- -
- 100%
- +
– ¿Tiene usted algún interés especial en algo que yo tengo?
– Apreciamos su ciencia y lo hemos seguido con asombro, respondió el diplomático cortésmente, si bien usted tiene la virtud de hacer monografías de sus descubrimientos. Nos interesaría saber lo que no se escribe.
¿Algo como qué?
– Las ideas de su colega Newmann.
– ¡Eran tan elementales! La réplica caía de madura y Malcon Brussetti, aprovechó para recrearse con un papel de mercader libanés.
– Entiendo, pero esas ideas las sabe tan sólo él... y su secretísimo ordenador.
– Estamos al tanto. Pero los ordenadores suelen hablar...
– ¡Así que están al tanto!... ponderó Malcon mentalmente con la frialdad de un témpano, confirmando su presunción de que un soplón se había infiltrado dentro de casa, pero ese tema lo trataría en el momento oportuno, ahora, debía proseguir con el “negocio”.
– Sin embargo “cuesta mucho” obligarlo a decir lo que no quiere. Respondió poniendo cara de conspirador, sintiéndose un amante de la patria, que inserta divisas en sus arcas a costa de los incautos rusitos que enviaron a saquearla.
Estaban caminando despacio por la orilla del lago uno junto al otro sin mirarse, el césped perfecto y la brisa que rizaba las aguas ayudaban a mantener una calma que no sería posible lograr en una habitación cerrada.
– Quizás quinientos mil ayuden...
Murmuró reservadamente el ruso, jugando descaradamente los ases.
– ¡Quién sabe! Creo que ese ordenador necesita varios dígitos para empezar a bostezar...
El agente sonrió levemente con aires de mundo, quizás por la ocurrencia, quizá porque el negocio empezaba a concretarse.
Puso su pie izquierdo sobre un tocón, y apoyando la barbilla en su mano, dio una profunda pitada a su cigarrillo mirando al rizado lago y, como era su costumbre, las palabras salieron entre una nube de humo azulado.
– Se refiere Ud. a... ¿Un millón? ¿Hablaría ese afónico ordenador por un millón de dólares libres de polvo y paja?
– ¡Por esa cifra ni siquiera parpadea! Respondió el científico con la indiferencia de quienes están conversando pamplinas, dejando a su interlocutor pasmado ante la impavidez con que asumía el trato, y agregó, como la cosa más natural del mundo: Pero posiblemente por cien me contaría sus secretos.
– ¡Cien millones! Replicó el ruso girando la cabeza, alarmado por el inesperado ajuste de la cifra. Suponía que sus arcas no tendría acceso a esos montos, pero a su vez, tenía instrucciones tajantes de lograr esa información “cueste lo que cueste”; y musitó con refinamiento, con ese tono de solvencia que delata a los que no manejan dinero propio y a los impostores: – ¿Está usted seguro que hablará por cien millones?
– ¡En absoluto! Pero valdría la pena preguntarle. Respondió Malcon Brussetti tomando las riendas del “negocio” con las dos manos.
Capítulo 5. Waterton Lakes
Las miradas de ambos se clavaron por unos instantes en una despampanante rubia con ojos tan claros que parecían huecos, como si de dos trozos de azulado hielo incrustados en las órbitas se tratase. Había permanecido sentada sobre un tronco a unos cincuenta metros, y en esos instantes cruzó solitaria y ausente frente a ellos con un vaso de cuba libre en la mano, enfundada en una ropa negra elastizada y sin brillo que delineaba sus primorosos contornos. Se abrigaba con un holgado sacón de zorro ártico que usaba como capa, y sin siquiera mirarlos se acuclilló sobre el césped plegando su cuerpo hasta apoyar la barbilla en las rodillas.
Un arsenal electrónico oculto bajo el abrigo de piel había captado cada palabra que se decía, y una microcámara filmaba todos los detalles. El ruso, desatendiendo la visión de esa belleza glacial, giró la cabeza bruscamente hacia Malcon, tiró el cigarrillo al suelo y apagándolo con la punta del zapato, lo miró fijamente, preguntándole, con inflexión de resquemor y regateo: – ¿Cree Ud. que valdrá tanto dinero esa mercancía?
