Metamanagement - Tomo 1 (Principios)

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Aún tengo pesadillas. Recuerdo que una de las paradas del autobús que tomaba para ir al colegio secundario estaba frente a la puerta de la Escuela de Mecánica de la Armada. Años después, me enteré horrorizado de que en el sótano de ese edificio funcionaba un campo de concentración y tortura. Todavía no puedo creer que pasé por ahí todos los días sin sospechar nada. Aunque “no hice nada malo” siento una especie de culpa. Por conversaciones que he tenido con managers alemanes que pasaron su adolescencia en el horror hitleriano, mi historia es habitual entre aquellos que vivieron en sistemas represivos. Nadie puede mantenerse al margen del karma (palabra en sánscrito que significa “inercia” o “consecuencia de acciones previas”) colectivo.
Vivir la consecuencia máxima de la falta de respeto me sensibilizó en alto grado. Al igual que muchos grupos democráticos que repudiaron la violencia de la guerra sucia, adopté el lema “Nunca más”.
Me comprometí apasionadamente con encontrar formas de interacción que honraran el valor intrínseco de todos los seres. Uno de mis intereses permanentes fue (y es) desarrollar modos de pensamiento y relación que nos permitan coexistir pacífica y hasta sinérgicamente, a pesar de (o más bien, gracias a) nuestras diferencias. Este interés ha sido otro de los hilos conductores de mi vida; no sólo como tarea ética, sino también como actividad de consultoría empresaria.
Al iniciar mi trabajo con compañías norteamericanas descubrí que, aunque en forma atenuada, las semillas de la “guerra sucia” están en el corazón de toda persona. A casi nadie se le ocurre eliminar a sus rivales físicamente, pero casi todos tienen el secreto deseo de eliminar las diferencias; como dice el refrán: o cambiamos a la gente (su forma de pensar) o cambiamos a la gente (quitándola del medio). Esta tendencia es parte de la condición humana, por lo que es imposible erradicarla mediante guerras externas. La única forma de trascenderla es mediante una toma de conciencia y el compromiso con el respeto por el otro. Como dice Alexander Solzhenitsyn, el gran denunciante de los horrores de la Rusia stalinista:
“[Qué fácil sería] si sólo existiera gente malvada allí afuera, cometiendo insidiosamente actos malvados, y si sólo fuera necesario separarlos del resto de nosotros y destruirlos. Pero la línea que separa el bien del mal corta el corazón de cada ser humano, y ¿quién de nosotros está dispuesto a destruir una parte de su propio corazón?”.
La solución no pasa por destruir nada. El problema no está en la naturaleza del corazón, sino en la inmadurez de la conciencia que lo contiene. El deseo de destruir las diferencias nace del miedo atávico e instintivo a ser destruido por ellas. Cuando la persona alcanza un cierto nivel de evolución y se da cuenta de que su seguridad y autoestima no dependen de “poseer la única verdad”, este pánico instintivo a la diferencia queda sobreseído por la aceptación respetuosa –y la bienvenida jubilosa– de la pluralidad.
La paradoja es que las diferencias son potenciales fuentes de problemas o de oportunidades. Cuando se las sabe utilizar, se vuelven un recurso muy poderoso. Por ejemplo, el arquitecto necesita al ingeniero para hacer los cálculos de estructura, y el ingeniero necesita al arquitecto para crear un edificio funcional y bello. Pero cuando la gente no sabe cómo combinar sus diferencias en aras de un proyecto común, las diferencias se vuelven un escollo. Por ejemplo, el arquitecto acusa al ingeniero de ser un esquemático que limita su creatividad, y el ingeniero acusa al arquitecto de ser un delirante que se lo pasa pergeñando quimeras imposibles de construir.
***
Cuando llegó el momento de elegir una carrera universitaria, me incliné por la economía. Siempre tuve gustos eclécticos –me cuesta decidir, dirían mis críticos– y pensé que las ciencias económicas me permitirían combinar mi interés por las ciencias exactas (matemática, estadística, análisis de sistemas), con mi entusiasmo por las ciencias humanas (psicología, historia, sociología).
