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La meditación de una mente que está en completo silencio es la bendición que el ser humano siempre ha buscado. Ese silencio contiene todas las cualidades del silencio. Existe ese extraño silencio que reina en un templo o en una ermita vacía y perdida en un lugar recóndito lejos del ruido de turistas y adoradores; y el pesado silencio que yace sobre las aguas y que forma parte de aquello que está lejos del silencio de la mente.
La mente meditativa contiene todas estas variedades, cambios y movimientos del silencio. Ésa es la mente de verdad religiosa; y el silencio de los dioses es el silencio de la Tierra. La mente meditativa fluye en ese silencio y el amor es la forma como se expresa. En ese silencio hay alegría y bienaventuranza.
De nuevo regresó el tío, esta vez sin la sobrina que había perdido al esposo. Llegó vestido con mayor esmero y también más preocupado e inquieto; su rostro se había ensombrecido a causa de la tristeza y la ansiedad. El suelo donde nos sentamos era duro y la buganvilla roja nos contemplaba a través de la ventana. La paloma vendría probablemente un poco más tarde; acostumbraba a llegar alrededor de esta hora de la mañana y se posaba siempre en la misma rama, de espaldas a la ventana, con la cabeza señalando hacia el Sur, y su arrullo entraría suavemente por la ventana abierta.
«me gustaría hablar acerca de la inmortalidad y de la perfección de la vida a medida que ésta evoluciona hacia la realidad última. A juzgar por lo que dijo el otro día, usted tiene una percepción directa de la verdad y nosotros que no la tenemos, sólo creemos en ella; no sabemos realmente nada sobre el atman y lo único que conocemos es la palabra. El símbolo se ha convertido para nosotros en lo real y cuando se clarifica realmente lo que es el símbolo –como hizo el otro día– nos sentimos atemorizados. Sin embargo, a pesar de este miedo nos aferramos al símbolo, porque en realidad no sabemos nada excepto lo que nos han dicho, lo que los maestros anteriores nos han enseñado y, por eso, llevamos siempre a cuestas el peso de la tradición. De modo que, en primer lugar, quisiera descubrir por mí mismo si existe esta “realidad” que es permanente, esta “realidad” –como quiera que uno la llame: atman o alma– que continúa después de la muerte. No le temo a la muerte, me he enfrentado a la muerte de mi esposa y de algunos de mis hijos, pero me preocupa este atman como realidad. ¿Existe en mí esta entidad permanente?»
Cuando hablamos de permanencia, nos referimos a algo que continúa a pesar del constante cambio que sucede a su alrededor, a pesar de las experiencias, a pesar de todas las ansiedades, tristezas y barbaridades; nos referimos a algo que es imperecedero, ¿no es cierto? En primer lugar, ¿cómo puede uno descubrirlo? ¿Puede eso buscarse por medio del pensamiento, por medio de las palabras? ¿Es posible encontrar lo permanente por medio de lo que no es permanente? ¿Puede buscarse lo inmutable utilizando aquello que está constantemente cambiando, o sea, el pensamiento? El pensamiento puede dar permanencia a una idea, ya sea el atman o el alma, y decir: «Esto es lo real,” porque el pensamiento engendra el miedo al cambio constante y, de ese miedo, nace el deseo de buscar algo permanente –una relación permanente entre dos seres humanos, una permanencia en el amor.
Pero el pensamiento en sí mismo es efímero, es cambiante y, por tanto, cualquier cosa que invente como algo permanente, será igual que él, efímera. Puede aferrarse a un recuerdo durante toda la vida y considerarlo permanente, y luego querer saber si después de la muerte tendrá continuidad; pero es el pensamiento el que al aferrarse a ese recuerdo crea todo eso, le da continuidad y permanencia al alimentarlo día tras día. La permanencia es la mayor de las ilusiones, porque el pensamiento vive en el tiempo, y sigue recordando hoy y mañana aquello que experimentó ayer; así es como nace el tiempo, la permanencia del tiempo, y la permanencia que el pensamiento le ha dado a la idea de alcanzar algún día la verdad. El miedo, el tiempo, el logro, el eterno devenir son todo producto del pensamiento.
