- -
- 100%
- +
What’s that, ma’m says I.
Take the goat to the market,
And sell her do try’.
Sure, the words was scarce spoke
When the goat gave a jump,
And hit me poor mother
A ter-r-rible thump.
Whit a whack for the lardle-lie, lardle-lie, lay,
Whack fol the lardle-lie, lardle-lie, lay.
Sure, the words was scarce spoke
When the goat gave a jump,
And hit me poor mother
A ter-r-rible thumb.
[Oh Pat, dijo mi madre.
Qué pasa, señora, digo.
Lleva la cabra al mercado
y véndela, trata de hacerlo.
Seguro, no habíamos dejado de hablar
cuando la cabra saltó
y le dio a mi pobre madre un terrible golpe.
Con un golpe... un golpe...
Seguro, no habíamos dejado de hablar
cuando la cabra saltó,
y le dio a mi pobre madre un te-rri-ble golpe.]
Mi padre tenía una voz melodiosa de bajo profundo, y algunas veces se le podía convencer para que cantara The Diver o In Cellar Cool’, acompañado por mi madre. En una ocasión en que habían ido a Dublín a una pequeña reunión para escuchar ópera, John Kelly dijo pensativamente a mi padre: “Reflexione sobre lo que le digo, John, si a usted le dan tres meses de cárcel, con su voz desplaza a estos señores de la escena”.
“Tío Charles” era William O’Connell, un tío materno de mi padre. Formó parte de nuestro hogar desde que tengo uso de razón y estuvo con nosotros hasta que nos mudamos a Dublín, después de que mi padre perdiera el empleo al cerrarse las oficinas en que trabajaba. Había oído decir a mi madre que, en el caso de su tío, mi padre devolvía bien por mal, porque cuando su padre murió, William O’Connell, entonces próspero hombre de negocios en Cork y soltero, rehusó lisa y llanamente interesarse por su sobrino, huérfano de diecisiete años. Cuando yo lo conocí era un viejo alto, de cabellos blancos, imperturbable y pacíficamente religioso. Todas las mañanas tomaba un baño frío y se dirigía a misa; era útil a mi madre porque hacía las compras en Bray, a cierta distancia de donde vivíamos. Me llevaba en esas excursiones, pero yo iba de mala gana, porque tenía costumbres fastidiosas: se quedaba conversando con los dueños de las tiendas –lo que a mí me parecía un siglo, quizá fuera una hora–, mientras yo me movía por el establecimiento mirando etiquetas y anuncios que sabía de memoria, o me llevaba a alguna capilla, en el camino a casa, para rezar tres Ave María, con una “intención”. Lo que esto significaba era un misterio que había que respetar.
También solía cantar, con su voz de viejo, nada desagradable, Oh! Twine me a bower all of woodbine and roses o In happy moments day by day. Todos cantaban. Cantar baladas sentimentales era un reflejo de la decadente ola de romanticismo en la que se había transformado la poesía y toda forma de expresión, con la colaboración de Tommy Moore, en éxitos de salón. Ocurriera lo que ocurriera, no lo alteraba nadie; tenía una fórmula mágica para todos los momentos culminantes: All serene, ma’am, all serene, [10]y su serenidad se exponía, a veces, a pruebas un tanto severas. Durante las primeras vacaciones de verano, con mi hermano de vuelta de Clongowes, una tarde queríamos jugar en la hierba a la pelota con otros muchachos, frente a la terraza, pero no teníamos pelota. Mi hermano tuvo una idea descabellada, cosa rara en él. Corrió a la casa, cogió del perchero el sombrero de copa del tío William, y con esa reliquia de antigua elegancia jugamos a la pelota. Luego, para empeorar las cosas, llenamos el sombrero de piedras y la volvimos a colgar del perchero. Una vez disipado el primer embate de la tormenta, mi madre y tío William, ambos innatos pacificadores, no sabían qué hacer para ocultar el desastre del sombrero de copa a mi padre, dado que, a los pocos días, vendrían invitados, parientes y amigos, para un pícnic en Bray Head. Afortunadamente, tío William conocía un sombrerero en Bray que aceptó arreglarlo y devolverle su prístina belleza para el día del pícnic. Lo trajeron como nuevo, pero durante el pícnic, al atardecer, las moscas comenzaron a posarse en él. Evidentemente las atraía el material que el sombrerero había utilizado. Cuando una mosca se saciaba, volaba a llevar la alegre novedad del hallazgo a sus compañeras.