Durante cinco años asistí a las clases, leí los libros, hice los ejercicios y aprobé los exámenes; consecuentemente, recibí mi título. Aprendí que la vida es una maximización sujeta a restricciones, que la escasez demanda la aplicación racional de recursos y que los sistemas económicos son agrupamientos de agentes individuales que operan en interés propio para satisfacer sus deseos y necesidades. Lo que no aprendí fue por qué la economía argentina era tan desastrosa.
Siempre había querido ser profesor, participar del mundo académico de la investigación y la enseñanza. Como ya no podía quedarme en la facultad como alumno, me postulé a la docencia. Me aceptaron como adjunto de la cátedra Crecimiento Económico. Hay una frase que dice que “quienes saben, hacen; quienes no saben (o saben sólo en forma teórica), enseñan”. Nunca tan apropiada como en mi caso. En mis clases me encontraba repitiendo las teorías que había aprendido, pero seguía sin ver cómo esas teorías podían ayudar a los seres humanos a vivir mejor.
Decidí entonces continuar mis estudios. Mi esperanza era encontrar algún secreto que sólo se les revelaba a quienes hicieran el doctorado en los Estados Unidos. Partí hacia la Universidad de California, Berkeley. Allí, después de tomar un curso sobre desarrollo económico, me di cuenta de que el mundo real era demasiado desordenado para mí. Abandoné toda esperanza de comprender a las personas de carne y hueso y decidí dedicarme de lleno a la economía matemática. Esta teoría es tan abstracta que tiene muy poco que ver con lo que la gente llama “economía”, pero su gran ventaja es que uno puede hacer supuestos ordenados y derivar resultados con gran elegancia lógica. El problema es que al hacer estos supuestos, uno borra el 99% de lo que hace humano al ser humano. Prácticamente, se ocupa de estudiar robots u ordenadores que deciden en forma lógica. Así es como desaparecen las contradicciones propias de la realidad; así es como desaparece también la riqueza de la realidad.
Esta forma de enfrentar la vida está reflejada en un famoso chiste de economistas: tres náufragos –un físico, un químico y un economista– se encuentran en una isla. A su alrededor yacen cientos de latas de atún, pero nada que sirva para abrirlas. Hambrientos, los tres discuten cómo proceder. El físico propone: “Si tomamos una piedra y golpeamos el envase en el ángulo correcto, se abrirá”. El químico argumenta: “Eso llevara mucho tiempo y esfuerzo. Si ponemos los envases en el agua salada, el metal se oxidara y podremos abrirlos fácilmente”. El economista concluye: ¿Para qué hacer tanto lío? Supongamos que tenemos un abrelatas y se acabó el problema”.
El supuesto de racionalidad es tan crítico como inflexible en economía. Usando un término técnico, los modelos no son robustos con respecto a él. Eso quiere decir que si uno relaja el supuesto aunque sea un poquito –la gente es irracional alguna que otra vez– la mayoría de los modelos pierden todo poder de predicción. En esas condiciones es prácticamente imposible obtener resultados significativos. Por eso, los economistas matemáticos han desarrollado una técnica infalible para “ordenar” un mundo donde los seres humanos no se comportan en forma racional: “Supongamos que los agentes económicos son racionales”.
Durante años adopté esa idea y dediqué todos mis esfuerzos a derivar estrategias óptimas para maximizar la utilidad. Aprendí a evaluar riesgos, costes y beneficios, y a tomar decisiones inteligentes. Pero, al final, me encontré en una situación que destruyó completamente mi fe en la racionalidad humana: me enamoré y me casé.
Aún hoy recuerdo la conversación telefónica que tuve con mi padre: “Papá, me voy a casar”, le dije. “¿Estás loco?”, me preguntó. “Absolutamente”, le contesté, “hace falta estar loco para casarse”. Si uno se pone a hacer las cuentas, el coeficiente de riesgo/beneficio no cierra de ninguna manera. Es imposible casarse racionalmente; en especial con la evidencia estadística de los Estados Unidos, donde más del 50% de los matrimonios termina en divorcio (Aun así, más del 75% de estos divorciados vuelven a casarse. No sólo no somos racionales sino que no aprendemos... ¡ni escarmentamos!).
