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Dudo que ningún hombre pueda recordar cómo va vestida una mujer diez minutos después de haberla dejado. Recordaba una falda azul y algo que la completaba hasta llegar al cuello, una blusa, sin duda. También recordaba vagamente un cinturón. Pero ¿qué clase de blusa? ¿Verde? ¿Amarilla? ¿Azul? ¿Con el cuello cerrado o con un lazo? En el sombrero ¿llevaba flores o plumas? Por cierto, ¿llevaba sombrero? No se atrevía a decir nada por miedo a cometer un error y que lo enviaran decenas de millas por el camino equivocado. Las dos jóvenes empezaron a reír, lo cual, dado su estado de ánimo, irritó a Harris. El joven, que parecía deseoso de sacárselo de encima, le sugirió que preguntase en la comisaría de Policía del siguiente pueblo. Harris se dirigió allí. En la policía le dieron un trozo de papel y le dijeron que escribiera una descripción completa de su esposa, junto con los detalles de cuándo y cómo la había perdido. Él no sabía dónde la había perdido, todo lo que podía decir era el nombre del pueblo donde habían almorzado. Estaba seguro de que estaba allí con ella y de que habían salido juntos.
El policía miró con expresión de sospecha. Dudaba de tres cosas. Primera: ¿era realmente su esposa? Segunda: ¿la había perdido realmente? Tercera: ¿por qué la había perdido? De todos modos, con la ayuda del recepcionista de un hotel que hablaba un poco de inglés, Harris pudo vencer sus escrúpulos. Le prometieron hacer algo al respecto, y por la noche se la trajeron en un carro, junto con una cuenta de gastos. El encuentro no fue tierno. La señora Harris no es buena actriz y le cuesta mucho disimular sus sentimientos. En aquella ocasión, confesó después con sinceridad, no hizo nada para ocultarlos.
Una vez arreglado el asunto de las bicicletas, se presentó la eterna cuestión del equipaje.
—Supongo que será la lista habitual —dijo George disponiéndose a escribirla.
Eso se lo había enseñado yo. Y yo, por mi parte, lo había aprendido años atrás de mi tío Podger.
—Antes de empezar a hacer las maletas—solía decir mi tío—, haz una lista.
Era un hombre metódico.
—Toma un pedazo de papel —siempre empezaba por el principio—, escribe en él todas las cosas que puedas necesitar, luego repásalo y comprueba que no has puesto algo que en realidad no te hace falta. Imagínate en la cama, ¿qué llevas puesto? Pues bien, ponlo, y además pon una muda de recambio. Te levantas. ¿Qué haces? Te lavas. ¿Con qué te lavas? Con jabón. Pon jabón. Continúa así hasta que hayas terminado. Luego la ropa. Empieza por los pies: ¿qué llevas en los pies? Botas, zapatos, calcetines. Ponlo. Continúa hasta que llegues a la cabeza. ¿Qué necesitas además de la ropa? Un poco de brandy. Ponlo. Un sacacorchos. Ponlo. Ponlo todo, así no te olvidarás de nada.
Este es el plan que siempre seguía él. Hecha la lista, la repasaba cuidadosamente, como siempre aconsejaba, para ver si se había olvidado de algo. Después la leía de nuevo y tachaba todo lo que no era realmente necesario.
Y después perdía la lista.
—En las bicicletas solo llevaremos lo necesario para un día o dos —dijo George—. El resto del equipaje podemos mandarlo de una ciudad a la siguiente.
—Debemos ser cuidadosos —dije— Una vez conocí a un hombre que…
Harris miró su reloj.
—Ya nos lo explicarás en el barco —dijo—. Debo encontrarme con Clara en la estación de Waterloo dentro de media hora.
—No necesitaré media hora —dije—. Es una historia auténtica y…
—No la desperdicies —dijo George—. Me han dicho que hay noches lluviosas en la Selva Negra, entonces estaremos encantados de escucharla. Lo que tenemos que hacer ahora es acabar la lista.
Ahora que lo recuerdo, nunca pude acabar aquella historia, siempre hubo algo que me interrumpió. Y era realmente auténtica.
capítulo iii
El defecto de Harris. Harris y su ángel de la guarda. Un farol de bicicleta patentado. El sillín ideal. El repasador. Su ojo de águila. Su método. Su alegre confianza. Sus gustos sencillos y baratos. Su aspecto. Cómo librarse de él. George como profeta. El gentil arte de hacerse antipático en una lengua extranjera. George como estudiante de la naturaleza humana. George propone un experimento. Su prudencia. El apoyo de Harris asegurado, con ciertas condiciones.