–Hombre de Dios –dijo mi padre, que era un tanto corto de vista, atisbando las moscas arracimadas–. ¿Qué pasa con tu sombrero? Todas las moscas de Bray Head pululan sobre él.
–Vamos, déjalas, John –respondió tío William–; seguramente están tomando el té.
Años más tarde, antes de dejar Bray, nos dirigíamos con otros héroes bélicos de nuestra edad a pelear con el enemigo, unos pilluelos que vivían en los alrededores de Martello Terrace. Eran encuentros poco reñidos, de los cuales hay referencias en “Arabia”, pero suficientes a esa edad para sentir la emoción de la aventura. Estos incidentes, triviales como son para todo muchacho, sirven para mostrar que mi hermano no era el niño débil y trémulo que aparece en Retrato del artista adolescente. Ha escrito, en verdad, mucho sobre su propia vida y su propia experiencia, y la intensidad de sus primeras impresiones se debe, en gran parte, al hecho de que en la escuela se encontró repentinamente con muchachos mayores y más fuertes que él, pero menos inteligentes. Claro está que Retrato del artista adolescente no es una autobiografía, sino una creación artística. Como tuve algo que ver con la segunda versión, puedo afirmarlo sin vacilación. En Dublín, cuando trabajaba en el primer borrador de la novela, su idea era que el carácter de un hombre, como su cuerpo, se desarrolla a partir de un embrión y mantiene rasgos constantes. La acentuación de esos rasgos, su reacción a las influencias hereditarias y al ambiente, fueron las líneas psicológicas esenciales que trató de seguir, y por tanto el propósito con el que concibió originalmente la novela. Así como los demás personajes son, con frecuencia, mezcla de personas reales fundidas en el molde de la imaginación, el personaje de Stephen sigue muy de cerca, en ambos borradores, su desarrollo personal; él fue su propio modelo y tomó muchos incidentes de su experiencia, y transformó e inventó otros. Los capítulos iniciales muestran un muchacho de sensibilidad sutil y penetrante que, desde los primeros años, se apodera de las imágenes de las cosas para meditar sobre ellas y aclararlas en su recuerdo, y que encuentra, en su necesidad de relatar la vida de acuerdo con un patrón comprensible, cierto coraje de calidad desconocida para sus condiscípulos más exigentes. Aunque el tratamiento es objetivo, el lector se sitúa, de principio al fin, en el cerebro de Stephen. Retrata su intimidad. La aspiración de estos recuerdos es ofrecer un retrato del modelo desde fuera, ser el ojo que acomoda el foco y precisa los contornos.
La única debilidad que mi hermano mostró de niño fue el terror que le producían las tormentas eléctricas, excesivo para su edad. No era solo el miedo infantil al trueno; para él representaba el terror a la muerte y su consumación, esa dominante pasión de la Edad Media que hace de Everyman una obra maestra equivalente en Retrato del artista adolescente al sentimiento de la soledad. Hasta los doce o trece años, mi hermano tenía verdadero miedo de las tormentas eléctricas. Subía aterrado las escaleras hasta nuestra habitación y mi madre trataba de calmarlo. Bajaba velozmente las persianas, cerraba los postigos y corría las cortinas. Pero no era suficiente. Se metía en el armario hasta que pasaba la tormenta.
Era consecuencia del terror religioso que Dante nos había inculcado. Nos enseñaba a persignarnos con cada relámpago y a repetir el galimatías: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos, líbranos de una muerte súbita y repentina, oh, Señor”, como si ella fuera el agente de una especie de compañía de seguros religiosa. Aunque yo era tres años menor que mi hermano, me mantenía imperturbable ante los truenos y no me contagiaba de su terror, como les sucede a los niños muy pequeños. Creo que esto se debía, no solo a que yo tenía menos facilidad para aprender y menos imaginación para darme cuenta del significado de lo que me enseñaban, sino al hecho de que, pese a mi condición de ahijado de Dante, me disgustaban las mujeres gordas dominadoras y me oponía inconscientemente a sus ideas religiosas y patrióticas.
