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La posición de Rousseau llevaría a la consecución de un Estado plebiscitario que descansa sobre la decisión popular y se superpondría sin límite a la racionalidad jurídica institucionalizada. Frente a ella se erige el Estado legislativo, que se asienta en la legalidad y cuyo funcionamiento se refuerza con la participación de representantes del pueblo elector. Goza el primero de una mayor legitimidad, pero se terminaría imponiendo históricamente la participación representativa, con algunas excepciones, como por ejemplo aquellas vinculadas a reformas constitucionales. Este debate no se ha extinguido; de diversas formas, sigue presente en la promoción, defensa y difusión de la democracia directa. A través de las distintas modalidades de esta democracia, el elector reconquista, frente al sistema representativo, su soberanía: «el gobierno de todos por todos se veía así restaurado en la medida de lo posible»23, siempre que la totalidad del cuerpo electoral haya sido convocado para participar en la votación.
3. Como recuerda García-Pelayo, desde el punto de vista político, el sistema democrático se caracteriza porque el pueblo es el sujeto del poder y su voluntad se convierte en la voluntad del Estado, ya que el pueblo es soberano24. Apunta este autor que el nacimiento de la democracia está vinculado a la idea de nación, es decir, a la existencia de una voluntad conjunta25; y señala que «la formación de la teoría de la representación democrática y, por consiguiente, de la democracia indirecta —aquella en la que el pueblo ejerce su poder a través de representantes— corresponde capitalmente al núcleo de las ideas jurídico-políticas de la revolución francesa»26. La formación de esa teoría se condiciona por la imposibilidad técnica de la democracia directa y por la sustitución de la idea del pueblo como algo tangible y visible por la idea de nación. En resumen, dice García-Pelayo, «es el resultado de la aplicación del principio democrático a un gran espacio y a una gran población»27.
4. Idealmente, la representación política debe tener en cuenta los intereses generales de la colectividad y de las corrientes de pensamiento ahí presentes, así como los programas de gobierno que formulan los partidos políticos. Así esta representación aparece como representación integral y genérica de los más distintos intereses de una colectividad concreta28.
Si bien un concepto amplio de representación democrática comprende a toda autoridad judicial, ejecutiva o legislativa, uno más restringido es aquel que se reserva el nombre de representación por los que han sido designados por elección popular. Estos últimos representantes no suelen estar sujetos a mandato imperativo: los electores no les dan instrucciones, ya que son representantes de toda la nación y no de una fracción de ella29.
Los derechos políticos, que son los derechos de participación en el gobierno, están fijados en la Constitución, pues es ahí donde se deciden los límites y el ejercicio del poder. En otras palabras, es el pueblo el que decidirá la forma en que se va a organizar y gobernar el país, y para tal efecto el ciudadano no requiere de ninguna autorización expresa.
5. Podemos afirmar, al concluir este apartado, que las democracias modernas se rigen por el respeto a las mayorías relativas fruto de procesos electorales periódicos y la trasmisión del poder que supone la elección de representantes30; y que ayuda a evitar autocracias y dictaduras, garantizando a los ciudadanos el ejercicio de sus derechos fundamentales; además, brinda una mayor libertad para que las personas se autodeterminen y logren un desarrollo humano integral que haga posible el logro de un mayor bienestar tanto físico y económico cuanto espiritual.
De este modo, el concepto tradicional de soberanía debe ser repensado: ya no es posible el ejercicio ilimitado y exclusivo del poder público; más bien, debe reconocerse que la soberanía está hoy en día repartida en distintas instituciones y limitada por esta natural pluralidad, pues hay un juego de soberanías compartidas, a nivel nacional y local, que recíprocamente se limitan. Las tendencias en las democracias contemporáneas apuntan a gobernar mediante los pactos y la bilateralidad. Hay que recordar que el concepto tradicional de soberanía presuponía un pueblo homogéneo y un espacio cerrado políticamente, lo que ha sido superado por la sociedad multicultural de nuestros días31. Si bien su práctica es más compleja que décadas atrás, autogobierno y autodeterminación siguen siendo principios esenciales de la democracia.