Harris apareció el lunes por la tarde con un prospecto de accesorios para bicicletas en la mano.
—Si quieres seguir mis consejos, dejarás eso —dije.
—¿Dejaré el qué? —dijo Harris.
—Esa nueva marca patentada, revolución del ciclismo, ganadora de récords, timabobos, lo que sea, la publicidad que tienes en la mano.
—Vaya, no sé. Nos enfrentaremos a algunas colinas bastante empinadas. Supongo que necesitaremos buenos frenos.
—Necesitaremos buenos frenos, sí —concordé—, pero lo que no necesitaremos es una sorpresa mecánica que no entendamos y que nunca funciona cuando se necesita.
—Esta cosa —dijo—, funciona automáticamente.
—¡No me digas! —exclamé—. Por instinto, sé exactamente lo que hará. Al subir entorpecerá tanto la rueda que tendremos que arrastrar la bicicleta. Al llegar a una cima el aire le sentará bien y de repente empezará a funcionar de nuevo. Al bajar empezará a reflexionar sobre las molestias que ha causado. Eso la llevará al remordimiento y finalmente a la desesperación. Se dirá a sí misma: «No sirvo para freno. No ayudo a estos chicos. Solo los entorpezco. Soy una maldición, eso es lo que soy». Y sin avisar mandará a paseo todo el asunto. Eso es lo que hará ese freno. Olvídate de él. Eres un buen chico —continué—, pero tienes un defecto.
—¿Cuál? —preguntó indignado.
—Tienes demasiada fe en las cosas —respondí—. Si lees un anuncio, siempre te lo crees. Todo experimento que cualquier imbécil haya ideado en relación con el ciclismo ha pasado por tus manos. Tu ángel de la guarda parece tener un espíritu muy concienzudo y ser muy capaz, pues hasta el momento te ha calado bien. Hazme caso, no abuses de él. Debe de estar muy ocupado desde que te dedicas al ciclismo. No sigas así o acabarás por volverlo tarumba.
—Si todos hablaran como tú, no habría avances de ninguna clase. Si nadie probara las cosas nuevas, el mundo se detendría. Por eso…
—Ya sé todo lo que puede decirse en favor de este argumento — interrumpí—. Estoy de acuerdo en ensayar nuevos experimentos hasta los treinta y cinco años. Después de los treinta y cinco considero que un hombre tiene derecho a pensar en sí mismo. Tú y yo hemos cumplido nuestro deber en este sentido, especialmente tú. Recuerda que volaste por los aires por la explosión de un farol de gas patentado.
—Realmente creo que aquello fue culpa mía. Me parece que lo atornillé demasiado fuerte.
—Estoy bastante convencido de que si había una manera errónea de manipular esa cosa fue así como lo hiciste. Deberías reflexionar acerca esta tendencia tuya, que apoya mi argumento. No me fijé en qué hiciste, solo sé que pedaleábamos pacífica y agradablemente por la carretera de Whitby, discutiendo sobre la guerra de los Treinta Años, cuando tu farol explotó como el disparo de una pistola. Del susto acabé en una zanja y todavía tengo grabada en la memoria la cara de tu mujer cuando le dije que no había pasado nada y que no se preocupara, porque aquellos dos hombres te cargarían por las escaleras de tu casa y el médico y una enfermera llegarían en apenas unos minutos.
—Me habría gustado que recogieras el farol. Así habría investigado cuál fue la causa de que pasara lo que pasó.
—No hubo tiempo para recoger el farol. Calculo que habría necesitado dos horas para reunir los trozos. En cuanto a lo que pasó, el simple hecho de que se anunciara como el farol más seguro inventado hasta la fecha sería suficiente para que cualquiera menos tú pensara en un accidente. Después está lo de aquella lámpara eléctrica —continué.
—Bueno, esa producía una luz excelente —replicó—, tú mismo lo dijiste.
—Producía una luz brillante en la calle King’s Road de Brighton, y espantó a un caballo. En el instante en que nos internamos en la oscuridad más allá de Kemp Town se apagó y a ti te multaron por ir sin luz. Recordarás que algunas tardes soleadas solías ir en bicicleta con aquella lámpara encendida a toda potencia. Y cuando llegaba la noche estaba agotada y, naturalmente, quería un descanso.