– ¿Quién puede saberlo? Todo lo que es original suele traer oro y escoria. El precio de los conocimientos es invalorable y más, cuando escasean. Se convierten en rarísimas gemas. Un plan tentativo de investigación propia puede costar mucho más que eso tan sólo en equipamientos, y sin garantía de resultados durante muchos años.
– ¿Y si hablamos de cincuenta millones...?
– Por ese monto no arriesgo mi pellejo ni que estuviese loco. ¡Menos de cien ni hablar!
– No me deja más alternativa que aceptar su precio. Respondió el diplomático con una mueca de capitulación. Usted hubiese sido un eximio negociador, amigo Malcon.
– Tal vez, respondió sintiéndose un héroe clandestino. Vendería a buen precio un enigma, pero con el sello personal de Malcon Brussetti. ¡Sólo así valdría cien millones de dólares!
Cien millones de dólares... Sonaron a sus oídos con vibraciones peligrosas y quiso desarraigar el peligro de cuajo. Recordó que el dinero azucarado vuelve imprudentes a los hombres. Prepararía la operación perfecta sin dejar un sólo cabo suelto, y jamás sería ni siquiera un maldito sospechoso.
– Pretendo dos millones en efectivo, en billetes usados de cien y cincuenta dólares en el instante de la entrega de la información, sin numeración corrida, sin defectos ni marcas visibles o invisibles y sin ningún rastreador. Los restantes, en una cuenta cifrada a mi disposición en el Swiss Bank Corporation de Zurich, en Títulos del Tesoro de los Estados Unidos al portador.
– Todo puede arreglarse, pero dos millones en efectivo será un paquete muy abultado, estimó el diplomático imaginándose el embalaje... Serían veinte kilos exactos de dólares en fajos de 100, le dijo el ruso, y si Ud. prefiere con menor denominación, puede triplicarse el peso. ¿No prefiere los dos millones también en Títulos? Serían unas cuantas láminas muy manejables.
– Prefiero el dinero efectivo. Se puede reducir el tamaño del envoltorio colocando menos paquetes de cincuenta y más de cien. Un bolso militar tipo marinero de lona impermeable es un envase adecuado. No quiero maletines de lujo y mucho menos la más mínima insinuación de espionaje electrónico... ni de ningún otro tipo. Recibiré el dinero en el momento de entregar el encargo, lo verificaré, y posteriormente, cuando ustedes me depositen los Títulos al portador, les daré la clave para el acceso al archivo. Esas son mis condiciones.
– Cuando deje de trabajar en ese laboratorio lo quiero en mi equipo. Exclamó el ruso por lo bajo, en tono de alabanza. Es usted un auténtico topo.
– ¿Topo? Preguntó simulando no entender ese lenguaje del hermético submundo que entrelaza el espionaje con la diplomacia internacional.
– Sabe esconderse. Replicó el ruso que decía llamarse Leonid Alexei Gorki.
Dos confabulados se saludaron y el fuerte apretón de manos, con un mohín de triunfo en sus semblantes, selló el trato.
La rubia con ojos de hielo, seguía lánguidamente sorbiendo cuba libre, con su mirada glacial perdida en las glaciales aguas del lago.
Capítulo 6. New York
Desde ese apretón de manos habían transcurrido más de ciento veinte días...
Una llamada llegó a las secretas oficinas de Leonid Alexei, emitida desde un teléfono público de Bergenfiel, Atlanta, por un científico que tan sólo dijo:
– Operación confirmada, convalidar punto de contacto.
– Iniciamos trámite: Lugar de contacto: estacionamiento del Polytechnic Institute of N.Y., Jueves próximo a las 18:00 horas. Confirmar procedimiento por esta misma vía en 24 horas.
Y cortaron la comunicación.
Todo muy profesional para ser la primera vez que se movía entre las bambalinas de la intriga. El Dr. Malcon se veía a sí mismo como un héroe escarmentando a los rusitos que metían sus narices en los secretos americanos. Se consideraba lo que podría decirse “un patriota encubierto”.
Al día siguiente volvió a llamar a las oficinas de los rusos, que ciertamente estarían encuevadas en la Embassy, y otra vez Leonid Alexei lo atendió con sus réplicas esquemáticas: – Todo concretado. Lugar y hora confirmada.