3. DEMOCRACIA DIRECTA Y ESTADO LIBERAL
1. Dice Aguiar que:
desde sus inicios, la teoría política se ha preocupado por el problema de formular un ideal democrático que iluminase la práctica política cotidiana y entre dichas formulaciones la democracia directa ha ocupado con frecuencia un lugar relevante, a pesar que el ejercicio del poder en el curso de la historia haya discurrido con carácter casi general por instituciones virtual o pretendidamente representativas32.
En ese debate el ejemplo griego se invocó originalmente con frecuencia, aunque prontamente se descartaba su aplicación en una sociedad tan distinta como la actual, influida por las ideas liberales, en la cual es fundamental el reconocimiento de la igualdad natural del hombre, la existencia de derechos naturales y la búsqueda de una fundamentación social del poder que tradujera a la realidad el principio de la soberanía popular.
Pero nada de lo dicho nos debe llevar a olvidar que desde sus inicios el pensamiento liberal se escindió en dos visiones sobre la participación política: la participación directa y la representativa. Si bien aparecía como compatible la existencia de modalidades de la democracia directa con el Estado liberal, la puesta en práctica de esas modalidades no solo acarreaba dificultades técnicas, sino que se convertía en contraria a los intereses de clase de la burguesía en el poder. Así, pues, si bien es preciso recordar que el ideal de una sociedad compuesta por hombres libres e iguales fue fundamentalmente un ideal legitimador del poder, ello no dio lugar a la desaparición absoluta de las propuestas sobre la participación directa, pues algunas instituciones pugnaron desde siempre por ponerla en práctica, aunque sea con carácter excepcional y reservándola para asuntos de especial trascendencia, como aquellos referidos a los plebiscitos para la anexión de territorios.
Surgen en el siglo XIX diversas fórmulas como la iniciativa popular, el referéndum, el veto y el recall, con las variantes propias de cada realidad nacional, y se debate hasta hoy sobre su compatibilidad con el régimen parlamentario; debate que, preciso es puntualizarlo, se produce al interior del Estado constitucional. En la actualidad, como veremos, ese debate está presente ante la crisis del Estado representativo, pero también por el uso eventual y a veces frecuente de esas modalidades por regímenes autoritarios, especializados en falsear resultados o en utilizar descaradamente la publicidad y la propaganda para manipular a la opinión pública. Hay que tener presente que muchas de las razones que inicialmente justificaron las modalidades de la democracia directa y su incorporación normativa son un signo distintivo del constitucionalismo contemporáneo, que las considera como un complemento del sistema representativo, aunque no como una alternativa de este último.
2. Ahora bien, si se ha calificado al Estado de derecho como «institucionalización jurídica de la democracia liberal», es preciso recordar que la evolución conceptual de esa construcción jurídico-política se reconoce en nuestro tiempo como Estado social y democrático de derecho, que es además una calificación que encuentra sustento en nuestra Carta fundamental, y que tiene unos caracteres generales de amplia aceptación, tales como el imperio de la ley, la división de poderes, la fiscalización de la administración y el reconocimiento de derechos y libertades fundamentales33. Como bien recuerda Elías Díaz:
a quien en última y más decisoria instancia se dirige el Estado de Derecho es precisamente al propio Estado, a sus órganos y poderes, a sus representantes y gobernantes, obligándoles en cuanto tales a actuaciones en todo momento concordes con las normas jurídicas, con el imperio de la ley, con el principio de legalidad, en el más estricto sometimiento a dicho marco institucional y constitucional34.
En consecuencia, tanto el sistema electoral que tiene como finalidad la elección de representantes como el uso de modalidades de la democracia directa se deben realizar respetando el Estado de derecho. Y si bien en ambas existe participación efectiva de los electores e igualdad en el voto, no ocurre con igual proporción con otros dos factores: la comprensión ilustrada de lo que está en debate, pues en este caso la democracia representativa suele ofrecer mayores posibilidades y, sobre todo, la determinación de cuáles son los puntos realmente importantes sobre los cuales votar.