—Sí, aquella lámpara era un poco irritante —murmuró—. Lo recuerdo bien.
—A mí me irritaba, para ti debió de ser peor. Luego está lo de los sillines —continué, esperando que aprendiera la lección—. ¿Puedes recordar algún sillín que se haya anunciado y que tú no hayas probado?
—Siempre me ha interesado encontrar el sillín perfecto —dijo.
—Pues debes olvidarte de eso. Este es un mundo imperfecto en el que se mezclan el dolor y la alegría. Es posible que exista otro lugar mejor donde los sillines estén hechos de arco iris rellenos de nubes, pero en este mundo lo más sencillo es acostumbrarse a algo duro. ¿Y aquel sillín que compraste en Birmingham que estaba partido por la mitad? Parecía un par de riñones.
—¿Te refieres a aquel construido sobre principios anatómicos? —preguntó Harris.
—Muy posiblemente —señalé—. La caja tenía en la tapa el dibujo de un esqueleto sentado. O más bien la parte del esqueleto que se sienta.
—Era muy acertada, te enseñaba la verdadera posición del…
—No entremos en detalles, aquel dibujo siempre me pareció poco delicado.
—Pero desde el punto de vista médico estaba bien —replicó.
—Para un hombre que no tuviera más que huesos para pedalear es posible. Yo solo sé que lo probé, y que para un hombre que tuviera carne era una agonía. Cada vez que pasabas por encima de una piedra o una rodada, te pellizcaba. Era como pedalear encima de una langosta irritable. Tú lo utilizaste durante un mes.
—Es que quise darle tiempo para probar su eficacia —respondió.
—También fue una prueba para tu familia, si me dejas hablar claro. Tu mujer me dijo que nunca antes, en todo el tiempo que llevabais casados, te había visto de tan mal humor, tan poco cristiano, como durante aquel mes. Ahora recuerda aquel otro sillín, el que llevaba un muelle debajo.
—Quieres decir el Espiral.
—Quiero decir aquel que te sacudía arriba y abajo como el muñeco de una caja de sorpresas: a veces caías de nuevo sobre el sillín y a veces no. No menciono estos asuntos para recordarte sucesos desagradables, lo hago para que entiendas que hacer experimentos a estas alturas de tu vida es una soberana estupidez.
—Querría que no insistieras tanto con el tema de la edad. Un hombre de treinta y cuatro años…
—¿Un hombre de qué?
—Mira, si no quieres el freno, olvídate. Si tu bicicleta te lleva montaña abajo a toda velocidad y tú y George acabáis en el tejado de una iglesia, no me echéis a mí la culpa.
—No puedo hablar por George —dije—. Como sabes, cualquier cosita puede irritarlo. Si ocurriera un accidente como el que sugieres quizá se enfadara, pero me comprometo a explicarle que tú no habrías tenido la culpa.
—¿Está listo? —preguntó.
—El tándem está bien —respondí.
—¿Lo has repasado? —insistió.
—No, ni nadie lo repasará. Funciona a la perfección y seguirá funcionando a la perfección hasta que salgamos.
Tengo cierta experiencia sobre lo de repasar las cosas. Había un hombre de Folkestone al que solía encontrarme en Lees. Una noche me propuso que al día siguiente hiciéramos una larga excursión en bicicleta, y acepté. Me levanté temprano, por lo menos para mí. Hice un esfuerzo, y eso hizo que me sintiera bien conmigo mismo. Él llegó media hora tarde. Yo lo esperaba en el jardín. Era un día precioso.
—¡Qué buen aspecto tiene su bicicleta! —me dijo— ¿Va bien?
—¡Oh, como la mayoría! —respondí—. Ligera por la mañana, un poco más pesada después del almuerzo.
La cogió por la rueda delantera y por la horquilla y la sacudió con violencia.
—No haga eso, le hará daño.
No sé por qué la sacudía si ella no le había hecho nada. Además, si necesitaba que la sacudieran, yo era el más indicado para sacudirla. Me sentí como si aquel hombre hubiera zurrado a mi perro.
—Esta rueda delantera se tambalea.
—No si usted no la sacude —y, de hecho, así era. O al menos, la levedad de su movimiento no encajaba en la idea de tambalearse.