En una palabra, como no la quería, no aceptaba lo que ella decía. Pero mi hermano asimilaba sus enseñanzas rápidamente y las vivificaba en su fantasía. Ella lo moldeó, en gran medida, desde la infancia y, en recompensa a sus cuidados, él le devolvió, si no afecto, al menos respeto.
El temor a los truenos nunca lo abandonó. Si eran violentos, se inquietaba como los gatos y no podía trabajar. En un artículo sobre mi hermano en la Nueva antología, Alessandro Francini-Bruni, con quien compartió habitación en sus días bohemios de Trieste, escribió: “Cuando escuchaba un trueno, perdía completamente el control. Se convertía en un ser irresponsable y cometía actos de cobardía, como un niño o una mujer atemorizada. Dominado por el pánico, se apretaba las orejas con las manos, corría a acuclillarse en algún armario, o permanecía encogido en la cama, a oscuras, para no ver ni oír”. Esto parece el libreto de una gran ópera, La forza del rimorso. Quizá Francini-Bruni no supo distinguir lo que pertenecía a la imaginación de los hechos reales, o quizá se valió de ese artículo para obtener un efecto literario, de las anécdotas de mi hermano que yo le conté en esa época, en un italiano inconexo, durante las prolongadas (y felices) veladas que pasábamos ambas familias. En cualquier caso, no era así. A lo sumo, si yo estaba de pie junto a la ventana, contemplando la tormenta, mi hermano me decía, con los ojos brillantes y una cortesía exasperada: “¿Quieres ser tan amable y cerrar esa ventana, tonto sanguinario?”. Y luego, a Francini-Bruni, en italiano: “Mi hermano cree que un rayo golpea la puerta antes de entrar”.
Aunque siempre estaba intranquilo durante las fuertes tormentas, exteriorizaba su temor al producirse un trueno muy violento. Un día, a mediados del verano, nos sorprendió una tormenta en la esquina de la calle Fabio Severo. La gruesa masa de nubes parecía apoyada sobre los techos de las casas, pero no había comenzado a llover. Repentinamente se produjo el estallido de un trueno y al mismo tiempo la luz del relámpago iluminó la fachada amarilla de un viejo cuartel austríaco. Mi hermano juntó las manos, dio un grito, pegó un salto y salió corriendo por la calle. Un obrero que pasaba le dijo, sin descortesía: “Coraggio, giovinotto, coraggio”. Y yo, para echarlo a broma, agregué: “¡Vamos, hombre! ¡No tienes necesidad de bailar una danza montañesa!”. Encontrarnos refugio antes de que estallara la tormenta. Mi hermano parecía mortificado. Pero a la mañana siguiente apareció en mi habitación con el periódico, para mostrarme que un rayo había abatido un árbol en un jardín de la calle Fabio Severo. Me señaló la información enojado, como si yo fuera el culpable. Recuerdo que esa fue la única vez que exteriorizó su agitación y en cierto modo se explica. En alguna de sus obras llama a Dios, “un ruido en la calle”. Esta expresión es una reminiscencia de aquellas conmociones. Sostenía que la idea de Dios es algo que, si uno está atareado, lo asusta hasta obligarle a mirar por la ventana. Sin duda es una interpretación más inquietante que la pacífica “algo, que no somos nosotros mismos, que...”. He olvidado ahora qué.
Mi hermano realizó su obra más importante al cerrarse una época de la historia de Irlanda, quizá podría decirse de Europa, dando de ella una imagen comprensible a través de la vida cotidiana de una gran ciudad. Siempre sostuvo que había tenido la suerte de haber nacido en una ciudad lo suficientemente antigua e histórica como para poder abarcarla en su conjunto, y creía que las circunstancias de nacimiento, talento y carácter lo habían destinado a ser su intérprete. A esta tarea se dedicó con tanta sinceridad que el cataclismo de la guerra mundial le pareció una perturbación insignificante.
La naturaleza, se ha dicho, no procede a saltos y, como afirma el proverbio del “Infierno”, crear la pequeña flor del genio es labor de siglos. Esa pequeña flor es, con alarmante frecuencia, una flor maligna que crece en medio de la decadencia, el vigoroso vástago de un tronco seco. El talento y la personalidad del individuo no es independiente de sus orígenes; por tanto, daremos aquí alguna información sobre el tronco que dio esta curiosa y robusta flor.
