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Mientras caminaba bajo el sol recordé las palabras del viejo Cotter y traté de acordarme de lo que había ocurrido después en el sueño. Recordé que había visto largas cortinas de terciopelo y una lámpara de techo de estilo antiguo. Sentía que había estado muy lejos, en alguna tierra de costumbres extrañas; en Persia, pensé...[15]. Pero no pude recordar el final del sueño.
Por la tarde mi tía me llevó con ella a visitar la casa del duelo. Ya se había puesto el sol; pero los cristales de las ventanas de las casas que daban a poniente reflejaban el cobrizo oro de un gran banco de nubes. Nannie nos recibió en el hall; y como hubiera resultado impropio haberla gritado, mi tía la estrechó la mano sin más. La vieja señaló interrogativamente hacia arriba, y ante el asentimiento de mi tía, procedió a remontar delante de nosotros la estrecha escalera; su cabeza reclinada apenas sobrepasaba el pasamanos. En el primer descansillo se detuvo y animosamente nos hizo señas de que avanzáramos hacia la puerta abierta del cuarto mortuorio. Mi tía entró y la vieja, al ver que yo dudaba si entrar, comenzó a indicármelo de nuevo repetidamente con la mano.
Entré de puntillas. A través del borde de encaje del estor la habitación estaba bañada en una luz de oro viejo en la que las velas parecían llamas pálidas y delgadas. Le habían puesto en el ataúd. Nannie marcó la pauta y los tres nos arrodillamos a los pies de la cama. Fingí rezar pero no pude concentrarme, pues los murmullos de la vieja me distraían. Me fijé en la torpe manera con la que estaba abrochada su falda por detrás, y en que los tacones de sus botas de paño estaban completamente desgastados por un lado. Me vino la idea de que el viejo sacerdote sonreía ahí tumbado en su ataúd.
Pero no. Cuando nos levantamos y fuimos hasta la cabecera de la cama vi que no estaba sonriendo. Allí yacía, opulento y solemne, arreglado para el altar, un cáliz retenido sin fuerza entre sus grandes manos[16]. Su rostro era muy imponente, gris y truculento, con negros y cavernosos orificios nasales y rodeado de un ralo pelaje blanco. Había un fuerte aroma en la habitación... las flores.
Nos santiguamos y salimos. En la habitación pequeña del piso de abajo encontramos a Eliza sentada en el sillón de él, muy dueña de sí. Avancé inseguro hacia mi silla habitual en la esquina mientras Nannie iba al aparador y sacaba un decantador de jerez y unas copas. Colocó todo esto en la mesa y nos invitó a tomar un vasito de vino. Después, a petición de su hermana, sirvió el jerez en las copas y nos las pasó. A mí me insistió también que cogiera unas crackers[17], pero las rechacé porque pensé que al comerlas haría demasiado ruido. Pareció algo decepcionada por mi negativa y fue silenciosamente hasta el sofá, en el que se sentó junto a su hermana. Nadie hablaba: todos mirábamos la chimenea vacía.
Mi tía esperó a que Eliza suspirara, y entonces dijo:
—Bueno, se ha ido a un mundo mejor.
Eliza volvió a suspirar y asintió con la cabeza. Mi tía pasó los dedos por el vástago de la copa antes de dar un pequeño sorbo.
—¿Se... en paz? –preguntó.
—Oh, sí, en paz, señora –dijo Eliza–. No podría decirse cuándo le abandonó el aliento. Tuvo una muerte maravillosa[18], alabado sea Dios.
—¿Y todo...?
—El padre O’Rourke estuvo con él un martes y le ungió y le preparó y todo.
—¿Sabía, entonces?
—Estaba completamente resignado.
—Parece completamente resignado –dijo mi tía.
—Eso es lo que dijo la mujer que vino a lavarle. Dijo que parecía como si estuviera dormido; tanto así parecía estar en paz y resignación. Nadie hubiera creído que fuera a resultar un cadáver tan hermoso.
—Así es –dijo mi tía.
Dio otro pequeño sorbo a la copa y dijo:
—Bueno, señora Flynn, de cualquier modo debe ser para usted un gran alivio saber que hizo por él todo lo que pudo. He de decir que las dos fueron muy buenas con él.
Eliza se alisó el vestido sobre las rodillas.
—¡Ah, pobre James! –dijo–. Sabe Dios que hicimos todo lo que pudimos, a pesar de lo humildes que somos... no íbamos a dejar que algo le faltara mientras estuviera entre nosotros.
