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Mientras que el modernismo creía que la vida del artista poseía las claves mágicas para leer las obras de arte, el neoconceptualismo ha enfriado esta creencia y la ha corporativizado. La biografía del artista casi no importa. ¿Qué vida? Mientras más vacía mejor. La experiencia de vida del artista, si es canalizada en la obra de arte, solo puede impedir el propósito neoconceptual, neocorporativo, del arte. Lo que queremos leer es la biografía de la institución.
En The Collector Shit Project [El proyecto de la mierda de coleccionista] (1993), el curador y artista Todd Alden invitó a numerosos curadores, coleccionistas y artistas contemporáneos de renombre a “donar” muestras de su materia fecal. Cada espécimen fue enlatado, firmado por el artista y numerado. A cada lata se le otorgó un certificado de autenticidad en una edición muy limitada (1 de 1). Collector’s Shit responde, con un poco de ingenio conceptual, al prolongado entusiasmo que se irradió durante una década en el mundo del arte sobre “lo abyecto”, una condición descrita por Julia Kristeva en 1982 en Los poderes del horror: un ensayo sobre lo abyecto. Pero, en retrospectiva, el proyecto de Alden también ofrecía un guiño referencial al artista del Nuevo Realismo Piero Manzoni, que hizo exactamente el mismo proyecto (Merda d’artista [Mierda de artista]) en Italia, en 1961. Expuestas en latas de colores brillantes, y apiladas alegremente como en un estante de supermercado, Merda d’artista fue la crítica mordaz de Manzoni al consumismo de la posguerra: una oferta pública de su mierda. El trabajo de Manzoni, como el de sus contemporáneos del Nuevo Realismo de Italia y Francia, fue pronto absorbido por el Pop Art con base en Nueva York, en el que el mismo imaginario se utilizó con una ironía festiva carente de la furia original. El Pop Art fue esencialmente un gran fuck you al expresionismo abstracto. Al utilizar la iconografía consumista, habló principalmente de cosas que sucedían en el mundo del arte sin preocuparse en absoluto del movimiento consumista que estaba teniendo lugar, en ese momento, en la cultura en general.
La relación con Manzoni y su historia concomitante no representaron demasiado en la repetición de Alden de 1993. Lo más importante fue “lo abyecto”, y la obra tuvo un éxito notable. Montones de coleccionistas le enviaron montones de mierda. Los que no lo hicieron le enviaron cartas, que también se exhibirían. Y luego, tuvo la suerte de que la muestra fuera cancelada por el lugar que había elegido para montarla, el almacén Crozier. Crozier era donde almacenaban sus obras las galerías de alta categoría de Nueva York. Cuando el gerente supo el contenido real de la muestra de Alden, se sintió razonablemente impresionado. “No puedes”, le escribió en una carta al artista, “realizar una exhibición de excremento”. Finalmente, todo el asunto se mostró en la Art Matters Foundation en Nueva York. Alden, que acababa de graduarse del posgrado de arte de Whitney Studio, se tomó la abyección con mucha seriedad. En aquel momento, el programa del Whitney promulgaba dos cosas: la comprensión de lo que realmente significaba “lo abyecto” para Kristeva, y la crítica institucional. “Le di forma a mi incapacidad para representar lo abyecto”, le dijo Alden a Sylvère Lotringer en una entrevista, años más tarde (More & Less, 2000), “a través de una suerte de configuración semiótica, al presentarla en una lata en la que el excremento obtiene sentido por medio del lenguaje, y no, por medio, sabes…”. “¿De la mierda?”, preguntó Lotringer.
Estamos viviendo una vida cotidiana tan despreciable y trivial que la pornografía se vuelve la única réplica apropiada.
