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De ahí que se desplegará un diálogo entre el mundo del mito, los cuentos populares infantiles y el ámbito de la ciencia, con la intención de que se aproximen y converjan.
¿Cuál es el objetivo? Obligarnos a agudizar nuestra mirada sobre un tema cargado de magnetismo, por lo enigmático y lo irresuelto de las argumentaciones lógicas, también debido al incremento de casos detectados en los últimos años.1
En los orígenes
Las historias míticas siempre son fundadoras.
CALASSO (1990: 162)
Las historias
Uta Frith (1991), al tratar de responder desde cuándo existe el autismo, señala que si se leen con detenimiento algunos cuentos tradicionales infantiles pueden encontrarse en ellos indicios de que desde hace mucho tiempo existirían personas autistas. Frith basa su suposición en el hecho de que los cuentos de hadas –entre otros– son relatos elaborados para otorgar un sentido a las experiencias de la vida; por lo tanto, la presencia de personajes con serias dificultades para establecer relaciones sociales sugiere que en la vida real hubo casos en los que se inspiraron tales cuentos.
Resulta prototípico el caso de La bella durmiente del bosque, que a mediados de 1600 recoge el napolitano G. Basile de la voz popular. Este relato describe a una joven cuyo sueño, como consecuencia de la ingesta de un tóxico, es tan profundo que no se despierta ni cuando un noble la deja embarazada ni durante el parto en el que nacen sus gemelos. Recién cuando el bebé succiona de su dedo ella vuelve a la vida normal.
Más adelante, Perrault da una forma menos cruel a la misma historia, hasta que recién en el siglo XIX, con la pluma de los hermanos Grimm, se convierte en un cuento para niños. El aislamiento social de la joven protagonista aparece remarcado por el hecho de que toda su familia y la servidumbre permanecen dormidos por la misma causa durante más de cien años.
También ciertos textos sagrados, y los que luego se inspiraron en ellos, explican de generación en generación rasgos o modos de ser de personas que podrían vincularse con el autismo. En particular, el término golem fue utilizado para hablar de ciertas conductas autistas.
La palabra
La palabra golem ha sido tomada por el yiddish de las enseñanzas de la Mishná. Este cuerpo exegético de leyes, que recoge y consolida la tradición oral judía desarrollada durante siglos desde los tiempos de la Torá, la usaba para referirse a la persona carente de capacidad intelectual y espiritual.
En el siglo XII, Maimónides, en su comentario de la Mishná, señala que
El golem es una persona que posee virtudes de conducta y de lógica, pero que no están completas ni ordenadas apropiadamente. Son confusas y desordenadas, y levemente defectuosas. Por ello se lo denomina golem, ya que se asemeja a una vasija hecha por un artesano que tiene la forma de una vasija, pero aún necesita ser completada y perfeccionada (prólogo a Meyrink, 2003).
¿Qué tenemos, entonces? La idea de un hombre que debe ser elaborado para alcanzar su integridad. Un ser humano que no llega “pulido” a este mundo, un ser humano en estado incompleto o primordial.
Ya en el Renacimiento, la leyenda del Golem cuenta que un rabino de esa época había creado según las fórmulas de la cábala un hombre artificial que llevaba una existencia casi maquinal, sin pensamientos, con la intención de que hiciera tañer las campanas de su sinagoga cuando divisaba cerca al enemigo. Tal hombre, merced a un pergamino mágico que el rabino colocaba entre sus dientes y en el que se leía el término hiyyut (“vitalidad” o “vida”), podía experimentar todas las cualidades humanas. En cambio, en el instante mismo en que el pergamino le era retirado de su boca, se convertía en una figura de arcilla.
Es justamente esta versión la que inspira en 1915 a Gustav Meyrink, quien la toma para escribir su célebre obra El Golem.
La novela
En El Golem, Meyrink personifica a su protagonista principal avanzando sobre lo individual. Para ello construye una introspectiva subjetiva basada en la forma en la que el Golem se expresa acerca de sí mismo a partir de sus vivencias, en combinación con las impresiones que causa en los otros.
Las citas textuales que siguen permiten reconocer las perspectivas referidas (véase Meyrink, 2003).
De cómo el Golem se expresa acerca de sí mismo
Mi piel, mis músculos, mi cuerpo recordaron de pronto, sin que mi cerebro lo advirtiera. Comenzaron a hacer movimientos que yo no deseaba ni preveía, como si mis miembros hubieran dejado de pertenecerme (Meyrink, 2003: 30).
Las ideas se perseguían en mi mente hasta el punto de que yo mismo apenas comprendía lo que decía mi boca: ideas fantásticas que se desintegraban apenas nacían (ibíd.: 82).