3. Antes de terminar con este apartado, no es posible dejar de hacer mención de lo que ha constituido una extensa práctica en América Latina respecto de la forma como se ha entendido la democracia liberal. Dice Nino:
la adopción incómoda en América Latina de los dos componentes del constitucionalismo liberal democrático se refleja en el hecho de que ambos —la participación popular y el gobierno limitado— han sido internalizados solo parcialmente en la cultura política de la población. La investigación empírica apoya la hipótesis de que la adhesión de la gente a la democracia es mucho más fuerte en cuanto a su dimensión participativa que en relación a la dimensión liberal de la tolerancia y el respeto por los derechos35.
El constitucionalismo democrático precisa reconocer tanto su dimensión democrática participativa como la liberal, fundada esta última en los derechos de los individuos. Es necesario, entonces, crear un marco normativo que incorpore ambas dimensiones; pero también lo es no olvidar que aquellos que promocionan sin cautela la práctica de las modalidades de la democracia directa suelen ser ajenos a ese necesario intento.
4. No me parecen ajenas a estas consideraciones las poco numerosas propuestas en el Perú de una refundación republicana, que parte de un severo análisis histórico y sociológico sobre lo ocurrido en el país desde su independencia y cerca ya a los doscientos años de su proclamación. Esas propuestas conllevan siempre un contenido radical, pero de variaciones múltiples. Creo que es preciso rescatar el debate porque no solo no está agotado, sino que es necesario activarlo. Como parte de las últimas argumentaciones a favor de una refundación republicana, una Segunda República, se encuentra la propuesta de Nicolás Lynch en su reciente ensayo Cholificación, república y democracia36. Señala este autor que la tentación de considerar la refundación como la negación de todo lo existente está alejada de su intención, pues lo que él propone es la superación de un orden político, económico y social anterior; en otros términos, diseñar un gran acuerdo que deje definitivamente atrás la herencia colonial, la desigualdad, el Estado patrimonial y el sistema neoliberal. Busca recoger más bien la energía y logros de movimientos sociales y de partidos políticos progresistas, propone un Estado que tenga soberanía sobre su territorio y recursos naturales, y que sea expresión de la diversidad de sus habitantes, una república de ciudadanos caracterizada por su mestizaje, respeto por la propiedad privada en armonía con el interés social y una reforma política que promueva la participación y que tenga autonomía frente a los poderes fácticos, especialmente en las áreas de la economía y de los medios de comunicación. En algunas de estas propuestas —no en todas, por cierto— se podrá probablemente lograr un consenso democrático apoyado en una mayoría que respete a las minorías, consenso necesario para realizar las reformas de envergadura que el país requiere.
1 Ferrajoli, L. Derechos y garantías. (7.ª edición). Madrid: Editorial Trotta, 2010, p. 23.
2 Ibid.
3 Entre ellos este de Burdeau, citado por Adell: «la democracia es hoy día una filosofía, una manera de vivir, una religión y, casi accesoriamente, una forma de gobierno» (en «El poder de los contrapoderes», en Ignacio Gutiérrez (Coord.), La democracia indignada. Granada: Comares, 2014, p. 122).
4 Held, D. Modelos de democracia. Madrid: Alianza Editorial, 2009, p. 332.
5 Considero que el Gobierno de Alberto Fujimori ha tenido un impacto social e institucional de gran importancia en la vida política del Perú, razón por la cual no puede dejársele de mencionar: su prédica se ha mantenido vigente hasta nuestros días en especial en los más jóvenes. En la Introducción del libro Nuevos tiempos, nueva política, de R. Grompone y C. Mejía (1995), publicado cuando aún estaba en el poder Fujimori, se señala —en mi opinión, acertadamente—: «el Perú ha ingresado a un nuevo ciclo político en el decenio de los 90. Fujimori proclama ser el abanderado de “la política de la antipolítica”. No encuentra contendores que consigan persuadir a la mayoría de los ciudadanos de la dignidad de la actividad pública y de la importancia de los partidos como representantes de los intereses de una sociedad diversa y plural, defensores de proyectos y utopías, promotores de la participación. Se extiende en el país un malestar con la política como ámbito de liberación. Se cuestiona a la democracia como construcción de instituciones con capacidad de alentar acuerdos, regular consensos, proteger a las minorías y permitir la expresión de derechos» (Lima: IEP, 1995, p. 9).
