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La secuencia de los disparos sin detonación de pólvora, más bien como dos firmes escupitajos, fue tan rápida y precisa que los dos hombres quedaron inmóviles unos instantes con una bala en la frente. El “Estudiante” subió al Buick, verificó que el paquete de SSD estaba bajo el asiento, y dejando la camioneta cruzada en plena calle desapareció en un abrir y cerrar de ojos ante la desconcertada mirada de los transeúntes, que no llegaron a percatarse de lo ocurrido hasta que vieron los cadáveres tirados en el suelo con un delgado hilo de sangre cruzándole el rostro.
Unas horas después, la policía encontró el Buick abandonado en un recodo, cerca de la playa de estacionamiento del Newark International Airport. El pájaro, aparentemente había volado... y quedaba como evidencia una camioneta Chevrolet color arena, sin huellas, pero con algunos legajos de juego clandestino y manejo de prostíbulos por demás interesantes, que asombraron por su importancia a la misma policía.
Estaba alquilada, para colmo, a nombre de Carlo Ziegler, uno de los lugartenientes del más ilustre Padrino de la Mafia de New York...
Hacia esa flamante presa giraron las miras de otros implacables asesinos buscando “venganza”... Un huracán se avecinaba presagiando que correría la sangre por las calles.
Al día siguiente, cuando eran exactamente las 10:30, el Dr. Malcon Brussetti, enardecido y desconociendo los hechos acaecidos el día anterior, llamó desde un teléfono público al enigmático Leonid Alexei, con firmes intenciones de echarle en cara el “método de la ecuatoriana” y asegurarle con todas las letras que, como ese asunto no quedase plenamente suprimido, no entregaría los códigos de apertura del archivo grabado en el SSD.
Pero no lo atendió Leonid Alexei, sino alguien con voz cavernosa y siniestra, que carraspeaba continuamente, un personaje que dijo llamarse escuetamente Koshevnikov. Tan sólo Koshevnikov.
– ¡Yo no tengo nada que ver con ningún Koshevnikov! Contestó enfurecido, ¡preciso hablar con Leonid Alexei!
– Señor, no le diré su nombre por razones que entenderá sin necesidad de más explicaciones, aunque sé quién es usted, qué hizo y de qué habla. Lo conozco tanto o más que Leonid Alexei, pero sí le diré que ayer a la tarde, cerca de las diecinueve, un poco después del traspaso, Leonid Alexei y su secretario fueron asesinados y le robaron su coche con algo que Ud. conoce mejor que nosotros. El jefe desea averiguar absolutamente todo lo que sabe de ese tema. ¡Le aseguro que su humor no está para juegos!
– ¿Que mataron a Leonid Alexei y se roba...? Balbuceó el científico sin que lo dejaran terminar de hablar.
– Señor, el jefe necesita entrevistarse urgentemente con Ud., este asunto pasó al área policial y periodística, y no es de su agrado mezclar el vinagre con la leche. Además, no se le ocurra tocar su ración hasta que las olas se aquieten. Lo espera mañana a las 12:00 horas en la playa del Brooklyn Institute of Arts and Sciences. Él lo encontrará a usted. De allí estaremos cerca para confiscar el bulto del JFK si no resulta convincente su explicación. Piénselo. Y por favor, no se arriesgue... ¡El ambiente está tan caldeado que puede fundir acero!
Un calor de muerte erizó el bozo de la nuca y en ese instante, tardíamente, se arrepentía de haber jugado a los espías con unos rusitos de imbecilidad manifiesta. ¡Hasta sabían dónde había escondido el maldito dinero! No dijo una sola palabra de su “pareja” seleccionada electrónicamente, ni del hijo que amenazaba llegar tan inoportunamente a este mundo.
Regresó a su apartamento y llamó al hotel donde se había alojado provisoriamente la señorita Amelia Salinas Ugarte. Los dedos golpeaban los dígitos con riesgo de perforar el aparato. Apretó con tal fuerza el auricular, que los nudillos se emblanquecieron y la barba se cuadró por la tensión de sus maxilares. El timbre repiqueteaba una y otra vez como si nadie estuviese presente...
– Hotel Commodore...
– ¿¡Acaso no tienen un maldito conserje de guardia en ese hotelucho!? ¡Comuníqueme con Amelia Salinas!
