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El sábado por la mañana le recordé a mi tío que por la tarde quería ir al bazar. Estaba hurgando en el aparador del vestíbulo, buscando el cepillo de los sombreros, y me contestó secamente:
—Sí, muchacho, lo sé.
Como él estaba en el vestíbulo no pude ir al salón exterior y tumbarme en la ventana. Dejé la casa de mal humor y fui andando lentamente hacia el colegio. El aire cortaba sin piedad y el corazón ya me recelaba.
Cuando llegué a casa a cenar mi tío aún no había llegado. Todavía era temprano. Me senté mirando el reloj un rato, y cuando su tictac empezó a molestarme, salí de la habitación. Subí la escalera y accedí a la parte alta de la casa. Las altas estancias, vacías, frías, desoladas, me redimieron, y fui cantando de habitación en habitación. Desde la ventana de la calle vi a mis compañeros jugando abajo en la calle. Sus gritos me llegaban debilitados e indefinidos y, apoyando la frente en el frío cristal, miré hacia la oscura casa en la que ella vivía. Puede que me estuviera allí una hora, no viendo nada salvo la figura vestida de marrón proyectada por mi fantasía, a la que la farola alumbraba discretamente el curvilíneo cuello, la mano sobre la verja y el orillo bajo el vestido.
Cuando volví a bajar encontré a la señora Mercer sentada frente al fuego. Era una vieja charlatana, viuda de un prestamista, que recogía sellos de correos para algún piadoso propósito. Tuve que soportar el cotilleo del té. La merienda se prolongó más de una hora y mi tío aún no llegaba. La señora Mercer se levantó para marcharse: sentía no poder esperar más, pero eran las ocho pasadas y no le gustaba salir tarde, pues el aire de la noche le hacía mal. Cuando se marchó me puse a andar de un lado al otro de la habitación apretando los puños. Mi tía dijo:
—Me temo que vas a tener que anular tu bazar por esta noche del Señor.
A las nueve escuché la llave de mi tío en la puerta del vestíbulo. Le escuché hablar consigo mismo y escuché tambalearse el aparador cuando recibió el peso de su abrigo. Sabía interpretar esos signos. Cuando estaba a mitad de la cena le pedí que me diera el dinero para ir al bazar. Se había olvidado.
—La gente ya está en la cama, dormida y bien dormida –dijo.
No sonreí. Mi tía le dijo con énfasis:
—¿No puedes darle el dinero y dejarle que vaya? Bastante le has retrasado ya.
Mi tío dijo que sentía mucho haberse olvidado. Dijo que creía en el viejo refrán: Sólo trabajo, sin juego, soso el niño sale luego. Me preguntó dónde iba y cuando se lo dije por segunda vez me preguntó si conocía El adiós del árabe a su corcel[13]. Cuando salí de la cocina estaba a punto de recitarle a mi tía las primeras líneas del poema.
Sujetaba el florín[14] con fuerza en la mano cuando bajaba por Buckingham Street hacia la estación. Ver las calles brillantes del gas y repletas de gente de compras me recordó el propósito de mi salida. Me senté en un vagón de tercera clase de un tren desierto[15]. Tras un retraso intolerable el tren salió lentamente de la estación. Avanzó con parsimonia entre casas ruinosas y sobre el centelleante río. En la estación de Westland Row un montón de gente se apiñó a las puertas del vagón; pero los mozos los hicieron retroceder diciendo que era un tren especial para el bazar. Continué solo en el despoblado vagón. A los pocos minutos el tren se situó junto a una improvisada plataforma de madera. Salí a la calle y en la esfera iluminada de un reloj vi que eran las diez menos diez. Frente a mí había un gran edificio en el que estaba desplegado el mágico nombre.
No pude encontrar ninguna de las entradas de seis peniques, y temiendo que cerraran el bazar, pasé rápidamente por un torno dándole un chelín a un hombre de aspecto cansado. Me encontré en una gran sala rodeada por una galería a mitad de la altura del techo. Casi todos los puestos estaban cerrados y la mayor parte de la sala estaba a oscuras. En el silencio reconocí el que inunda una iglesia después de los servicios. Fui tímidamente hasta el centro de la feria. Unas pocas personas se agrupaban cerca de los puestos que aún estaban abiertos. Ante una cortina sobre la que habían escrito Café Chantant[16] con lámparas de colores, dos hombres contaban dinero en una bandeja. Escuché el caer de las monedas.
