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El caso de las microagresiones, explican Campell y Manning, es otra forma de buscar control social por parte de quienes se sienten agraviados y que en nuestra cultura suelen utilizar las redes sociales y el internet de modo de obtener apoyo y causar el mayor daño posible a las personas que supuestamente los han afectado. Otra de las características de estos grupos de inquisidores es que se preocupan de ofensas contra «minorías o culturas menos poderosas», no de ofensas contra grupos étnicos «históricamente dominantes como los blancos o grupos religiosos históricamente dominantes como los cristianos»73. En este tipo de ambiente, agregan, el victimismo es considerado una «virtud», lo que crea incentivos sistémicos para que las personas pertenecientes a estos grupos no dominantes se presenten como tal:
Cuando las víctimas publican microagresiones […] se presentan a sí mismas como oprimidas por los poderosos, como dañadas, desfavorecidas y necesitadas […] Ciertamente, la distinción entre agresor y víctima siempre tiene un significado moral, lo que reduce el estatus moral del agresor. Pero en entornos como los que generan los catálogos de microagresión, donde los delincuentes son los opresores y las víctimas son los oprimidos, también se eleva el estatus moral de las víctimas. Esto solo aumenta el incentivo para dar a conocer las quejas, y significa que las partes agraviadas son especialmente propensas a resaltar su identidad como víctimas, enfatizando su propio sufrimiento e inocencia. Sus adversarios son privilegiados y culpables, pero ellos mismos son dignos de compasión e inocentes74.
A través de la publicación de supuestas microagresiones, se genera así una cultura que pretende conseguir control social presentando pequeños agravios como manifestaciones de un sistema social estructuralmente injusto75. Las redes sociales y la creación de burocracias universitarias —y gubernamentales— para lidiar con estas supuestas ofensas potencian y avalan la idea de que el estatus moral depende de lograr hacerse ver como oprimido, marginado o excluido al darles cabida institucional a esos reclamos76.
Para Cambpell y Manning, la «cultura del victimismo» se caracteriza precisamente por combinar el elemento ultrasensible de las culturas de honor tribal con la recurrencia a terceros típica de las culturas de la dignidad. Con ello, las autodeclaradas víctimas consiguen oprimir efectivamente a mayorías u otros grupos acumulando poder, estatus social e ingresos económicos inmerecidos. Pero la cultura del victimismo es aún más perversa, pues se refuerza a sí misma. Dado que en las sociedades humanas el estatus moral se encuentra correlacionado con el social y en vista de que la calidad de víctima no se puede conseguir por mérito o virtud propia, pues este siempre depende del trato ajeno, lo que se termina creando es un sistema donde se debe permanentemente denunciar a ese otro para conseguir el mayor estatus: «Si quiere ser estimado en una cultura de victimismo —escriben Campbel y Manning— puede presentarse como débil y con necesidad de ayuda, puede representar el comportamiento de los demás hacia usted como perjudicial y opresivo, e incluso puede mentir sobre ser víctima de violencia y otras ofensas». Como consecuencia, agregan, «la cultura de la víctima incentiva el mal comportamiento»77. Esto ya que no le convendría dejar de ser víctima, pues perdería el estatus social que dicha identidad le confiere. Los demás, en tanto, o se someten a la voluntad de las supuestas víctimas reconociendo su culpabilidad o serían identificados con la opresión. Ello es particularmente cierto en el contexto en que se plantea el victimismo actual, pues, como hemos visto, este no se refiere a la agresión de un individuo sobre otro, sino a la opresión sistemática de un grupo sobre otros grupos. En esta cosmovisión, los hombres blancos son opresores solo por ser blancos, y los demás son víctimas solo por ser de color. Los mismo ocurriría con latinos, mujeres, homosexuales, transexuales, etc. Como resultado, el nuevo ser despreciable, sospechoso permanente de inmoralidad es el hombre blanco heterosexual al que se puede discriminar porque ello es, según Cambpell y Manning, incluso «celebrado» en algunos casos78. Que un medio emblemático como The New York Times haya incluido en su comité editorial a Sarah Jeong prueba el punto anterior. Jeong había tratado a los blancos en Twitter como «idiotas» que «marcan el internet con sus opiniones como perros orinando en bocas de incendio», añadiendo que disfrutaba «ser cruel con viejos hombres blancos» y que la gente blanca estaba «genéticamente predispuesta a quemarse más rápido con el sol» por lo que debía «vivir bajo la tierra como goblins rastreros». Además, entre decenas de otros tweets alimentados por el odio racial, incluyó uno que anticipaba su «extinción»79. Lejos de despedirla, luego de que se desatara el escándalo de sus comnetarios en esta red social, The New York Times la defendió con argumentos sin mucho fundamentos, todo lo cual es una muestra de hasta qué punto la cultura del victimismo ha otorgado licencia para insultar y agredir a los blancos en Estados Unidos sin consecuencias80.