SEGUNDA PARTE: ARGUMENTO
Al trazar la profesionalización del mundo del arte en su libro Art Subjects (1999), Howard Singerman describe la forma en que las decisiones institucionales se llevaron a cabo en la década de 1950 para separar los programas de arte de las facultades de Humanidades, de modo que estuvieran basados en la experiencia y la práctica. Influenciadas profundamente por el impacto del experimento de Charles Olsen en Black Mountain, Yale y Harvard implementaron nuevos posgrados de arte basados en la práctica y la crítica en el taller. Este cambio fue una bendición a medias. Si bien proporcionaban una formación más realista que dos años más de historia del arte, la formación institucionalizada con un grupo de compañeros de los posgrados también significaba dos años de confusión institucionalizada. Como recordó Jack Goldenstein durante el apogeo del conceptualismo de CalArts en la década de 1970, los profesores hacían muy pocos comentarios negativos sobre el trabajo de los alumnos. La aprobación se expresaba a través de un ligero movimiento de cabeza. Obtenías ese movimiento o no.
Recuerdo haber visto un horroroso video de un estudiante de posgrado del Art Center, en el que él se “ofreció como voluntario” para ser atado como un pollo y colgado del techo como una piñata para el proyecto de un amigo. Este proyecto formaba parte de la “mini reseña” del amigo. El estudiante en cuestión ya tenía tres errores en su contra. Era muy inteligente y poseía una licenciatura en algo no artístico de una universidad de la Ivy League; había sido un judío observante; esperaba utilizar sus preocupaciones sociales y espirituales como una base para el arte que hacía en la escuela y que iba a desarrollar después. Su aceptación a hacer de pollo fue un último intento desesperado de integrarse en la diversión y ser parte del grupo. Recuerdo haber visto cómo el rector y el tutor académico de ese momento caminaban en círculos alrededor de esta “piñata” viviente durante media hora, le daban golpecitos y lo empujaban, hacían comentarios denigrantes sobre la construcción de la obra, y arrojaban ceniza de cigarrillos sobre el envoltorio de papel maché.
Nadie quiere dejar de ser cool. Sin embargo, este proceso de humillación de dos años es esencial para el desarrollo de valor dentro de los parámetros del arte neoconceptual, que es elusivo por naturaleza. Sin este proceso, ¿quién sabría qué fotos cibachrome de letreros urbanos, qué video de calcetines dando vueltas en una secadora, qué pinturas monocromas minimalistas son olvidables y cuáles están destinadas a ser arte?
Hasta hace poco tiempo, no había ninguna posibilidad en absoluto de desarrollar una carrera artística en Los Ángeles sin asistir a uno de los varios posgrados de arte de alto perfil. Nueva York siempre tuvo una multiplicidad de mundos del arte, cada uno con sus propios premios y castigos y recompensas. El juego allí siempre se trató en observar quién de las escenas de galerías experimentales y alternativas tendría éxito en “cruzar” desde Williamsburg hacia Chelsea y más allá. En Los Ángeles, los espacios alternativos como la Galería Zero One de Hollywood, Highway, el espacio de performances de Santa Mónica e incluso el espacio LACE (Los Ángeles Contemporary Exhibitions), de más alto perfil aunque sin fines de lucro, han sido guetos sin salida a los que no concurre nadie del mundo del arte y mucho menos los ambiciosos estudiantes. Curiosamente, esta situación ha comenzado a cambiar con la gentrificación del centro y los barrios del noreste. Espacios de arte infrafinanciados han abierto en Chinatown, el centro y Echo Park, frecuentados por “civiles” relacionados: residentes que trabajan en campos tangenciales al arte como el cine y la moda, el marketing online, la organización comunitaria y el derecho.
Sin embargo, la hegemonía total de los posgrados de Los Ángeles dentro del mundo del arte local ha sido vista como una ventaja. Como le señaló el galerista Andrea Rosen a Andrew Hultkranks (Artforum, verano de 1998): “Lo que hace tan genial a Los Ángeles es que el programa de escuelas es una parte vital de la comunidad. Una parte importante de estar en la comunidad del arte de Los Ángeles consiste en ser profesor”. Y como escribió Giovanni Intra sobre la fundación de su galería junto a Steve Hanson, China Art Objects, en 1999: “La idea del espacio alternativo que se abstenía de negociar financieramente se había vuelto redundante… sus coordenadas… no tenían sentido en el ambiente de jóvenes posgraduados de universidades de Los Ángeles de las que egresaron jóvenes de veintiocho años, entusiastas sobre la profesión. Habían recibido una educación similar a la de un campo de entrenamiento militar y tenían deudas estudiantiles de ochenta mil dólares. Las escuelas de graduados de Los Ángeles eran ambientes increíbles en el sentido intelectual, tenían estudiantes y profesores brillantes; debajo de ellas había una capa de puro terror financiero, estratificada con humorísticos y astutos niveles de espionaje industrial, competitividad y el entrecruzamiento, con frecuencia desesperado, de dealers, curadores y críticos cuya vocación exigía un entusiasmo por el arte joven” (“LA Politics” en Circles. Individuelle Sozialisation und Netzwerkarbeit, Zentrum für Kunst und Medientechnologie, Karlsruhe, 2002).