Y cortó el teléfono sin conceder ni siquiera un saludo de despedida.
Esa forma de desenvolverse tan competente, garantizaba a Malcon que no se trataba de aprendices que se embarran los zapatos en el primer charco, sino de auténticos profesionales.
Veinte minutos antes de la hora señalada, un Buick bronceado íntegramente blindado con kevlar, de apariencia standard, pero con múltiples reformas que lo hacían apto para las 24 horas de Le Mans, se aparcó en la playa del Polytechnic Institute of N.Y. con un par de sujetos que ocultaban sus pensamientos detrás de lentes oscuros. Mantenían unos libros bajo el brazo y departían con aires de catedráticos.
La mejor forma de esconder un elefante, solía decir Leonid Alexei, es en medio de una manada de elefantes.
Ninguno de los dos sospechaba que estaban metidos dentro de su último par de zapatos.
Unos minutos antes de las seis de la tarde llegó el Dr. Malcon y, desorientado ante la desmedida cantidad de vehículos estacionados, intentó encontrar a los rusos lo antes posible. En la gaveta de su automóvil, un simple rectángulo negro con las siglas SSD, atesoraba información excepcional, que escocía más que las hormigas de fuego africanas.
En ese momento tuvo conciencia de que, tanto lo que estaba haciendo como los disparates que había incluido en el informe, podían escaparse más allá del control humano en atolladeros de una escala apocalíptica… Pero ese sería un dilema de los rusos, y la supuesta anomalía sería imputable a un científico descabellado llamado Werner Newmann.
Un hombre cruzó trotando frente al vehículo de una forma temeraria. Malcon clavó los frenos deteniendo en seco su automóvil. El “estudiante”, un tipo robusto de mirada siniestra que rondaba los treinta años, algo desgreñado y con una cicatriz que le cruzaba la mejilla como un rayajo carmesí, se acercó a la ventanilla y le entregó un número: “87”.
– Estacione en ese espacio. En el momento que usted se acerque, el que lo ocupe se retirará. Deje dentro del baúl su paquete y no le ponga llave, retírese hasta el interior del edificio y regrese en diez minutos. En el interior del maletero estará el bolso militar con lo convenido. No abra el baúl, retírese de este lugar y sáquelo en algún rincón lejano y sin mirones. ¿Entendido?
– Entendido. Respondió maquinalmente, aunque al alejarse el tenebroso sujeto, notó que no era precisamente un estudiante, a pesar del texto que llevaba enrollado en su mano.
Le quedó el resquemor de saber a ciencia cierta si los rusos en verdad le pondrían dentro del Pontiac una bolsa con dos millones en dinero efectivo y si le pagarían los millones restantes.
Estacionó el automóvil tal como le indicaron, en el mismo sitio que unos instantes antes había una pick-up Chevrolet de un bonito color arena con dos franjas negras, conducida por el “estudiante”, que se retiró en dirección a Manhattan. Sacó el envoltorio del SSD disimulado en una bolsa de plástico amarillo y sellada improlijamente con una banda adhesiva de embalaje, cerró el maletero sin llave, y mirando su reloj con una rápida ojeada, se retiró al hall del Polytechnic Institute con paso diligente y firme, sin darse vuelta ni descubrir a nadie relacionado con Waterton Lakes.
El revuelo de estudiantes le era muy familiar, pero en esa ocasión se sentía flotando ingrávido en otro planeta, mirando rostros sin verlos y escuchando sin oír.
Al volver diez minutos más tarde con el corazón en galopada, encontró su automóvil con un papel en el parabrisas, que decía: – “Los elegidos esperan las llaves del reino”. De una manera sutil le pedían la clave de acceso al archivo.
Malcon, recobrando el ritmo cardíaco, supo fehacientemente que estaba en buenas manos. Los espía rusos sabían moverse con maestría y no lo comprometerían lo más mínimo.
Tomó rumbo hacia el aeropuerto más cercano, el JFK International Airport, dando un rodeo de despiste por la Rockaway, hasta empalmar con la autopista 678 Van Wyck, siguiendo por la congestionada Approach RD hasta el International Terminal Building.
