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Número 7
Iana Verónica Paroli Krasteff
Paroli Krasteff, Iana Verónica
Número 7 / Iana Verónica Paroli Krasteff. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tercero en Discordia, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-987-4116-38-3
1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.
CDD A863
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.
ISBN 978-987-4116-38-3
Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723.
Editado en Argentina.
Hombre dividido
Mi historia es la que cuentan, no lo que sucede -se dice frente al espejo del baño un hombre de 43 años-. Pasaron los grandes heroísmos, salvar el planeta y morir de amor. La misión es vivir. La gran misión. A levantarse y hacer lo que se pueda. Se lava la cara y se mira en el ovalo colgado en la pared, idea de su señora. Él no iba a comprar un espejo ovalado y rodearlo de flores. Si me preguntan prefiero los espejos cuadrados y que me miren hasta la mitad del cuerpo. Mirando adentro en el espejo descubre una mancha en su pómulo izquierdo y varias arrugas. ¡Estoy viejo! ¿Tendríamos que haber hecho ese viaje?. Tira la toalla en el piso, es consciente que a ella le enferma, ¡Por algo sucede todo! -ríe cómplice. Prende la radio y cierra la puerta, un viejo método para que quienes se aventuren a entrar piensen que la casa no está sola. Él es el último en salir, los chicos están en el colegio y Sara en la universidad. La mujer, Sara, es secretaria del decano de la facultad de agronomía hace dieciocho años, prácticamente desde que se casaron. La casa está sola, piensa. Ve gente extraña husmeando las ventanas de alfeizar, fisgoneando a través de las cortinas de flores ¡Elección de Sara! ¡Ojos que alcanzarán la silueta de los sillones de pana morados, el dresuar , la escalera de ciprés. Y la casa está sola. Se siente así, como la casa, solo y lleno de voces oídas por nadie, merodeado por fantasmas. Camina a la agencia sin prisa, el aire lo aprisiona y le mete frio. Las cuadras traspasan una plaza escondida en un callejón. Ahí se sienta, ahogado. La boca de Sara susurrando su nombre arrasa sus oídos y tiene un mal presentimiento. La voz de Sara escuchada cada día durante todos esos años, una voz que fue cambiando su calidez hasta llenarse de sonidos estridentes, como de vidrios pisados o cosas que caían y se estrellaban, la voz de Sara. ¿Les habrá pasado algo? Llama. No. Están bien, los chicos en la escuela, ella justo en ese momento cruzaba a la fotocopiadora, lo hablaría más tarde. Inspiró largamente y recordó el sueño. Recién se habían casado, Sara tiró el ramo: una bomba que dejaba en blanco la habitación, borrándola a ella, a él, a su historia. “Auxilio” repetía, hasta que su propio grito lo despertaba. Sara lo mira pasmada desde la otra orilla de la cama. Sale y vuelve con un vaso de agua que deja en su mesa de noche y apaga la luz. Esa mañana se lavó la cara frente al espejo ovalado y se prometió: “¡A levantarse y hacer lo que se pueda!”. No pensaría en el pasado ni en lo que iba a venir. Parece imposible vivir hoy- se dice. Hay algo atado en él que no quiere desanudarse, algo que está viviendo atrás no se deja atrapar. Y eso lo mira desde el frente y es dentro de diez, veinte años.