El caso de Jussie Smolett, actor afroamericano y homosexual protagonista de la serie Empire, quien habría contratado a dos personas para simular un ataque racista en su contra, es aún más escandaloso y sintomático de la descomposición de la cultura estadounidense. La razón para orquestar el montaje habría sido que Smolett se encontraba insatisfecho con su salario y habría pensado que ser víctima de un ataque racista y homofóbico le serviría para promover su carrera. Las primeras reacciones le dieron la razón, pues de inmediato toda la escena artística y periodística de Estados Unidos se movilizó para apoyarlo, encumbrándolo a un estatus de víctima. Pero incluso luego de que se descubrieran las evidencias que hablaban de un fraude y una puesta en escena, 20 Century Fox Television declaró que no lo despediría y tras su arresto solo se limitó a sostener que «evaluaba opciones»81. Aunque finalmente Smolett fue suspendido de la serie —sorprendentemente su causa judicial fue sobreseída y quedó libre de toda condena—, es difícil imaginar que la carrera de un actor blanco que hubiera hecho una broma considerada racista no hubiera sido arruinada de por vida. Lo que ilustra el privilegio artificial que hoy en Estados Unidos implica pertenecer a una minoría con categoría de víctima.
Otro caso que revela la forma en que se fomenta la victimización de minorías fue lo ocurrido con un grupo de alumnos de un colegio católico en Estados Unidos —Covington Catholic High School— que se encontraban en las afueras del Lincoln Memorial en Washington para una marcha pro vida. Los muchachos, algunos de los cuales usaban gorros pro Trump, se encontraron de pronto con un indígena americano, Nathan Phillips, de sesenta y cuatro años, que integraba otro grupo también congregado en el lugar. Según la interpretación de un video que se filtró a los medios, luego de acercarse a Phillips y rodearlo, los estudiantes se habrían burlado de él con cánticos, lo que fue considerado por la prensa como una expresión de racismo y rápidamente comentaristas de todo el país lanzaron su artillería en contra del «privilegio blanco» de la sociedad estadounidense y el maltrato de este hacia las minorías. Ataques e insultos entre los que se incluyeron histéricos llamados a agresiones físicas, especialmente en contra del joven que aparece en el video frente a Phillips, Nick Sandmann, de dieciséis años, inundaron las redes sociales y los medios de comunicación. Su escuela, en tanto, inmediatamente pidió disculpas a Phillips y anunció una investigación del caso, mientras el obispo de Covington, Roger J. Foys, condenó a los estudiantes. Poco tiempo transcurrió y se publicaron videos más completos sobre lo que realmente había ocurrido mostrando que la realidad era totalmente opuesta a lo que se había informado82. En ellos se veía que era Phillips quien se había acercado primero con actitud provocadora hacia los muchachos tocando su tambor mientras ellos cantaban canciones. La imagen revelaba que los jóvenes no habían respondido ante la hostilidad de Phillips y solo continuaron cantando y sonriendo.