Nannie había reclinado la cabeza contra el cojín y parecía dormirse.
—Ahí tienen a la pobre Nannie –dijo Eliza, mirándola–, está agotada. El trabajo que nos ha costado, a ella y a mí, traer a la mujer para que lo lavara y luego mortajarlo y luego el ataúd y luego organizar la misa en la capilla. Si no fuera por el padre O’Rourke no tengo ni idea de lo que podríamos haber hecho. Fue él el que nos trajo todas esas flores y esos candelabros de la capilla y el que redactó la esquela para el Freeman’s General[19], y se hizo cargo de todos los papeles para el cementerio y el seguro del pobre James.
—Fue muy generoso por su parte –dijo mi tía.
Eliza cerró los ojos y meneó lentamente la cabeza.
—Ay, no hay amigos como los amigos de siempre –dijo– cuando se presenta el momento, amigos en quien poder confiar[20].
—Qué gran verdad –dijo mi tía–. Y ahora que ha ido a recibir su recompensa eterna, estoy segura de que no se olvidará de vosotras y de todas vuestras atenciones.
—¡Ay, pobre James! –dijo Eliza–. No nos daba mucho que hacer. En la casa no se le oía más que ahora. Aun así, sé que se ha ido y sólo por eso...
—Es cuando todo se ha acabado cuando le echas de menos –dijo mi tía.
—Ya lo sé –dijo Eliza–. Ya no le volveré a traer su taza de caldo, ni usted, señora, le enviará su rapé. ¡Ay, pobre James!
Se detuvo, como si comulgara con su pasado, y entonces dijo sagazmente:
—Fíjese, me di cuenta de que últimamente algo extraño le estaba sucediendo. Siempre que le traía la taza de caldo, allí le encontraba con el breviario caído en el suelo, recostado en la silla con la boca abierta.
Se llevó un dedo a la nariz y frunció el ceño; entonces continuó:
—Pero aun y todo seguía diciendo que antes de que se acabara el verano, cuando hiciera un día bueno, daría una vuelta para ver otra vez la casa antigua en la que nacimos todos allá en Irishtown[21], y que nos llevaría a Nannie y a mí con él. Bastaba con que cogiéramos uno de esos nuevos carruajes de moda de los que le había hablado el padre O’Rourke... esos de las ruedas reumáticas...[22] económicos de alquiler por días, dijo, allí arriba en donde Johnny Rush, y que una tarde de domingo iríamos los tres. No se le iba de la cabeza... ¡Pobre James!
—¡Dios tenga piedad de su alma! –dijo mi tía.
Eliza sacó el pañuelo y se enjugó los ojos con él. Después lo volvió a meter en el bolsillo y se quedó un momento mirando la chimenea vacía sin hablar.
—Siempre fue demasiado escrupuloso[23] –dijo–. Los deberes del sacerdocio eran demasiado para él. Y es por eso que su vida fue, podría decirse, contravenida.
—Sí –dijo mi tía–. Era un hombre desilusionado. Podía verse.
Un silencio se apoderó de la pequeña estancia y a su abrigo me acerqué a la mesa, probé el jerez y volví silenciosamente a mi silla en el rincón. Eliza parecía haber caído en un profundo ensimismamiento. Esperamos respetuosamente a que interrumpiera el silencio: y tras una larga pausa dijo lentamente:
—Fue ese cáliz que rompió... Ahí fue cuando empezó. Desde luego, dicen que no hubo nada malo, que no contenía nada, quiero decir. Pero aun así... Dicen que fue culpa del chico. Pero el pobre James estaba tan nervioso... ¡Dios tenga piedad de él!
—¿Y fue eso? –dijo mi tía–. Escuché algo...
Eliza asintió.
—Aquello le afectó la mente –dijo–. Después de aquello empezó a enfrascarse en sí mismo, sin hablar con nadie y yendo de un lado a otro él solo. Una noche le requirieron para que atendiera un aviso y no le pudieron encontrar por ninguna parte. Miraron arriba y abajo; y seguían sin poder encontrar rastro de él en ningún sitio. Así que entonces el clérigo sugirió que miraran en la iglesia. Entonces cogieron las llaves y abrieron la iglesia y el clérigo y el padre O’Rourke y otro sacerdote que estaba allí trajeron una candela para buscarle... Y qué creen, allí estaba, sentado él solo en la oscuridad, dentro de su confesionario, totalmente despierto, y en apariencia riéndose quedamente para sí mismo.