Montado en el tapis roulant llegó rápidamente al control, donde enseñó sus credenciales. Dejó en el depósito de equipajes un bulto que protegió dentro de una sólida talega de lona blanca con su nombre, que había tenido la prevención de traer preparada en su automóvil. Ni siquiera se atrevió a comprobar, y menos aún a palpar el dinero con las manos. La bolsa de los rusos era de loneta impermeable verde, lisa y fuerte, y tenía un sólido candado cerrado y con la llave puesta, regalo de Leonid Alexei. Retiró la llave y la guardó en el bolsillo de su pantalón.
El estado de nerviosismo en que se encontraba no era el más adecuado para contar dinero fácil. Sus nervios estaban destrozados, necesitaba tiempo, necesitaba concentrarse.
Caminó por las calles durante media hora respirando profundamente, con una extraña sensación de celebridad y zozobra, tan ensimismado, que por poco tira al suelo un chiquillo que, maravillado, permanecía mirando la vitrina atestada de juegos electrónicos. Un viejo mendigo, sentado en el portal de una casa cerrada, con la vista clavada en el suelo, desarrapado y mugriento de pies a gorra, dormitaba a cabezazos. Maquinalmente dejó dos billetes de cien dólares doblados entre sus tiznadas manos. Podría darse esos lujos cuando le diera la gana.
Levantó la cabeza, cerró de un portazo la conciencia y miró el mundo como propio. – ¿Qué será la conciencia? Se preguntó a sí mismo…
Era un triunfador y no necesitaba respuesta.
Capítulo 7. New York
En el momento en que regresó a su apartamento, una mujer lo estaba esperando de pie frente a la puerta…
Hacía meses que no tenía noticias suyas y por poco la había olvidado, pero allí estaba, acicalada con sobriedad, más bella que nunca, y sin decirle ni los buenos días se colgó de su cuello y le dio un efusivo beso, que dejó al Dr. Brussetti anonadado y flotando en la estratosfera. A la vez, un nubarrón ensombreció su cielo sin más motivo que el instinto erizado por las circunstancias.
– ¿Qué haces por aquí? Preguntó con un recelo infundado. Pero la señal de esa belleza latina presagiaba peligro. En ese momento barruntó que estaba jugueteando con un lanzallamas dentro de un polvorín repleto de fulminantes de nitruro de plomo.
– Te extrañé y decidí visitarte, ya que tú no cumpliste en llamarme como me habías prometido durante nuestra luna de miel.
– Creo que eso terminó allí mismo, respondió tajante. No puedo imaginarme que la vida sea un jardín de rosas todos los días. Te enviaron nuestros amigos para... ¿alguna misión especial?
Trató de convencerse que esa mujer era un deslumbrante regalo temporario, una atención muy especial de Alexei al finalizar el trato.
– Me dijeron que era la hora del regreso. ¿Nunca has pensado que jamás te olvidaría?
– Es la primera vez que una mujer me dice un piropo. ¿Sabes quién soy?
– Eres un hombre que dejó algo mucho más importante que un recuerdo en una mujer que estuvo en tus brazos sin ser tuya. ¿No me invitas a pasar a tu apartamento?
– Perdón... pasa por favor. Sus palabras indirectas no las entendió en plenitud.
Ingresaron a la residencia, sobriamente pertrechada con esa frialdad y anarquía propia de los solterones, que se habitúan a lo que suelen calificar de desbarajuste ordenado. Pero no recaló negativamente en la damita, sino que elogió el revoltijo mirándolo con esos ojos soñadores que ponen las mujeres cuando algo les parece que puede ser suyo.
– Muy bonito, murmuró para sí misma, tienes un refugio espléndido. ¿Puedo sentarme?
– Por favor... No acostumbro recibir invitados, así que disculpe usted, señorita...
¿No recuerdas mi nombre?
– ¿Tu nombre? ¿Acaso tienes algún nombre? Sólo recuerdo que te llamaban “Fire”, y una mujer que se llame Fuego da recelos al más pintado. Tienes un nombre tan abrasador como tu cuerpo.
Con una preciosa sonrisa se sentó con cautela para no zozobrar en la hondonada de plumas de la mecedora. Malcon... – ¿No me notas... algo rara?
– ¿Rara? La verdad que sigues tan estupenda como en los días del Hotel Prince Of Wales. ¿Debía haber notado algo especial?