6 Nino, C. S. La constitución de la democracia deliberativa. Barcelona: Gedisa, 2003, p. 101.
7 Bobbio, N. El futuro de la democracia. México: FCE, 1994, p. 47.
8 Greppi, A. «La democracia sin enemigos», en La democracia y su contrario. Madrid: Trotta, 2012, p. 10.
9 Hernández, R. «¿Qué es democracia?», en Víctor Vich (Editor), El Estado está de vuelta: desigualdad, diversidad y democracia. Lima: IEP, 2005, p. 152.
10 Tanaka, M. «El regreso del Estado y los desafíos de la democracia», en Víctor Vich (Editor), El Estado está de vuelta: desigualdad, diversidad y democracia, op. cit., p. 98.
11 Mires, F. Civilidad. Madrid: Trotta, 2001, p. 108.
12 Inerarity, D. La política en tiempos de indignación. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2016, p. 172.
13 Sobre el tamaño de los Estados y la práctica democrática vid. Dahl, R. La democracia. Buenos Aires: Taurus, 1999, pp. 123 y ss., quien afirma: «La ley del tiempo y el numero: Cuantos más ciudadanos contenga una unidad democrática, tanto menos podrán participar los ciudadanos directamente en las decisiones políticas y tanto más tendrán que delegar su autoridad sobre otros».
14 Biscaretti di Ruffia, P. Derecho constitucional. Madrid: Tecnos, 1987, p. 217.
15 El constitucionalismo democrático, dice Greppi, se origina a partir de la feliz convergencia de una exigencia liberal y una democrática: la garantía de los derechos individuales y el reconocimiento de la igualdad política, lo que fue posible de alcanzar al establecerse mecanismos de representación política y control reciproco entre poderes funcionalmente diferenciados, en «Representación y deliberación», en La democracia y su contrario, op. cit., p. 41.
16 Afirma Elías Díaz: «La soberanía popular por definición solo lo es cuando es producida por la libertad de todos, empezando como mínimo por la libertad crítica de expresión y participación en consultas y comicios […] la soberanía popular se construye y se va forjando a través de la crítica de todos ejercida de modo constante» en De la maldad estatal y la soberanía popular. Madrid: Debate, 1984, p. 58.
17 Desgraciadamente ello ha dado lugar a continuas referencias en la mejor doctrina internacional del pobre desempeño democrático en esa región del mundo. Así, por ejemplo, K. Loewenstein afirma: «En Iberoamérica, sin embargo, el estado de sitio (o de asamblea) es el método corriente para que el gobierno asuma poderes ilimitados ante situaciones de excepción reales o pretendidas. Los pueblos de Iberoamérica, con su perenne turbulencia política, su violenta lucha por el poder entre camarillas, facciones, partidos y clases, y con la tradicional impotencia e incapacidad de los parlamentos, es el campo clásico para las dictaduras presidencialistas bajo el manto del estado de excepción constitucional. Para el caudillaje, el estado de sitio es el medio más apropiado y típico para montar un gobierno autoritario» (Teoría de la Constitución. Barcelona: Ariel, 1982, p. 287).
18 Rousseau, J. J. El contrato social. Madrid: Colección Austral, Espasa Calpe, 1975, libro tercero, capítulo XV.
19 Montesquieu, Del espíritu de las leyes. Madrid: Istmo, 2002, libro XI, capítulo 6.
20 Sieyes, E. ¿Qué es el tercer Estado? Madrid: Alianza, 1973, capítulo III.
21 Wieland C., H. El referéndum en el Perú. Lima: Palestra Editores, 2011, p. 105.
22 Sobre el principio de soberanía, dice Sebastián Soler: «El principio de la soberanía del pueblo ha arraigado tan firmemente, que, por una parte, los príncipes actuales todos invocan al pueblo como fuente o como instancia justificante de su poder y, por otra parte, los propios dictadores modernos —los nuevos príncipes— aun cuando acaso se sientan iluminados y escogidos por Dios, se dicen representantes de su pueblo y buscan desesperada y ostentosamente el tumultuario apoyo de las muchedumbres» (en Fe en el derecho y otros ensayos. Buenos Aires: Tipográfica Editora Argentina, 1956, p. 152).