«Pero ¿quién es el pensador, el pensador que tiene todos estos pensamientos?»
¿Existe realmente el pensador o existe sólo el pensamiento que crea al pensador y, una vez creado, inventa lo permanente: el alma, el atman?
«¿Quiere decir que uno deja de existir cuando no piensa?»
¿No le ha sucedido alguna vez, de forma natural, que se encuentra en un estado en el cual el pensamiento está por completo ausente? Cuando eso sucede, ¿es consciente de que el pensador, el observador, el experimentador, es uno mismo? El pensamiento es la respuesta de la memoria y el conjunto de recuerdos es el pensador. Pero cuando no hay pensamiento, ¿existe acaso un “yo,” en torno al cual hacemos tanto ruido y alboroto? No me refiero a la persona que se halla en estado de amnesia, ni a la que vive en un ensueño diario o aquella que controla el pensamiento para silenciarlo, sino a una mente que está por completo despierta y atenta. Si no hay pensamiento ni palabra, ¿no tiene la mente una dimensión del todo diferente?
«Por supuesto que es muy diferente cuando el “yo” no actúa, cuando no se reafirma, pero esto no significa necesariamente que el “yo” no exista simplemente porque no esté activo.»
¡Desde luego que existe! El “yo,” el ego, el conjunto de recuerdos existe. Sólo vemos que existen cuando reaccionamos a un reto, pero están siempre en nosotros –quizás latentes o en suspenso– esperando la próxima oportunidad para reaccionar. Un hombre codicioso está ocupado la mayor parte del tiempo en su codicia; puede que en ciertos momentos la codicia esté inactiva, pero sigue estando presente.
«¿Y cuál es esa entidad activa que se expresa en la codicia?»
Sigue siendo la codicia; no hay separación entre ambas.
«Comprendo perfectamente a lo que llama el ego, el “yo,” con sus memorias, sus codicias, con sus reafirmaciones de sí mismo y toda clase de exigencias, pero ¿no existe nada a excepción de este ego? Si el ego deja de existir, ¿quiere decir que sólo hay inconciencia?»
Cuando esos cuervos dejan de hacer ruido, hay algo, y ese algo es el parloteo de la mente: los problemas, preocupaciones, conflictos, e incluso esta cuestión de lo que continúa después de la muerte. Una pregunta como ésa sólo puede contestarse cuando la mente deja de ser egoísta o envidiosa. Nuestro interés no es saber lo que hay una vez termina el ego, sino más bien terminar con todas las manipulaciones del ego. Ésta es la verdadera cuestión; no se trata de saber lo que es la realidad, ni si hay algo permanente o eterno, más bien si la mente, que está tan condicionada por la cultura en la que vive y de la cual es responsable, si esa mente puede liberarse a sí misma y ser perceptiva.
«¿Cómo puedo, entonces, empezar a liberarme?»
Uno no puede liberarse a sí mismo. Uno es la semilla de este sufrimiento y, cuando pregunta “cómo,” está buscando un método para destruir el “yo;” pero en el proceso de destruir el “yo” empieza a crear otro “yo”.
«Si me permite hacer otra pregunta, ¿qué es entonces la inmortalidad? La mortalidad es muerte; la mortalidad es la vida que conocemos, con su dolor y amargura. El hombre ha buscado sin cesar una inmortalidad, un estado sin muerte.»
De nuevo, señor, ha regresado al tema de lo intemporal, de lo que está más allá del pensamiento. Lo que está más allá del pensamiento es la inocencia, y el pensamiento, haga lo que haga, no puede aproximarse a ella porque es siempre viejo. La inocencia, como el amor, es inmortal; pero para que eso exista, la mente debe liberarse de los miles de ayeres con sus recuerdos. La libertad es un estado en el que no hay odio, crueldad, ni violencia. Sin solucionar todo esto, ¿cómo podemos preguntar qué es la inmortalidad, qué es el amor y qué es la verdad?