Incluso más, en el mismo lugar y antes del incidente con Phillips, los muchachos habían sido increpados violentamente por un grupo religioso integrado por afroamericanos llamado Black Israelites, quienes los habían llamado «hijos del incesto», amenazándolos con golpizas, cuestión que también habrían hecho con el grupo de nativos americanos que estaban ahí. Los Black Israelites son un grupo con ideas extremas, reconocidos por su antisemitismo, homofobia, racismo e intolerancia, y entre sus creencias está la idea de que los blancos no pertenecen a las tribus originales elegidas por Dios.
La acelerada reacción de los medios estadounidenses ante todo lo ocurrido, fue comentada por Andrew Sullivan en los siguientes términos:
[…] Eran jóvenes de dieciséis años sometidos a ataques racistas verbales por parte de hombres adultos; y luego los niños fueron acusados de ser fanáticos intolerantes. Simplemente es increíble que los mismos progresistas —liberales— que se preocupan por las «microagresiones» de veinteañeros, fueran capaces de ver a jóvenes de dieciséis años absorber la peor basura racista de los fanáticos religiosos [...] y luego expresar el deseo de golpear a los niños en la cara83.
La cobertura mediática del episodio fue tan vergonzosa que The Washington Post se vio obligado a publicar una declaración oficial reconociendo que lo que había reportado era falso e incompleto84. Ello no disuadió a la familia de Sandmann de demandar por 250 millones de dólares al Post bajo el concepto de difamación por los daños causados a la imagen e integridad psicológica de Sandmann. Previsiblemente, la demanda fue celebrada por Donald Trump, quien afirmó que el Post corrió la historia «sin respetar los estándares mínimos de periodismo» para avanzar en la línea de la sesgada campaña de la prensa en su contra85.
El obispo de Covington, por su parte, también se disculpó en una declaración oficial de la Diócesis de Covington, que además aludía a una investigación totalmente independiente sobre el caso, la cual concluía que la reacción de los estudiantes no solo no había tenido nada de inapropiada, sino que había sido «laudatoria»86.
Ahora bien, la pregunta central en el caso Sandmann es la que formula el mismo Sullivan y se refiere a cómo es posible que se haya llegado a ese punto de «grotesca inversión de la verdad» culpando a adolescentes víctimas de ataques racistas de ser ellos los racistas a pesar de toda la evidencia disponible. El problema, dice Sullivan, es que «nuestra prensa dominante ha sido envenenada por el tribalismo»87. Ese tribalismo es el que está destruyendo el ideal de la «cultura de la dignidad», según el cual todos somos moralmente iguales poniendo en cambio el énfasis en diferencias adscritas para, a partir de ellas, establecer nuevas jerarquías morales y sociales potencialmente opresivas.
Identity politics: el nuevo tribalismo
El filósofo de las ciencias Karl Popper, en una de las obras más relevantes de la teoría liberal del siglo XX, afirmó que el tribalismo era la principal amenaza para la sociedad abierta. Por tribalismo Popper se refería a una filosofía que apela a instintos primitivos de querer fusionarnos con grupos más amplios renunciando a nuestra responsabilidad individual88. Se trata, en su extremo, de un retorno al colectivismo del tipo que propusieron doctrinas como el fascismo y el marxismo, según las cuales el individuo no era más que un elemento de un todo, de un organismo mayor con características propias y trascendentes al que debía someterse: la nación, el pueblo, la clase, la raza, etc. Ahora bien, como ha explicado Jonathan Haidt, los seres humanos somos animales ultrasociales, capaces de reunirnos en torno a mitos y hacer sacrificios por comunidades extensas89. En otras palabras, nuestra psicología social y moral, afinada por decenas de miles de años de evolución para garantizar la supervivencia de la especie, es de naturaleza tribal, lo que quiere decir que tiende a buscar la identificación con individuos similares formando grupos que se conciben en oposición a otros. Ya Charles Darwin explicaría que fue precisamente la capacidad de conectar con otros en colectivos unidos por reglas morales de fidelidad, obediencia y simpatía que facilitaban el sacrifico individual por el bien común lo que permitió a unas tribus eliminar a otras: «Un avance en el estándar de moralidad —explicó— y un aumento en el número de hombres bien dotados sin duda dará una ventaja inmensa a una tribu sobre otra» que finalmente terminará «suplantada» siguiendo así la regla general de la historia humana90.
