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1521 en el
arte barroco

Contenido
México 500 Presentación
A primera vista
Frente al cuadro
La muy noble y leal ciudad de México
Los biombos de la conquista de México: dispositivos para la memoria
El encuentro de Hernán Cortés y Moctezuma II en realidad aumentada
Los retratos de doña Marina, Hernán Cortés y Moctezuma II
Una versión iridiscente de la conquista
Epílogo
Bibliografía
Aviso legal
Colección México 500
Contraportada
En el marco de la agenda conmemorativa de la Universidad Nacional Autónoma de México en ocasión de los 500 años de la caída de México-Tenochtitlan y la fundación de la ciudad de México, la Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial y el Instituto de Investigaciones Históricas unen sus esfuerzos editoriales y académicos para crear la colección México 500.
La caída de Tenochtitlan en 1521 detonó procesos que transformaron profundamente el mundo. Tanto las sociedades mesoamericanas y andinas como las mediterráneas, es decir, europeas y africanas, y aun las subsaharianas y asiáticas, se vieron inmersas en una larga e inexorable historia de integración. Una vez superadas las lecturas nacionalistas que colmaron los relatos oficiales, las leyendas negras y doradas de los siglos XIX y XX, resulta necesario y pertinente difundir los problemas, enfoques y perspectivas de investigación que en las décadas recientes se han producido sobre aquellos acontecimientos, reconociendo la complejidad de sus contextos, la diversidad de sus actores y las escalas de sus repercusiones.
La colección México 500 tiene por objetivo aprovechar la conmemoración para difundir entre un amplio público lector los nuevos conocimientos sobre el tema que se producen en nuestra Universidad. Tanto en las aulas del bachillerato y de las licenciaturas como en los hogares y espacios de sociabilidad, donde estudian y residen los universitarios, sus familias y personas cercanas, se abre un campo de transformación de los significados sobre el pasado al que se deben las cotidianas labores de investigadores, docentes y comunicadores de la historia.
El compromiso con esa invaluable audiencia activa y demandante resulta ineludible y estimulante. Por ello, las autoras y autores de los títulos de la colección, integrantes de la planta académica universitaria, ofrecen desde sus diversas perspectivas y enfoques, nuevas miradas comprensivas y explicativas sobre el significado histórico de lo acontecido en el valle de Anáhuac en 1521. Así, los contextos ibérico y mesoamericano son retomados junto a las preguntas por la diversidad de personas involucradas en aquella guerra y sus alcances globales, el papel de sus palabras y acciones, la centralidad de las mujeres, las consecuencias ambientales y sociales, la importancia de la industria naval y el mar en aquellos mundos lacustres, la introducción de la esclavitud occidental, la transformación urbana, el impacto de la cultura impresa, la memoria escrita, estética y política de aquellos hechos, por mencionar algunas de las temáticas incluidas en México 500.
En las actuales circunstancias de emergencia sanitaria y distanciamiento social, nuestra principal preocupación es fomentar en el alumnado la lectura y la reflexión autónomas que coadyuven a su formación, con base en herramientas accesibles, fundadas en la investigación científica y humanística universitaria. Por ello, nuestra intención es poner a disposición del lector un conjunto de títulos que, al abordar con preguntas nuevas un tema central de la historia nacional, problematice el significado unitario y tradicional que se le ha atribuido y propicie la curiosidad por nuevas posibilidades de interpretación y cada vez más amplios horizontes de indagación.
Instituto de Investigaciones Históricas
Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial
A primera vista
El gran lago de Texcoco se descubre en el fondo. Las tropas de Hernán Cortés, organizadas en guarniciones de soldados con espada, lanza y arcabuz, ocupan en toda su longitud las calzadas de Tacuba, Guadalupe y San Antonio. Su estrategia es consolidar un avance envolvente sobre México-Tenochtitlan a fin de sitiarla y, con ello, poner fin a la resistencia indígena comandada por Cuauhtémoc, el último tlatoani mexica. En un despliegue desigual, tanto por la protección que otorgan las armaduras y los yelmos como por la presencia de los capitanes a caballo en la retaguardia, el contingente español hace alarde de sus estrategias militares, lo mismo en tierra que sobre el agua, donde el ritmo constante del remo de los bergantines alcanza rápidamente las canoas de los guerreros mexicas.
Los hombres de piel parda y rojiza, cabellos oscuros, largos y atados arriba de la cabeza de acuerdo con su dignidad y rango, se arrojan iracundos a enfrentar a los invasores. No es sólo el color de su piel lo que contrasta con el brillo argento de los combatientes europeos, sino también el fulgor dorado de sus atavíos y las plumas iridiscentes que componen los faldellines y los trajes de los guerreros águila. Se completa así el imaginario de las comunidades americanas que están a punto de perder la guerra.