Desde hace tiempo una angustia sorda me corroía: la sospecha de que me hubiesen quitado algo y de que yo hubiera recorrido una larga etapa de mi vida al borde de un precipicio, como sonámbulo. Pero jamás había llegado a descubrir su origen (ibíd.: 54).
Pero estos pensamientos no pudieron expresarse en palabras (ibíd.: 56).
Nadie me respondió, pero sentí que algo así como una angustia inconsciente nos ataba la lengua (ibíd.: 58).
Se me escaparon las primeras palabras [...]; todo lo que sé es que tenía la impresión de perder lentamente la sangre. Me sentía cada vez más helado, cada vez más paralizado, como en el momento en que había estado convertido en rostro de madera (ibíd.: 60-61).
Es el terror que se engendra en sí mismo, el horror paralizante del no ser inasible que no tiene forma y roe las fronteras de nuestro pensamiento (ibíd.: 126).
Como alguien que se encontraba de pronto transportado a un desierto de arenas infinitas, de golpe cobré conciencia de la soledad profunda, gigantesca, que me separaba de mis semejantes (ibíd.: 79).
De cómo lo describen y cuál es la impresión que causa en las personas
El viejo criado me devuelve el sombrero y me dice: –Oigo su voz como si proviniera de las profundidades de la tierra (Meyrink, 2003: 29).
Era una voz. Una voz que quería de mí algo que yo no captaba, por grandes que fuesen mis esfuerzos [...]. Pero la voz que pronunciaba esas palabras estaba muerta, no tenía resonancia [...]; no tenía ecos [...]; hace tiempo, mucho tiempo que se ha desvanecido y disipado (ibíd.: 29).
Ya sabía cómo era el extraño [...] pero su imagen, la que yo había visto frente a mí, seguía sin poder representármela [...]. Es como un negativo, un molde hueco e invisible, cuyas líneas no puedo distinguir, en el que debo deslizarme si mi propio yo quiere tomar conciencia de su forma y de su expresión (ibíd.: 31; las itálicas son del autor).
Desde que cerró la ventana, nadie ha vuelto a decir palabra (ibíd.: 46).
Un poco más tarde parecía más calmado, pero bruscamente le volvía una inquietud insensata, y se ponía a correr en todas direcciones, se acumulaban en un rincón (ibíd.: 54).
El análisis de las referencias textuales nos permite aventurarnos a establecer las siguientes relaciones.
El Golem según el GolemEl Golem según los demás“Mi piel, mis músculos, mi cuerpo recordaron de pronto, sin que mi cerebro lo advirtiera. Comenzaron a hacer movimientos que yo no deseaba ni preveía, como si mis miembros hubieran dejado de pertenecerme.”“Un poco más tarde parecía más calmado, pero bruscamente le volvía una inquietud insensata, y se ponía a correr en todas direcciones.”“Las ideas se perseguían en mi mente hasta el punto de que yo mismo apenas comprendía lo que decía mi boca: ideas fantásticas que se desintegraban apenas nacían.”“Ya sabía cómo era el extraño [...] pero su imagen, la que yo había visto frente a mí, seguía sin poder representármela [...]. Es como un negativo, un molde hueco e invisible, cuyas líneas no puedo distinguir, en el que debo deslizarme si mi propio yo quiere tomar conciencia de su forma y de su expresión.”“Como alguien que se encontraba de pronto transportado a un desierto de arenas infinitas, de golpe cobré conciencia de la soledad profunda, gigantesca, que me separaba de mis semejantes.”“Era una voz. Una voz que quería de mí algo que yo no captaba, por grandes que fuesen mis esfuerzos [...]. Pero la voz que pronunciaba esas palabras estaba muerta, no tenía resonancia [...], no tenía ecos... hace tiempo, mucho tiempo que se ha desvanecido y disipado.”“Pero estos pensamientos no pudieron expresarse en palabras.”“El viejo criado me devuelve el sombrero y me dice: –Oigo su voz como si proviniera de las profundidades de la tierra.”En suma, esta es la manera en que Meyrink, en su conmovedor relato, expresa cómo vivencia el Golem su cuerpo, sus pensamientos y sus intercambios con las personas, y cómo esas escenas se despliegan en el campo intersubjetivo:2 vinculadas a significaciones anudadas a la invisibilidad, a una imagen vacía difícil de representar, a señales complicadas de captar. A una representación corporal desvitalizada, maquinizada. A la soledad.