En un sentido moderado, los deportes y la política son buenos ejemplos de nuestra moral tribal. En un sentido extremo, lo son los genocidios y las guerras religiosas. Estos instintos primitivos, sin embargo, pueden mantenerse bajo control desarrollando valores, mitos e instituciones que permiten una amplia cooperación entre grupos y personas totalmente distintos. Históricamente, la narrativa y práctica más efectiva para contener los impulsos tribales que típicamente han conducido a la violencia la ha ofrecido el liberalismo clásico y su fomento del comercio y del capitalismo91. Como doctrina, el liberalismo, que debe mucho al cristianismo y la idea de igualdad moral universal que este predicó92, enfatiza nuestra capacidad de ser responsables en tanto individuos y la dignidad natural de todos, independientemente del color de piel, género y orientación sexual. Estados Unidos sería fundado sobre este mito liberal consagrado en las primeras frases de la Declaración de Independencia redactada por Thomas Jefferson: «Sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». Cuando en este contexto se habla de hombres, por supuesto, se hace referencia a todos los seres humanos, y aunque el mismo Jefferson tenía esclavos y la igualdad efectiva ante la ley tardó en llegar para afroamericanos y mujeres, no cabe ninguna duda de que la adopción del mito liberal en los orígenes de la nación norteamericana puso en marcha el proceso que permitió conseguirla efectivamente93.
No es relevante para los efectos pacificadores del liberalismo la discusión en torno a si el libre albedrío realmente existe desde el punto de vista científico o no, aunque ciertamente el determinismo militante que predican intelectuales materialistas como Yuval Harari, además de discutible, no contribuye a la causa liberal94. Lo crucial es que solo un conjunto de valores comunes en virtud de los cuales se reconoce el carácter individual de la responsabilidad y, por tanto, la igual dignidad de todos los seres humanos, puede contener los efectos más destructivos de los instintos tribales, especialmente en sociedades altamente heterogéneas. El lema «E Pluribus Unum» —de todos uno— que aparece en el escudo de Estados Unidos buscaba precisamente reforzar la idea de la unidad, originalmente de los estados, pero luego de su diversa población en lo que pasó a ser conocido como la teoría del «melting pot». Una ideología y práctica cultural que, por el contrario, enfatiza las diferencias creando antagonismos como vehículo para obtener poder conspira directamente en contra de ese objetivo unificador al activar los aspectos más violentos del cableo tribal de nuestros cerebros. En ese sentido, nada ha hecho más en tiempos recientes por desmantelar la moral liberal y la convivencia pacífica que esta fomenta que las llamadas «identity politics» —políticas identitarias—, asociadas a la cultura del victimismo. Según Oxford Bibliography, el concepto «políticas identitarias» describe «el despliegue de la categoría de identidad como una herramienta para enmarcar afirmaciones políticas, promover ideologías políticas o estimular y orientar la acción social y política, generalmente en un contexto más amplio de desigualdad o injusticia y con el objetivo de afirmar la distinción y pertenencia del grupo y ganar poder y reconocimiento»95. El diccionario Merriam-Webster, en tanto, la define como una «política en la que grupos de personas que tienen una identidad racial, religiosa, étnica, social o cultural particular tienden a promover sus propios intereses o preocupaciones específicas sin tener en cuenta los intereses o preocupaciones de cualquier grupo político más grande»96.