Recordando con dificultad para qué había venido me dirigí a uno de los puestos y examiné vasos de porcelana y floridos juegos de té[17]. En la puerta del puesto había una chica hablando y riendo con dos jóvenes. Me fijé en su acento inglés[18] y escuché vagamente su conversación.
—¡Yo nunca dije eso!
—¡Sí lo dijiste!
—¡No señor!
—A que sí lo dijo.
—Sí. Yo se lo oí.
—Vaya... ¡menudo embustero!
Al verme, la joven se acercó y me preguntó si deseaba comprar algo. Su tono de voz no animaba; parecía haberse dirigido a mí por sentido del deber. Yo miré humildemente a los grandes jarrones que estaban plantados como guardias orientales a ambos lados de la oscura entrada al puesto, y murmuré:
—No, gracias.
La joven cambió la posición de uno de los jarrones y volvió con los dos jóvenes. Volvieron a hablar del mismo tema. En un par de ocasiones la joven echó una ojeada hacia mí por encima del hombro. Aunque sabía que quedarme allí era inútil, permanecí ante su puesto, por hacer que mi interés en su mercancía pareciera más auténtico. Entonces me di la vuelta lentamente y fui andando hasta el centro del bazar. En el bolsillo dejaba caer los dos peniques sobre la moneda de seis peniques[19]. Escuché una voz que desde un extremo de la galería avisaba de que se había apagado la luz. La parte alta de la sala estaba ahora completamente a oscuras.
Mirando arriba a la oscuridad me vi como una criatura a la que la vanidad manipulaba y ridiculizaba; y me ardieron los ojos de ira y angustia.
[1] Christian Brothers’ School. Una escuela exclusivamente para varones católicos situada efectivamente en North Richmond Street, al noreste de Dublín, en un barrio modesto pero no pobre. Los Hermanos Cristianos eran una hermandad católica laica constituida para difundir la enseñanza específicamente católica en la época en la que esta estaba prohibida en Irlanda. Véase nota 4 de «El día de la hiedra en la sala del comité».
[2] imperturbables rostros marrones. El sentido de esta frase se comprende comparándola con la descripción que Joyce hace de unas casas similares en Stephen Hero: «de esas casa de ladrillo marrón que parecen la auténtica encarnación de la parálisis irlandesa».
[3] El abad de Walter Scott, El devoto comulgante y Las memorias de Vidocq. Tres obras de muy distinto carácter y publicación bastante anterior al momento en que se desarrolla la historia. La primera (1820) es una de las novelas históricas del autor, centrada en la figura de la reina María de Escocia (1542-1587). La segunda (1813) es un oscuro texto devoto de un religioso franciscano llamado Pacificus Baker, que llevaba como subtítulo: O meditaciones y aspiraciones pías para los tres días anteriores y los tres días posteriores a recibir las santa eucaristía. La tercera (1828) es una conocida obra novelesca publicada como unas memorias por François Vidocq, un detective francés que previamente tuvo una larga carrera como delincuente. En estas memorias se presenta como maestro de disfraces y de la escapada, tanto a un lado como al otro de la ley. Como detective fue acusado de fabricar crímenes en su propio beneficio.
[4] la oxidada bomba de bicicleta del anterior inquilino. La sugerente imagen de la bomba de bicicleta abandonada bajo un manzano, que inevitablemente evoca el árbol del Edén, ha suscitado mucha especulación. La relativa novedad de las ruedas neumáticas –mencionada en Las hermanas–, no propias de un viejo sacerdote, complica aún más la cuestión. Inevitablemente se ha señalado una connotación sexual.
[5] las pandillas de las casas bajas. Aún sigue existiendo un pequeño barrio de casas bajas y humildes justo al este de North Richmond Street.
[6] la hermana de Mangan. El nombre evoca el del poeta irlandés James Clarence Mangan (1803-1849), al que Joyce dedicó un artículo en la revista universitaria St Stephen’s. Es característico de este poeta una desmedida fascinación por el Oriente, hasta el punto de que a pesar de no conocer el árabe, pretendía que muchos de sus poemas eran traducciones de originales en esa lengua. (El personaje nombrado en el último verso es Robert Emmet (1778-1803), otro líder nacionalista que en 1803 encabezó una frustrada rebelión contra el gobierno británico. Fue detenido, juzgado por alta traición y ejecutado.)