—Es muy peligroso, ¿tiene usted un destornillador?
Comprendo que debí haberme mostrado firme pero pensé que aquel hombre quizá entendía algo del tema. Fui a buscar la caja de herramientas a ver qué podía encontrar. Cuando regresé lo encontré sentado en el suelo con la rueda delantera entre las piernas. Trasteaba con ella, dándole vueltas con los dedos. El resto de la bicicleta yacía a su lado, en el sendero de grava.
—A esta rueda delantera le ha pasado algo —dijo.
—Eso parece, ¿verdad? —repliqué. Pero era de ese tipo de hombres que no comprenden el sarcasmo.
—Me parece que los cojinetes están mal.
—Por favor, no se moleste más, se va a cansar. Pongámosla de nuevo y salgamos.
—Podemos comprobar qué le pasa, ya que está desmontada —dijo como si la rueda se hubiera salido por casualidad.
Antes de que pudiera impedirlo desatornilló algo en alguna parte y un montón de bolitas rodaron por el sendero.
—¡Cójalas! —gritó—. ¡Cójalas! ¡No podemos perder ninguna! —dijo muy alterado.
Durante media hora estuvimos gateando por los alrededores y encontramos dieciséis. Me dijo que esperaba que las hubiésemos encontrado todas pues, de lo contrario, se notaría mucho en la bicicleta. Señaló que no había nada que requiriese más cuidado al desmontar una bicicleta que las bolitas. Explicó que había que contarlas bien al sacarlas y ocuparse de colocar exactamente la misma cantidad en sus respectivos lugares. Le prometí que, si alguna vez desmontaba una bicicleta, recordaría especialmente su advertencia.
Puse las bolitas a salvo en mi sombrero y lo dejé en la puerta de entrada. Admito que no fue una gran idea. De hecho, fue una verdadera tontería. No suelo ser una persona atropellada; es probable que el tipo me contagiara.
Después dijo que me haría el favor de repasar la cadena y empezó a desmontar el cuadro. Intenté disuadirlo. Le conté lo que una vez me explicó solemnemente un amigo mío con mucha experiencia: «Si tu cuadro tiene algo que no funciona, vende la bicicleta y cómprate una nueva, te saldrá más barato».
—La gente que habla así no entiende nada de bicicletas. No hay nada más fácil que desmontar un cuadro.
Debo confesar que tenía razón. En menos de cinco minutos tenía el cuadro en dos piezas, tirado en el sendero, y estaba rebuscando a su alrededor los tornillos. Dijo que la manera en que desaparecían los tornillos siempre había constituido un misterio para él.
Aún estábamos buscando los tornillos cuando salió Ethelbertha. Parecía sorprendida de encontrarnos allí, dijo que creía que nos habíamos marchado hacía horas.
—Ahora ya no tardaremos mucho —dijo él—. Estoy ayudando a su marido a repasar su bicicleta. Es una buena máquina pero, como todas, hay que repasarla de vez en cuando.
—Si quieren lavarse cuando terminen vayan al fregadero, si no les importa, las chicas han acabado ahora mismo de hacer los dormitorios —dijo Ethelbertha.
Luego me dijo que si encontraba a Kate probablemente darían una vuelta en bote, pero que de todas maneras estaría de vuelta para el almuerzo. Habría dado un soberano por irme con ella. Estaba harto de contemplar a aquel idiota mientras me rompía la bicicleta.
El sentido común continuaba murmurando: «Detenlo antes de que el estropicio sea mucho mayor. Tienes derecho a proteger tus propiedades de los estragos de un lunático. Cógelo por el cogote y sácalo de aquí a patadas».
Pero cuando se trata de herir los sentimientos de los demás soy débil, así que dejé que continuara con sus desmanes.
Al poco, dejó de buscar los restantes tornillos. Dijo que tenían la manía de aparecer cuando menos te lo esperas, y que ahora le echaría un vistazo a la cadena. Primero la apretó hasta que no hubo manera de moverla, y después la aflojó hasta dejarla el doble de suelta de lo que estaba antes. Luego dijo que lo mejor que podíamos hacer era colocar de nuevo en su sitio la rueda delantera.