CAPÍTULO 6
Si uno se propone meditar, eso no será meditación; si uno se propone ser bueno, nunca florecerá la bondad; si cultiva la humildad, eso no es humildad. La meditación es como la brisa que entra cuando se deja la ventana abierta; pero si uno la mantiene abierta intencionadamente, si premeditadamente la invita a entrar, nunca aparecerá.
La meditación no está al alcance del pensamiento, porque el pensamiento es astuto, tiene infinitas posibilidades de engañarse a sí mismo y, por tanto, nunca encontrará ese estado meditativo. Es como el amor, no podemos perseguirlo.
Aquella mañana el río estaba muy calmado. En sus aguas se veían reflejadas las nubes, el nuevo trigo invernal y el bosque más distante; ni siquiera el bote del pescador parecía perturbarlo; la quietud de la mañana descansaba sobre la Tierra. El Sol apenas despuntaba por encima de los árboles y una voz lejana llamaba a alguien, mientras un canto muy cercano en sánscrito flotaba en el aire.
Los loros y los mirlos no habían comenzado aún a buscar alimento; los buitres, con el cuello pelado, se posaban pesadamente en la copa del árbol, esperando la carroña que llegaría flotando río abajo. A menudo se veía un animal muerto arrastrado por las aguas, con un buitre o dos sobre su cuerpo, mientras otros cuervos aleteaban alrededor con la esperanza de conseguir un bocado. Algún perro solía nadar intentando llegar al cadáver, pero al perder pie regresaba a la orilla para seguir deambulando. Pasaba un tren produciendo un traqueteo metálico a través del largo puente; y en la distancia, río arriba, se extendía la ciudad.
Era una mañana llena de una calma encantadora. Por la carretera todavía no caminaban la pobreza, la enfermedad y el dolor. Había un puente tambaleante que cruzaba el pequeño arroyo y el punto donde este pequeño arroyo, de color marrón sucio, se unía al gran río, se consideraba el más sagrado de los lugares, de modo que hombres, mujeres y niños venían los días festivos a darse un baño. La mañana era fría, pero a ellos no parecía importarles; y el sacerdote del templo que había al otro lado del camino recibía sumas de dinero. Había comenzado la fealdad.
Era un hombre con barba y llevaba puesto un turbante. Se dedicaba a cierta clase de negocio y parecía disfrutar de una situación próspera; se le veía bien alimentado. Era lento en su modo de andar y pensar, y sus reacciones eran aún más lentas; se tomaba algunos minutos para entender una sencilla frase. Dijo que tenía su propio gurú, pero al pasar cerca de aquí había sentido la imperiosa necesidad de subir para conversar sobre cuestiones que le parecían importantes.
«¿Por qué está usted en contra de los gurús? –preguntó–. ¡me parece tan absurdo! Ellos saben y yo no; pueden guiarme, ayudarme, decirme lo que debo hacer, y evitarme muchas calamidades y molestias. Son como una luz en las tinieblas y uno tiene que dejarse guiar por ellos, de lo contrario estaría perdido, confuso y en gran desdicha. me aconsejaron que no debía venir a verle y me mostraron el peligro de aquellos que no aceptan el conocimiento tradicional. me dijeron que, si escuchaba a otros, estaría destruyendo la casa que con tanto cuidado ellos habían construido, pero la tentación de venir a verle era tan fuerte que… ¡aquí estoy!»
Parecía estar complacido de haber cedido a la tentación.
¿Por qué necesita un gurú? ¿Cree que él sabe más que uno mismo? ¿Qué es lo que él sabe? Si alguien dice que sabe, en realidad no sabe nada; además, la palabra en sí no es el hecho real. ¿Puede alguien enseñarle ese estado extraordinario de la mente? Posiblemente sean capaces de describirlo, de despertar el interés de uno, o el deseo de poseerlo y experimentarlo, pero no pueden dárselo. Uno tiene que andar por sí mismo, ha de hacer ese viaje solo, y en ese viaje uno tiene que ser su propio maestro y discípulo.