El arte del Golem
Para algunos artistas, el imaginario del Golem es una fuente fértil de inspiración. El escultor alemán Rudolf Belling creó una obra cuya apariencia física es la de un hombre artificial que irradia extrañeza, un sentido de urgencias primitivas, cierta mecanización de los movimientos y comportamientos, como asimismo el potencial de emociones humanas. Por otra parte, Haron Goldeman, escultor y diseñador, se concentró en trasmitir la falta de comprensión que revela el rostro de un Golem, un sentido de dolor, especialmente en los ojos. Jennings Tonel también resaltó el tema de los ojos en sus dibujos: son grandes, de aspecto opaco y al mismo tiempo infantil; de mirada abierta, fija en el vacío. Destacó además unos labios congelados en una expresión que sonríe a la nada y que parece estar al borde de las lágrimas.
El Golem como antecedente de cuentos populares infantiles
El mito del golem también aparece mencionado en obras literarias que luego serían reconocidas como cuentos populares infantiles, tales los casos de Frankenstein, Aventuras de Pinocho y El pequeño soldadito de plomo.
Podríamos citar muchísimos ejemplos más; sin embargo, tanto en la literatura como en el campo general del arte, el Golem se encuentra presente en personajes que recrean el nacimiento del ser humano a partir de infundir vida a un trozo de materia inanimada.
Con la intención de señalar el momento preciso en que el hombre fue capaz de superar las limitaciones del pensamiento mítico para referirse al autismo, se incluyen a continuación diferentes especulaciones teóricas que intentan explicar sus causas y rasgos propios.
La “atrincherada” soledad de Leo Kanner
Podemos decir que hemos cruzado el umbral del mito solo cuando advertimos una repentina coherencia entre incompatibles.
CALASSO (1990: 88)
El mito de la soledad del autista viene de la mano de Leo Kanner (1992). Este psiquiatra austríaco con residencia en Estados Unidos aisló y describió el autismo como una entidad nosológica con criterios diferenciales en relación con la esquizofrenia. Para él, el autista no es como el esquizofrénico, un sujeto que se retira del mundo, sino más bien un sujeto que no llega a entrar en él. Desde su perspectiva, es observable entre los 12 y 18 meses de vida, momento en que se produce una detención –a la vez que un retraimiento a momentos anteriores del desarrollo– de ciertos procesos vinculados a la experiencia interactiva: compartir la atención, la afectividad y los deseos.
En 1943 Kanner publica un artículo en la revista Nervous Child titulado “Las alteraciones autistas del contacto afectivo”. Allí relata once casos de niños a los que tuvo ocasión de tratar. Los sigue con notable precisión en sus descripciones clínicas y pone en circulación un segundo trabajo sobre ellos, en el que no se muestra demasiado optimista ni se refiere a progresos concretos después del informe original. En uno de sus relatos distingue la especificidad de uno de sus pacientes de esta manera:
Iba de un lado a otro sonriendo, haciendo movimientos estereotipados con los dedos, cruzándolos en el aire. Movía la cabeza de lado a lado mientras susurraba o salmodiaba el mismo soniquete de tres tonos. Hacía girar con enorme placer cualquier cosa que se prestara a girar. Cuando le metían en una habitación, ignoraba completamente a las personas y al instante se iba por los objetos, sobre todo aquellos que se podían hacer girar [...]. Empujaba muy enfadado la mano que se interponía en su camino o el pie que pisaba uno de sus bloques (Kanner, [1943] 1983: 3-5).
En otros casos, cuando se refiere a los niños autistas, dice que son extraños pequeños que tienen en común peculiaridades fascinantes: pueden hacer rompecabezas de muchísimas piezas en poco tiempo, recuerdan de memoria recorridos que realizaron en auto o a pie, horarios de programas de TV, repiten una y otra vez diálogos de personajes de películas. A ello se agrega que parecen vivir en un mundo aparte, no comprenden las ironías y realizan con el cuerpo movimientos poco coordinados. También destaca que en todos los casos verdaderos de autismo se encuentran las siguientes características: el deseo obsesivo de preservar la invariancia y los islotes de capacidad. La primera sugiere varios factores al mismo tiempo: pautas repetitivas, rígidas, limitadas a sus propósitos. La segunda, conocimientos o habilidades superiores a las esperadas para su edad, generalmente relacionadas con la memoria mecánica y con destrezas espaciales o de construcción. De todas maneras, en sentido estricto, lo que hace a los rasgos centrales del cuadro son la atrincherada soledad y la incapacidad de mantener relaciones afectivas normales con las personas.