– Si es tan amable... ¿quién la llama?
– Ella sabe...
– Hello...
No hizo falta verificar que era ella, la voz en verdad era inconfundible.
– Fire o como te llames, necesito que vengas a mi departamento... ¡ya mismo!
La voz rugiente de un desconocido Malcon Brussetti pretendió exigir, con la tosquedad que da el recelo a lo advenedizo y el sentirse atrapado en un cepo para idiotas, una visita que desenredara los hilos de la intriga y posibilitara escapar de sus garras.
– Iré mañana a primera hora... digamos a las ocho. Respondió la mujer con voz neutral y firme.
– ¡Vendrás ahora mismo! ¡Maldita sea!
Un largo silencio pareció madurar la respuesta.
– Estaré allí en el tiempo que tarde el taxi. Espero que no haga un viaje inútil...
Capítulo 9. New York
De pie en la acera, contemplaba inmóvil la silueta amarilla del taxi alejándose. Se dio vuelta con rabia y comenzó a andar hacia la puerta.
Maullando lastimosamente y erizando el pelo, un gato callejero con la cola levantada, enclenque y negro como la noche, se cruzó por delante de la mujer con meneos ariscos, la miró unos instantes indeciso y le cedió el paso.
– Lo único que me falta... ¡Un gato negro! Por la mente de Fire pasó la idea de darle un puntapié, pero lo miró con compasión. Los dos estaban iguales.
Los aposentos de Malcon Brussetti estaban ubicados en el extremo sur de la isla de Manhattan, sobre la Whiterhall St. enfrentando la Statue of Liberty. Uno de los innumerables taxis que circulaban por la zona la había dejado frente una entrada un tanto austera y con marcados aires ingleses. Con un taconeo envarado avanzó hacia el interior del edificio y pulsó el Nº 18 del ascensor, el piso de su “prometido”.
La mujer llegó con una cara de ansiedad tan marcada que no dejaba dudas de su situación embarazosa, o de una excelencia histriónica en verdad fantástica. Pero a Malcon poco le importaba que se tratara de una cosa o la otra. Ahora empezaría paso a paso a soltarse de los condenados rusos y de sus cepos escondidos en la nieve.
– Fire, aunque estoy seguro que Ud. sabe la verdad, porque no le creo una sola palabra con relación al tema de la Agencia matrimonial, ni mucho menos en lo referente al asunto de mi paternidad en su embarazo, empezaremos por el principio para ir desatando los nudos. Haremos un estudio genético del ADN de la criatura para descartar mi papel de padre y dejarla en plena libertad para descubrir al fulano que la dejó preñada. Para mí, Ud. sigue siendo una zorra callejera, con todo el respeto que me merecen, ¡pero jamás consentiré que me tomen como un imberbe pelot... estúpido para tenerme atado de pies y manos a los malditos soviéticos!
La mujer, con un rostro que decía a las claras que no entendía nada de nada, respondió con dureza: – ¿Acaso no es eso mismo lo que yo le pedí que hiciera ante sus dudas?
El Dr. Malcon la miró de reojo, sin que su duro semblante cambiara lo más mínimo de expresión. Tomó las muestras que analizaría secretamente en los pasmosos instrumentos de su laboratorio, y las guardó en un maletín Samsonite. Pronto sabría la verdad. Conocía perfectamente su clave genética y aunque, desvelado por el cariz que tomaban las cosas, estaba seguro que tomó las debidas precauciones para evitar contagios y embarazos, y que terminaría, de una vez por todas con esa mujerzuela y su camarilla de espías.
Lo que no sospechaba ni remotamente, era que los rusos también habían tomado las debidas precauciones, acribillando sus adminículos de látex para que sucediera todo lo contrario.
La mujer fue devuelta a su hotel en otro taxi, como un indeseable bulto, y el científico pasó toda la noche rotando entre las sábanas, buscando y rebuscando las certidumbres y engaños que lo estaban atrapando en una telaraña, una telaraña demasiado astuta para que fuese casual.
Si bien no podía creerlo, le preocupaba más el asunto de la paternidad que el tema del asesinato de Leonid Alexei, y en última instancia tener que reembolsar el dinero. Sabía que podía ser una farsa para sacarle los millones y hacer evaporar los SSD. Una forma muy eficaz de dejarlo sin el pan y sin la torta.