Se detuvo de pronto como si se pusiera a escuchar. Yo también agucé el oído; pero no había sonido alguno en la casa: y fui consciente de que el viejo sacerdote estaba tumbado inmóvil en su ataúd tal como le habíamos visto, solemne y truculento en la muerte, con un ocioso cáliz en su pecho.
Eliza prosiguió:
—Completamente despierto y en apariencia riéndose para sí... Así que entonces, desde luego, cuando vieron aquello, aquello les hizo pensar que había algo en él que había fallado...
[1] LAS HERMANAS. Las mujeres que viven con el cura muerto son hermanas entre sí y probablemente también del difunto, aunque el texto no lo diga explícitamente. Al igual que hermana en castellano, el término inglés sister, además de para la relación de parentesco también se emplea para designar a las mujeres que forman parte de las órdenes religiosas católicas.
[2] la palabra parálisis. En una carta de 1906, Joyce afirmaba sobre el libro: «Mi intención fue escribir un capítulo de la historia moral de mi país, y elegí Dublín como escenario porque esa ciudad me parecía el centro de la parálisis». Aunque inicialmente pueda parecer que el texto indica que la parálisis es el resultado de los ataques sufridos por el sacerdote, posteriormente parece indicarse lo contrario, es decir, que los ataques son consecuencia de la parálisis.
[3] la palabra gnomon en Euclides y la palabra simonía en el catecismo. Gnomon, emparentada con gnosis –conocimiento–, designa la varilla o similar cuya sombra señala la hora en un reloj de sol, y por extensión a cualquier indicador, pero en los Elementos (2, 2) de Euclides (s. III a.C.) define al paralelogramo resultante de eliminar de una de sus esquinas un paralelogramo de igual forma y menor tamaño; en este sentido el Diccionario de símbolos de Cirlot lo describe como un rectángulo deteriorado, y le asigna los significados de irregularidad interna y de sufrimiento. Simonía, viene de la oferta de dinero hecha por Simón Magus a san Pedro a cambio de obtener «el don de Dios» (Hch 8, 18-24), y designa por tanto la falta que se comete al negociar con los asuntos espirituales. Joyce, que hacía una traducción laica de los conceptos religiosos, lo interpretaba como corrupción, abuso de la honestidad. Para él era simonía el intercambio de amor por dinero, la traición a la amistad, la explotación humana, el nepotismo, e incluso la concesión artística a los gustos vulgares.
[4] el viejo Cotter. El verbo to cotter significa ‘coagular’ o ‘enmarañar’, y el sustantivo cotter, ‘cuña de fijación’.
[5] stirabout. Es el nombre hiberno-inglés (el dialecto inglés de Irlanda) del porridge inglés, unas gachas de harina de avena.
[6] de flemas y de culebras. Son términos de destilería. La flema es el producto que se obtiene al comienzo de la destilación, que en la fabricación de licores se desecha, y una culebra es un serpentín. En la primera versión del relato ambos términos parecen referirse a los «setters campeones» propiedad del viejo Potter, mencionados inmediatamente antes en esa versión, y desaparecidos en la definitiva.
[7] a ese rosacruz de ahí. Las fraternidades u órdenes rosacruz son sociedades secretas supuestamente fundadas por un tal Christian Rosenkreuz en el siglo XIV y relacionadas con la cábala, la alquimia y otros saberes esotéricos. Florecieron en Europa a partir del siglo XVII, y a mediados del siglo XIX, un poco al abrigo de la francmasonería, experimentaron un nuevo auge. Popularmente sus miembros eran vistos como personas fantasiosas, apartadas de la realidad.
[8] Great Britain Street. En la actualidad Parnell Street. Era en la época una calle comercial de pequeños negocios que cruzaba uno de los barrios más pobres de Dublín.
[9] 1.º de julio de 1895. Es el aniversario de la batalla de Boyne, en la que en 1690 el rey Guillermo de Orange derrotó a las tropas del depuesto Jacobo II. Representa la consolidación del dominio inglés sobre Irlanda y como tal sigue siendo celebrada por las órdenes protestantes irlandesas cada año.
[10] un paquete de High Toast. Se trata de una marca comercial de rapé. La traducción del nombre podría ser brindis solemne, pero cabe señalar que el inglés toast designa, además del acto del brindis, la persona o acontecimiento por el que se brinda, y también la persona que lo propone. En la escena se han señalado alusiones paródicas a la misa. Toast también, parece ser, puede referirse a una persona aficionada al alcohol en exceso.