En un artículo para la revista Spin, en 1997, Dennis Cooper trazó paralelismos entre la energía, la sinceridad y la ambición de los artistas jóvenes del posgrado de arte de UCLA y la escena de la música alternativa. Y dentro del contexto mayor de la cultura conglomerizada, las artes visuales son probablemente el último medio que queda donde todavía es posible construir una carrera viable sin el apoyo del marketing corporativo global. Si se compara con la hegemonía de Fox, Clear Channel y Time/Warner, el predominio de algunas escuelas de arte y sus ideologías dentro del mundo del arte luce increíblemente benigno.
Aun así, es curioso que aquí, en la segunda ciudad más grande de Estados Unidos, el arte contemporáneo se haya quedado tan aislado y distanciado de la experiencia general de la ciudad.
TERCERA PARTE: MAGIA
David Farrar, abogado inmobiliario y activista político disidente, señala el horizonte del centro de Los Ángeles a través de las ventanas que van del suelo al techo de su oficina, en el piso 36 de las Torres Arco.
–Aquel edificio es mío –dice Farrar señalando con la cabeza las torres ocupadas por Citicorp–. Y aquel, y aquel, y aquel.
Farrar es un hombre bajo y achaparrado. Lleva puesto un traje azul marino y suele usar pajarita en una ciudad donde todos los días son “un viernes de atuendo informal”, para que la gente lo identifique más fácilmente, y lo recuerden. Lo conocí en un avión y decidimos ser amigos. “Hola, soy el tipo de pajarita que conociste la semana pasada en el evento de captación de fondos de Harvey”, le dirá por teléfono al portavoz de la asamblea de la ciudad, o al promotor Eli Broad, o a Madeline Janise-Aparaisio, directora de la Coalición para la justicia económica de Los Ángeles.
En las dos semanas que han pasado desde que nos conocimos, me ha llevado a varias caminatas por “su” Los Ángeles. “Su” Los Ángeles consiste mayormente en los proyectos que él ha ayudado a implementar. Hasta ahora hemos estado en Union Station, un “centro de tránsito intermodal” que conecta pasarelas peatonales, jardines, arte público y restaurantes de categoría. Previamente, era una estación de trenes venida a menos rodeada por algunos terrenos vacíos llenos de basura. Hemos visitado la residencia de LA Vets Westside, cerca del aeropuerto internacional de Los Ángeles, un refugio modelo para personas sin techo en una torre de apartamentos universitarios que Farrat y sus colegas rescataron de la demolición. Aquí, personas ancianas que alguna vez vivieron en las calles alquilan habitaciones por precios modestos y tienen empleos básicos alrededor del aeropuerto. LA Vets compró la propiedad por menos de lo que hubiera costado su demolición. Farrat es fan de la organización “Más que techo”, que defiende la idea de que los alquileres subvencionados a las personas de bajos ingresos deben ofrecer algo más que simplemente vivienda. En LA Vets los residentes van a reuniones de Alcohólicos anónimos, terminan la escuela secundaria y asisten a clases de administración e informática en salas preparadas para esos propósitos.