Después de mi boda, me resultaba imposible seguir creyendo en las teorías que estaba estudiando. Si yo, que había pasado siete años trabajando en teoría de la decisión, no podía aplicar las herramientas matemáticas a la decisión más importante de mi vida, ¿qué les quedaba a los pobres diablos que ni siquiera podían resolver un sistema de ecuaciones diferenciales u operar algebraicamente en espacios matriciales? Entré entonces en una etapa de crisis y cuestionamiento: ¿para qué servía lo que estaba estudiando?
Aunque no le pude contestar esta pregunta a la sociedad, encontré una respuesta personal sumamente pragmática (aunque tal vez un tanto cínica): ser doctor en economía matemática me serviría para conseguir trabajo como profesor universitario. Esto podría satisfacer mis necesidades materiales, pero no mis aspiraciones intelectuales y espirituales. Decidí entonces complementar mis estudios con cursos de filosofía. Seguía interesado en entender el pensamiento y el comportamiento de los seres humanos. Pero ya no creía que las teorías económicas fueran el vehículo más fructífero para ello.
Por suerte, Berkeley tenía un estupendo departamento de filosofía y ciencias cognitivas. Encontré allí profesores brillantes que me abrieron nuevos horizontes: filosofía del lenguaje, filosofía de la mente, metafísica, ética, existencialismo, hermenéutica. Temas fascinantes que ocuparon mis últimos años del doctorado. Paradójicamente, estos estudios filosóficos me resultaron muchísimo más prácticos y aplicables que los modelos matemáticos. Por fin comencé a entender cómo organizan los seres humanos sus percepciones, construyen una imagen del mundo y actúan en consecuencia. Más aún: mediante el estudio del lenguaje empecé a comprender cómo la subjetividad se convierte en inter-subjetividad; cómo el “yo” se encuentra con el “tú” y entre los dos aparece el “nosotros”.
¿Cómo es que un grupo de personas desarrolla una interpretación común de la situación en la que se encuentran? ¿Cómo es que la racionalidad individual puede ser integrada y trascendida en una racionalidad sistémica? ¿Qué papel juegan las emociones en la inteligencia? ¿Qué hace que ciertos grupos funcionen con excelencia mientras que otros son un desastre? Estas eran las preguntas que me abrasaban. Pero no son las que le toca investigar a un profesor de economía teórica. Por eso, cuando me aprobaron la tesis y me dieron el título de PhD, salí a buscar trabajo en escuelas de negocios. Lo que nunca me hubiera imaginado es que había una rama de los negocios que lidiaba directamente con todos estos problemas filosóficos: la contabilidad.
Conseguí una posicion en la Sloan Business School, del Massachusetts Institute of Technology (MIT). “Tenemos las más altas recomendaciones suyas”, me dijo el decano, “pero no tenemos puestos en el área de economía. Lo que le podemos ofrecer es trabajo como profesor de contabilidad gerencial y sistemas de información”. “¡Pero yo de eso no sé nada!”, me alarmé. “Estamos dispuestos a darle tiempo para aprender”, me contestó el decano, “nuestra oferta es darle un primer año sabático para aprender lo que necesite en esa área”. “Pero si no enseño, ¿cuánto me van a pagar?” (aunque me gustaba la filosofía no me olvidaba de la economía). “Lo mismo que a los demás profesores de contabilidad y finanzas, exactamente el doble de lo que ganaba como profesor en una escuela de economía”. En ese momento oí la áspera voz de Marlon Brando cuando en El padrino dice: I’ll make you an offer you can’t refuse” (“Te haré una oferta que no puedes rechazar”), y sin más, acepté. “Por ese dinero”, dije medio en broma y medio en serio, “estoy dispuesto a enseñar física nuclear!”.