En la segunda mitad de su larga vida, mi padre fue de los que merecen ser pobres. Había nacido en el seno de una familia de clase media, para Irlanda bastante acomodada. Su padre había vivido como un caballero y esto, según el diccionario, significa “hombre de posición respetable que no tiene ocupación”. Los retratos y las fotografías de mi abuelo lo muestran como “el hombre más elegante de Cork”, como decía mi padre. Era hijo único de hijo único, y también lo era mi padre. La raíz de la forma singular en que mi hermano utilizó, con un fin artístico, su propia experiencia, esa sublimación del egoísmo, bien puede estar en esas tres generaciones de hijos únicos.
Mi abuelo, un brillante joven que prometía, vivía mejor de lo que se lo permitían sus recursos. Le gustaba cazar, y en un período de su corta vida parece que tuvo en propiedad un caballo de raza. Sospecho, por algunas insinuaciones de mi padre, que debió ser jugador. Al parecer, casado al mismo tiempo que un amigo, hizo una apuesta de diez guineas sobre quién tendría primero un hijo varón. Perdió la apuesta y, tras el nacimiento, perdió la capacidad de ganar dinero con facilidad. En sus momentos de nostalgia, mi padre contaba que, cuando mi abuelo salía de caza, la familia corría a verlo. Lo cierto es que “saltó por el aro” dos veces, una metáfora circense que en buen irlandés significa quebrar. Parece que la segunda vez fue con una propiedad de su esposa; en Irlanda no se había aprobado aún la Ley de Propiedad de la mujer casada. Después de la última quiebra, vivió con su mujer y su pequeño hijo en Sunday’s Well, un suburbio elegante de Cork, con una asignación de su padre, un próspero constructor y contratista, y quizá de lo que conseguía con alguna ocupación esporádica. Su mujer gozaba, además, de una renta que le había dejado su padre. Mi abuelo murió a los cuarenta años y su muerte fue sinceramente lamentada, incluso por su esposa. Se había casado con una mujer de cierta significación, una O’Connell, perteneciente a una familia de diecinueve miembros. Era hija del propietario de una tienda de grandes almacenes de Cork. Algunos de los diecinueve se convirtieron en curas y monjas; uno, el reverendo Charles O’Connell (repito informes de mi padre) fue deán de St. Finhar [11]con cierta reputación de predicador. La boda fue arreglada por los curas para apaciguar al joven, como puede imaginarse. En Irlanda el “casamiento arreglado por los curas” tiene un nombre feo, y la boda de mi abuelo se hizo acreedora de esa maligna denominación. El resultado fue que, de católico ferviente, se convirtió en ferviente anticlerical. Transmitió a su hijo la antipatía por los curas como un precepto, y cayó en buen terreno.
Su esposa era mucho mayor que él. Un retrato en la edad madura la muestra como una mujer fornida, con pocas pretensiones en materia de belleza. Había sido educada por las monjas ursulinas y en el desván de nuestra casa de Martello Terrace había varios devocionarios en francés, con encuadernación de cuero, de su paso por el convento, símbolo de la cultura en Cork. Tenía una lengua mordaz y buenas razones para utilizarla. Parece que muy pronto advirtió que el marido que había apresado no era de su exclusivo dominio. En una ocasión, recién casados, paseando por los alrededores de Cork, los sorprendió una fuerte lluvia. Se refugiaron en la casa de unos campesinos, pero como el tiempo no daba señales de mejorar, mi abuelo se dirigió al pueblo más cercano en busca de un coche que los llevara a su casa. La campesina que se hallaba en la puerta, siguiéndolo con la mirada, dijo, quizá no inocentemente:
–Sin duda es un joven agradable, Dios le bendiga. Supongo, señora, que es usted su madre.
–No –respondió la joven desposada con sarcasmo–, soy su abuela.
En el pequeño hogar que se constituyó, el hijo fue fervoroso partidario del padre, y “tío Charles” en su vejez, impresionado por el recuerdo de su brillante y pródigo cuñado, hablaba de él como de un hombre de “temperamento angélico”. La noche en que agonizaba intentó persuadir a su hijo de que fuera a escuchar al viejo Mario, que cantaba esa noche en una ópera, en Cork. La serenidad de carácter, saltando por encima de una generación, como sucede con frecuencia, fue heredada por el nieto que llevó su nombre y que en la adolescencia y juventud tuvo un carácter tan alegre y amable que mereció del círculo familiar el apodo, tomado de un anuncio de comida, de “Risueño Jim”.