Las macanas de obsidiana o macahuitl, las lanzas, los arcos y las flechas, configuran una ola humana en movimiento defensivo, sobre todo alrededor del gran cu —como se le llamaba en los tiempos de la conquista al templo dedicado a Huitzilopochtli en la plaza de Tlatelolco—. Este lugar sagrado, el último reducto de las milicias indígenas, fue descrito por Bernal Díaz del Castillo como el mayor templo de la ciudad, una pirámide de 114 gradas con una gran plaza al frente (figura 1).

Figura 1. Autor anónimo, El encuentro de Cortés y Moctezuma, finales del siglo xvii, óleo sobre tela, Jay I. Kislak Collection, Rare Book and Special Collections Division of the Library of Congress, Washington, D. C.
En la pintura, el recinto sagrado ocupa el lugar del punto de fuga, ubicado arriba y en el centro de la composición, es decir, hacia donde converge la mirada después de un recorrido circular por la historia narrada. Efectivamente, el inmenso cu está representado como el corazón de la ciudad, completando así una vista idealizada y, al mismo tiempo, metafórica de lo que fue México-Tenochtitlan.
La urbe mexica se ve como una serie de pequeños islotes interconectados a través de calzadas, cuyas edificaciones distribuidas de forma caótica hacen recordar las campiñas medievales europeas con sus torres cuadrangulares de paredes gruesas y los techos de madera. Las calles y las viviendas aparecen desoladas pues sus habitantes han salido a participar en las batallas o han huido hacia las afueras de la ciudad. No hay niños ni mujeres en la escena.
En la mente del pintor, la disposición de la ciudad de México de esa época se asemeja más a la configuración de los caseríos del Viejo Mundo pues carece de referentes visuales sobre las ciudades precolombinas. Llama la atención el énfasis en la representación de los islotes, ya que parece recrear las reseñas sobre la fundación de México-Tenochtitlan que fueron traducidas visualmente en la imagen que dio origen al plano que Hernán Cortés envió al emperador Carlos V con su “Segunda carta de relación”, publicada en Núremberg en 1524 (figura 2).

Figura 2. Mapa de México-Tenochtitlan encargado por Hernán Cortés para ilustrar su “Segunda carta de relación”. Núremberg, 1524. Colección Edward E. Ayer, Biblioteca Newberry, Chicago (Ayer 655.51 C8 1524).
Por la escalinata del gran templo caen los cuerpos de los sacerdotes asesinados y, en lo alto, el adoratorio envuelto en llamas se contrapone a la figura del victorioso Pedro de Alvarado, quien ondea el estandarte carmesí de la monarquía española antes de clavarlo en el suelo, al tiempo que, jubiloso, levanta su espada simbolizando así la ocupación efectiva del territorio por las fuerzas cortesianas.
Este pasaje encuentra su contraparte discursiva en la esquina inferior derecha de la pintura, donde Hernán Cortés va pertrechado como caballero —con la armadura, la espada y el yelmo de plumas—, portando en la mano izquierda la bengala del rey, símbolo de Capitán General de los ejércitos españoles y, en este caso, también de los tlaxcaltecas aliados —“los nuestros”, como se lee en los textos que acompañan a las imágenes—. El elocuente énfasis en la figura de Cortés, caballero cristiano por excelencia que avanza heroico y convencido de su misión, se constituye como una cita más a las crónicas de la conquista, y en especial a las franciscanas, donde se identifica a Cortés como un estratega sagaz de invencible ánimo y un líder destinado a extirpar las idolatrías. Como Moisés que liberó al pueblo hebreo de la esclavitud de los egipcios, el propósito de esta representación es convertir al conquistador en un nuevo mesías; instrumento a través del que se cumpliría el plan divino de salvar a los indios de su gentilidad mediante la imposición del cristianismo.
En la esquina inferior derecha de la pintura se plasmó una cartela como si fuera un pliego de papel adherido al lienzo, la cual introduce textualmente a la escena: “Último combate de México”. Ahí se enlistan los personajes y los lugares que aparecen en la imagen. Este índice pictórico tiene un sentido ciertamente didáctico, pues ayuda a dirigir la atención del espectador y, sobre todo, pone énfasis en los personajes clave de la historia, haciéndonos ver que la gesta se ganó como resultado del trabajo colaborativo entre los cuatro capitanes: Cristóbal de Olid, Gonzalo de Sandoval, Pedro de Alvarado y Hernán Cortés. Se confirma así que detrás de quien encargó la pintura hubo un mentor bien informado de las fuentes históricas y, en especial, de la crónica de Bernal Díaz del Castillo publicada en 1632.