Durante el primer año me dediqué a hacer un mini-MBA (master en administración de empresas). Asistí como oyente a todas las clases fundamentales. Descubrí así dos cosas: 1) las teorías de la administración son mucho más fáciles que las teorías de la economía matemática, 2) la aplicación de estas teorías a la realidad de la empresa es tan difícil como la aplicación práctica de la economía matemática. Los problemas de la empresa no persisten porque los managers desconozcan la teoría de la administración (cientos de escuelas de negocios, seminarios, consultores y libros se ocupan de mantenerlos a todos perfectamente informados), sino porque esas herramientas teóricas por sí solas no bastan para resolver nada.
Como cualquier otro instrumento, estas herramientas necesitan un usuario capaz de aplicarlas de manera efectiva; un ser humano consciente, que pueda ajustar las ideas generales y abstractas a la situación particular y concreta que enfrenta. El desarrollo de este usuario no es una actividad especulativa o intelectual. Para convertirse en el tipo de persona capaz de operar y liderar de manera efectiva en el mundo de los negocios, uno debe someterse a una disciplina rigurosa, entrenarse como un atleta olímpico o un músico profesional.
Si se observa la actividad de un equipo deportivo o una orquesta, puede verse que destinan el 99% del tiempo a la práctica y sólo el 1% es tiempo de ejecución. El virtuosismo “natural” demostrado en la competencia o el concierto es cualquier cosa menos natural; ha sido construido minuciosamente durante interminables horas de ensayo. Como dijo un famoso músico; cuanto más practico en privado, más “talentoso” me vuelvo en público. Sin embargo, esta proporción se invierte en el mundo de la empresa: el 99% del tiempo (por lo menos) está ocupado por la ejecución, y (con suerte) el 1% queda para la práctica. No es nada sorprendente que el rendimiento de las personas, los equipos y las organizaciones sea tan inferior a su potencial.
Mi desencanto con el manejo de herramientas coincidió con mi encanto con el perfeccionamiento de usuarios. A partir de ese momento, dediqué todas mis energías a la transformación personal y a su manifestación en el management y la actividad empresaria.
Justo en el momento de mi llegada al MIT, Peter Senge acababa de publicar su best-seller La quinta disciplina. Mi admiración por su trabajo me llevó a buscarlo. Nuestra reunión fue un caso típico de amor a primera vista. Inmediatamente descubrimos ideas, intereses, objetivos y valores compartidos. Así comenzó una larga asociación que llega hasta el presente. Peter me invitó a colaborar en el Centro de Aprendizaje Organizacional, un consorcio entre la universidad y empresas, dedicado a la investigación y aplicación de nuevos modelos de liderazgo. Acepté, y me convertí en uno de sus investigadores senior. Allí desarrollé una serie de seminarios que luego co-lideré con Peter para las organizaciones afiliadas. Fue una época exultante. Pero todo tiene su lado oscuro.
Mi entusiasmo por el pensamiento sistémico, la comunicación y el liderazgo se equilibraba con mi desinterés por las clases tradicionales de contabilidad. Mi materia se fue convirtiendo en lo que el centro de estudiantes denominó “el curso de contabilidad más raro del universo”. A partir de mis ideas filosóficas, me resultaba imposible enseñar que la contabilidad “refleja objetivamente” la “verdad externa”. Hace más de 200 años Kant probó definitivamente que lo que llamamos “percepción objetiva” está condicionada por nuestras categorías cognitivas. Después de leer sus argumentos demoledores contra el realismo ingenuo, nadie puede sostener seriamente que la información contable sea independiente del método utilizado para producirla.
Por eso, mi clase no era convencional. En vez de estudiar la contabilidad como una fotografía, la presentaba como una obra de arte, o como un mapa. Todo mapa es una simplificación operativa del territorio, destinada a apoyar las decisiones del navegante. Por eso, antes de dibujar cualquier mapa es crucial preguntar para qué será usado; un mapa hidrográfico es totalmente distinto de uno topográfico, aunque los dos se refieran al mismo territorio. De la misma manera, un sistema de costes para la valuación de existencias dará resultados totalmente distintos de los de un sistema de costes para análisis de rentabilidad, aunque ambos se refieran a los mismos productos. Lo principal es romper la ilusión de “verdad” y entender que el sistema contable es una herramienta interpretativa y no un espejo objetivo de la realidad.