– Uhum. Mi cintura ya no es la misma, se ha engrosado un poco, pero dentro de cinco meses será tan grande que te pondrás orgulloso...
– ¿Qué me quieres decir? Preguntó sobresaltado el científico, intuyendo una trampa escondida detrás de esa cara bonita.
– Que dentro de cinco meses serás papá. He venido a que lo sepas y decidamos nuestro futuro.
¿¡Nuestro futuro!?
La cara del científico se contrajo en un rictus de repulsa. Miró a la mujer con malevolencia y las palabras salieron de sus labios con brutalidad inhumana.
– ¡Presta atención, Fire o como te llames! ¡Si pretendes endosarme la paternidad de tus hijos porque me revolqué un par de días contigo, estás muy equivocada! No te olvides que eres una cualquiera contratada por horas para divertir al que pague tu tarifa...
La mujer se sonrojó de una manera súbita, y con voz entrecortada, casi tartamudeando, replicó poniéndose inopinadamente de pie, con pundonor, levantando la frente con la bizarría de la raza latina.
– No, nada de eso Sr. Malcon, ¡no soy una cualquiera! Fui con usted porque usted me seleccionó, y fue usted mismo el que me propuso a través de la agencia una prueba de convivencia matrimonial. Además, usted, Sr. Malcon, buscaba una esposa latina, bonita, joven y fértil, sobre todo que demostrase fuese fértil. Por eso estuve conviviendo con usted, y solamente con usted durante esos días, y con nadie más hasta ahora.
– Mira... Fire o como te llam...
– Me llamo Amelia Salinas Ugarte. Fire fue el sobrenombre que me puso la agencia para la prueba, por si no quedaba embarazada y para que usted no pudiese conocer mi verdadera identidad si me rechazaba al conocerme, y perjudicara mi reputación. Pero el personal de la agencia me reiteró que usted estaba muy conforme conmigo y que esperaría cuatro de meses los resultados de la fertilidad para casarse. ¡Y aquí los tiene!
– Señorita Amelia Salinas Ugarte o como quiera llamarse, he tenido una larga vida de donjuán para que una zorra me quiera agarrar las pelot... los dedos contra la puerta. Si pretende sacarme dinero, le pagaré lo que necesite para volverse a Ecuador en el primer avión que salga, y de paso... ¡busque en su lista de clientes el verdadero padre de su hijo!
La mujer mantenía una gallardía casi marcial, plantada con el entrecejo rizado.
– Sr. Malcon, no pretendo dinero, sino establecer una familia con el padre de mi hijo, que creía estaría conforme con tenerme como esposa luego de la prueba que usted mismo exigió.
– ¿Que yo pedí una prueba?
– ¿No es acaso lo que me exigía para hacerme su esposa y ciudadana de este país? Yo necesitaba casarme con un americano para radicarme, y usted buscaba una mujer latina joven y fértil, y acepté los términos que me propusieron en la Agencia aunque éticamente no eran los más adecuados. Esta mañana me avisaron que Ud. estaría muy feliz de volver a verme y conocer la noticia de su hijo. Ellos me dieron la dirección de su departamento.
– Fire, dígales a sus amigos rusos que se busquen a otro idiota para esta opereta. ¡Retírese de mi casa, por favor!
La mujer volvió a mirarlo con una expresión de ofuscamiento.
– Yo no conozco ningún amigo ruso, Sr. Malcon, todo este trámite lo hice ante una Agencia de selección electrónica de parejas con plenas intenciones de casarme. Los propietarios de la Agencia matrimonial nos seleccionaron como una tentativa viable, luego, nos acompañaron al hotel Prince of Wales para garantizar que el encuentro fuese lo más natural posible. Incluso tenía prohibido hablar de cualquier asunto relacionado con este tema. Ambos debíamos desenvolvernos como en una verdadera luna de miel. Y le garantizo que el hijo que tengo en mi vientre es suyo, porque nunca estuve con ningún otro hombre. Si lo duda, puede usted ordenar un análisis de... y buscando un papel que tenía en sus bolsillos, leyó entrecortadamente por las lágrimas y la desorientación manifiesta en que se encontraba... un análisis genético. Me informaron en la agencia que usted conoce algo de ese tema.