«Pero todo esto es muy difícil, ¿no es cierto? –replicó–, y los que tienen la experiencia de esa realidad pueden aligerar nuestros pasos.»
Ellos se convierten en la autoridad y todo cuanto uno tiene que hacer, de acuerdo con lo que dicen, es seguirlos, imitarlos, obedecerlos, aceptar la imagen y el sistema que ofrecen. De esa manera, uno pierde toda iniciativa, toda percepción directa; nos limitamos a seguir el camino que, según ellos, conduce a la verdad, pero, lamentablemente, no hay camino alguno hacia la verdad.
«¿Qué quiere decir con eso?,” exclamó, perplejo.
Los seres humanos están condicionados por la propaganda, por la sociedad en la que se han criado, donde cada religión afirma que su propio camino es el mejor. Hay miles de gurús que sostienen que sus métodos, su sistema, su forma de meditación son el único camino que conduce a la verdad. Y si uno observa con atención, ve que cada discípulo tolera, complaciente, a los discípulos de otros gurús. La tolerancia es la aceptación civilizada de una división entre las gentes –política, religiosa o social–. El hombre ha inventado muchos caminos, a conveniencia de cada creyente, y, de ese modo, el mundo se ha fragmentado.
«¿Quiere decir que debo renunciar a mi gurú, abandonar todo lo que me ha enseñado? ¡Estaría perdido!»
Pero… ¿no cree necesario sentirse perdido para poder descubrir? Tememos sentirnos perdidos, no estar seguros, por eso corremos tras aquellos que nos prometen el cielo en el aspecto religioso, en el político o en el social. De manera que fomentan conscientemente el temor y nos mantienen prisioneros en ese temor.
«¿Quiere decir que soy capaz de caminar por mí mismo?», preguntó con voz llena de incredulidad.
Ha habido muchos salvadores, maestros, gurús, jefes políticos o filósofos, y ninguno de ellos ha solucionado el propio conflicto ni la desdicha de uno. Entonces, ¿por qué seguirlos? Quizá haya otra forma muy distinta de afrontar todos nuestros problemas.
«Pero ¿soy lo suficientemente serio como para encarar todo esto por mí mismo?»
Uno no es serio hasta que empieza a comprender –a comprender por sí mismo, no a través de otro– los placeres que persigue. Si vive en el ámbito del placer –no es que no deba existir el placer, pero si esa persecución del placer es el principio y el fin de su vida–, entonces, evidentemente, no puede ser serio.
«Usted me hace sentir impotente y desesperado.»
Se siente desesperado porque desea ambas cosas: quiere ser serio y quiere también todos los placeres que el mundo le ofrece. Sin embargo, debido a que esos placeres son tan pequeños y mezquinos, desea además el placer al que llama “Dios”. Cuando valore todo esto por sí mismo, no según algún otro, entonces al verlo se convertirá en su propio maestro y discípulo. Esto es lo realmente importante, ser uno mismo el maestro, el alumno y la enseñanza misma.
«Pero usted es un gurú –afirmó él–; esta mañana me ha enseñado algo y yo lo acepto como mi gurú.»
No es que le haya enseñado nada, sino que lo ha mirado. El acto de mirar le ha mostrado algo; el mirar ha sido su propio gurú, si quiere expresarlo de esta manera. Depende de cada uno mirar o no, nadie puede obligarle. Pero si mira porque quiere ser recompensado o por miedo al castigo, ese motivo le impide que pueda ver. Para ver tenemos que estar libres de cualquier autoridad, tradición, temor, y del pensamiento con sus astutas palabras. La verdad no se encuentra en algún lugar distante; la verdad está en la observación de lo que es. Verse a uno mismo tal como es –desde ese estado de darse cuenta en el que no entra ninguna forma de elección– es el principio y el final de toda búsqueda.
