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Me pareció que había cierta justicia en la reprimenda de George y también una buena dosis de sabiduría profética. Así que le dije:
—Perdóname si te he parecido insensible. La verdad es que Harris ha venido esta mañana…
—No digas más, te comprendo. Además, he venido a hablarte de otro asunto. Mira esto.
Me entregó un pequeño libro encuadernado en tela roja. Era un manual de conversación inglesa para uso de los viajeros alemanes. Comenzaba con «En un barco de vapor» y terminaba «En la consulta del médico». El capítulo más largo estaba consagrado a la conversación en un vagón de ferrocarril que al parecer iba repleto de beligerantes y maleducados lunáticos: «¿Puede apartarse un poco de mi lado, caballero?» «Me es imposible, señora, mi vecino, este de aquí, es demasiado gordo.» «¿Podríamos acomodar mejor las piernas?» «¿Tendría la amabilidad de bajar los codos?» «No tenga inconveniente, señora, en que mi hombro le sirva de apoyo.» Y nada indicaba si todo aquello debía decirse de un modo sarcástico o no. «Realmente he de suplicarle que se aparte de mí un poquito, señora, casi no puedo respirar.» La idea del autor, presumiblemente, era que a esas alturas todo el mundo ya estaba revolcándose por los suelos. El capítulo concluía con la frase: «¡Ya hemos llegado a nuestro destino, gracias a Dios!» (Gott sei Dank!), una piadosa exclamación que bajo aquellas circunstancias debía de cantarse a coro.
Al final del libro había un apéndice en el que se daban consejos al viajero alemán concernientes a la protección de su salud y comodidad durante su estancia en las ciudades inglesas. Entre estos destacaban viajar siempre con una buena provisión de polvos desinfectantes, echar siempre el cerrojo de la puerta de la habitación por las noches y no dejar nunca de contar cuidadosamente la calderilla.
—No es una publicación muy brillante —señalé, devolviéndole a George el libro—. No se la recomendaría personalmente a ningún alemán que tuviera que visitar Inglaterra. Creo que haría que resultara antipático. No obstante, he leído libros publicados en Londres para el uso de viajeros ingleses por el extranjero que abordan la cuestión con la misma estupidez. Parece que algún idiota con educación, malentendiendo siete idiomas, ha escrito estos libros para crear confusión y desinformar a la Europa moderna.
—No negarás —dijo George— que existe gran demanda de ese tipo de libros. Sé que se venden a miles. En las ciudades europeas debe de haber personas que van diciendo ese tipo de cosas.
—Es posible —dije—, pero por suerte nadie las entiende. Yo mismo he visto hombres de pie en los andenes de las estaciones y en las esquinas de las calles leyendo esos libros en voz alta. Nadie sabe en qué idioma hablan, nadie tiene la menor idea de lo que dicen. Quizá sea mejor así, porque si los entendieran probablemente serían agredidos.
—Quizá tengas razón. Sería interesante ver qué ocurriría si los entendieran —contestó George—. Propongo ir a Londres el miércoles temprano y pasar una hora o dos de compras con la ayuda de este libro. Hay un par de cosas que necesito: un sombrero y un par de zapatillas. Nuestro barco no sale de Tilbury hasta las doce, y eso nos da el tiempo justo. Quiero probar ese estilo de conversación en un lugar donde pueda juzgar sus consecuencias. Quiero ver qué efecto surte en los extranjeros que les hablen de esta manera.
Me pareció una idea divertida. En mi entusiasmo, me ofrecí a acompañarlo y esperar fuera de las tiendas. Le dije que pensaba que a Harris también le gustaría estar dentro, o más bien fuera.
George repuso que su plan no era así del todo. Quería que Harris y yo también entráramos en las tiendas. Con Harris, de aspecto formidable, para ayudarle, y yo en la puerta para avisar a la policía si era necesario, dijo que estaba dispuesto a aventurarse.
Fuimos a casa de Harris y le expusimos la propuesta. Examinó el libro, especialmente los capítulos referidos a la compra de zapatos y sombreros, y dijo:
—Si George le dice a cualquier zapatero o sombrerero las cosas que hay aquí, no es ayuda lo que querrá sino que lo lleven al hospital.
Aquello indignó a George.
—Hablas como si fuera un niño temerario y sin sentido común. Seleccionaré las frases más educadas y menos irritantes, evitaré los insultos más groseros.
Zanjado este extremo, Harris mostró su adhesión y quedamos para el miércoles por la mañana temprano.
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