Esta obra ocupa la séptima posición de una serie compuesta por ocho pinturas cuyo comienzo abarca la victoria de Hernán Cortés en Tabasco y el bautizo de las 20 mujeres entregadas a los españoles por los caciques indígenas, entre quienes se encontraba Marina, más conocida como la Malinche. La narración concluye con la captura de Cuauhtémoc. Llama la atención el esfuerzo de síntesis para la selección de los pasajes, tomando en cuenta que la Historia verdadera de Bernal Díaz del Castillo es copiosa en descripciones y anécdotas. Estas vistas contribuyeron en su tiempo, la última década del siglo xvii, a la construcción del imaginario que reivindicaba las hazañas de Cortés y el triunfo de la religión católica en la Nueva España.
Aunque no se conocen los datos precisos de su comisión, el consenso apunta a que las pinturas fueron hechas en la Nueva España por encargo de algún miembro de la élite local y pensadas como un presente de exportación. La historia de sus traslados refiere que fueron adquiridas entre 1663 y 1669 por sir Hugh Cholmley, procedentes de la captura de un galeón que iba de regreso a España. También es probable que las adquiriera para complementar el escenario de una puesta teatral sobre la conquista de México que patrocinó para agasajar a sus invitados en su residencia en Whitby, Reino Unido. Los cuadros se mantuvieron en la colección de la familia Cholmley, en Whitby, hasta que en 1954 fueron dados a conocer como parte de una exposición en México, como lo señaló Elisa Vargaslugo.
Hoy estos cuadros con escenas de la conquista se conservan en el fondo Jay I. Kislak de la Biblioteca del Congreso, en Washington, D. C. Ninguno tiene firma ni fecha, y su atribución a los artífices novohispanos sigue sujeta a la divergencia. Se les ha vinculado con talleres de éxito reconocido establecidos en la ciudad de México, entre ellos los de Antonio Rodríguez, Baltasar de Echave Rioja, Hipólito de Rioja y Manuel de Arellano. Y aunque su autoría sigue siendo dudosa, lo cierto es que los pintores que trabajaron en su ejecución tenían gran capacidad para la organización de las composiciones a través de la perspectiva aérea y el recurso de los corredores ópticos para conducir la mirada del espectador; dominaban los principios de la representación del paisaje, del manejo variado del color, así como de la verosimilitud en la imitación de las cualidades ópticas y de las texturas de las superficies. Llama la atención el cuidadoso detalle para simular las joyas, representar el brillo de las armaduras, los bordados y hasta la diferenciación de los tipos de plumas.
Con respecto a sus modelos, los historiadores han identificado algunas estampas que fueron empleadas por los artistas para componer la sucesión de eventos. Tres grabados impresos de Matthäus Merian (1593-1650), publicados en 1627 en su Iconum Bibliocarum, fueron adaptados al gusto local en las escenas de La entrada de Cortés en Tabasco, La noche triste y La batalla de Otumba, mientras que en la imagen de la toma de México-Tenochtitlan se emplearon libremente las composiciones originales del grabador florentino Antonio Tempesta (1555-1630), con escenas de batallas que debieron de circular en ediciones como la Historia de los siete infantes de Lara (1612).
Para configurar el arreglo del bando indígena, se ha propuesto que las referencias usadas por los artistas provenían de los imaginarios construidos durante las representaciones teatrales de las celebraciones festivas conocidas como “danzas del mitote”. Estas manifestaciones tenían un carácter propagandístico clave para la consolidación de las esferas de poder que articulaban la sociedad novohispana, y durante su práctica se actualizaban los festejos precolombinos en la memoria colectiva, fortaleciendo un sentido de identidad. Se sabe que desde el 13 de agosto de 1528 el ayuntamiento de la ciudad de México organizó una fiesta con montajes de teatro, danza y música para conmemorar la caída de la ciudad indígena, festejo en el cual se exhibía toda la parafernalia de las costumbres nahuas. Quienes personificaban a Moctezuma II, a los reyes indígenas aliados y a la Malinche, eran los actores centrales que contribuían a validar entre la comunidad la noción de que la sociedad colonial hundía sus raíces en un pasado lleno de riquezas y que esas tierras conformaban un reino antes de la conquista.
