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Hay dos tipos de silencio. El silencio real que cayó sobre Catherine y los cientos de personas que perecieron con Emmet en Dublín, y los siete que perecieron con Despard en Londres. Es el silencio, la tumba sin inscripciones, los restos desconocidos que Catherine comparte con Robert Emmet. Y existe otro tipo de silencio, el silencio astuto de Emmet, que canta con elocuencia a través del abismo del tiempo.
Cloncurry se estableció en Lyons. Se convirtió en terrateniente reformador, magistrado y consejero del Gran Canal, cuyo consejo directivo presidió tres veces. Era un terrateniente paternalista que desplegaba hospitalidad. Nunca dejó de drenar, construir, plantar y cultivar la heredad.
Newcastle era un distrito atribulado. Las franjas de cultivo de la agricultura medieval fueron agrupadas y los campos cercados por la Ley de Cercamientos de 1818, comenzando así «el reinado del buey». Todavía hoy, varios terrenos siguen calificados como «comunales» en el mapa del servicio de cartografía. Escribiendo sus memorias en 1848, el año más devastador de enfermedad y hambre en la historia de Irlanda, Cloncurry no podía recordar con triunfalismo los principios revolucionarios de 1798.
Las esclusas de los canales eran puntos conflictivos, en los que las tensiones podían inflamarse con facilidad por, pongamos, unas vacas pastando en el camino de sirga o un árbol talado para la fiesta de los Mayos. Los vigilantes de las esclusas iban armados. La esclusa doble número 13 del canal en Lyons era uno de esos puntos de ignición. El canal era objeto de ataques nocturnos por parte de los campesinos, que temían la exportación de sus alimentos a Dublín[4]. Con él se asociaban los precios elevados, la escasez, y en último término el hambre. En 1812 sufrió fisuras maliciosas. En 1814, un «tipo que se llamaba a sí mismo Capitán Sinmiedo o Instigador» hundió varios barcos de harina[5]. El mapa del servicio de cartografía de 1838 muestra que allí se había construido un molino (del que se conservan vestigios), y en el mapa hay anotada una comisaría de policía.
En 1803, año de la muerte de Despard, Lyons House fue invadida y saqueada. Uno de los arrendatarios dirigió una gran fuerza militar para registrar la casa en busca de armas escondidas o para capturar a los heridos en la insurrección de Emmet que había tenido lugar en julio. «La casa estaba, en aquel momento, en manos de los jornaleros, y tenía todas las habitaciones abiertas excepto la biblioteca, que él forzó, y robó una cantidad de documentos, tres o cuatro escopetas de caza, alguna armadura antigua, y una tetera de plata.» Años después, Cloncurry minimizó la violencia, diciendo que había sido «perpetrada por un pequeño propietario que buscaba el favor de Castle…». Felix Rourke, uno de los lugartenientes de Emmet, fue ahorcado en Rathcoole, su lugar de nacimiento, el 12 de septiembre de 1803[6].
Lyons linda con la heredad de Newcastle, que limita con Rathcoole al sur. Desde allí cabalgó el 19 de febrero de 1804, casi en el aniversario de la ejecución de Despard, el capitán Clinch con dos soldados para atacar la casa de Darby Doyle, en Athgoe, la colina adyacente a Lyons, y detener a sus hijos y a un marinero que trabajaba en la casa. Liderando la caballería local con una compañía a pie, Clinch detuvo a todos excepto al propio Doyle, que escapó corriendo desnudo a Lyons, escaló el muro, y pasó la noche en la nieve descalzo y sin medias. La noche siguiente se refugió en casa de un amigo. Son personas como él, fugitivos, quienes más tarde se unirán a los insurgentes en los montes Wicklow a las órdenes de Michael Dwyer, tras la rebelión de 1798[7]. En cuanto a Clinch, años después fue llevado ante Cloncurry, que ejercía de magistrado, en una disputa salarial por no pagar los salarios del segador.
