoras con leyes de defensa de la competencia.
Toda la industria, desde la pesada, con los nuevos procesos siderúrgicos y las aleaciones, hasta la química –productos farmacéuticos, fertilizantes, explosivos, jabones– experimenta un desarrollo espectacular. Las industrias textiles, que habían sido el motor de la inicial Revolución industrial, mejoran los ya altos niveles de producción, lo mismo ocurre con la industria ferroviaria y con otras muchas, algunas de las cuales, como la de la construcción naval, sufren una transformación radical gracias a nuevos procesos, nuevos materiales y nuevas formas de energía.
Todo ello es fruto de la innovación. Las ideas de innovación y progreso son sin duda las que mejor definen la época, y generarán un auténtico culto a la modernidad que afectará a todas las facetas de la actividad humana. Donde quizá mejor se aprecie esta es en la aparición de industrias totalmente inéditas, que en estos años surgen con un dinamismo extraordinario. Fundamental entre ellas es la de la tecnología industrial, pues su desarrollo afecta a todos los procesos –incluyendo el suyo propio–, y hace que los niveles de producción se incrementen constantemente. La maquinaria industrial experimenta continuas mejoras y abarca cada vez más fases de la producción con mejores rendimientos. La innovación también hace que se dé una verdadera revolución energética, con el empleo por un lado de la energía eléctrica, inicialmente en su aplicación a la producción industrial y posteriormente al consumo cotidiano, y por otro el de los derivados del petróleo, especialmente para iluminación y como combustible para motores de combustión interna. Estos, tanto los de ciclo Otto como los diésel, junto con los motores eléctricos y las turbinas de vapor, producen un avance exponencial en el aprovechamiento energético, permitiendo nuevas mejoras y adelantos en los procesos industriales, y un enorme abaratamiento y aumento de la capacidad de producción. Además, dan pie a la creación de nuevos ingenios, entre los que destacan los vehículos a motor.
La espectacular expansión del automóvil, en cuya fabricación se empiezan a emplear nuevas técnicas y estrategias, como las piezas intercambiables y la cadena de montaje, supone un éxito industrial sin precedentes, transforma las ciudades y culmina el avance de los transportes iniciado un siglo antes con el ferrocarril, y en el que hay que incluir también a los transportes urbanos: tranvías, trolebuses y ferrocarril subterráneo. El auge del transporte es a su vez parte esencial del también extraordinario desarrollo de las comunicaciones. Los servicios estatales de correos se convierten en grandes empresas esenciales para la actividad del país. El telégrafo primero, y el teléfono y la radio posteriormente, facilitan las relaciones económicas y comerciales, y también difunden velozmente costumbres e ideas.
La vida cotidiana se ve lógicamente afectada por todas estas transformaciones. Numerosos artilugios novedosos, como la máquina de coser, la de escribir, la pluma estilográfica o la bicicleta, simplifican las tareas diarias. Hay una enorme diversificación del empleo de nivel medio, en el que la mujer participa cada vez más. Ello hace que surja una clase media-baja formada por funcionarios, contables, delineantes, dependientes, cobradores, agentes de seguros, etc. con un nivel de vida muy aceptable y cierta capacidad de consumo. Las clases medias en general prosperan enormemente, teniendo en muchos casos acceso a viviendas grandes de cada vez mayor calidad, permitiéndose tener personal de servicio, enviar a los hijos a instituciones privadas de enseñanza, y viajar a lugares de recreo –incluso del extranjero– durante el periodo vacacional. Los viajes de vacaciones se vuelven tan característicos de este periodo que hay quien incluso ha llamado a la Europa de estos años la «Europa de Baedecker», en alusión a las populares y pioneras guías turísticas.
El comercio minorista, que responde a la demanda de esta pujante burguesía, experimenta un enorme desarrollo, en el que cabe destacar la aparición de los grandes almacenes de oferta diversificada. Y de igual manera prospera la industria del ocio, con proliferación de locales de esparcimiento y recreo, como cafés, salas de bailes y los cafés-concierto que dieron fama mundial a París como ciudad de diversión. Surgen los espectáculos de masas, que todavía hoy entretienen los ocios y dan cauce a las entusiasmos de una gran parte de la sociedad. El espectáculo deportivo, sobre todo, se abre paso con un ímpetu verdaderamente sorprendente, acaparando la atención de la gran mayoría de la población y suscitando inusitadas pasiones. Apoyado por las nuevas teorías higienistas, la gimnasia y el deporte van conformándose como actividades de ocio, pero sobre todo como espectáculo comercial. Las primeras olimpiadas se celebran en Atenas en 1896. Aunque los deportes más populares en la época son la gimnasia y la hípica, también en el cambio de siglo se celebran los primeros campeonatos internacionales de fútbol y de rugbi, las primeras carreras ciclistas e incluso las primeras carreras internacionales de automóviles, que Joyce utilizará como trasfondo de una de sus historias. Cabe señalar que en todas estas competiciones, inicialmente amateurs, van interviniendo cada vez más los intereses comerciales y los negocios de apuestas.
La fotografía se populariza en la época enormemente, en especial por la introducción de la película fotográfica, que hace que salga del campo estrictamente profesional y que surja la cinematografía. En 1895 los hermanos Lumière ya hacían exhibiciones comerciales de cine, y en la primera década del siglo XX existía ya un circuito establecido de salas de cinematógrafo que se extendía a prácticamente todas las ciudades de cierta entidad. El teatro experimenta asimismo un enorme auge, sobre todo con obras sensacionalistas de crímenes y adulterios, y lo mismo ocurre con los espectáculos de variedades, donde triunfaban los minstrel shows, típicamente americanos, en los que los actores y cantantes se pintaban el rostro de negro e imitaban las supuestas características de las personas de esta raza.
Todos estos entretenimientos van ligados a las ciudades. La desaparición de la industria rural y el menor peso de la agricultura en la economía hacen que se produzcan enormes migraciones, tanto exteriores, en especial desde Europa a América, como interiores, del medio rural al urbano. La concentración de la población en las ciudades impuesta por el sistema de trabajo en factorías hace que los núcleos urbanos se conviertan más que nunca en centros de la vida social y cultural, y que compartan costumbres, problemas y soluciones en una especie de red que traspasa las fronteras nacionales. No en vano es en esta época en la que se crea la idea –y el término– del cosmopolitismo.
La vida en las ciudades no es fácil. El desaforado crecimiento –Londres, que es la mayor en la época, pasa de dos millones de habitantes en la década de 1840, a más de cuatro en la de 1890– genera enormes desigualdades. En todas las ciudades existen enormes bolsas de pobreza en las que la población subsiste en condiciones casi infrahumanas. La salubridad en algunos barrios es infame, con recurrentes epidemias de cólera en muchos de ellos. Pero es también en estos años en los que, siguiendo el modelo de las reformas del barón Haussmann en París, en muchas capitales se emprenden notables desarrollos urbanísticos, que incluyen procesos de saneamiento de los barrios más degradados. Ello contribuye a un rápido descenso de la mortalidad, en el que desempeñan un importante papel los avances médicos. La medicina progresa de tal manera que los historiadores dicen que es posible hablar de una ciencia distinta a la anterior a este periodo. La generalización de la higiene, así como la aplicación generalizada de la anestesia y los avances farmacéuticos se unen a un conocimiento cada vez mayor y más fundamentado de la enfermedad. Aun así, medido desde la perspectiva actual, el nivel de desarrollo de la medicina sigue no obstante siendo ínfimo, pues, por ejemplo, se considera un logro que entre los pacientes que ingresan en un hospital sean más los que sobreviven que los que mueren.