La primera vez que vio a Sara, la primera de verdad, ella estaba sentada en un cordón atándose las zapatillas. Tenía diecinueve años y salía de una relación sin precedentes, “altamente toxica” había declarado. El muchacho de dieciséis años, embobado con la criatura, no imaginaba que una relación podía ser como una comida. Había besado y amado unas cuantas chicas que no dejaron huellas más profundas que las de una pisada en la arena. Es normal, se quiere y se deja de querer, pensó el hombre, viéndola a unos metros de él, sentada en el cordón de su vereda, viéndose parado en la entrada de la casa de sus padres, excitado, sin saber que decirle. Se quiere y se deja de querer, lo dice a media voz, inspirando y exhalando sin ganas, llenándose los pulmones para calmarse. Lo dice y suena brutal a las nueve de la mañana. Su vida fracturada un jueves tan temprano, en un aire tan frio. A la visión de Sara le sigue la de su madre y se ve a sí mismo con nueve años, treinta y tres, treinta cuatro años atrás. Su madre lo obliga a comer naranjas, odiaba masticar la pulpa dulzona antes de ni siquiera tomar un vaso de agua en la mañana, “Para que te mantengas corriente”, le decía, ¿Qué era eso? ¿Mantenerse corriente?. No quería las naranjas ¿había dejado de querer a Sara, como quien rechaza una naranja? “Altamente toxica”, había asegurado la chica. Los tres fantasmas se hicieron polvo contra las hojas de la calle, el sabor de la naranja se tornó amargo. Sacó un caramelo de dulce de leche con corazón de chocolate, de los que guardaba cuando le bajaba el azúcar. Pero la había querido, esa mañana cuando la vio atarse las zapatillas Topper, la había querido, en la vereda de su casa, la cartera verde con dos libros encima, el pelo suelto sobre la cara, la había querido sin preguntarse nada, la había querido en el acto, la había querido tanto, tanto.
-¿Qué miras pibe?- le dijo ella, a él le sonó falso el “pibe”, porque en el barrio y en la ciudad nadie hablaba de esa forma, esa palabra era de la capital.
2
Sara cruzó corriendo la Belgrano hacia la fotocopiadora del frente de la Universidad, las de las facultades habían cerrado en protesta. Estaba desorientada, entró en la panadería de al lado y pidió cuarenta y dos, no cuarenta y cuatro, juegos de doble faz. La empleada se sonrió y le dijo que solo despachaban facturas y pan francés. Sara la miró perpleja, el dedo índice de la chica señalaba hacia la izquierda. Salió disparada, el decano no era paciente. La llamada de Fabián daba vuelta las cosas, las mezclaba. Nunca hablaba de mañana, en realidad ya nunca la llamaba.
Ya nunca me llama. ¿Qué le pasa a éste? ¿Tuvo un accidente? Si le pasa algo no cuenta, nos llama, nos pregunta si está todo bien, como si nos hubiera pasado algo a nosotros. La vez que lo chocaron, “¡Hola! ¿Están bien todos?”, “ ¡Si! ¿Por?”, “ Nada, llego tarde a cenar, no se preocupen”. Estaba en el hospital, radiografías, tomografía del golpe en la cabeza. A este le pasó algo. Regresó a la facultad y pidió un café cargado. Mientras cruzaba la Belgrano un aire triste se había metido por debajo de su falda y le había helado las caderas y puesto tieso el estómago. La masa gélida había subido hasta sus hombros y pecho. Tomó el café caliente, quemándose la lengua y el frío seguía ahí. El decano la llamó al despacho y le entregó expedientes para despachar a rectoría, le dictó un par de cartas y le pidió que contestara otras tres en su nombre hasta el viernes. Le preguntó si estaba bien, la notaba distraída, con ojeras, seguro era una gripe, si quería podía retirarse una hora antes. Sara no estaba acostumbrada a esta deferencia, se asustó, corrió al baño y buscó desesperada su imagen, se sentía morir. El decano golpeo la puerta, jamás se hubiera atrevido a hacer estas cosas a menos que... “Estoy bien”- gritó Sara. Estaba bien, no debía tener pánico, ¿Pánico de qué?
3
-Sos linda -. No se le ocurrió otra cosa, no era un gran charlatán, tampoco había aprendido a mentir y esos ojos eran tan decididos, te obligaban a halagar a la dueña de ese cuerpo pequeño, a punto de madurar.