23 Wieland C., H. El referéndum en el Perú, op. cit., ibid.
24 Afirma Elías Díaz que «la soberanía popular solo ha podido llegar a prevalecer en la historia en virtud precisamente de los valores y las exigencias éticas que están en su base: entre ellas, en primerísimo lugar, la libertad, núcleo central, origen y fundamento de todo lo demás» (en De la maldad estatal y la soberanía popular, op. cit., p. 57).
25 García-Pelayo, M. Derecho constitucional comparado. Madrid: Alianza Editorial, 1984, p. 169.
26 Ibid., p. 177.
27 Ibid.
28 Biscaretti di Ruffia, P., op., cit., p. 288.
29 Es preciso advertir sobre la controversia y discusión referente a cómo se forman las mayorías. Así, se afirma que pueden formarse por la manipulación de los sentimientos de los ciudadanos mediante una propaganda emotiva que no respeta la autonomía de las personas; pero también a través del diálogo y la deliberación. Si la mayoría aparece como un «proceso de decisión», entonces recordar que son los individuos los que toman las decisiones al votar y que es preciso establecer un método que permita pasar de las decisiones individuales a las colectivas. Y para tal efecto se dan como características atractivas de ese proceso la neutralidad y el anonimato. La primera, porque no favorece a ningún partido o programa: es una oportunidad igual para todos. La segunda, porque la identidad de quienes votan no influye sobre el resultado de la elección: el voto de una persona cuenta tanto como el voto de cualquier otra. Por cierto, la votación por mayoría tiene límites, pues para que sea válida debe respetar los derechos fundamentales, reconocer a los que piensan de forma diferente y asumir que los que votan son personas bien informadas sobre los asuntos en debate (vid. Cortina, A. ¿Para qué sirve realmente la ética? Barcelona: Paidós, 2014, pp. 143 y ss.; Blackburn, P. La ética. Fundamentos y problemáticas contemporáneas. México: Fondo de Cultura Económica, 2006, pp. 262 y ss.).
30 En efecto, como señala E. Díaz, «sin elecciones libres las mayorías no pueden probar que lo son. Sin libertad individual y sin libertad de las minorías, las mayorías no pueden probar que, efectivamente, son mayoría ni pueden legitimarse como tales. La libertad crítica es así la base de todo, el necesario requisito para la democracia y para la existencia de los derechos humanos» (en De la maldad estatal y la soberanía popular, op. cit., p. 60).
31 No puede dejar de advertirse que la discusión sobre el ejercicio de la soberanía supone la autonomía de un Estado; esto es, si el Estado no puede disponer de sus recursos para desarrollarse tiene, más allá de lo que pueda decir la normativa legal, una soberanía disminuida. Este tema ha sido ampliamente debatido en el ámbito político y por lo que se denominó «la teoría de la dependencia». Referencias cercanas las encontramos en N. Lynch, Cholificación, república y democracia (Lima: Otra Mirada, 2014, pp. 101 y ss.) y en Paulo Drinot, «Foucault en el país de los incas: soberanía y gubernamentalidad en el Perú neoliberal», en Paulo Drinot (Editor), El Perú en teoría. Lima: IEP, 2017, pp. 238 y ss.
32 Aguiar de Luque, L. «Democracia directa y Estado constitucional». Editorial Revista de Derecho Privado. Madrid, 1977, p. 3.
33 Díaz, E. «Estado de derecho», en Filosofía política. Madrid: Trotta, 1996, p. 65.
34 Ibid., p. 67.
35 Nino, C. S. La constitución de la democracia deliberativa, op. cit., p. 21.
36 Lynch G., N. Cholificación, república y democracia, op. cit., 2014, pp. 53, 221 y ss.
II.