[7] los barriles de morros de cerdo. En el original: «pigs’ cheeks», una tajada popular en Irlanda, al igual que en la España de la época.
[8] una balada sobre O’Donovan Rossa. En el original: «a come-all-you about O’Donovan Rossa». Come-all-you es un tipo de balada irlandesa. Jeremiah O’Donovan, apodado Rossa por ser oriundo de Ross Carbery, fue un dirigente feniano, miembro destacado de la Hermandad Republicana Irlandesa. Fue detenido en 1858 por actividades revolucionarias. Puesto en libertad un año después, fue nuevamente detenido en 1865, acusado de planear un alzamiento contra el gobierno inglés, y esta vez sentenciado a cadena perpetua. En 1870 le fue conmutada la pena por el exilio a perpetuidad. Desde Nueva York se cree que organizó la primera campaña de atentados con bombas en ciudades inglesas, lo que le ganó el sobrenombre de «Dinamita Rossa». Pudo no obstante regresar a Irlanda en la última década del siglo, pero su relevancia política había por entonces disminuido notablemente. Su fallecimiento en el exilio en 1915 (después, por tanto, de la publicación de Dublineses), fue utilizado propagandísticamente: se repatrió su cadáver y su funeral se convirtió un importante acto de reivindicación independentista. La más conocida de las muchas baladas que le dedicaron se titula El adiós de Rossa a Eire, dos de cuyas estrofas rezan: «Adiós a los amigos de Dublín, / me despido de todos vosotros. / Aún no puedo señalar el día / en el que a vosotros volveré. / Estas líneas las escribo a bordo de un barco, / en donde rugen las olas de la tormenta. / Que Dios bendiga a nuestros fenianos, / hasta que yo regrese otra vez. // Yo me uní a la Hermandad Feniana / en el año sesenta y cuatro, / resuelto a salvar mi patria / o perecer en la costa; / mis amigos y yo acordamos / salvar nuestra patria / y alzar al bandera de la libertad / sobre la cabecera de la tumba de Emmet.» [«Farewell to friends of Dublin Town, / I bid ye all adieu. / I cannot yet appoint the day / That I’ll return to you. / I write these lines on board a ship, / Where the stormy billows roar. / May heaven bless our Fenian men / Till I return once more. // I joined the Fenian Brotherhood / In the year of Sixty-Four, / Resolved to save my native land / Or perish on the shore; / My friends and me we did agree / Our native land to save, / And to raise the flag of freedom / O’er the head of Emmet’s grave».]
[9] mi cuerpo era como un harpa. El harpa es un ancestral símbolo de Irlanda (la cerveza Guinness lo había adoptado como suyo en 1862).
[10] un bazar espléndido, dijo. Del 14 al 19 de mayo de 1894 se celebró en Dublín un mercado o bazar de caridad bajo el nombre de Araby, en favor del Hospital de las Hermanas de la Caridad de Jarvis Street.
[11] un retiro en su colegio. Los retiros o ejercicios espirituales eran frecuentes en el Dublín de la época y juegan un importante papel en la sociedad católica irlandesa. Véase nota 21 de «Gracia».
[12] confió en que no se tratara de un asunto de masones. El catolicismo considera a los masones enemigos acérrimos de la Iglesia de Roma, y consecuentemente en Irlanda la masonería siempre estuvo asociada a la sociedad protestante. La tía del narrador ignora que se trata de un evento caritativo en favor de un hospital católico y seguramente recuerda otro bazar celebrado en Dublín dos años antes: la Exposición y Bazar del Centenario Masónico en Auxilio de la Escuela Femenina de Huérfanas Masónicas, al que el arzobispo católico de Dublín prohibió asistir bajo pena de excomunión.