[11] el pañuelo rojo. El pañuelo rojo era accesorio indispensable del consumidor de rapé, ya que el color disimulaba las inevitables manchas marrones.
[12] pronunciar el latín correctamente. Probablemente según el método romano, una compleja reconstrucción de la pronunciación del latín de época de Cicerón, elaborada en el siglo XIX, que se oponía polémicamente al método continental, considerado por muchos herencia sagrada de la Edad Media, y al método inglés, en el que se pronunciaban las palabras latinas como si fueran inglesas, y que era el enseñado en las escuelas.
[13] sobre Napoleón Bonaparte. Para justificar esta curiosa mención de Napoleón se han sugerido dos asuntos de su biografía como posibles temas de las historias del padre Flynn. El primero es apócrifo y se centra en una cita que se repetía en todas las ceremonias de primera comunión de la época: en su mayor momento de gloria, un día, estando rodeado de su corte y sus generales, le preguntaron cuál había sido el día más feliz de su vida, y el emperador, en lugar de mencionar una victoria o una ceremonia señalada, había contestado: «Caballeros, el día más feliz de mi vida fue el día en que hice mi primera santa comunión»; en el silencio que se produjo ante la inesperada respuesta se escuchó a Napoleón decir para sí: «Entonces era un niño inocente». El segundo es la clausura del Colegio irlandés de Roma, al que el emperador francés obligó a cerrar sus puertas en 1798.
[14] dejar la lengua sobre el labio inferior. La postura adoptada para recibir la hostia en el ritual católico.
[15] en Persia, pensé... Sinécdoque del Oriente, objeto de atracción e interés del romanticismo y la fantasía popular, fabuloso ámbito de placeres, aventuras y misterios, además de cuna de importantes corrientes religiosas.
[16] un cáliz retenido sin fuerza entre sus grandes manos. En cada una de las versiones de la narración, el cuerpo del padre Flynn tiene algo distinto en las manos. En la primera que se conserva es un rosario y una cruz en la segunda. El cáliz de la versión definitiva refuerza las reminiscencias de la eucaristía en toda la escena del cuarto mortuorio.
[17] que cogiera unas crackers. En toda la visita se puede ver una alusión a la ceremonia de la misa: los participantes se arrodillan, se persignan, se sirve vino y hay la posibilidad de comer galletas. En el original estas son cream crackers, un invento irlandés, en concreto de la empresa William B. Jacob. En Ulises (Circe) se sustituye el dominus vobiscum de la misa por un paródico Jacobs vobiscuits.
[18] una muerte maravillosa. En el original: «a beautiful death». Lo mismo que el «cadáver tan hermoso» (a beautiful corpse) de unas líneas más adelante, aunque parezcan chocantes, son expresiones comunes en Irlanda.
[19] el Freeman’s General. La hermana comete un solecismo al nombrar el periódico irlandés de mayor tirada en la época, el Freeman’s Journal and National Press. Aunque defensor del Home Rule, se le acusaba de doblegarse ante el gobierno británico.
[20] amigos en quien poder confiar. En el original: «no friends that a body can trust». Hay un juego léxico oculto –a los que Joyce era muy aficionado–, pues también puede interpretarse como «no hay amigos en los que un cadáver pueda confiar». «Qué gran verdad», remacha el texto a continuación.
[21] Irishtown. Barrio periférico de Dublín al sur del río Liffey. El curioso nombre proviene de la época en la que los irlandeses autóctonos tenían prohibida la residencia en la ciudad. Era una zona muy humilde, la mayor parte de sus habitantes vivían de trabajos ocasionales en el puerto, y en la década de 1830, cuando la familia Flynn habría vivido allí, sufrió una epidemia de cólera.
[22] esos de las ruedas reumáticas... Nuevo solecismo de la señora Flynn. Las ruedas neumáticas fueron inventadas en 1887 por el irlandés John Boyd Dunlop para que su hijo no sufriera los baches de las calles de Belfast al recorrerlas con su triciclo. El establecimiento de alquiler mencionado inmediatamente después existía en realidad.
[23] demasiado escrupuloso. Joyce era sin duda conocedor del significado teológico del término: persona que confunde actos moralmente indiferentes con pecados.