Yo sujetaba la horquilla y él se peleaba con la rueda. Diez minutos después le sugerí que él sujetara la horquilla y que yo colocaría la rueda, y nos cambiamos de lugar. Un minuto después soltó la bicicleta y se puso a pasear por el campo de croquet apretándose las manos entre los muslos. Mientras caminaba me dijo que había que tener cuidado de no meter los dedos entre la horquilla y los radios. Le contesté que estaba convencido, por propia experiencia, de la veracidad de sus palabras. Luego se envolvió las manos en un par de trapos y empezamos de nuevo. Por fin recolocamos la rueda en su sitio, y en ese instante empezó a reírse.
—¿Qué le hace tanta gracia? —pregunté.
—¡Pero qué burro soy! —respondió.
Fue lo primero que dijo que me hizo mirarlo con respeto. Le pregunté qué lo había llevado a descubrirlo.
—¡Nos hemos olvidado de las bolas!
Busqué mi sombrero. Estaba en medio del camino, aplastado, mientras el perro favorito de Ethelbertha se tragaba las bolas tan deprisa como podía atraparlas.
—¡Se va a matar! —exclamó Ebbson. Desde aquel día, gracias a Dios, no he vuelto a verlo, pero creo que se llamaba Ebbson—. Son de acero macizo.
—No me preocupa el perro. Esta semana ya se ha tragado los cordones de unas botas y un paquete de agujas. La naturaleza es sabia. Parece que los cachorros necesitan este tipo de estímulos. Lo que me preocupa es mi bicicleta.
Ebbson demostraba una alegre disposición, y dijo:
—Bueno, pongamos todas las que podamos encontrar y confiemos en la Divina Providencia.
Encontramos once. Pusimos seis en un lado y cinco en el otro, y media hora más tarde la rueda estuvo de nuevo en su sitio. Huelga decir, hasta un niño lo habría notado, que ahora se movía más que al principio. Ebbson dijo que de momento ya estaba bien. Parecía un poco cansado. Si lo hubiera dejado, estoy seguro de que en ese momento se habría ido a casa. Sin embargo, ahora yo estaba decidido a impedírselo hasta que acabara. Había abandonado por completo la idea de la excursión. Aquel tipo se había cargado todo el orgullo que yo sentía por mi bicicleta. Toda mi energía se concentraba en ver cómo se arañaba, golpeaba y pellizcaba. Así que reanimé sus arrojos decaídos con un vaso de cerveza y algunas frases sensatas.
—Observar lo que hace me resulta muy útil —dije—. No solo me fascinan su habilidad y destreza, sino que también su alegre confianza en sí mismo y su inextinguible esperanza me hacen mucho bien.
Más animado, empezó a montar el cuadro. Apoyó la bicicleta contra la pared y trabajó por el lado de fuera. Luego la colocó contra un árbol y trabajó por el de dentro. Después se la sostuve yo mientras se tumbaba en el suelo con la cabeza entre las ruedas, trabajando por debajo y manchándose todo de aceite. Luego me la cogió y se dobló encima de ella como unas alforjas hasta que perdió el equilibrio y cayó de cabeza. Por tres veces exclamó:
—¡Gracias a Dios, por fin ya está!
Y dos más dijo:
—¡No, maldita sea, todavía no está!
Y lo que dijo la última vez trataré de olvidarlo.
Entonces perdió los estribos y empezó a meterse con el trasto. La bicicleta, me alegré de comprobarlo, demostró perseverancia. Los procedimientos que siguieron a continuación degeneraron en una suerte de pelea cuerpo a cuerpo entre él y la máquina. Tan pronto estaba la bicicleta en el suelo y él encima como se invertía la posición y él acababa en el suelo con la bicicleta sobre el pecho. De pronto se erguía enrojecido por la victoria, con la bicicleta firmemente sujeta entre las piernas, pero su triunfo era muy breve. Con un súbito y veloz movimiento, la máquina se liberaba y, volviéndose contra él, lo golpeaba en la cabeza con el manillar.
A la una menos cuarto, sucio y desaliñado, lleno de arañazos y sangrando, dijo:
—Me parece que ya está —y se levantó, secándose el sudor de la frente.
La bicicleta también mostraba el aspecto de haber tenido suficiente. Decir cuál de los dos había sufrido más castigo era harto difícil. Me lo llevé al fregadero donde, en la medida de lo posible pues no había jabón ni otros elementos adecuados, se limpió como pudo y luego lo mandé a su casa.