[13] El adiós del árabe a su corcel. Se trata de un popular poema de Caroline Norton (1808-1877), una autora inglesa hoy no muy recordada que militó en los inicios del movimiento feminista, logrando que se aprobaran significativos cambios legales en favor de las mujeres. Del poema citado el lector se puede hacer una idea mediante la primera y última de las trece estrofas de que se compone: «¡Mi hermoso, mi hermoso!, que dócilmente esperáis / con vuestro lustroso cuello orgullosamente arqueado y vuestros ardientes, oscuros ojos. / No temáis ya surcar el desierto con la máxima alada celeridad que poseéis. / ¡No os volveré a montar! ¡Habéis sido vendido, corcel árabe mío! / ... // ¿Quién dijo que había renunciado a vos? ¿Quién dijo que habíais sido vendido? / ¡Es falso, es falso, corcel árabe mío! ¡Les devuelvo y les arrojo su oro! / ¡Así... así salto a vuestro lomo, y doy una batida por las distantes llanuras! / ¡Lejos! El que nos adelante ahora, te responsabilizará de sus sufrimientos». [«My beautiful! My beautiful! that standeth meekly by, / With thy proudly-arched and glossy neck, and dark and fiery eye! / Fret not to roam the desert now with all thy winged speed; / I may not mount thee again! thou’rt sold, my Arab steed! / ... // Who said that I had given you up? Who said that thou wert sold? / ‘T is false! ‘t is false! my Arab steed! I fling them back their gold! / Thus–thus, I leap upon thy back, and scour the distant plains! / Away! who overtakes us now shall claim thee for his pains».]
[14] Sujetaba el florín. Un florín es una moneda de dos chelines, es decir, la décima parte de una libra. En la época, la cantidad normal que se entregaba a un niño cuando pedía dinero para salir era de entre tres y seis peniques, es decir, como mucho la cuarta parte de lo que su tío da al narrador.
[15] un vagón de tercera clase de un tren desierto. Se trata de un tren especial que lleva a las instalaciones de la Royal Dublín Society de Ballsbridge, al sur del río Liffey: un pabellón ferial en el que además de distintos «bazares», se celebraban otros eventos, como por ejemplo, la feria anual del caballo de Dublín. El recorrido sigue la línea que une la actual estación Connolly, que da servicio a las líneas de ferrocarril del norte, a la actual estación Pearse –antes Westland Road, donde no se detiene–, que da servicio a las líneas del sur. El trayecto duraba unos diez minutos.
[16] Café Chantant. En el catálogo del bazar este café-cantante anunciaba canciones francesas, alemanas, italianas, españolas, inglesas e irlandesas, solos de violín y piano, y «cánticos de Orfeo».
[17] examiné vasos de porcelana y floridos juegos de té. Cerámica típicamente inglesa. Nada del exotismo prometido.
[18] Me fijé en su acento inglés. No necesariamente acento de Inglaterra, sino más probablemente acento dublinés protestante.
[19] dejaba caer los dos peniques sobre la moneda de seis peniques. De los dos chelines –veinticuatro peniques– iniciales sólo le quedan ocho peniques. Se ha gastado un chelín en la entrada y cuatro peniques en el viaje.
EVELINE
Estaba sentada a la ventana viendo cómo la tarde invadía la avenida. Había reclinado la cabeza contra las cortinas y a la nariz le llegaba olor a cretona polvorienta. Estaba cansada.
Pasaba poca gente. El vecino de la última casa pasó camino hacia ella; escuchó taconear sus pasos en el pavimento de cemento y luego crujir sobre el sendero de escoria ante las nuevas casas rojas. En otra época había habido allí un descampado al que todas las tardes iban a jugar con los niños de otras familias. Luego un tipo de Belfast compró el terreno y construyó casas; no como sus pequeñas casas marrones, sino casas grandes de ladrillo con relucientes tejados. Los niños de la avenida solían jugar juntos en aquel campo; los Devine, los Water, los Dunn, el pequeño Keogh el Tullido, ella misma y sus hermanos y sus hermanas. Ernest, sin embargo, nunca jugaba; era demasiado mayor. A menudo su padre les echaba del descampando con su bastón de endrino[1]. Pero generalmente el pequeño Keogh se quedaba de vigía y avisaba en cuanto veía venir a su padre. Aun así entonces parecían haber sido bastante felices. Su padre no era tan malo entonces; y además, su madre estaba viva. De aquello hacía mucho tiempo; ella y sus hermanos y sus hermanas se habían hecho adultos; su madre estaba muerta. Tizzie Dunn también estaba muerta, y los Water habían regresado a Inglaterra. Todo cambia. Ahora ella se iba a marchar como los demás, se iba a marchar de su hogar.