Hay una anécdota de Picasso que pone en evidencia la naturaleza interpretativa de toda “representación”. Un hombre le encargó un retrato de su esposa. Día tras día el artista trabajó con la modelo en su taller. Finalmente, llamó a su cliente para mostrarle la obra terminada. Picasso descubrió la tela, y presentó su versión cubista de la mujer. El hombre, indignado, protestó: “¡Qué es esto! ¡Esta figura no se parece en nada a mi esposa!”. Sacó una foto de su cartera y poniéndola delante de las narices de Picasso exclamó: “¡Aquí está! ¡Así es mi mujer!”. Picasso tomó la foto y con gesto extrañado comentó: “¿Así es su mujer? ¡Qué pequeñita!”.
Toda representación es interpretación, y para tener sentido depende de códigos generalmente implícitos. De hecho, el verbo en inglés make sense (hacer sentido) es sumamente apropiado, ya que el significado de la imagen no es algo “tenido” por la imagen, sino “hecho” por el observador. Esto se aplica por igual al arte, a las ciencias naturales y a la contabilidad. Cada disciplina genera una serie de convenciones que sus participantes usan para plasmar y comunicar sus ideas. Estas convenciones se manifiestan claramente en la cocina, pero al igual que en La fiesta de Babette, la mayoría de los empresarios consumen la información contable en el comedor. Ven los números en una hoja de papel o en una pantalla de ordenador y creen que “si así está escrito, así debe ser”.
Los números esconden la metodología que los subyace. Muy pocas personas pasan a la cocina para comprender tanto su mecanismo de elaboración como los supuestos, a veces descabellados, que se esconden en su seno (Imagino un restaurante con un comedor finamente decorado, pero con una cocina llena de mugre e insectos). Por eso, los reportes adquieren una plus-realía (valor de realidad mayor al que se merecen). Cuando no comprendemos de dónde vienen las cosas, tendemos a verlas como productos y no como consecuencias de procesos. Esto nos lleva a aferrarnos a una perspectiva superficial que impide la comprensión y la comunicación efectiva.
Esta misma intuición es la que llevó a Deming a desarrollar su filosofía de la calidad total. Su argumento fue que, en vez de ver al error como una “cosa a arreglar”, es mucho más positivo interpretarlo como “consecuencia de un proceso fuera de control”. Por eso, en vez de tratar de resolver el defecto, se deben investigar sus fuentes para corregir el mecanismo que lo generó. Así, no sólo se arregla el defecto particular, sino que se mejora el rendimiento general del sistema. Para aprender de los errores es necesario pasar del comedor a la cocina. Cuando uno se siente cómodo recorriendo ese camino, entiende por qué los japoneses afirman que “un defecto es un tesoro”.
En mi clase distinguía dos tipos de contabilidad: la externa y la interna. La primera se ocupa de los informes, enfatiza la técnica y el detalle. La segunda se ocupa de los pensamientos, enfatiza la cognición y el comportamiento. La contabilidad externa (de los ojos para afuera) es necesaria, pero la interna (de los ojos para adentro) es fundamental. Así como los maestros zen preguntan “¿Cuál es el sonido de un árbol que cae en el bosque donde nadie puede oírlo?”, yo preguntaba “¿Cuál es el impacto de un informe contable que cae en un cajón donde nadie puede (o quiere) leerlo?”. Para tener efecto, toda información necesita ser digerida por la conciencia de un individuo. Más aún: los distintos individuos de la organización deben encontrar una interpretación colectiva que integre las interpretaciones individuales.
Para operar en forma armónica, los miembros de una empresa deben acordar objetivos comunes (la misión y visión colectivas) y realidades comunes (la lectura de la situación). Esta realidad común se construye mediante el proceso de comunicación. La comunicación efectiva se basa en información fáctica que legitima las interpretaciones. La contabilidad es, a mi entender, una actividad lingüística que genera soportes interpretativos para estructurar realidades comunes, compararlas con la visión y definir acciones en consecuencia.