Ahora bien, reparemos en la cuestión de la soledad. Kanner considera la existencia en el niño, desde el principio, de una extrema y profunda soledad autista que domina toda su conducta y que es causa de que –siempre que le sea posible– desatienda, ignore y excluya todo lo que le venga de afuera. Podríamos decir que acuerda con que estas conductas se desencadenan debido a una incapacidad innata para desarrollar el contacto afectivo normal con las personas. Sin embargo, también observa en todos los casos de autismo la presencia de padres intelectuales y fríos afectivamente. Esta posición, en las primeras décadas del siglo XX, mediada por las teorías de los psicoanalistas influyentes de ese momento, conlleva la idea de que hay un trastorno provocado por la incapacidad de los padres de lograr una relación afectiva adecuada durante el período de crianza entre el hijo y ellos. Aun así, Kanner considera que las psicoterapias no son eficaces y que el único tratamiento posible es el educativo.
En síntesis, es posible advertir que la soledad del niño autista, según la perspectiva de Kanner, evoca una especie de muro impuesto principalmente por elementos innatos. Un muro que se levanta para impedir que se den las amarras emocionales con los objetos y personas del mundo exterior; que alberga a un sujeto que no puede compartir focos de atención, tampoco los motivos de sus afectos, ni sus deseos. Por esta razón, el motivo de la soledad recala en el corazón de las interacciones que promueven los vínculos humanos, y por el momento nada indica que incluya un terreno vivencial compartido.
Por lo tanto, si profundizamos en la lógica que nos propone Kanner, distinguiremos dos cuestiones fundamentales para comprender la esencia, tanto del caso de la soledad como del autismo mismo. Una es el punto en el que confluyen las descripciones que realiza del niño autista y sus padres: ambos se muestran distantes afectivamente. La relación que articula ambas descripciones nos introduce en la segunda cuestión, de la que podríamos decir que las ideas del autor no reflejan con precisión si el niño es vulnerable a desarrollar el autismo porque sus primeras experiencias afectivas son, en su mayor parte, producto de padres que se muestran distantes afectivamente con él, o si su autismo se trata más bien de una cuestión de herencia genética, y por eso el niño asume conductas semejantes a las de sus padres.
Entonces, la hipótesis de base que el autor propone sitúa una herencia de soledad que levanta una muralla infranqueable (por la inmutabilidad de lo genético). Y resulta todavía más importante subrayar que la soledad abarca un terreno vivencial más amplio, ya que incluye la soledad de los padres (transmitida genéticamente).
Pero avancemos un poco más sobre estas ideas. Cabe observar que, aun cuando padres e hijo se muestren recíprocamente distantes en lo afectivo, Kanner no considera las huellas de tanta indiferencia. En este sentido, podríamos presumir que la esencia de la soledad que Kanner atribuye al niño autista es compartida con la de sus padres cuando se supone que las acciones que ambos llevan a cabo no tienen una consecuencia en la conducta que el otro asume. En este punto, se puede advertir que las huellas teóricas que el autor deja tras sí parecen revelar que padres e hijo, recíprocamente, se sienten invisibles a los ojos del otro. Y que ese podría ser el motivo de su soledad.
El psicoanálisis y la soledad del autista
La palabra autista o autismo proviene del griego autos,
que significa “sí mismo”.
Es la isla que nadie habita, el lugar de la obsesión circular, del que no hay salida. Todo ostenta la muerte.
Es un lugar del alma.
CALASSO (1990: 23)
Muchos autores abordan el tema del autismo desde un enfoque psicoanalítico. Sin embargo, en este recorrido parcial e introductorio solo revisaremos aquellos que dejaron las primeras huellas sobre las cuales podemos explorar nuevas peculiaridades del mito de la “atrincherada soledad del autista” descrito por Kanner.
Comencemos con Donald Meltzer (1975), quien concibe la patología como una enfermedad mental provocada por factores biológicos, “intrínsecos del niño”. De todas maneras, plantea que, producto de un inadecuado vínculo con su madre, el niño desencadena una serie de fenómenos defensivos para protegerse de la angustia que esto le provoca. Cuando se refiere a los fenómenos defensivos apela al concepto de desmantelamiento.
El desmantelamiento significa la paralización de la vida mental, es una inhibición del pensamiento y de su cualidad significativa, que reduce las experiencias sensoriales al nivel de hechos neurofisiológicos o simples eventos desconectados entre sí y quitándoles significado.
Por esta causa, es posible advertir que Meltzer atribuye un funcionamiento de la mente autista semejante al que describe Meyrink a través de la voz del personaje central de su novela. Reparemos en ello releyendo ciertas citas de la obra.
Mi piel, mis músculos, mi cuerpo recordaron de pronto, sin que mi cerebro lo advirtiera. Comenzaron a hacer movimientos que yo no deseaba ni preveía, como si mis miembros hubieran dejado de pertenecerme (Meyrink, 2003: 30).