-¿A si? -le contestó y levantó sus libros y su cartera verde. Si soy tan linda invitame un helado -. Lo intimidaba tocándose el pelo, mirándolo fijo.
-Bueno, le digo a mi mami …-. Ahí mismo se arrepintió de lo dicho y le sudaron las manos como siempre que se ponía nervioso.
-Te espero-. Se sentó otra vez en el cordón y otra vez dejó la cartera y los libros en el suelo. Parecía que tenía todo el tiempo a su disposición, incluso el tiempo de él. De su vida dispuso así, llevándolo a “su terreno” y él jamás le reprochaba nada, solo una vez se había atrevido, una vez, pasados siete años de matrimonio. Y ella lo había escuchado como escuchaba la radio mientras se pintaba las uñas.
Mi vida a tu disposición, mi tiempo, se dijo el hombre y se quedó mirando fijo un charco de la plaza en el que se reflejaba un jacarandá. Su tiempo había sido digerido a una velocidad monstruosa, una cadena de circunstancias precipitó los años sin que pudiera detenerlos. “Quiero parar, quiero parar, basta” gritaba en el sueño, un sueño recurrente durante los tres últimos años. Y Sara esperándolo al costado de la cama, al despertar, pasmada, muda. El vaso de agua, apagar la luz. Del sueño no recordaba detalles, el grito lo despertaba y la mujer le repetía lo que había dicho. Ahora de golpe, podía verlo: viajaba en un tren, de noche, intentaba saltar porque el tren no se detenía en su parada, manos sin rostro lo sujetaban y caía hacia abajo, no hacia atrás, en un pozo, no en el vagón de sillas de pana morada. Sentado en la plaza del callejón, trató de recordar porque se había enamorado, quién era ella y qué era el amor.
Llevó a la chica a tomar helado. La noche se dormía sobre ellos, en la piel sentían la humedad. Sara tomó su mano y la llevó a su cara, él comenzó a temblar, ella le preguntó si tenía miedo, él culpó a sus nervios, nervios por qué chiquito, él la besó, ella le devolvió el beso. La acompañó a su casa. Volvió dos, tres veces a esa casa. En la siguiente visita se tocaron, se lamieron, tuvieron un inesperado orgasmo. Ella le explicó lo que era tóxico y le pidió bajo juramento que jamás lo hiciera. El juró. No tenía idea de lo que estaba prometiendo. Ahora, veinte años más tarde se daba cuenta.
4
Sara tuvo dos hijos y fue apagándose al lado de él. Esa flor que había madurado en los brazos del chico de veinte no había dudado en desmoronarse día a día sin preguntar. Una noche en que él le pidiera desnudarse y chupar su sexo ella le contestó:
-Fabián, la verdad, quiero que sepas…la verdad que para mí, lo único importante en mi vida son mis hijos y mi trabajo -. Y puso una película romántica en el canal. El chico que la había conocido en su vereda, a la orilla de esa tarde de verano, quedó perplejo. Sara dejó de dedicarle horas a la peluquería después de cortarse el cabello a lo garzón. Cambio sus vestidos por trajes, pantalones y camisas holgados. El maquillaje quedó anclado en su neceser rosa, perdiendo el color. Las clases de gimnasia fueron reemplazadas por esporádicas caminatas. Cenaban los sábados con amigos y tenían coito a veces, para liberar la tensión de la semana. Los días fueron intrincando lo que fuera fácil, lo que alguna vez se había dado naturalmente, mezclándolos, enredándolos.