– ¿Dices que los hombres que nos acompañaron en Waterton Lakes son propietarios de una Agencia matrimonial?
– Exactamente. Les pagué dos mil dólares por adelantado para los gastos de esa prueba, y debo aún otros cuatro mil si el matrimonio se concreta. Lo hice para poder lograr la ciudadanía norteamericana y cambiar mi vida.
En ese momento, el Dr. Malcon Brussetti supo con toda certeza que los rusos trataban de apretarle las pelotas en una morsa
Capítulo 8. New York
Esa misma tarde, un par de horas antes, el hado de la tragedia jugaba sus naipes negros en el otro extremo de Manhattan.
El Buick de reluciente bronceado, había arrancado desde el aparcamiento del Polytechnic Institute of NY con dos personajes satisfechos hablando reservadamente en ruso, que levantaron sus pulgares en un gesto muy yankee para dar por cerrada la operación que podría llevar a la madre Rusia a los límites del conocimiento en ingeniería genética más avanzados del mundo, con una inversión no despreciable, pero ínfima comparada con el valor de esa portentosa revelación.
Desde los Laboratorios de la Corporación Sorensen, durante tediosos años, el soplón que tenía la misión de observación cotidiana, había rastreado sigilosamente las huellas del Dr. Werner Newmann en sus avances en el descifrado de la clave genética, y también, las peripecias y la rivalidad congénita del Dr. Malcon Brussetti. Los expedientes de ambos eran tan voluminosos como los de egregios espías de la guerra fría, codificados y ultra secretos.
La elección del Dr. Brussetti no fue casual, el perfil psicológico de su idiosincrasia lo hizo apto para el intento de contacto y captación, pero detentaba una faceta psicológica que debería neutralizarse en caso de discordia. Urgía ensamblar un pequeño melodrama con una incauta ecuatoriana, demasiado exuberante y preciosa como para no tentar a un solterón de afamadas correrías. Un afilado anzuelo cebado con una escultural hembra para un galán presuntuoso.
La parodia empezó con vehemente pasión y nadie sabía cómo terminaría, pero el febril rodaje de las secuencias amatorias con dos cámaras 5k gemelas a control remoto, y las fértiles secuelas, eran muy prometedoras. La confirmación del embarazo fue el nudo gordiano que fortificó con reciedumbre los cerrojos de una operación bien hecha.
Malcon Brussetti era a partir de ese momento un flamante agente ruso, con su consentimiento o sin él. Su ciencia era imprescindible para el descifrado de la información recientemente comprada.
El Buick avanzaba raudamente en dirección a la Embassy con su blindaje de kevlar y sus tonalizados cristales antibalas, a manera de un cofre que atesoraba un solid-state drive que había costado una fortuna.
El brusco frenazo del Buick, al atravesarse de manera peligrosa en plena bocacalle una pick-up Chevrolet color arena, la misma que hacía unos instantes ocupaba el estacionamiento Nº 87, hizo que el vehículo chocara con la portezuela produciéndole un abollón... y el descenso airado de los dos agregados de la Embajada al reconocer a uno de los suyos conduciendo como un verdadero demente.
El “Estudiante”, vestido con su ropa informal abigarrada y con su larga cabellera bastante greñuda, descendió con la cara contraída en señal de contratiempo. Los dos diplomáticos increparon duramente al subalterno, también ruso, que para provecho propio y de manera muy indirecta, lo había incrustado en el seno de la Embajada el propio Teniente General Konstantin Karpov, el mandamás de la KGB, dedicado en apariencia a tareas baladíes, pero en realidad, recibía instrucciones muy precisas y directas desde la inviolable regencia de Moscú. Un peligroso topo entre los topos.
– No se demoren por mí y sigan su camino, que en la Embassy los están esperando ansiosos. Nos encontraremos mañana a la noche, dijo el “Estudiante”, ahora tengo una misión urgente que cumplir en el otro extremo de Manhattan, pero si me necesitan por cualquier cosa esta misma tarde, estaré en... Y como quien no recuerda un número telefónico o buscando una tarjeta personal, metió su mano en el bolsillo trasero de su pantalón, extrajo una especie de agenda rectangular con tapas firmes, y con ese ridículo artefacto, disparó sordamente dos veces a sus atónitos camaradas.