Una aldea fue quemada aquí un siglo y medio antes, durante las guerras de 1641. La iglesia católica fue destruida y reconstruida con menor tamaño y convertida en iglesia anglicana, St. Finian’s. Jim Tancred me enseñó el banco familiar de Cloncurry: «Aquí debió de sentarse Catherine», dijo. En el libro de la sacristía vimos que en 1800 alguien había robado una sobrepelliz, valorada en 1 libra, dos chelines y nueve peniques, cuyo tejido quizá se utilizara para confeccionarle un uniforme a un miembro de los Irlandeses Unidos. Sentado en su banco familiar y mirando por encima de las velas rojas y el acebo al exterior, a través de la ventana que hay detrás del altar, se pueden observar los arcos que en otro tiempo sostuvieron el tejado de la iglesia católica. El geógrafo E. Estyn Evans describió la cultura de la townland irlandesa como «descuidada». El historiador Robert Scally aplicó el concepto «descuidado» al conflicto entre una geometría de la tierra privatizada, numerada y gráfica, y la economía oral y moral de la gente, a menudo ajena tanto a los zapatos como a los sombreros, y que habitaba viviendas «en las que rezumaba hollín de arriba y cieno de abajo», por citar a Brian Merriman, el poeta de la escuela no anglicana en el condado de Clare. Medían la tierra por los usos humanos, como, por ejemplo, «hierba para una vaca»[8]. Observando fijamente las piedras, prueba de la victoria del protestantismo inglés, y mirando suficiente tiempo por la ventana, se pueden hallar pruebas graníticas de la iglesia católica.
Cuando visité las ruinas de un viejo castillo y la decrépita iglesia parroquial, con la nave y el presbiterio cubiertos de hiedras, parecía que los escombros, este bricolaje de tiempos pasados –barandilla de hierro victoriana; troncos de madera; piedras de castillos de la Reforma, ingleses antiguos y gaélicos– se hubieran convertido en mausoleo funerario familiar (fig. 3). Jim Tancred me guio hasta la bóveda funeraria de los Cloncurry. Necesitó llaves y martillo para abrir la verja cerrada con candado y soltar sus bisagras oxidadas, y se rio por un chiste macabro contado inmediatamente antes de abrirla. Se trataba definitivamente de una experiencia «gótica» y mi guía era perfectamente consciente de la situación. ¿Estaba Catherine a punto de convertirse en un relato de fantasmas?

Figura 3. Interior del mausoleo de los Cloncurry en Lyons, condado de Kildare. Foto del autor.
El Gótico estaba de moda en tiempos de Catherine, no el medievalismo ensalzado por William Morris sino el arte nacido de fuerzas sumergidas e inconscientes, el reconocimiento de lo desconocido, la sensación de que la muerte no era el fin de la historia. La de Catherine fue una época de terrores. Por mucho que Edmund Burke los encontrara «sublimes», eran sanguinarios –genocidas– y dieron lugar a la imaginación gótica[9]. El modo gótico dominó la dramaturgia londinense durante la década de 1790. Presentimiento y miedo eran los estados de ánimo; lo misterioso y lo inconsciente eran la energía; el espectro y el fantasma eran los recursos estilísticos; y la cárcel o el castillo, los escenarios. Era la forma artística de la represión por excelencia. La risa de Jim Tancred ayudó a descargar nuestros miedos, de modo que quitándome las telarañas de la cara y dejando que mis ojos se ajustaran a la escasa luz, entré en la sepultura. Abundaban los ataúdes, las inscripciones y el polvo, pero no había ninguna prueba física de Catherine Despard. ¿Había sido una búsqueda vana? La memoria histórica puede empezar con vestigios y huesos, pero no es una ciencia mortuoria.
Los Irlandeses Unidos del distrito combatieron y sufrieron la muerte en el patíbulo: John Clinch fue ahorcado en Dublín en 1798; Felix Rourke, zapatero y aliado de Edward Fitzgerald, en septiembre de 1803; y James Harold huyó en 1798, convertido en parte de una diáspora planetaria que en su caso incluyó Australia, Río de Janeiro y Filadelfia. A unas millas de Lyons, en Rathcoffey, Hamilton Rowan tenía una imprenta con la que publicó el primer panfleto de los Irlandeses Unidos, el primero de 1793. Se oponía a la declaración de guerra contra la Revolución francesa. Que los nobles sean los primeros en sufrir, pero «por desgracia mis pobres paisanos, ¿cuánta calamidad os espera antes de que un solo plato o un vaso de vino se retire de las mesas de la opulencia?». Y continúa:
Dejad que otros hablen de gloria. Dejad que otros celebren héroes que inundarán el mundo de sangre: en mis oídos seguirán resonando las palabras de los pobres obreros.