Aunque el origen de las políticas identitarias, según ha sugerido Francis Fukuyama, sea el justo reclamo de reconocimiento que en los 60 expresaron gays, lesbianas y sobre todo afroamericanos97, lo cierto es que estos grupos invocaban principios liberales de igual dignidad para conseguir un trato justo y no privilegios especiales por pertenecer a una determinada raza, género u orientación sexual. Como ha notado el profesor de Columbia Mark Lilla, su motivación última era individualista en el más puro sentido reaganiano de la expresión, no tribal o identitaria98. De hecho, Martin Luther King Jr. invocaría todo el peso moral de la Declaración de Independencia y la Constitución en el que es sin duda el más famoso discurso de la época:
Cuando los arquitectos de nuestra república escribieron las magníficas palabras de la Constitución y la Declaración de Independencia, firmaron una nota promisoria de la que todo estadounidense debía ser heredero. Esta nota era una promesa de que a todos los hombres, sí, a los hombres negros y también a los hombres blancos (Mi Señor), se les garantizarían los derechos inalienables de la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Hoy es obvio que América ha incumplido con este pagaré en lo que respecta a sus ciudadanos de color […] Tengo un sueño de que un día esta nación se levantará y vivirá el verdadero significado de su credo ‘Consideramos que estas verdades son evidentes, que todos los hombres son creados iguales’99.
Martin Luther King Jr. cerraría su discurso «I have a Dream» enfatizando la humanidad común de todos los americanos a pesar de sus diferencias, diciendo que el día en que la libertad uniera a todos, «hombres negros y hombres blancos, judíos y gentiles, protestantes y católicos» podrían unirse y cantar «¡Al fin libre!».
Mucho antes de que Martin Luther King Jr., Frederick Douglass, afroamericano héroe del movimiento abolicionista y él mismo un esclavo emancipado, había reivindicado el proyecto liberal americano en su famoso discurso sobre el significado del 4 de julio para los esclavos dado en 1852 frente a la Rochester Ladies’ Anti-Slavery Society: «¿Qué tengo que ver yo, o los que represento, con su independencia nacional? ¿Los grandes principios de libertad política y de justicia natural, encarnados en esa Declaración de Independencia, nos son extendidos?», se preguntaba con justicia Douglass, para luego concluir: «Lo digo con un triste sentido de la disparidad entre nosotros […] su alta independencia solo revela la inconmensurable distancia entre nosotros. Las bendiciones en que ustedes, este día, se regocijan, no se disfrutan en común. La rica herencia de justicia, libertad, prosperidad e independencia, legada por sus padres, es compartida por ustedes, no por mí»100. Y más adelante, Douglass afirmaba que la Constitución americana era «¡Un documento de libertad glorioso!». «Lee su preámbulo, considera sus propósitos. ¿Está la esclavitud entre ellos? ¿Está en la entrada? ¿O está en el templo? No está ni en uno ni en el otro» concluyó.
Lo que Douglass como King defendían, entonces, era precisamente coherencia con los principios liberales fundantes del orden social liberal americano y no la idea de que esos principios y sus documentos más emblemáticos como la Declaración de Independencia y la Constitución fueran expresiones de una cultura opresiva. Todo esto se ha invertido en los tiempos actuales. Cuando la empresa Nike, con motivo de la conmemoración del 4 de julio en 2019, lanzó al mercado un par de zapatillas con la bandera original de las trece colonias, conocida como Betsy Ross Flag, bastó la queja de un atleta de la NFL, Colin Kaepernick, el mismo que causó escándalo por negarse a ponerse de pie para cantar el himno americano, para que Nike cancelara la distribución de toda la producción. De este modo, lo que siempre fue considerado con justicia un símbolo de libertad se vio transformado en uno de esclavitud y opresión a pesar de que fue precisamente gracias al espíritu libertario que inspiró la independencia americana que la esclavitud dejó de existir en Estados Unidos y en todo occidente. Con su denuncia, Kaepernick implicó que todo lo que representa Estados Unidos, especialmente en esa época, es inmoral y motivo de vergüenza.