“Más que techo” es una idea que Farrar ayudó a llevar adelante mientras trabajaba como abogado del proyecto de viviendas Century Freeway. Con quinientos millones de dólares de fondos federales enviados al Departamento de transporte de California para reemplazar unidades de vivienda destruidas en la construcción de la autopista, Farrar y su “equipo” trataron de hacer algún bien con el dinero y construyeron complejos residenciales para personas de bajos ingresos, que incluían programas de apoyo escolar, centros comunitarios y de cuidado de día. El proyecto Century Freeway funcionó tan bien que fue establecido como una entidad aparte cuando se completó la autopista. La corporación continúa financiando nuevas viviendas de bajo coste.
“Equipo” es una palabra esencial en el vocabulario operacional de Farrar. A pesar de que sabe muy poco de deportes, ve cada detalle como una carrera para llevar la pelota al otro lado de la meta, sobreponiéndose al bloqueo de oponentes poderosos. En 1998 el “equipo” jurídico de Farrar representó a la Ciudad de Los Ángeles en el desarrollo del estadio Staples Center. Este estadio, hogar de los Lakers de Los Ángeles, fue la primera instalación deportiva de gran envergadura construida en Estados Unidos en la que el gobierno de la ciudad se negó a subvencionar a los propietarios y promotores millonarios. Durante la negociación de dieciocho meses, Farrar hizo que un amigo lo llamara cada domingo por la noche para resumirle los hitos más importantes del deporte. De esa forma no estaría excluido de las conversaciones del lunes por la mañana con los dueños de los equipos y sus abogados. Actualmente, representa al Condado de Los Ángeles en negociaciones con una empresa petrolera y un grupo de propietarios y promotores inmobiliarios para convertir los campos petrolíferos Baldwin Hills en una reserva natural y un campo de golf de “uso común”.
Para David Farrar, Los Ángeles es una especie de magia. Creció en Clifton Forge, una ciudad de los Apalaches, en un sector llamado Roxbury Hollow, donde casi siempre está oscuro porque los cerros rodean la ciudad como las sonrisas llenas de huecos de sus habitantes. Hijo de un trabajador ferroviario y una secretaria de juzgado, Farrar no pudo costearse el arreglo de su dentadura hasta que tuvo treinta años, pero apenas llegó a la Universidad de Virginia (donde estudió Derecho con una beca completa), supo que era probable que su futuro no fuera muy brillante en los ambientes judiciales patricios de Washington DC o Manhattan.
En Los Ángeles, la gente ve primero su pajarita antes de notar que tiene un leve acento apalache. Se dio cuenta de que en Los Ángeles era posible “hacer cualquier cosa”, siempre que estuvieras dispuesto a “arremangarte la camisa y tomar una pala”.
Jan Perry, miembro del Consejo del Condado de la ciudad de Los Ángeles, tiene un sentimiento similar al de Farrar. Criada en una familia de clase media negra de Cleveland, pasó de la universidad Case Western Reserve a la de South California cuando tenía diecinueve años, porque “en Cleveland, realmente tenías que conocer gente, o ser de un tipo particular de familia para progresar. Sentí que Los Ángeles le ofrecía una gran oportunidad a alguien como yo. Sentí que aquí podría tener un trabajo decente, vivir en una vivienda decente, ir a donde quisiera, y ser amiga de todo tipo de gente”, declaró al periódico Downtown News de Los Ángeles.
En 1999, un grupo de setenta trabajadores textiles tailandeses sin papeles recibieron un millón doscientos mil dólares en el acuerdo final de una demanda que iniciaron contra El Monte, un taller clandestino que los había empleado. Los miembros del grupo habían llegado allí años atrás; no hablaban inglés, y los retuvieron prácticamente como prisioneros, con guardias detrás de alambres de púas. Después de iniciar la demanda, los trabajadores textiles se convirtieron en enfermeros, estudiantes de moda y esteticistas. Algunos se unieron a grupos de activistas de trabajadores latinos.
En Los Ángeles, es posible comprar influencia sobre miembros del Consejo de la ciudad aportando solamente diez mil dólares para una campaña. Cuesta apenas medio millón de dólares lograr que se apruebe una ley en Sacramento.
El chanchullo significa igualdad de oportunidades, y a un célebre miembro del Consejo de la ciudad, conocido por tener una propensión al juego, le gusta recibir sus coimas en forma de apuestas a su nombre en el hipódromo de Santa Anita.