Estoy a su merced, viviendo en su casa, ocupando su espacio, repartido en su tiempo, esa vida, ¿es mi vida? Seguía de cerca la imagen del árbol moviéndose en el agua, o era el agua movida por la brisa que parecía mover al árbol, a la imagen del árbol. Entonces se vio a sí mismo, como una imagen de lo que debía haber sido, movido por la brisa de Sara, habitando en el estanque de una vida que ya no era suya. Tiro una piedra al charco y el árbol se hizo pedazos. Caía en el charco, lloraba la lluvia enlodada de las hojas. Se acostó en el banco haciendo de almohada el portafolios. Cerró los ojos y pensó en ella, para sentirla, para verla cómo era o cómo había sido o como debía ser. Pero no la encontró. No estaba el pibe mirando fijamente a esa chica, embelesado, dispuesto, perdido en el tiempo de ella.
5
Sara llegó a las dos y media de la tarde. Los chicos, dos adolescentes de dieciséis y diecisiete años, habían almorzado la comida de emergencia: fideos con salchicha, del padre no sabían nada. Sara se alarmó, los jueves era su día de llegar tarde y el marido se ocupaba del almuerzo, de las noticias familiares en la mesa, de los comunicados de padres a hijos, de los pedidos de hijos a padres. La mujer salió a buscarlo en el auto. ¿Dónde estás? ¡Hombre idiota! El hombre idiota se dedicaba a trabajar y a esporádicos asados con sus empleados. La agencia estaba cerrada hace hora y media, le aseguró el administrador. El Señor Fabián no había ido hoy, dijo la secretaria. Pasó en el auto varias veces frente a la plaza del callejón. A la séptima vuelta estacionó y se sentó derrotada, en un banco. De reojo vio un hombre dormido en el banco de al lado, tapado con un sobretodo negro parecido al de su marido. Lo miró con detenimiento, los zapatos eran iguales a los que le regalara a Fabián para el aniversario. El hombre despertó, se fue incorporando, ella pudo ver su pelo castaño alterado por algunas canas en la sien, es buen mozo, pensó. Las manos blancas, las uñas prolijas, No es un vago, se dijo ella, es un hombre de trabajo, un hombre de familia. Él la saludo amablemente, ella le devolvió el saludo. El hombre peinó con los dedos su cabello, acomodó algo en su portafolios, se puso el sobretodo y se fue.
¿Qué es el amor?
“Si tu indiferencia va a continuar, dame un preaviso. No es que vaya a renunciar. Fui feliz con vos, si se considera la felicidad el amor, si el amor es jugar, sentir olores y ver cosas, aunque me quedé con ganas de golpearte. No tengo miedo a pedir perdón, ahí va. Y si este mensaje es una botella en el mar…1) quitarle la tapa 2) dejar ir 3) no mirar mientras se hunde”
Lo escribe y lo guarda en el bolsillo izquierdo del jogging rosa; en el izquierdo para no perderlo porque no lo usa para nada, en el derecho pone las llaves, la plata y todo lo que toma al pasar. Va a pegar la carta en los anotadores de imán. ¿Cuándo tendría la heladera de ella a mano? No la invita hace tiempo. Una caótica cordialidad es la moneda con que le paga los juegos que empezaron con un té. La invitó al primero en el arenero del circo. Un circo ambulante que contrataba boleteros, armadores y desarmadores de las carpas, deportistas de lucha libre y tarotistas. Sisí llegaba por segundo año consecutivo al ensayo en esta carpa, Leonela por primera vez. Todo hacía suponer la espectacularidad del show: el ring amarillo, violeta y anaranjado con cuerdas doradas, la araña gigante de cristal que descendía sobre el cuadrilátero, los reflectores buscando las siluetas, la música emancipando al público de la rutina.