Las ideas se perseguían en mi mente hasta el punto de que yo mismo apenas comprendía lo que decía mi boca: ideas fantásticas que se desintegraban apenas nacían (ibíd.: 82).
Por otra parte, las ideas de Meltzer coinciden con las de Tustin (1994), quien también hace referencia a fenómenos defensivos para explicar el aislamiento del niño autista. En contraste con el desmantelamiento, la autora propone el concepto de encapsulamiento. Su punto de vista es que los niños recurren a reacciones de evitación3 y congelamiento psíquico, y así se aíslan a sí mismos en una cápsula autística para protegerse contra intercambios inadecuados con la madre. A ello se suma que “los niños autistas son ‘desafortunados niños’ que por esconder en su interior unas heridas permanentes e intensamente dolorosas y sensibles, se acorazan con una armadura casi infranqueable que les permite escudarse del intolerable, hostil e intrusivo mundo de los estímulos” (1993: 117).
¿No es este, acaso, el escenario que plantea Meyrink en su novela? Recordemos cómo, en El Golem, hace hablar a su protagonista:
Es el terror que se engendra en sí mismo, el horror paralizante del no ser inasible que no tiene forma y roe las fronteras de nuestro pensamiento (Meyrink, 2003: 126).
También, cuando Tustin se refiere a los niños “autistas encapsulados” o con “cascarón”, y repara en lo que los padres dicen de ellos señalando que están metidos como en un cascarón y que pareciera que no pueden escucharlos ni verlos, podemos reconocer las impresiones que causa el mitológico personaje Golem en los demás:
Ya sabía cómo era el extraño [...] pero su imagen, la que yo había visto frente a mí, seguía sin poder representármela [...]. Es como un negativo, un molde hueco e invisible, cuyas líneas no puedo distinguir, en el que debo deslizarme si mi propio yo quiere tomar conciencia de su forma y de su expresión (Meyrink, 2003: 31).
Como elementos de aislamiento la autora denomina figuras autistas a las sensaciones corporales que son exclusivamente táctiles (por ejemplo movimientos de la lengua), y objetos autistas a un cochecito duro, un retazo de tela, entre otros. Ambos elementos cumplen con mantener a los pequeños autistas en su encierro.
Desde otro punto de vista, Bruno Bettelheim (1967), un psicoanalista influyente en el campo del autismo, describe los motivos del aislamiento autista, de su soledad. Plantea que el autismo infantil nace del convencimiento original de que el ser humano no puede hacer nada respecto de un mundo que ofrece ciertas satisfacciones, pero no las deseadas. Como consecuencia, se retira a la posición autista.
En detalle, las razones por las que no se establece la comunicación con el exterior pueden ser varias. Enfatiza el hecho de que, cuando ciertos aspectos de la realidad son demasiado frustrantes, es posible que el sujeto no responda a ellos, o que le provoquen la creación de defensas o sustituciones más gratificantes a través de la imaginación. Pero, cuando la realidad se torna extremadamente destructora, el sujeto abandona sus intentos de probar. A partir de ese momento, el aparato mental solo se utiliza con el objetivo de proteger la vida, de un modo que excluye acciones respecto de la realidad exterior. Detrás de todo está la convicción de que no es posible evitar una respuesta que resultaría insoportable.
Bettelheim describe la desconexión que caracteriza al autista como un muro que está rodeando un vacío –habla de fortaleza vacía y de defensa–, de manera que cuando alguien trata de quebrar ese muro se desencadena la defensa del aislamiento. Se trata, en rigor, del mismo aislamiento que propone Tustin a través del concepto de encapsulamiento, y Meltzer con la noción de desmantelamiento: en todos los casos, el niño autista se refugia de su angustia bloqueando la entrada y la salida de experiencias de intercambio.
¿Qué tenemos entonces? Una certeza: la reciprocidad es el atributo esencial en esta nueva mirada de la soledad del autista, aunque no es bidireccional. Ocurre que las acciones de la madre logran efectos en el niño, pero lo que no se profundiza es el otro componente de la relación, que son las consecuencias que ocasionan en la conducta de los padres las peculiaridades propias de un niño con conductas autistas.
Por lo tanto, las contribuciones teóricas que dejan tras sí los primeros psicoanalistas que estudiaron el autismo parecen revelar que los padres no resultan invisibles a los ojos del hijo, hecho que el niño pone en evidencia cuando, al no encontrar las respuestas que necesita de sus padres, intenta por diferentes medios quedarse profundamente solo.