Durante esta etapa de mi carrera, la Chrysler me pidió que dictase un seminario. Uno de los ejecutivos que participó era el director del proyecto de aplicación de Activity Based Costing (abc). Esta metodología calcula los costes en forma más razonable que la tradicional: aplica costes indirectos en base a la utilización de los recursos generales en la elaboración de un producto, en vez de calcularlos simplemente en base al contenido de trabajo directo. El ejecutivo se acercó a mí, ya que su situación era exactamente la que había descrito en mi charla: técnicamente, el sistema era una maravilla; prácticamente, un fracaso. El problema era que la gente no usaba la información para mejorar sus operaciones (Y, por supuesto, los resultados no iban a cambiar en tanto las personas no cambiaran su comportamiento). Los managers operativos sospechaban que esa metodología no era más que otro intento de los contadores por controlarlos, y se hallaban en pie de guerra.
El director de Chrysler tenía otro problema muy corriente entre managers que vienen de Áreas “duras” como la ingeniería, la computación, la contabilidad o las finanzas. Durante toda su carrera (incluyendo sus estudios universitarios) su foco principal había sido la disciplina técnica. Sus éxitos y promociones estaban basados en la excelencia demostrada en el desempeño de su función. Pero al ir subiendo de cargo, cada vez tenía menos contacto directo con su profesión y más necesidad de liderar a sus subordinados, que eran quienes realmente manejaban la operación. Esto le resultaba desquiciante, ya que nunca se había preparado para dirigir gente que supiera más que él. Su creencia, basada en ideas del siglo pasado, era que “el jefe es el que más sabe, el mejor operador del equipo”. Y no es así. Hoy es frecuente que hasta la más novata de las secretarias maneje el procesador de textos mejor que su jefe.
El primer ítem de nuestra agenda de trabajo fue entonces la redefinición de su papel como líder. En un equipo excelente, cada persona es la más capaz para hacer lo que hace. Por eso, el micro-management (control detallista) no funciona. El líder necesita aprender que su poder de apalancamiento depende mucho más de su humildad y capacidad para apoyar a sus colaboradores, que de su pericia técnica. Sus competencias básicas son la delegación y el empowerment, la defensa de la visión y el comportamiento coherente con los valores.
Chrysler fue mi primer proyecto de aplicación. Durante los tres años siguientes trabajé con el equipo de abc y con el vicepresidente de finanzas para cerrar el circuito y convertir la información en acción efectiva. Para eso, fue necesario que los contadores abandonaran su rigidez du role y se comprometieran con el mundo de la operación. Una vez que aprendieron el lenguaje de sus clientes, pudieron dialogar de manera efectiva, explicar el funcionamiento del sistema, corregir aquellas cosas que creaban animosidad y transformarse en verdaderos agentes de cambio.
El proyecto de Chrysler me convenció totalmente del papel fundamental del lenguaje en la coordinación efectiva de acciones. No sólo porque permite pasar de la subjetividad (ideas en mi mente) a la intersubjetividad (ideas compartidas), sino porque afecta directamente la capacidad de tener ideas. Hasta que los managers de las plantas automotrices adquirieron el lenguaje de abc, las planillas que recibían les resultaban incomprensibles, carentes de significado y, por lo tanto, invisibles.
No hablamos de aquello que vemos, sino que sólo vemos aquello de lo que podemos hablar.
El lenguaje es un filtro que permite la aparición de ciertas realidades e impide la experiencia de otras. Al igual que el sistema nervioso, el lenguaje “vibra” sólo en cierta frecuencia. Lo que cae fuera de ese rango de longitud de onda, no existe. Por ejemplo, no podemos ver radiaciones infrarrojas ni oír ultrasonidos. De la misma forma, antes de la aparición del lenguaje del control de procesos estadísticos (SPC), nadie podía observar que una línea de montaje estaba “fuera de control”. Esta observación sólo emerge una vez que existe la distinción semántica control/fuera-de-control. Para existir como posibilidad, el análisis estadístico de procesos requiere de un sistema de distinciones (un lenguaje) que lo soporte.