Otro testimonio que da cuenta de la celebración de este tipo de rituales es la representación que hacia el año 1600 organizaron don Juan Cano Moctezuma, hijo de Juan Cano de Saavedra (ca. 1502-1572), y doña Isabel Moctezuma (ca. 1510-1550), sucesora directa del emperador mexica. En ella, actores vestidos a la usanza indígena encarnaban personajes de la conquista y danzaban en la plaza mayor del virreinato novohispano, mientras la sociedad española disfrutaba de la fiesta, tal como lo describen los memoriales indígenas de Domingo Chimalpahin.
Efectivamente, al reflexionar sobre la construcción de estas imágenes de la conquista, se hace evidente su interrelación con la historia escrita pero también, y de manera preponderante, con las manifestaciones culturales intangibles de las sociedades virreinales. Estas sociedades revivían y usaban los eventos del pasado para manifestar sus denuncias y reclamos, para defender sus posiciones políticas y de identidad y, con ello, articular y negociar en torno a las estructuras subyacentes al orden social.
Frente al cuadro
Decidí comenzar este libro con la descripción de uno de los pocos ejemplos pictóricos novohispanos que se conservan hasta ahora con el tema de la conquista de México para hacer notar lo fragmentario de las imágenes y su fuerte intencionalidad como aparatos de representación de los intereses de un grupo social que los concibió como instrumentos de propaganda. El relato refleja mi experiencia frente a un cuadro reconocido dentro del género de “pintura de historia” que me planteó muchas preguntas, algunas de las cuales abordaré en este trabajo.
En las pinturas del género histórico se plasman momentos significativos de un suceso, elegidos a propósito para convencer o conmover, para la enseñanza, para promover un interés específico u obligar a una acción. A pesar de ello, las imágenes son polivalentes, escapan a las intenciones de sus autores o comitentes durante sus procesos de recepción y de interpretación, sobre todo cuando cambian de un contexto social y cultural a otro.
Los historiadores estudiamos las imágenes para construir explicaciones del pasado; son parte esencial de nuestras fuentes, al igual que los documentos de archivo, las crónicas, las noticias, las entrevistas, las ceremonias y otras prácticas rituales, así como los objetos de uso cotidiano, por mencionar sólo algunas. Nuestra relación con las imágenes y los artefactos de la cultura material está determinada por el tiempo: el tiempo de su creación, de su recepción y de su interpretación. Ellos son testigos materiales del paso de la historia, el elemento de la duración. Con un poco de suerte, las imágenes se vuelven portadoras de información sobre los fenómenos de uso y significado que les dieron las sociedades de las diferentes épocas, y en ellas podemos identificar algunas huellas de sus modos de operación cultural a partir de inscripciones, etiquetas, reutilizaciones o documentos asociados con cada cambio.
La mayor parte de las veces, los objetos culturales parecen sobrevivientes del tiempo. Rescatados de las bodegas de las colecciones en operativos de tipo arqueológico, aparecen exentos de datos concretos sobre su contexto original o sus distintos estadios de significación y cambios. Por ejemplo, del gran tema de la conquista de México se conservan muy pocos ejemplos y en su mayoría son anónimos. Pudiera ser que, en el siglo xix, el triunfo de los mexicanos sobre la Corona española para alcanzar su independencia haya causado la desaparición de algunos ejemplos, pero no vale la pena detenerse a pensar en lo que hubiera pasado de contar con más obras. Lo que importa es destacar el hecho de que los estudiosos del arte novohispano construimos nuestras explicaciones sobre obras o conjuntos en su mayoría anónimos, lo que supone establecer su identificación conforme a los procesos culturales de su contexto de producción y uso, en una tensa relación respecto a los cánones estilísticos europeos.
Cuantificar y enlistar las pinturas sobre la conquista de los siglos xvi al xviii nos presenta una idea clara del panorama de estudio: se conservan ocho biombos distribuidos en las colecciones del Museo Nacional de Historia, el Museo Franz Mayer, el Museo Soumaya —procedente de la colección Vera da Costa Autrey—, el Banco Nacional de México —posee dos, uno con el tema del encuentro entre Moctezuma y Cortés y las cuatro partes del mundo, y otro dedicado a la conquista de México—, el Museo Histórico del Castillo de Miramar en Trieste —el único cuadro firmado y fechado por Pedro Villegas, en 1718—, la casa de los Duques de Almodóvar del Valle, en Madrid, y en la colección Francisco González de la Fuente en la Ciudad de México.