Mi padre, de niño, parece que tenía una voz atiplada, porque cantó en conciertos desde temprana edad. Había estudiado piano y tenía algunos conocimientos musicales. Era un muchacho delicado de salud y, para fortalecerlo, mi abuelo logró que el capitán del puerto de Cork le permitiera navegar en los prácticos que salían al encuentro de los transatlánticos, que entonces hacían escala en Queenstown. En consecuencia, cruzar el mar de Irlanda, por más encrespado que estuviera, jamás lo perturbaba. Junto a la robusta salud que adquirió de las salobres brisas del Atlántico, aprendió de los prácticos de Queenstown el variado y fluido vocabulario de insultos que en años posteriores hizo la delicia de sus camaradas de café. En las páginas de Ulises ese lenguaje ha escandalizado a la mayoría de los críticos de la literatura elegante de Europa y América.
Después de la muerte de mi abuelo, por fiebre tifoidea, los amigos de mi padre y su madre se hicieron más byronianos. Lo inscribieron en el Queen College, en la Facultad de Medicina, y estudió tres años, aprobando algunos exámenes. Como estudiante, se destacó en los deportes y en las representaciones teatrales de la Universidad. Participaba en las regatas, era un infatigable corredor y hombre diestro en el tiro al blanco, a pesar de su baja estatura, y se vanagloriaba de que su marca de salto de altura (ocho pies en el primer salto) se hubiera mantenido cuarenta años después de que él dejara la Universidad. Pero donde se distinguió fue en las representaciones teatrales. He visto una docena o más de recortes de los periódicos de Cork, dando noticias de la destacada actuación del señor Joyce en diferentes papeles cómicos. Sin vanidad, los guardó durante años y vivió, como su hijo, del recuerdo de una juventud prometedora. En Irlanda, lo más entrañable es el recuerdo del pasado.
Algunas de las noticias que el señor Davis Marcus, editor de Irish Writing, una revista de Cork, tuvo la amabilidad de buscar a petición mía, muestran a mi padre como un estudiante de gran seguridad y habilidad dramática. En marzo de 1869, los periódicos de Cork anunciaron el restablecimiento de la Sociedad Dramática del Queen College, y en la primera representación en el Teatro Real, el 11 de marzo, se produjo una ruidosa protesta contra uno de los actores, por razones políticas. Mi padre, que tenía entonces diecinueve años, parece que calmó los ánimos entonando canciones satíricas. El Cork Examiner dice: “Estuvo en extremo divertido” y fue “intensamente aplaudido”. Unos meses más tarde, en mayo de 1869, interpretó el papel principal de El emigrante irlandés, farsa en un acto. La crónica del Southern Reporter dice: “En cuanto a la actuación del señor Joyce en esta obra, tenemos el placer de manifestar nuestra absoluta aprobación. Se desenvolvió plena de buen humor. Se trata de una obra genuinamente racial y admirablemente representada. El joven Joyce, de considerable talento dramático, es una verdadera promesa”. Un diario serio, el Cork Examiner, dice: “El señor J. S. Joyce desempeñó el papel de O’Bryan, el emigrante irlandés, dándole cierto tono burlesco –un error debido a la inexperiencia–, pero muy por encima de la actuación de un aficionado. Las canciones del señor Joyce, en verdad admirables, merecieron también el aplauso del público”. Mi padre pasó a ser el principal actor cómico de la Sociedad Dramática del Queen College.
Tras un intento frustrado de enrolarse como voluntario en el ejército francés, alrededor del año 1870 (tenía entonces veintiún años) con tres amigos universitarios, y de una fuga a Londres, perseguido por su madre para hacerlo volver alicaído, se unió a un grupo de fenianos [12]en Rebel Cork, con lo que la atormentada madre resolvió terminantemente abandonar Cork. En su decisión influyó el hecho de que, en vísperas del centenario de O’Connell, [13]su primo Peter Paul M’Swiney, a su vez primo del Libertador, había salido electo lord mayor de Dublín. [14]Tenía la esperanza de que el lord mayor diera a su hijo el cargo de secretario.