Leonela, al ver a Sisí entrar a la carpa, se sujetó cabello en una vincha con su nombre en azul pálido y florcitas. Sisí se lo soltó ante la chica, guerreros indefensos se armaban en su mente. Ella que iba a los entrenamientos todos los días, tres veces con el equipo, tres veces sola, no sabía dónde poner los pies. Se puso en guardia, las luces empezaron a girar, los técnicos probaban. La araña sobre ellas ascendía y descendía mostrándolas agigantadas en una pantalla panorámica al frente de los palcos. La música les hizo cosquillas y empezaron a jugar, a provocarse. Sisí entendió de esa forma las guardias de la nueva, no esperaba la embestida. La lucha fue desigual. Sisí no respondía, confundida por la determinación de Leonela. Revolcón de zancadilla, pelo metido en la boca y los ojos. Agitada, sudando sobre su derrota intenta pararse y cae de espaldas. Leonela le alcanza una mano caliente y suave- ¡Increíble chica! - le dice mientras la tironea para levantarla. Cortan la música. Les piden por alta voz pasar a los vestuarios por los talles de los trajes. Sisí se pone de pie. Leonela la mira fijo y le dice – ¿Vamos a tomar un té? Los tés terminaron por no alcanzar.
Sisí entrenaba en el dojo de la escuela Goleta las artes marciales llamadas shwae chew tian, una rama de antiquísimas herencias orientales de defensa. A la secundaria Goleta también iba Leonela después de que sus padres, tras el divorcio, decidieran que ella, Leonela Martínez Paz, debía quedar con su abuela paterna. No tuvieron el valor de preguntar la opinión de la nieta consentida. Leonela marchó con gusto a la casona medieval de la “viejita trucha” como le decía entre zalamerías y abrazos. Se decidió por el arte de la guerra que practicaba Sisí cuando la entrenadora la interpuso entre eso o el tae kwon do. Leonela se acostumbró a la presencia sumisa de Sisí, a que la secunde. Se permitía entrar diez minutos después al dojo, Sisí practicaba monerías para distraer a la instructora, se caía, le atacaba una tos sorpresiva. Era una de las formas de someterse a los impulsos de Leonela, de acomodarse a cada registro de su carácter díscolo. Pero eso tampoco sería suficiente.
Una tarde en que ya habían comenzado a entrenar, escuchó el chistido insistente. Sabía que era Leonela, sabía que tendría que ejecutar la danza de distracción. No lo hizo, en un intento por ganar la guerra muda de las dos. Leonela cumplía sus veredictos, le había advertido que no tenía reparos en la crueldad, que no se le movía un pelo para vengarse de la deslealtad. Entró mordiéndose la punta de la coleta. La tardanza le costó cuarenta sentadillas, cincuenta espinales, sesenta lagartijas. En el primer combate redujo con una llave a la traidora. Sisí vio la curva de un puente al abismo en la cara de Leonela que no pestañeaba.
-¡Eh! ¡Te metiste por la espalda! -grita Sisí, el orgullo disuelto en alquitrán.
-¡Te advertí!- grita Leonela. Sisí la toma del pelo.
-¡Soltame!-le tiene la cabeza metida entre las piernas, le presiona el cuello, Leonela puede sentir su olor- ¡Es contra el reglamento! –grita. Sisí la suelta. El dojo de Goleta se disuelve. Leonela se trenza el pelo sin bajar la mirada, una pierna firme delante, el labio inferior mordido. La instructora advierte la infracción. Sisí ve un árbol, contempla la cúpula doblegada de flores encarnadas ¡Tanta belleza! Leonela le hace señas. Sisí se dispone. El primer golpe la deja de rodillas. Leonela se posiciona detrás y la sujeta por la cintura, cruza uno de sus brazos debajo de la pierna izquierda. El tatami es un campo de lavanda y horchata de esa piel, esa piel que no deja de seguirla. Leonela la levanta y la lanza de espaldas. Sisí grita. El campo penetra su nariz, da vueltas en su cerebro, colisiona en sus ojos, estalla en el corazón, el estómago y los pulmones. La profesora y los compañeros las tienen tomadas por los hombros y las arrastran a los puntos opuestos del gimnasio. Las dos sienten como se corta la cuerda, como se va estirando el espacio que las unía hasta desparecer. Leonela se acerca a Sisí impostando humildad, la profesora la ha obligado a pedir disculpas.
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