Democracia gobernante y democracia crítica
1. DEMOCRACIA GOBERNANTE Y DEMOCRACIA GOBERNADA
1. En el año 1959, Georges Burdeau afirmaba que:
la democracia es hoy día una manera de vivir, una filosofía e incluso, para muchos, una religión y casi accesoriamente una fórmula política. Un significado tan amplio proviene, tal vez no tanto de lo que ella es efectivamente, sino de la idea que se forman los hombres de la democracia, cuando le entregan sus esperanzas de una vida mejor. Se debe considerar, sin embargo, que si el significado de la democracia es tributario de la imagen que nosotros nos formamos de ella, no se puede pretender que tenga para todos el mismo sentido. Depende de nuestras representaciones y puesto que se encuentra sujeta a esas interpretaciones divergentes, está, por lo mismo, amenazada; de ahí la paradoja de que mientras más adictos se proclamen los hombres a las instituciones democráticas —y lo son, efectivamente— más comprometida se encuentra la suerte misma de la democracia, ya que el ardor de sus convicciones crea entre ellos oposiciones irremediables37.
Y a continuación detalla las ideas, percepciones y prácticas sobre su evolución.
Burdeau afirma que esa evolución se explica por la forma en que los hombres entienden lo que debe ser un gobierno democrático. Se ha pasado de calificar como tal la forma de gobernar a través de una élite de representantes, la «democracia gobernada», que permitía decantar el sentir popular, a una llamada «democracia gobernante», en la cual el Gobierno es ejercido por los más fuertes y numerosos, un régimen en el que el pueblo real no tiene ya necesidad de que se designe en ella a los mejores, que era la característica de la «democracia gobernada». Y afirma: «el paso de la democracia gobernada a la democracia gobernante es simplemente consecuencia de la renovación de los fines, de los objetivos del Poder»38. Pero dice también que la búsqueda de ese poder fuerte reduce la vida política a esa búsqueda, y, siendo cada vez más enérgica, más imperativa, más carente de jerarquías, condena al pueblo a no obtener nada, con lo que se convierte en una democracia impotente. Sostiene Burdeau, asimismo, que la democracia gobernada ha sido una forma histórica que ya quedó atrás, pero que hay que pensar en el precio que es preciso pagar por la democracia gobernante, y que ese precio no es aceptable si para instaurarla se impone el silencio y se eliminan las opiniones discrepantes. Porque «si es cierto que la democracia gobernada merece ser reprochada en cuanto a la modestia de sus objetivos sociales, supone excederse en la crítica razonable el olvidarse que al hacer del individuo el asiento de una libertad inalienable, de una libertad imprescriptible, va a dar a la persona humana una estatura cuyo aminoramiento no puede ser aceptado»39. Y termina afirmando que existen dos tipos de demócratas irreconciliables: los que quieren para el pueblo el Poder, y los que quieren para él la libertad, concluyendo que las democracias occidentales se han empeñado en llevar adelante la opción más difícil, aquella que consiste en querer lo uno y lo otro, es decir, «querer el Poder de un pueblo que permanezca libre»40.
2. La realidad social de nuestros días nos enseña que el ciudadano común no conoce en la mayoría de los casos cuáles son los problemas y las soluciones que atañen a los asuntos públicos, ni cuáles serán las probables consecuencias de las opciones que escoja. A pesar de ello, en las democracias gobernantes se ha establecido una omnipotente voluntad popular que se impone sobre el Estado utilizando una retórica populista. Por esta vía, afirma Sartori, llegaríamos a la democracia por aclamación, a una manipulación masiva de la soberanía popular, a un estado de ingobernabilidad que utiliza el poder de vetar la acción41. Frente a ello se erige la concepción de una democracia gobernada, la búsqueda de un ideal. Su éxito depende del comportamiento del ciudadano medio, pero no puede exigírsele a este que exprese juicios informados y articulados frente a cada problema. Para tal propósito es pertinente considerar a la opinión pública «como pauta de actitudes y como un abanico de demandas básicas», porque el ciudadano medio no es un ciudadano ausente, ya que las decisiones políticas no se generan normalmente —dice Sartori— en el pueblo soberano, sino que se someten a él, y los procesos de formación de opinión no se inician desde el pueblo, sino que pasan a través de él42.