Cuando ingresó al edificio de cristal broncíneo, amanecía con un sol estupendo, Werner Newmann lo saludó afablemente antes de empezar a pasearse por el laboratorio con las manos entrelazadas a la espalda, pensando y pensando. Había llegado eufórico de unas secretas “vacaciones” en la península de Llao-Llao, cerca de San Carlos de Bariloche, limpio y afeitado, con una pulcra camisa y el inmaculado guardapolvo recién planchado. Todo un espectáculo de difícil repetición en meses.
Le cruzó por la mente sacarle una fotografía de recuerdo, pero no estaba ese día para ironías. Se enfrascó disimuladamente en el análisis de las muestras que le darían la evidencia de una patraña urdida por unos astutos cerebros, que pretendían convertirlo en un perro faldero de los malditos moscovitas. En ese instante los aborrecía con todas su fuerzas.
En el momento que comparó los ADN, un marchitamiento mortal veló su cara. Los brazos cayeron yertos a su costado y la saliva era tan copiosa que debía tragar y embucharla para no rebosar la boca. El anzuelo lanzado por los rusos se había clavado profundamente en la boca del pez.
No sabía cómo puedo suceder y a su vez no había ninguna duda posible. La criatura de cuatro meses era su propio hijo...
En ese instante no supo qué pensar, por su cabeza pasaron mil ideas tan apelmazadas que ninguna dejó nada en claro; en una de ellas le pareció vislumbrar a un joven a su lado, vestido con un terno azul marino con escudo de la Universidad. Pero a su vez, él mismo se veía enrollado con un calabrote maniobrado por los diplomáticos moscovitas y esa zorra calientacamas, que lo llevaron a meter la pata más allá de lo reversible. Aborrecía a ese hijo, al hijo de una prostituta. Y por su mente atravesó la solución más fácil para sacarse un descendiente de encima.
Pero... si habían intervenido los rusos, desde luego tendrían filmados hasta los más escabrosos detalles de su gestión paterna y también, habrían verificado previamente que él era el verdadero progenitor... Podían extorsionarlo doblemente.
– ¡Mierda! ¡Para qué habré aceptado meterme con esa pandilla de sabandijas!
– ¿Y si en verdad hubo un asesinato? Debería al menos verificarlo. Buscó un pretexto para ausentarse y conseguir un diario. Había uno a media calle, compró el diario, y sin siquiera leer los titulares, lo dobló en cuatro partes y lo remetió bruscamente en el sobaco. El viento frío hizo que sus manos también se metieran en los bolsillos de su perramus.
En la privacidad de una cafetería desenvolvió el pasquín. Allí estaba la noticia. Dos agregados de la embajada de Rusia habían sido asesinados con un proyectil de hielo en la frente...
– ¿Con una bala de hielo? ¿Para qué? Se preguntó sobrecogido.
Leyó vorazmente el artículo que decía... “estas sofisticadas municiones criogénicas impulsadas por cápsulas de helio, neón o cualesquiera de los gases nobles extremadamente comprimidos, pueden perforar limpiamente hasta los duros metales, no dejan el más mínimo rastro del proyectil para el análisis, no existe forma de evidenciar el arma homicida y desconcertaron a los facultativos forenses por un buen rato al no encontrar orificio de salida ni proyectil incrustado en la cabeza. La bala se había derretido en el interior del cerebro y se había mezclado con el plasma vital que… contenía rastros de Coca Cola. Tan sólo ese detalle les sirvió de evidencia para deducirlo”
Más abajo aclaraba que esas armas, de formas inverosímiles y variadas, representando útiles de uso corriente, eran tan fáciles de pasar por los controles de los aeropuertos como un trozo de tela, no necesitaban ni una sola pieza metálica, ni tenían pólvora u otro detonante que pudiese ser detectado por los sofisticados ingenios de análisis de gases de explosivos ni de rayos X, lo que se dice un arma propia de la aristocracia de los asesinos. Tanto, que las conservaban guardadas en el freezer junto a sus helados.
El Dr. Malcon Brussetti poniéndose las manos en las sienes, sintiéndose en parte responsable de esas muertes, bajó la cabeza. Sabía que estaba hundiéndose poco a poco en un tembladeral de arenas movedizas.