El caso de Nike con Betsy Ross Flag, entre muchos otros, da cuenta de que el proyecto de Martin Luther King Jr., Douglass y quienes luchan por la unión de todos en torno a valores en lugar de separar por identidades ha degenerado en uno altamente tribal incompatible con el programa liberal. Y es que, como hemos dicho, lejos de unir, la doctrina de las políticas identitarias busca articular a todos los grupos que se sienten en algún sentido marginados, como dice Haidt, «en contra del hombre blanco heterosexual el que es visto como el opresor universal»101. Y el alimento de este tipo de ideología, añade Haidt, es el odio, que consigue galvanizar y movilizar a estos grupos en función de este enemigo común.
Este odio cultivado especialmente en las universidades, como hemos visto, ha infectado al resto de la sociedad americana y ciertamente, aunque en menor medida, la de otros países occidentales. En el mundo de la política, el caso del Partido Demócrata da cuenta de hasta qué punto el espíritu liberal ha sido reemplazado por el tribal. En palabras de Lilla, un liberal de izquierda preocupado por la radicalización de su sector, «no puede haber una política liberal sin un sentido del nosotros […] sin una visión de un destino común basado en algo que todos los americanos compartan»102. Según Lilla, ese fue el error estratégico de Hillary Clinton, quien por haber hablado a grupos específicos —mujeres, LGTB, afroamericanos, latinos— excluyó a la clase obrera blanca que votó masivamente por Donald Trump103. Más aún, Clinton literalmente trató de «deplorables» que podían ser arrojados a un canasto de la basura a buena parte del electorado de Trump104.
Pero los efectos de las políticas identitarias no se reducen a la radicalización de una izquierda política castigada por el electorado y a una simple pérdida de sentido común y tolerancia en los campus universitarios. El riesgo de que el discurso emanado de estas esferas lleve a una politización de la sociedad en el sentido que Carl Schmitt daría a la expresión no debe ser subestimado. Para Schmitt, quien se convertiría en el jurista predilecto del nacionalsocialismo en Alemania, así como el elemento diferenciador de la moral es la distinción entre bueno y malo, en economía lo útil y lo inútil y en la belleza lo bello y feo, la característica específica de la política es la distinción amigo-enemigo105.
Si bien Schmitt afirmó que el enemigo no tenía por qué ser necesariamente malo, pues simplemente se configuraba por un otro con el que eventualmente se entraría en conflicto violento por la negación existencial que este implica para lo propio, él mismo reconoció que psicológicamente suele presentársele como tal. En ese contexto, no es del todo exagerado decir que las políticas identitarias actuales, con su lógica tribalista, contribuyen a politizar la sociedad en un sentido schmitteano. Lo cierto es que cuando Haidt y Lukianoff observan que el tipo de políticas identitarias que se dan hoy en día en las universidades —proveniente sobre todo de la izquierda— fue el mismo que utilizaron los nazis para conseguir sus objetivos, están más en lo correcto de lo que se imaginan106. Esto es especialmente notorio al constatar que conceptos históricamente neutrales desde el punto de vista político han sido tomados por el marco discursivo de las políticas identitarias, cargándolos de contenido polémico. Según Schmitt, esto es esencial en la distinción amigo-enemigo:
Todos los conceptos, ideas y palabras políticos poseen un sentido polémico; tienen a la vista una rivalidad concreta; están ligados a una situación concreta cuya última consecuencia es un agrupamiento del tipo amigo-enemigo (que se manifiesta en la guerra o en la revolución); y se convierten en abstracciones vacías y fantasmagóricas cuando esta situación desaparece107.