A ellos se suman seis series de pinturas con embutido de concha nácar, dos de las cuales se resguardan en el Museo de América, en Madrid, una en el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires y una en la colección Koplowitz, en Madrid —procedentes de la colección del Duque de Moctezuma y Tultengo—. Finalmente, se encuentra el conjunto repartido entre el Museo Nacional del Virreinato y el Museo Franz Mayer —antigua colección de los Duques del Infantado, Madrid—.
En lo que respecta a los cuadros al óleo, conocemos cuatro series. La más temprana es la que resguarda la Biblioteca del Congreso de Washington, ya reseñada, y las otras tres datan del siglo xviii: el conjunto de 12 piezas perteneciente al acervo de Fomento Cultural Banamex, una serie de pequeño formato que resguarda el Museo Nacional de Historia y 24 láminas de cobre pertenecientes al Museo de América, realizadas como prototipo para ilustrar la edición de 1783 de la Historia de la conquista de México de Antonio de Solís (1684). Además, se conoce un cuadro de grandes dimensiones que fue localizado en las bodegas del Palacio Nacional en la Ciudad de México, restaurado y dado a conocer en 2010.
Este libro no abordará todas las obras ni todas las escenas sino que se enfoca en una selección de imágenes capitales para comprender los imaginarios de la conquista que se consolidaron en la última parte del siglo xvii y los primeros años del xviii (aproximadamente desde 1680 hasta 1718), y entender su papel en la construcción de la identidad de la sociedad novohispana. Se pondrá énfasis en las composiciones, los modos de pintar, las convenciones representativas y en la dimensión física de las pinturas ya que, como se verá más adelante, las características materiales de algunas series pintadas están estrechamente vinculadas con el éxito de su comisión, así como con su función social y su estatus simbólico.
La escasez de imágenes que dan cuenta de los hechos bélicos que llevaron a la caída de México-Tenochtitlan contrasta de manera notable con la amplia memoria historiográfica que se produjo desde los años posteriores a la fundación de la ciudad virreinal. Algunos historiadores han querido explicar las imágenes plásticas mediante una relación dependiente de la publicación de las crónicas, sobre todo las escritas por plumas españolas; sin embargo, el estudio puntual de las obras conservadas ha llevado a identificar la interrelación de fuentes y modelos de diversos tipos (memorias, costumbres y fenómenos culturales simultáneos o ejemplares) que estaban insertos en la lógica de dominación que ejerció la monarquía española en sus territorios. Por ello, se puede afirmar que las imágenes aderezan una narrativa paralela a la de la historia escrita.
El concepto estilístico de “arte barroco” que se lee en el título de este volumen merece también una explicación. Las divisiones cronológicas de las expresiones culturales manifiestas en nociones como arte del Renacimiento, arte medieval o arte barroco, han sido útiles como un puente de diálogo entre disciplinas. Ayudan a periodizar, a establecer un marco temporal donde es posible identificar características compartidas.
El término “barroco”, considerado opuesto a la cultura clásica grecorromana, aparece de modo persistente en los estudios históricos sobre el arte y las sociedades de América Latina, dándose por hecho sus implicaciones. Su uso ha tenido connotaciones políticas y geográficas, sobre todo para la construcción de las historias nacionalistas en los países que se independizaron del dominio de las monarquías católicas.
En los estudios del arte virreinal americano, la noción de lo barroco alude a las prácticas culturales desarrolladas en un espacio físico, temporal y hasta geopolítico: “fiesta barroca”, “Nueva España barroca”, “planeta barroco” y, al mismo tiempo, adjetiva procesos culturales complejos, móviles, ocurridos dentro de los territorios de la monarquía hispánica y que han tenido profundas implicaciones ideológicas derivadas de la proyección del poder del monarca, de la reforma católica y de las élites gobernantes en los territorios coloniales.
Para algunos investigadores de la historia de México, el siglo xvii se considera como “el gran siglo barroco”, mientras que otros extienden sus límites hasta la segunda mitad del siglo xviii. Como forma cultural, su comienzo puede situarse después del Concilio de Trento (1545-1563) y se refiere a las manifestaciones exageradas en su ornamentación, exuberantes, que apelan a un sentido teatral de la representación para sorprender, engañar y comprometer emocionalmente al espectador. Pero también alude a las composiciones de acento naturalista basadas en el desarrollo de la ciencia óptica, la cartografía y la astronomía, así como en la aplicación de los instrumentos de visión, como los lentes de aumento, el microscopio y el telescopio para la creación de imágenes. La atención a las prácticas sociales y las posibilidades descriptivas de las cualidades físicas de las superficies, caracterizaron también este cambio en las artes.