Antes de que John Joyce partiera para Dublín, se celebró una cena en su honor; ya que cantaba en los conciertos de Cork desde su primera juventud, fueron invitados los miembros de una compañía inglesa de ópera, que entonces visitaba Cork. Después de la cena, el tenor principal de la compañía y mi padre improvisaron canciones. Mi padre cantó un aire de ópera en boga entonces. El tenor inglés, que parecía liberado de los habituales celos profesionales, lo felicitó calurosamente y declaró que daría gustoso doscientas libras por cantar esa aria de la misma manera que mi padre. Más tarde, viviendo ya en Dublín, recibió otros estímulos de gente cuya opinión en esta materia consideraba valiosa. Al llegar a la capital irlandesa se dirigió, con la mejor intención, a casa de una dama italiana, profesora de canto. La dama le escuchó algunas piezas y fue a la habitación de al lado a llamar a su hijo mayor. “Ven y escucha a este joven. He encontrado al sucesor de Campanini”. Italo Campanini era el tenor que hacía furor en esa época en el Covent Garden y que más tarde, en 1883, hizo el papel de Fausto en la inauguración de la Metropolitan Opera de Nueva York. Los elogios halagaron la vanidad de mi padre, pero no despertaron su ambición ni estimularon su voluntad. Después de la edad madura, formaban parte de su arsenal de recuerdos consoladores que, a diferencia de las meditaciones de su hijo, no tenían rastro de autocrítica, reproche o amargura. ¿Será a causa de la hostilidad a mi propia gente, por haber estado separado de ellos tanto tiempo, que juzgo esta inútil y pueril vanidad como típicamente irlandesa? La encuentro en Yeats, en Shaw, en Wilde. Hasta a Swift, educado en Irlanda, se le despertaban instintos criminales cuando se sentía ofendido. Únicamente en el “magnánimo Goldsmith” [15]la vanidad era una entretenida debilidad. Esto hace a los irlandeses amantes de lo raro. Mi hermano no carecía de vanidad, pero la suya estaba llena de intención y en su lucha con editores y críticos la convirtió en una especie de armadura protectora contra el oprobio y el desdén. Mi padre no fue secretario del lord mayor, pero invirtió lo que le quedaba de las mil libras que le había regalado el abuelo por su mayoría de edad en una destilería, la Dublín and Chapelizod Destillery Co., de la que se convirtió en secretario. Algunos socios eran ingleses, pero los dueños habían vivido en Cork, como mi padre. El director, del que mi hermano tomó el nombre para “Contrapartidas”, había sido amigo de mi abuelo en Cork. Mi padre lo describía como una especie de duodécimo lord Chesterfield, personaje todavía famoso en Irlanda. Salía todas las mañanas para Chapelizod, donde estaba la destilería, en un coche de dos ruedas con un criado sentado detrás de él, con los brazos cruzados. Los obreros lo odiaban y una vez intentaron matarlo, dejando caer desde una galería una pesada viga de madera, cuando realizaba una inspección. Mi padre, con oportuna rapidez, lo empujó bajo un cobertizo un instante antes de que cayera la viga. Por otra parte, mi padre era el favorito de este hombre, con quien solía jugar a la petanca. No sé cuánto duró en su cargo de secretario, pero parece que tres o cuatro años, hasta que descubrió que el director había hecho un desfalco en la firma. Tras una discusión muy acalorada y un torrente de insultos de parte del director, que terminó cuando el joven secretario se disponía a recurrir a la violencia, mi padre hizo una convocatoria de acreedores. El director se fugó y se liquidó la firma. En la reunión, los socios expresaron su agradecimiento “al joven que los había salvado de pérdidas mayores” y lo nombraron síndico. Todo el dinero que se pudo cobrar de la liquidación de la destilería fue depositado a su nombre en el Banco de Irlanda y aún debe estar allí, supongo, a menos que el Estatuto de Restricciones haya dispuesto su inversión. Los papeles de la firma, hasta casi diez años después, se hallaban guardados, en un desmañado paquete, en el baúl del desván. Cuando estaba de malas, preguntaba con cierto humor si no podía sacar ese dinero, pero un amigo con experiencia mundana le aconsejaba no irritar al león. [16]