Capítulo 10. New York
El científico regresó a las 14:15 a su departamento, tremendamente cansado, se tiró vestido sobre la cama y mirando el cielorraso con los ojos fijos, sin siquiera parpadear, tomó la primera decisión para escapar al grillo de hierro que se cerraba minuto a minuto sobre sus tobillos.
Levantó el teléfono de un manotazo y llamó con carácter de urgente a esa zorra que se hacía llamar Fire. No pensaba tener un hijo con una mujerzuela que seguramente seguiría caldeando camas ajenas por el resto de su vida. Por algo se llamaba Fuego...
Amelia Salinas Ugarte llegó con una ropa sobria color durazno y un semblante desabrido, en su mirada se empezaba a vislumbrar el resentimiento por ese hombre que tan rastreramente la había usado, para luego despreciarla como una perra pindonga.
Un gesto desganado y hosco suplió el saludo, y Malcon Brussetti le indicó bruscamente que se sentara. La mujer tomó asiento con la espalda erguida y el ceño cada vez más agrio, sin haber pronunciado ni una sola palabra desde su llegada.
La atmósfera presagiaba tormenta...
El científico sacó de una gaveta un sobre beige que había preparado mientras esperaba, abultado y lujoso, y se lo tiró a las faldas al tiempo que le ordenaba:
– ¡Mañana te sacas “eso”!
Su índice apuntó directamente al vientre...
– ¡Ahí tienes dinero de sobra para hacerlo y para que desaparezcas de mi vida para siempre!
La mujer lo miró fijamente con un acecho vacío, en tanto que sentía su sangre dando martillazos en las sienes. Se levantó muy lentamente, con talante inescrutable y el sobre bamboleante en la mano izquierda, acercándose con pasos tenues hacia el biólogo y, en el instante que este inclinó su cabeza esperando un beso de despedida a juzgar por el mohín de triunfo que se dibujó en su cara, un vertiginoso bofetón le cruzó la mejilla con más violencia de la que había soñado podía llegar a tener una mujer en sus manos.
La furia lo invadió y apretó sus puños hasta que los nudillos blanquearon amenazantes. Pero la mujer, mirándolo con un par de láseres de obsidiana, firme como una roca, le espetó con un aplomo que dejó su puño vibrando en el aire...
– ¡Vaya padre que le tocó a mi hijo! ¡Pégale un puñetazo antes que nazca! ¡Aquí lo tienes, indefenso, en mi vientre!, dijo acercándose cada vez más con los brazos abiertos. Si eres capaz de pagar un puñado de dólares ensangrentados para que otros canallas hijos de mil putas pasen a degüello a tu propio hijo, como un satánico cobarde, ¡sé más hombre y mátalo a golpes de tu propio puño! ¡Más que un hombre eres una inmundicia castrada!
Le tiró con tanta violencia el sobre a la cara que se partió en el aire. Los billetes volaron por la habitación como palomas mensajeras de desgracias y, sin bajar un instante la mirada, con un temple que fundió la ira del hombre a un temblor enfermizo, le restregó con un tono monocorde y grave:
– Ese dinero... esos malditos denarios, puedes usarlos para comprarte una soga y colgarte como Judas... y si no tienes pelotas para hacerlo, los guardas en alguna caja fuerte... ¡Y no los gastes nunca!, es el precio que paga una madre por la vida de “tú” hijo. Lo tendré sola, y sabré cuidarlo como una fiera. Jamás te acerques a él, porque en ese mismo momento... -susurró amenazante- ¡te juro que te mato! Agarró su aplastada cartera de loneta, y...
...El timbre de la puerta sonó con unas notas rítmicas.
Malcon se agachó instintivamente y recogió los verdes billetes a puñados, remetiéndoselos en los bolsillos mientras la mujer lo miraba con desprecio, y como volviendo en sí, le pidió con tono de ruego:
– Por favor, vete a la cocina por unos minutos.
En ese instante recordó que, con el jaleo del ADN había olvidado presentarse a la cita con los rusos.
Sin saber la razón, Amelia, sintiéndose Fire, aún echando chispas, percibió en su intuición un dejo de dolor y, como un autómata, se metió a la cocina mientras Malcon abría la puerta. No veía nada, pero cada una de las palabras que se decían las escuchaba más alarmada...