UN ENCUENTRO
Fue Joe Dillon el que nos enseñó lo que era el Salvaje Oeste. Tenía una pequeña biblioteca compuesta por viejos números de The Union Jack, Pluck y The Halfpenny Marvel[1]. Cada tarde después del colegio nos juntábamos en el jardín de detrás de su casa y organizábamos batallas de indios. Él y el gordo de su hermano pequeño, Leo el Ocioso, defendían el altillo del establo mientras nosotros tratábamos de conquistarlo al asalto; o nos enfrentábamos en una reñida batalla en el césped. Pero por muy bien que lucháramos, nunca vencíamos ni asedio ni batalla y todos nuestros combates concluían con la danza guerrera de la victoria de Joe Dillon. Sus padres iban todas las mañanas a misa de ocho en Gardiner Street[2] y el pacífico aroma de la señora Dillon solía prevalecer en el vestíbulo de la casa. Pero él jugaba con demasiada saña para nosotros, más jóvenes y tímidos. Parecía un indio cuando corría y brincaba por el jardín, un viejo cubreteteras en la cabeza, dándole a una lata con el puño y chillando:
—¡Ya! ¡Yaka, yaka, yaka!
Cuando dijeron que tenía vocación sacerdotal nadie lo creyó. Sin embargo era cierto.
Un indisciplinado espíritu se propagó entre nosotros y, bajo su influencia, las diferencias de cultura y constitución se dejaron de lado. Formamos una pandilla, algunos resueltamente, algunos en broma y algunos casi con miedo: y entre los de este último grupo, el de los indios renuentes que temían parecer estudiosos o faltos de vigor, yo era uno. Aunque las aventuras narradas en las historias del Salvaje Oeste resultaban ajenas a mi naturaleza, al menos abrían puertas de escape. A mí me gustaban más unas historias americanas de detectives que de cuando en cuando eran surcadas por feroces y desaliñadas chicas guapas. Aunque en estas historias no había nada malo y aunque su intención era literaria a veces, circulaban en secreto por el colegio. Un día mientras el padre Butler estaba escuchando las cuatro páginas de historia de Roma, al patoso de Leo Dillon le pillaron con un ejemplar de The Halfpenny Marvel.
—¿Esta página o esta página? ¿Esta página? ¡A ver, Dillon, en pie! Apenas había el día... ¡Continúa! ¿Qué día? Apenas había el día amanecido...[3]. ¿Lo has estudiado? ¿Qué tienes ahí en el bolsillo?
Los corazones de todos palpitaron cuando Leo Dillon entregó el cuadernillo y pusimos todos gesto inocente. El padre Butler pasó las páginas, frunciendo el ceño.
—¿Qué es esta basura? –dijo–. ¡El jefe apache! ¿Es esto lo que lees en lugar de estudiar la historia de Roma? Que no vuelva a encontrar ni uno más de estos desdichados productos en esta escuela. El que lo escribió fue, supongo, algún desgraciado escritorzuelo que escribe estas cosas para costearse la bebida. Me sorprende de muchachos como vosotros, educados, que leáis semejantes cosas. Podría entenderlo si fuerais... chicos del colegio público[4]. Bien, Dillon, te lo advierto seriamente, aplícate a tus tareas o...
Esta reprimenda en mitad de las severas horas de colegio hizo que para mí palideciera gran parte de la gloria del Salvaje Oeste, y la fofa y confusa cara de Leo Dillon despertó una de mis conciencias[5]. Pero en cuanto la restrictiva influencia del colegio quedaba lejos, de nuevo comenzaba a apetecer sensaciones fuertes por la vía de escape que únicamente esas crónicas de desorden parecían ofrecerme. Al final la fingida guerra de la tarde se me hizo tan tediosa como el colegio de la mañana, pues quería que me sucedieran verdaderas aventuras. Pero las aventuras verdaderas, pensaba, no le ocurren a la gente que se queda en casa: hay que buscarlas fuera.
Las vacaciones de verano estaban a la vuelta de la esquina cuando me decidí a romper con el tedio de la vida escolar durante un día al menos. Con Leo Dillon y un chaval llamado Mahony planeé hacer novillos un día. Cada uno ahorró seis peniques. Nos íbamos a encontrar a las seis de la mañana en el puente del canal. La hermana mayor de Mahony iba a escribirle una excusa y Leo Dillon iba a pedirle a su hermano que dijera que estaba enfermo. Quedamos en subir por Wharf Road hasta llegar a los barcos, cruzar luego en el ferri e ir andando a ver Pigeon House[6]. Leo Dillon tenía miedo de que nos encontráramos con el padre Butler o alguien de la escuela; pero Mahony, con toda la razón, preguntó qué iba a estar haciendo el padre Butler en Pigeon House. Quedamos convencidos: y yo puse fin a la primera etapa del complot recolectando los seis peniques de los otros dos, mostrándoles a la vez los míos. Cuando hacíamos los últimos preparativos, en la víspera, todos estábamos algo nerviosos. Chocamos la mano, riendo, y Mahony dijo:
—Hasta mañana, compañeros.