No queremos caridad.
Queremos trabajo.
Tenemos hambre. ¿Para qué? ¿Una guerra?[10].
Un historiador local de hoy escribe: «La encrucijada de Lyons fue una de las guaridas del perro negro que parece haber estado emparentado con el perro de la mitología griega que guardaba el inframundo»[11]. Catherine entró en una especie de inframundo: no completamente criminal, no completamente guerrillero. Pasó a formar parte de una red clandestina de apoyo a los planes de Robert Emmet. En julio de 1803, un zapatero apellidado Lyons, emparentado con Cloncurry, fue acusado de trasladar a diez personas a Dublín para apoyar la rebelión de Emmet. Debía impedir que el coche correo atravesara Kildare[12]. La señal para el país era el coche parado. El plan de Despard en Londres era el mismo que el de Emmet en el verano de 1803.
Mientras paseaba por la finca de Lyons House, en ese momento propiedad del director gerente de Ryanair, no fue fácil encontrar indicios de los terrenos comunales existentes doscientos años antes. En la década de 1790, la privatización de la propiedad se intensificó, convirtiéndose en cuestión de vida y muerte. Los defensores eran campesinos católicos, cuya insurgencia en 1795 pretendía defender la tierra, los bienes comunales y la comunidad contra los intrusos y los escuadrones de la muerte promovidos por la gentry imperialista en alianza con la Orden de Orange. Uno de esos defensores era Lawrence O’Connor, maestro del vecindario de Lyons. Declarado culpable de juramentar a un soldado, fue ahorcado en 1795. Explicó el significado de los tres términos de este juramento –amor, libertad y lealtad– como sigue:
Por amor debía entenderse ese afecto que el rico debería mostrar al pobre en su aflicción y necesidad, pero que le negaba… Libertad significaba esa libertad que todo pobre tiene derecho a usar cuando está oprimido por el rico, de presentarse ante él y quejarse de sus sufrimientos; pero el pobre de este país no tenía ese derecho a la libertad… La lealtad la definía como esa unión que subsistía entre los pobres –él murió por esa lealtad– significaba que los pobres que formaban la fraternidad a la que él pertenecía se apoyarían unos a otros[13].
Las piedras del cementerio no habían logrado ser más duraderas, pensé, que estas palabras. El secretario principal para Irlanda, William Wickham (1802-1804) confirmó esta definición de «lealtad» como solidaridad obrera como cuando escribió, en referencia a la insurrección de Emmet, que sus principales activistas eran «todos operarios mecánicos, u obreros del orden más bajo de la sociedad… que si alguien o varios de los órdenes más elevados de la sociedad hubieran estado relacionados, habrían divulgado la trama para obtener beneficio»[14]. En cuanto a la libertad, su sentido aquí está estrechamente relacionado con el derecho a resistir contra la injusticia de clase. El amor significa esa justicia en acción. Podríamos llamarla justicia restauradora o reparaciones.
No contrapongo una interpretación materialista o arqueológica de la historia a una interpretación idealista y documental. Cada una tiene su estética, así como su verdad. La búsqueda de la sepultura de Catherine me condujo a la continuidad de ideas, no a un callejón sin salida. Aunque no encontré la tumba, sí algunas expresiones de las causas por las que ella vivió. El silencio se había roto. Estos significados de las palabras amor, libertad y lealtad expresan ideales de igualdad en una época revolucionaria, surgidos de prácticas reales. Ayudan a explicar por qué la relación entre Ned y Kate fue una historia de amor. Para desarrollar estas ideas, para entender de hecho las revoluciones y contrarrevoluciones de la década de 1790 con sus orígenes del racismo, su imposición de los cercamientos, y la génesis del comunismo a partir de lo común, debemos volver a la historia del esposo de Catherine, Edward.
[1] T. Moore, «The Last Rose of Summer», The Poetical Works of Thomas Moore, Boston, 1856.
[2] Ibid., «Oh! Breathe Not His Name».
[3] El discurso, con una descripción completa de sus orígenes publicados, está reimpreso en S. Deane, A. Carpenter y J. Williams (eds.), The Field Day Anthology of Irish Writing, Derry, 1991, vol. I, pp. 933-939.