Capítulo 11. New York
– ¿Malcon Brussetti? Carraspeó un hombre con voz afónica que sonaba con un raro dejo itálico. Brussetti... Brussetti... ¿acaso somos paisanos?
– ¿Quién es usted? Preguntó el científico ante el desconocido, que según determinó Amelia desde la cocina, había ingresado casi a la fuerza dentro de la casa.
– Luiggi... simplemente Luiggi, pero mi nombre no tiene importancia. Ya que no se presentó a la cita he venido a proponerle un trato, paisano… El jefe quiere que le devuelvas la mosca y la merca, porque la merca... ¡la merca no llegó a sus manos!
– ¿Quién es usted?
– Luiggi… Puedes llamarme Luiggi, como todos los amici. Malcon, has hecho una travesura muy peligrosa. Muy peligrosa... repitió con frialdad. El jefe quiere saber… quiere saber quién le birló la merca, y está muy agrio, tan agrio que envía a un hombre razonable… muy razonable, para hablar contigo y arreglar el trato; no quiere más juegos sucios ni que le saquen el dinero y maten a sus amigos en la calle. Seamos razonables...
Un ruido de sillas arrastradas, llegó a los oídos de Fire como si el intruso estuviera acorralando a Malcon.
– No sé de qué está hablando. Por favor, salga de mi casa antes que...
Una navaja automática chasqueó en el aire y la misma voz, calmosa y sombría, como si estuviese hablando con un niño aterrorizado, le masculló:
– ¿Antes que qué… Pipiolo? Con Luiggi nunca levantes la voz ni amenaces, porque tengo un sólo defecto, y es que me pongo tan nervioso... tan nervioso, que apuñalo al que tengo delante. Aunque luego me duele. ¡Te juro amici que luego me duele! Pero uno es así y no puede controlarse. Por eso, Malcon, amici mío, dime quién se birló la merca y devuelve al jefe su dinero...
– No sé nada. A mí me avisó Koshevnikov que Leonid Alexei había sido asesin...
– Koshevnikov está muy molesto esperando abajo, amici Malcon, él quiere evitarle... quiere evitarle al jefe un dolor de cabeza que puede costarle la suya, por eso, tan sólo por eso, porque somos razonables, he venido yo sólo a conversar y resolver este embrollo antes que explote.
– ¿Usted trabaja para los rusos?
– ¡Amici Malcon! ¿Quiénes son los rusos? ¡Hay cientos de millones de ellos! Nunca confundas a Koshevnikov con los rusos ni a Luiggi con un estúpido. Es lo más peligroso... lo más peligroso que puedes hacer en tu vida.
La llave del cofre del aeropuerto está en ese cajón, pueden quedarse con los dos millones de dólares. Pero del asesinato y del robo... ¡no sé nada!
La afónica voz, como de un fumador empedernido que tiene sus cuerdas vocales casi inútiles, recalcó con el desdén de un escuezo:
– Oh... ¡qué generoso! ¡Nunca pensé que fuese usted tan magnánimo! Invertimos tiempo y dinero, tiempo y dinero... ¿para volver con dos cadáveres y las manos vacías ante el jefe? No amici Malcon, eso no se consiente. No se consiente. Has traicionado una vez a tu patria por dinero y estás acabado si no consigues la merca.
El científico, al sentir la palabra traidor, se enardeció y lanzó al intruso una furibunda trompada a la mandíbula. Pero el llamado Luiggi, aunque sorprendido, tenía reflejos muy rápidos y recibió el golpe en el hombro izquierdo, retrocediendo un par de pasos por la fuerza del impacto.
– Eres hombre muerto... pipiolo, hombre muerto, masculló entre otras maldiciones, posiblemente en siciliano u otra lengua que el científico no conocía, y le lanzó un relampagueante puntazo con el puñal que atravesó el antebrazo izquierdo de lado a lado al intentar atajarse el pecho. Malcon dio un resoplido, retrocedió un tranco y arrugando el borde de la alfombra con su taco cayó sin control, de espaldas al suelo.