¡El hogar! Miró alrededor de la habitación, volviendo a ver todos los objetos familiares cuyo polvo había limpiado una vez por semana durante tantos años, preguntándose de dónde demonios venía todo ese polvo. Puede que nunca volviera a ver esos objetos familiares de los que jamás se le había pasado por la imaginación separarse. Y aun así durante todos esos años nunca había averiguado el nombre del sacerdote cuya amarillenta fotografía colgaba de la pared sobre el averiado armonio, junto a la estampa coloreada de las promesas hechas a la beata Margaret Mary Alacoque[2]. Había sido un amigo de colegio de su padre. Siempre que mostraba la foto a una visita solía comentar de pasada:
—Ahora vive en Melbourne.
Ella había consentido marcharse, dejar su hogar. ¿Era sensato hacerlo? Trató de sopesar los pros y los contras de la decisión. En su casa al menos tenía refugio y comida; a su alrededor estaban aquellos con los que había convivido toda su vida. Desde luego, tenía que trabajar duro tanto en la casa como en el comercio. ¿Qué dirían de ella en los almacenes cuando se enteraran de que se había fugado con un hombre? Dirían que era una tonta, quizá; y ocuparían su puesto mediante un anuncio. La señorita Gavan se alegraría. Siempre se había mostrado altiva con ella, en especial cuando había gente escuchando.
—Señorita Hill, ¿no ve que estas señoras están esperando?
—Muéstrese animada, señorita Hill, por favor.
No iba a verter muchas lágrimas por dejar los almacenes.
Pero en su nuevo hogar, en un lejano y desconocido país, no sería así. Para entonces estaría casada... ella, Eveline. La gente la respetaría. A ella no la iban a tratar como habían tratado a su madre. Incluso ahora, aunque ya había cumplido diecinueve años, a veces se sentía amenazada por el comportamiento violento de su padre. Sabía que eso era lo que le había provocado las palpitaciones. Mientras crecían nunca había ido a por ella como solía ir a por Harry y Ernest; porque ella era una niña; pero últimamente había empezado a amenazarla y a decir lo que le haría de no ser por respeto a su difunta madre. Y ahora no tenía a nadie que la protegiera. Ernest estaba muerto y Harry, que se dedicaba al negocio de la decoración de iglesias[3], estaba casi siempre perdido en algún rincón del país. Por otro lado, la invariable riña por dinero de los sábados por la noche había empezado a hastiarle hasta lo indecible. Ella siempre ponía todo su sueldo –siete chelines– y Harry siempre mandaba lo que podía, pero el problema era conseguir algo de dinero de su padre. Decía que ella despilfarraba el dinero, que no tenía cabeza, que no iba a darle lo que tanto le había costado ganar para que lo tirara por ahí, y muchas cosas más, pues los sábados solía estar bastante mal. Al final le daba el dinero y le preguntaba si tenía alguna intención de comprar la cena del domingo. Entonces ella tenía que salir todo lo deprisa que podía y hacer la compra, sujetando en la mano con fuerza su bolso de cuero negro mientras se abría paso entre la gente y volviendo tarde a casa cargada con las provisiones. Le costaba mucho trabajo mantener la casa en pie y ocuparse de que los dos niños que le habían dejado a su cargo fueran a la escuela y comieran con regularidad. Era mucho trabajo –una vida dura–, pero ahora que estaba a punto de dejarla, no le parecía una vida enteramente indeseable.