Puse la bicicleta en un carruaje y la llevé al taller de reparación más cercano. El encargado se quedó mirándola.
—¿Qué quiere usted que haga con eso? —preguntó.
—Quiero que la arregle en la medida de lo posible.
—Está realmente mal —dijo—, pero haré lo que pueda.
Hizo lo que pudo, que ascendió a dos libras y diez peniques. Sin embargo, la bicicleta nunca volvió a ser la misma. A fines de verano la dejé en manos de un vendedor a comisión. No quería engañar a nadie, y le dije que la publicitara como una máquina comprada el año anterior. Sin embargo, aquel hombre me aconsejó que no mencionara fecha alguna.
—En este negocio —dijo—, no se trata de qué es verdad y qué no, sino de lo que puedes lograr que se crea la gente. Ahora, entre usted y yo, no veo una bicicleta con un año de uso. Por lo que se refiere a su aspecto, más bien parece que tenga diez años. No diremos nada sobre la fecha. Simplemente veremos qué podemos sacar por ella.
Dejé el asunto en sus manos y más tarde me dio cinco libras que, según él, eran mucho más de lo esperado.
Hay dos maneras de hacer ejercicio con una bicicleta: puedes repasarla o puedes montarla. Después de todo, no estoy seguro de que un hombre que se entrega al placer de repasarla no obtenga el mayor beneficio. No depende del clima y el viento, y el estado de los caminos no le preocupa. Dale un destornillador, un par de trapos, una lata de aceite y algo para sentarse y será feliz durante el resto del día. Pero también tiene ciertos inconvenientes, por supuesto. Quien algo quiere algo le cuesta. Su aspecto será siempre el de un hojalatero, y su bicicleta dará la impresión de que, después de robarla, ha intentado disimularlo, pero como raramente se aventura más allá del siguiente poste del camino, eso importa poco.
El error que cometen algunas personas consiste en creer que pueden practicar ambas formas de deporte con la misma máquina. Es imposible, ninguna bicicleta resiste ese doble juego. Primero hay que decidir si uno quiere ser repasador o ciclista. Personalmente, prefiero pedalear, por eso tengo la precaución de no acercarme a nada que pueda tentarme a repasar la bicicleta. Cuando a mi bicicleta le pasa algo la llevo al taller más cercano. Si estoy muy apartado de la ciudad o del pueblo para llegar caminando, me siento en la cuneta y espero a que pase un carro. El mayor peligro, siempre amenazante, es el repasador errante. La vista de una bicicleta estropeada es para el repasador lo que un cadáver en una zanja para un cuervo, se abalanza encima con amables gritos de triunfo. Al principio solía ser educado y decía:
—No es nada, no se moleste. Pase de largo y diviértase, se lo pido por favor, tenga la amabilidad de marcharse.
De todos modos, la experiencia me ha enseñado que la cortesía no sirve en dichas ocasiones. Ahora digo:
—¡Lárguese y deje en paz mi bicicleta o voy a partirle esa cara de bobo!
Y si pareces decidido y llevas un buen garrote en la mano, por lo general consigues ahuyentarlo.
George vino más tarde y me dijo:
—Bueno, ¿crees que estará todo listo?
—Estará todo listo para el miércoles, excepto, quizá, tú y Harris.
—¿El tándem está bien?
—El tándem está bien.
—¿No crees que necesita que lo repasen?
—Los años y la experiencia me han enseñado que hay pocas cosas sobre las que un hombre hace bien siendo positivo —repliqué—. Consecuentemente, me queda un limitado número de cuestiones sobre los que tengo cierto grado de certeza. Entre estas aún sólidas creencias está la convicción de que el tándem no necesita ser repasado. También tengo el presentimiento de que, a menos que sea por encima de mi cadáver, de hoy al miércoles por la mañana ningún ser humano va a repasarlo.
—Yo en tu lugar no me pondría así —dijo George—. Llegará un día, quizá no tan lejano, en que esa bicicleta, con un par de montañas entre ella y el taller más cercano, necesite, a pesar de tu deseo crónico de dejarla en paz, ser reparada. Entonces clamarás a la gente para que te diga dónde has puesto la lata de lubricante y qué has hecho con el destornillador. Entonces, mientras te esfuerces en sostener la máquina contra un árbol, sugerirás que alguien te limpie la cadena o te hinche la rueda trasera.