Luis Gargonza creció en una cabaña de una sola estancia sin agua corriente ni electricidad en Michoacán. Cuando tenía catorce años, tomó un autobús hasta Tijuana, atravesó a nado el canal entre Tijuana y San Diego, y se reunió con su hermano en Los Ángeles. Analfabeto en español, hizo trabajos extraños pero aprendió a leer y escribir en inglés. Ahora tiene cuarenta años, conduce una camioneta Ford 250 y posee una gasolinera.
Nacido en la Ciudad de México, Miguel Sánchez cruzó la frontera a través del desierto. Trabajó en una imprenta del centro sur de Los Ángeles durante quince años, ahorró 25.000 dólares y abrió un café y galería en Echo Park.
CUARTA PARTE: THURMAN, NUEVA YORK, ENERO DE 2003
La realidad universal tiene su propio
código postal: 12839.
Eso es todo. Escríbeme. Aquí.
William Bronk
Hudson Falls, un pequeño pueblo que linda con la zona meridional de las montañas Adirondack, al noroeste del estado de Nueva York, es la clase de lugar en el que los recuerdos de la escuela secundaria giran en torno a drogarse con polvo de ángel y mirar el amanecer desde un cerro sobre el vertedero del pueblo. Mi amigo, Mark Babson, me contó eso. Me llevó allí un domingo por la tarde y me mostró todos sus lugares secretos. Y sí, metido en un codo de la parte norte del río Hudson, es un vertedero muy bonito… aunque todo el lugar fue tapado hace tres años después de que un informe declarara que era el vertedero más contaminado de todo Estados Unidos. De todas maneras es hermoso. La tierra que tiraron con camiones para cubrir los residuos tóxicos está ahora cubierta de pasto.
Mark nació y creció en Hudson Falls, una ciudad que ahora es apenas poco más que una colección de fábricas abandonadas y casas prefabricadas con jardines descuidados y secos. Cuando la Agencia de Protección Ambiental de la era Clinton trató de que General Electric, la principal empleadora del pueblo, limpiara el PCB que habían arrojado en el río Hudson, todo el pueblo se juntó para apoyar a la empresa.
¿Por qué remover todos esos tóxicos?, argumentaban. Mark (como el resto de los adolescentes de la localidad con un nivel de educación superior a tercer grado) recibió una generosa paga de GE por juntar firmas para una petición “de base” para “salvar el río”. Cuando la campaña de la compañía, que duró cuatro años y costó 60 millones de dólares, demostró ser ineficaz, cerraron la planta y se trasladaron.
–Borrachos, gente que vive de la seguridad social y ancianos –dice Mark como resumen de los datos demográficos más actuales de Hudson Falls.
Cuando le sugiero que se podría hacer mucho dinero re-parando las construcciones coloniales de estilo georgiano del pueblo, otrora gloriosas, Mark se encoje de hombros y suspira:
–Aquí no puedes vender pizzas con corazones de alcachofa.
Me mudé otra vez al diminuto pueblo de Thurman (832 habitantes) en junio pasado. Thurman no está lejos de Hudson Falls, pero la ciudad de Nueva York está a 360 kilómetros. Después de vivir varios años en Los Ángeles, extrañaba el invierno, y pensé que quizás podía volverme una escritora regional del norte del estado de Nueva York.
Cinco meses después, empezaba a sentir que quizás aquella no había sido una buena idea. El invierno llegó rápido: a mediados de octubre, todos estaban quemando madera y colocando llantas con tachas para la nieve en sus camionetas. La zona estaba más deprimida que nunca. Este sector de las montañas Adirondack, que yo recordaba como un lugar encantadoramente tranquilo, me daba la impresión, ahora, de estar destruido y abandonado. En toda la región, los supermercados Grand Union habían sido reemplazados por Tops, una cadena de tiendas de bajo coste inmunda que se especializaba en la venta de productos a punto de caducar. En Corinth, estaba por cerrar el último aserradero que quedaba. Ames Department, la cadena de descuento predecesora de Walmart acababa de declararse en quiebra, así que ahora tenías que viajar setenta y cinco kilómetros solo para comprar un sacacorchos. Los viejos que habían talado los bosques con caballos estaban casi todos muertos; ahora sus descendientes controlaban los bosques con gigantes tractores forestales, cuatriciclos todo terreno y motos de nieve.