CAPÍTULO 7
El pensamiento no puede comprender ni explicarse a sí mismo qué es el espacio. Cualquier cosa que el pensamiento formule estará dentro de los límites de sus propias fronteras y, obviamente, ése no es el espacio donde la meditación pueda darse. El pensamiento tiene siempre un horizonte, pero la mente meditativa no lo tiene. La mente no puede pasar de lo limitado a lo inmenso, ni puede transformar lo limitado en ilimitado; lo uno tiene que cesar para que lo otro sea. La meditación consiste en abrir la puerta a una inmensidad que no es posible imaginar ni especular sobre ella. El pensamiento es el centro alrededor del cual existe el espacio de la idea y ese espacio puede expandirse con nuevas ideas, pero esa expansión que es fruto de cualquier estímulo, no es la inmensidad sin centro. La meditación es comprender ese centro y, por tanto, ir más allá de él. El silencio y la inmensidad van juntos, y la inmensidad del silencio es la inmensidad de una mente que no tiene centro. La percepción de este espacio y del silencio no son cosa del pensamiento, porque el pensamiento sólo puede percibir sus propias proyecciones; y cuando las reconoce, ésa es su propia limitación.
Se cruzaba el arroyuelo por un puente destartalado, hecho de cañas de bambú y barro. El arroyo se unía al río grande y desaparecía en la corriente impetuosa de sus aguas. El pequeño puente estaba lleno de agujeros y teníamos que caminar con mucho cuidado. Después de subir la cuesta arenosa, se pasaba cerca de un pequeño templo y, más adelante, junto a un pozo que era tan viejo como los pozos de la Tierra. El pozo se encontraba en un recodo de la aldea, donde había muchas cabras, así como hombres y mujeres hambrientos con el cuerpo envuelto en sucias telas; hacía mucho frío. Los hombres pescaban en el río grande, pero aun así, estaban muy flacos, demacrados, envejecidos, y algunos de ellos mutilados. En pequeños aposentos lúgubres y oscuros, de ventanas muy pequeñas, las tejedoras de la aldea fabricaban saris bellísimos en seda y brocado. Era una industria que pasaba de padres a hijos, pero los que se quedaban con las ganancias eran los revendedores y tenderos.
La gente no atravesaba la aldea, sino que doblaba a la izquierda y seguía un sendero que se consideraba sagrado, porque se suponía que el Buda lo había recorrido 2.500 años atrás, y peregrinos de todo el país venían a recorrerlo. Este sendero cruzaba verdes campiñas, entre plantaciones de mangos, guayabos, y de algunos templos dispersos. Una de las antiguas aldeas, probablemente más vieja que el Buda, tenía muchos santuarios y lugares donde los peregrinos podían pasar la noche. Todo estaba medio en ruinas, pero a nadie parecía preocuparle demasiado, mientras las cabras vagaban por el lugar. Había grandes árboles, y un viejo tamarindo tenía la copa cubierta de buitres y de una bandada de loros. Se les veía llegar y luego desaparecían entre el verde follaje del árbol; su color era idéntico al de las hojas y, aunque se oían sus chillidos, era imposible verlos.
A ambos lados del sendero se extendían los sembrados de trigo invernal; a lo lejos se veía a los aldeanos y el humo del fuego sobre el cual cocinaban; había una gran quietud, mientras el humo ascendía en línea recta. Un toro fuerte, de apariencia feroz pero más bien inofensivo, vagaba por los sembrados comiendo el grano a medida que el agricultor lo dispersaba a lo largo y ancho del campo. Había llovido durante la noche y el polvo espeso se había asentado en el suelo. El Sol calentaría con más fuerza durante el día, pero ahora había nubes densas y era agradable caminar a la luz del día, oler la tierra limpia y ver la belleza del lugar. Era una tierra muy antigua, llena de encanto, y de tristeza humana, con tanta pobreza y aquellos templos inútiles.