A punto estaba de explorar otra vida con Frank. Frank era muy buena persona, varonil, abierto de corazón. Iba a marcharse con él en el barco de la noche para ser su esposa y para vivir con él en Buenos Aires, donde él tenía un hogar esperándola. Con qué claridad recordaba la primera vez que le había visto; estaba de huésped en una casa de la calle principal a la que ella solía ir de visita. Parecía que hubiera sido sólo unas semanas antes. Él estaba en la puerta, su gorra echada hacia atrás en la cabeza y el pelo caído hacia delante sobre un rostro de bronce. Luego se fueron conociendo el uno al otro. Él solía recogerla cada noche a la puerta de los almacenes y la acompañaba a casa. La llevó a ver La chica bohemia[4] y ella se sintió eufórica allí sentada con él en una zona desacostumbrada del teatro. A él le gustaba enormemente la música y cantaba un poco. La gente sabía que se cortejaban, y cuando él cantaba sobre la joven que se enamora de un marinero[5], siempre se sentía gozosamente confusa. Solía llamarla Poppens[6] en broma. Para ella al principio había resultado excitante tener un chico y luego le había empezado a gustar. Sabía historias de países lejanos. Había empezado como marinero raso con un sueldo de una libra al mes en un barco de la Allan Line que iba a Canadá. Le decía los nombres de los barcos en los que había estado y los nombres de los distintos servicios. Había cruzado a vela el estrecho de Magallanes y le contaba historias de los terribles patagonios[7]. Había acabado haciendo fortuna en Buenos Aires, decía, y había vuelto al terruño sólo de vacaciones. Ni que decir tiene que su padre había descubierto el romance y que le había prohibido que le hablara.
—Ya me conozco yo a esos marineros –decía.
Un día se había peleado con Frank y a partir de aquello ella tuvo que verse en secreto con su amado.
La noche se ahondó en la avenida. La blancura de dos cartas que tenía en su regazo se diluyó. Una era para Harry; la otra era para su padre. Ernest había sido su favorito, pero Harry también le caía bien. Últimamente su padre se estaba haciendo viejo, ella se daba cuenta; la echaría de menos. A veces podía ser muy amable. No hacía mucho, cuando ella había tenido que quedarse un día en cama, le había leído una historia de fantasmas y había hecho una tostada para ella en la chimenea. Otro día, cuando su madre estaba viva, habían ido a hacer picnic a la colina de Howth[8]. Recordaba a su padre poniéndose el sombrero de su madre para hacer reír a los niños.
Se le estaba acabando el tiempo pero continuaba sentada en la ventana, descansando su cabeza sobre la cortina, inhalando el aroma de la polvorienta cretona. A lo lejos en la avenida escuchaba sonar un organillo. Conocía la melodía. Era extraño que tuviera que sonar precisamente esa noche para recordarle la promesa hecha a su madre, su promesa de mantener unido el hogar todo el tiempo que pudiera. Recordó la última noche de la enfermedad de su madre; de nuevo estaba en la oscura habitación cerrada al otro lado del vestíbulo, y fuera escuchaba una melancólica melodía italiana. Le habían dado al organillero seis peniques para que se fuera. Recordaba a su padre pavoneándose al volver a la habitación de la enferma, diciendo:
—¡Malditos italianos! ¡Venir aquí![9].
Mientras cavilaba, la lastimera visión de la vida de su madre hechizó la vitalidad misma de su ser... aquella vida de vulgares sacrificios acabada en demencia terminal. Tembló al volver a escuchar la voz de su madre diciendo constantemente, con estúpida insistencia:
—¡Derevaun Seraun! ¡Derevaun Seraun![10].
Se puso en pie con un repentino impulso de terror. ¡Escapar! ¡Tenía que escapar! Frank la salvaría. Le daría vida, quizá también amor. Ella lo que quería era vivir. ¿Por qué no podía ser feliz? Tenía derecho a la felicidad. Frank la abrazaría, la estrecharía en sus brazos. La salvaría.
* * *
Estaba en medio del oscilante gentío en la estación en North Wall[11]. Él le cogía la mano y ella sabía que le estaba hablando, diciendo una y otra vez algo sobre la travesía. La estación estaba llena de soldados con petates marrones[12]. Por entre las grandes puertas del cobertizo pudo atisbar la negra masa del barco, amarrado junto al muro del muelle con las portillas iluminadas. No contestó nada. Sintió su mejilla pálida y fría; desde el desconcierto de la desazón le rezó a Dios para que la guiara, para que le mostrara cuál era su deber. El barco hizo sonar larga y lastimeramente su sirena en la niebla. Si se iba, mañana estaría en el mar con Frank, navegando a vapor hacia Buenos Aires. Sus pasajes estaban reservados. ¿Podía echarse atrás después de todo lo que él había hecho por ella? Su angustia le provocó en el cuerpo una náusea y siguió moviendo los labios en una silenciosa y ferviente oración.