Estaba pasando demasiado tiempo visitando páginas web en busca de sexo de online (que es el único tipo de sexo que tienes si vives sola en un lugar como este), conduciendo por el campo escuchando Hits clásicos de Frank Sinatra, y llorando. Las antiguas canciones de Cole Porter evocaban un mundo específico donde los amantes eran recordados por los sombreros que llevaban puestos, la forma en que sostenían un tenedor, sus sonrisas; y no olvidados a través de los significados infinitamente intercambiables del sexo online y el porno.
My story is much too sad to be told
But practically everything leaves me totally cold
The only exception I know is the case
When I’m out on a quiet spree
Fighting vainly the old ennui
And I suddenly turn and see
Your fabulous face1
Fue más o menos por ese tiempo cuando conocí a Mark Babson. Mark tenía veintidós años, había intentado varias veces entrar a la universidad y no lo había logrado. Estaba arreglando mi cocina después de que los veganos que habían vivido allí durante mi ausencia con siete animales domésticos la despedazaran. Conocí a Mark en el Java Shop, la única promesa de una vida mejor que habían abierto en Glens Falls ese verano, a treinta kilómetros. Unos amigos de Mark habían iniciado el negocio con las ganancias de cierta especulación precoz en la bolsa. La decoración del lugar estaba inspirada en la década de 1970, aunque de un modo tranquilo, y había revistas que a uno sí le daban ganas de leer. Con su dentadura completa y su humor socarrón, Mark tenía una selección de clientas de la zona que habían venido, todas, de grandes ciudades. Le había hecho un presupuesto a otra cuarentona soltera que había vuelto de California, pero cuando ese mismo invierno un novio local la aporreó y la desmembró, los dos nos sentimos afortunados de que hubiera elegido trabajar para mí.
Mientras Mark martillaba y hacía ruido en la cocina, yo trabajaba o no trabajaba en mi libro, y conocía posibles compañeros sexuales en el ordenador. La fantasía es como una droga. Lo que te engancha no es el sexo sino la ilusión de una intimidad deliciosa. En Thurman, yo estaba tan sola que mis hombros empezaron a tensionarse. Había vivido allí diez años atrás, y había sido profesora de talleres en la escuela local, pero ahora nada era lo mismo. George Mosher, que había divertido a los niños del lugar con su perro parlante y sus pollos que ponían huevos de colores, estaba muerto. George había vivido en Thurman toda su vida; durante la Depresión había caminado quince kilómetros por el bosque para conseguir un trabajo en Stony Creek. La señora Rounds, que había mantenido un jardín maravilloso de especies perennes alrededor de su pequeña casa prefabricada, estaba en un asilo de ancianos en Glens Falls. Del otro lado de la calle, el viejo Vern le había pasado la propiedad del taller mecánico Baker a su hijo, el joven Vern, presidente de club de conductores de motos de nieve de las Adirondack del sur. Sin el sedimento de una cultura local, todo en Thurman parecía genérico, lúgubre y vacío. Era un pueblo más en declive. Entonces, en ese momento, era importante para mí encontrar a alguien con quien hablar. Mis dientes torcidos, tu comprensión.
Querido Martin, le escribí a alguien que acababa de conocer en el ordenador. Sí, soy escritora; he tenido esta casa en el norte del estado por muchos años y acabo de volver a vivir en ella después de estar en Los Ángeles donde enseñé escritura en un programa de posgrado durante siete años. Me gusta ir al gimnasio en la misma medida que a la biblioteca; mido 1,67, soy bastante delgada, tengo rasgos de roedor de judía askenazí, cabello veteado, soy una ex rockera punk de Nueva York. He estado jugando al BDSM intermitentemente durante unos cinco años… lo descubrí en Los Ángeles como algo erótico y una forma de tener algo más que sexo casual, pero menos que un romance definitivo.