«Habla mucho acerca de la belleza y el amor, y después de escucharle no sé exactamente lo que significan ninguna de estas dos palabras. Soy un hombre corriente, pero he leído mucho, tanto libros de filosofía como de literatura. Según parece, las explicaciones que los libros ofrecen difieren de lo que usted dice. Podría citarle lo que los antepasados de este país mencionan sobre el amor y la belleza, y también lo que creen en occidente, pero ya sé que no le gustan las citas, debido a la autoridad que sutilmente implican. Pero, señor, si le parece bien, podríamos examinarlo y, tal vez, seré capaz de comprender lo que el amor y la belleza significan.»
¿Por qué en nuestras vidas hay tan poca belleza? ¿Por qué son necesarios los museos con sus pinturas y estatuas? ¿Por qué tenemos que escuchar música o leer descripciones de paisajes? El buen gusto puede enseñarse o quizás sea innato en uno, pero el buen gusto no es belleza. ¿Se encuentra la belleza en las cosas que hemos construido –en el flamante avión, en la grabadora, en el fastuoso hotel moderno o el templo griego, en la belleza de las líneas, en la complicada máquina, o en el arco de un hermoso puente que cruza una profunda cavidad?
«¿Quiere decir que no hay belleza en las cosas que están maravillosamente construidas y funcionan a la perfección? ¿No hay belleza en una obra artística de calidad sublime?»
Por supuesto que la hay. Cuando uno observa el interior de un reloj de bolsillo, ve que es increíblemente delicado y que posee cierta cualidad de belleza, como la tienen algunas columnas de mármol antiguas o las palabras de un poeta. Pero si la belleza se reduce a eso, entonces se trata sólo de la reacción superficial de los sentidos. Cuando uno ve una palmera, solitaria frente a la puesta del Sol, ¿es el color, la quietud de la palmera, la paz del atardecer lo que hace que uno sienta la belleza? ¿o es la belleza, como el amor, algo que está más allá del tacto y de la vista? ¿Es cuestión de educación, de condicionamiento, el decir: «Esto es bello y aquello no lo es»? ¿Es cuestión de costumbre, de hábito, de estilo, decir: «Esto es inmundicia, pero eso es orden y en él florece la bondad»? Si en realidad es todo una cuestión de condicionamiento, entonces es un producto de la cultura y de la tradición y, por tanto, no es belleza. Si la belleza es el resultado o la esencia de la experiencia, entonces, tanto para el hombre de occidente como el de oriente, la belleza depende de la educación y de la tradición. ¿Es el amor, como la belleza, privativo del Este o del oeste, del cristianismo o del hinduismo, del monopolio del Estado o de una ideología? obviamente no es nada de esto.
«Entonces, ¿qué es?»
Como sabe, señor, la austeridad de la propia renuncia es belleza. Sin austeridad no hay amor; y sin esa renuncia, la belleza carece de realidad. Por austeridad entendemos, no la rigurosa disciplina del santo, del monje o del comisario político con su orgullosa abnegación, o la disciplina que les da poder y reconocimiento, eso no es austeridad. La austeridad no es rigurosa, no es una reafirmación disciplinada de la importancia personal de uno, no es la negación de toda comodidad, o los votos de pobreza y celibato. La austeridad es inteligencia suma; únicamente puede existir cuando hay la propia renuncia, y eso no puede ser fruto de la voluntad, de la elección, o de un intento deliberado. El acto de la belleza es lo que genera el abandono, y es el amor lo que trae la profunda claridad interna de la austeridad. La belleza es ese amor, y cuando hay amor toda comparación y medida han terminado. Entonces ese amor, haga lo que haga, es belleza.
«¿Qué quiere decir con “haga lo que haga”? Si uno renuncia a sí mismo, no le queda nada por hacer.»
El hacer no está separado de lo que es. Lo que engendra conflicto y perversidad es la separación; cuando esa separación no existe, el mismo vivir es un acto del amor. La profunda sencillez interna de la austeridad hace que la vida no tenga dualidad alguna. Éste es el viaje que la mente debe emprender, para descubrir la belleza que las palabras no pueden expresar; y este viaje es meditación.
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