El asesino se lanzó sobre él con la reluciente cuchilla hacia abajo, y acaso en forma milagrosa, pudo aferrar la muñeca con la mano herida, que perdía fuerzas rápidamente a medida que se acercaba el estilete al tórax. Veía las deformadas facciones del hombre afirmado en su cuerpo, lívido y goteando sudor sobre su rostro sudado, con una mueca de sadismo que...
Un tremendo sartenazo en la tapa de los sesos tiró al llamado Luiggi hacia un costado, dormido por la cuenta completa. El científico lo empujó para quitárselo de encima y miró a Fire plantada con las piernas separadas y una negra sartén de hierro fundido aferrada con las dos manos de su único mango, sin el menor viso de miedo en sus oscuros ojos, acerados por el cariz que tomaban los sucesos.
– ¿Por qué hiciste eso por mí? Preguntó Malcon levantándose trabajosamente. Si había alguna función melodramática entre ellos en ese momento se había terminado bruscamente.
Pero ella no contestó. En verdad no sabía qué contestar, desgarró la tela de la camisa sin misericordia. Como un infante de marina entrenado en supervivencia, miró la efusión de sangre y, haciendo con la misma tela unos jirones, los empezó a atar fuertemente para detener la hemorragia en el momento que, apartando bruscamente a Malcon, volvió a sujetar la sartén y resoplando, le sacudió otro mandoble al visitante que empezaba a incorporase, tirándolo de bruces brutalmente. El golpe había sido dado con furia, con temible furia.
Terminó de atar el brazo de Malcon, y mirándolo a los ojos, le dijo: – ¿Quieres esperar la llegada de ese tal Koshevnikov, o prefieres tomar aire fresco y curarte esa herida en algún sitio?
– ¿Por qué haces esto por mí? Volvió a preguntar el hombre, mirando a esa mujer con otros ojos.
Pero ella no contestó, simplemente le dijo: – Creo que ese fulano está muerto. Verifícalo.
El científico se acercó y puso sus dedos sobre la yugular, le dio vuelta la cabeza y vio sus pupilas fijas. Un temblor empezó a propagarse por su cuerpo, mientras la mujer, colgando la sartén en su sitio, lo tomó del brazo, lo metió en su dormitorio y sacando un bolso de lona, lo llenó de ropa variada, ante la atónita mirada de su propietario.
– Ponte este anorak, que no se te vea la herida del brazo. Y este sombrero... Siéntate un momento en la cama. Sacó de su cartera algunos afeites y le pintó magistralmente las cejas, engrosándolas, y un par de lunares en las mejillas, bien visibles. Con los coloretes ruborizó un poco su nariz y sus mejillas, y con el lápiz delineador le trazó unas leves arrugas en la comisura de los labios, que desfiguraban bastante bien al científico.
Malcon no decía nada. Tenía en su propia casa el cadáver de un sicario, otros asesinos esperándolo en la puerta, una mujer desconocida con un hijo suyo en las entrañas que acababa de liquidar de un sartenazo a su seguro ejecutor, y a la embajada rusa con sus secuaces pisándole los talones.
– Párate, camina como borracho, agárrame con fuerzas en cuanto pises la calle y bésame como si hubiésemos pasado unas noches de francachela. ¡No hagas nada de lo que acostumbras! Y arrugando el sombrero con un par de rabiosos pisotones, se lo volvió a colocar sin gracia, y con severidad de comando, pero con una entereza que sorprendió al propio Malcon... y a ella misma.
– ¿Quién eres tú, Amelia Salinas Ugarte...?
– ¡Fire! Respondió tajante. Tú jamás pronuncies mi nombre, no quiero mancharlo en tu boca... Antes de salir extrajo la cartera del occiso y, mirando su nombre, la volvió a poner en su bolsillo sin tocar nada.
– Esconderemos este cadáver en un rincón donde quepa sin llamar la atención, y limpiaremos las manchas de tu sangre en la alfombra y el piso. ¡Debemos ganar tiempo!
– ¿Tiempo para qué?
– Para sobrevivir... masculló Fire.
Salieron a la calle, abrazados y dando zancadas inestables, mientras Fire, con el bolso de ropa arrugada terciado a su hombro, remetía la cabeza contra su pecho, con las faldas remangadas que dejaban ver unos dorados muslos torneados y consistentes, despeinada y salvaje...