Esa noche no dormí bien. Por la mañana fui el primero en llegar al puente, pues era el que vivía más cerca. Escondí los libros entre la hierba crecida cerca del pozo de la ceniza[7] al final del jardín, donde no iba nadie nunca, y me fui aprisa por la orilla del canal. Era una mañana soleada y templada de la primera semana de junio. Me senté en la barandilla del puente admirando mis ligeras zapatillas de paño, que había diligentemente blanqueado por la noche, y observando los dóciles caballos que tiraban colina arriba de un tranvía cargado de comerciantes y oficinistas. Las ramas de los grandes árboles que bordeaban la alameda mostraban alegres pequeñas hojas de color verde claro y el sol pasaba sesgado a su través hasta el agua. La piedra de granito del puente empezaba a estar templada y me puse a darle con las palmas al compás de una melodía que tenía en la cabeza. Era muy feliz.
Llevaba sentado allí cinco o diez minutos cuando vi acercarse el traje gris de Mahony. Venía de la colina, sonriendo, y se encaramó junto a mí en el puente. Mientras esperábamos sacó el tirador que abultaba en su bolsillo interior y me explicó algunas mejoras que le había hecho. Le pregunté por qué lo había traído y me dijo que lo había traído para chotearse con los pájaros. Mahony usaba expresiones vulgares con soltura y al padre Butler le llamaba Mechero Bunsen[8]. Esperamos durante un cuarto de hora más pero seguía sin haber rastro de Leo Dillon. Finalmente Mahony bajó de un salto y dijo:
—Vamos. Ya sabía yo que el gordinflón se echaría atrás.
—¿Y sus seis peniques...? –dije.
—En prenda –dijo Mahony–. Mejor para nosotros. Un chelín y medio en vez de un chelín[9]. Fuimos por North Strand Road hasta que llegamos a la fábrica de vitriolo y después giramos a la derecha por Wharf Road. Mahony empezó a jugar a los indios tan pronto como nos alejamos de la vista de la gente. Persiguió a un grupo de rústicas[10] blandiendo su tirador sin cargar, y cuando dos rústicos empezaron, en gesto de caballerosidad, a tirarnos piedras, propuso que cargáramos contra ellos. Objeté que los chavales eran muy pequeños, así que seguimos andando; la panda de rústicos nos gritaba: ¡Pañaleros! ¡Pañaleros![11], pensando que éramos protestantes porque Mahony, que era de moreno de tez[12], llevaba la insignia de plata de un club de cricket[13] en la gorra. Al llegar al Smoothing Iron[14] planeamos un asedio; pero fue un fracaso porque hay que ser al menos tres. Nos vengamos de Leo Dillon manifestando lo rajado que era e imaginándonos cuántas le caerían del señor Ryan a las tres.
Nos acercamos después al río. Estuvimos mucho rato dando vueltas por las ruidosas calles flanqueadas de altas paredes de piedra, viendo las grúas trabajar, y los conductores de los chirriantes carros nos gritaron muchas veces por habernos quedado parados. Era mediodía cuando llegamos a los muelles, y como todos los trabajadores parecían estar almorzando, compramos dos currant buns[15] grandes y nos sentamos a comerlos en unas tuberías de metal junto al río. Nos entretuvimos con el espectáculo de la actividad comercial de Dublín... las barcazas señalizadas allá lejos por sus rizos de algodonoso humo, la flota pesquera marrón más allá de Ringsend[16], el gran buque de vela blanco que estaban descargando en el muelle opuesto. Mahony dijo que sería fenomenal escaparse al mar en uno de esos grandes barcos, e incluso yo, al mirar los grandes mástiles, vi o imaginé que la escasa dosis de geografía que me habían enseñado en el colegio adquiría sustancia ante mis ojos. El colegio y nuestra casa parecían alejarse y parecía desvanecerse la influencia que ejercían en nosotros.