[4] E. Thompson, «The Moral Economy of the English Crowd», en Customs in Common, Londres, 1991.
[5] R. Delany, The Grand Canal of Ireland, Dublín, 1995, p. 77.
[6] R. O’Donnell, Robert Emmet, Dublín, 2003, vol. 2, p. 151.
[7] R. O’Donnell (ed.), Insurgent Wicklow 1798: The Story as Written by Luke Cullen, Wicklow, 1998.
[8] R. J. Scally, The End of Hidden Ireland: Rebellion, Famine, and Emigration, Londres, 1995, pp. 13-16; E. E. Evans, The Personality of Ireland, Oxford, 1995.
[9] E. Burke, A Philosophical Enquiry into the Origin of Our Ideas of the Sublime and Beautiful, Londres, 1756.
[10] K. Whelan, «Events and Personalities in the History of Newcastle, 1600-1850», en P. O’Sullivan (ed.), Newcastle Lyons. A Parish of the Pale, Dublín, 1986.
[11] M. J. Kelly, «History of Lyons Estate», en ibid
[12] Esta es la declaración jurada de Carter Connolly, maestro en Maynooth. Rebellion Papers, 620/1/129/5, Archivos Nacionales de Irlanda.
[13] J. Brady, «Lawrence O’Connor: A Meath Schoolmaster», Irish Ecclesiastical Record, vol. 49, 1937, pp. 281-287.
[14] R. O’Donnell, cit., p. 169.
B
TANATOCRACIA
3. Despard en la horca
El lunes, 21 de febrero de 1803, con la soga del verdugo alrededor del cuello, Edward Marcus Despard subió al borde del patíbulo, en el tejado de la cárcel de Horsemonger, al sur del río Támesis, en Surrey. Se dirigió a la multitud, estimada en unos veinte mil asistentes, que habían ido llegando de todo Londres desde primera hora de la mañana. A las cuatro en punto, los tambores llamaron a reunirse a la guardia montada; vigilaban los puentes y las carreteras principales. A las cinco en punto, la campana de St. George empezó a sonar y a dar la hora. Sir Richard Ford, magistrado jefe de Londres, tuvo un sueño incómodo junto a la cárcel. Habían circulado panfletos llamando al levantamiento para impedir las ejecuciones. Había sido difícil encontrar carpinteros dispuestos a erigir el cadalso. Los agentes policiales recibieron orden de vigilar «todas las tabernas y otros lugares a los que acuden los desafectos»[1]. Al carcelero se le había entregado un cohete que debía lanzar para advertir al ejército en caso de que se presentaran problemas. Fue un momento tenso cuando Despard se adelantó para hablar:
Conciudadanos, me encuentro aquí, como veis, después de haber prestado a mi país un servicio fiel, honorable y útil, durante más de treinta años, para sufrir la muerte en el patíbulo por un delito del que niego ser culpable. Declaro solemnemente que no soy más culpable de él que cualquiera de quienes ahora me estáis escuchando. Mas aunque los ministros de Su Majestad saben tan bien como yo que no soy culpable, se valen de un pretexto judicial para destruir a un hombre por haber sido amigo de la verdad, la libertad y la justicia;
[murmullos aprobatorios de la multitud]
por haber sido amigo de los pobres y los oprimidos. Pero, ciudadanos, espero y confío, a pesar de mi destino, y el destino de quienes sin duda me seguirán, que los principios de la libertad, la humanidad y la justicia triunfarán finalmente sobre la falsedad, la tiranía y el engaño, y sobre cualquier principio enemigo de los intereses de la raza humana.
[advertencia del sheriff]
Poco más tengo que añadir, excepto desearos a todos salud, felicidad y libertad, todas las cuales me he esforzado, en la medida de mis posibilidades, en procuraros a vosotros y a la humanidad en general[2].
El discurso lo redactó en colaboración con Catherine, que llevaba días entrando y saliendo de su celda, llevando documentos y ayudándole a redactar la petición de clemencia. Despard pasaba su tiempo escribiendo, y en un momento pidió un amanuense. El fiscal general, Percival (futuro primer ministro), le escribió a lord Pelham, secretario de Interior, que «una correspondencia tan intensa y voluminosa no puede tratar de sus propios asuntos privados». Despard debería haber sabido, escribió Percival, que «no puede estar seguro de que no vayan a cachear a su esposa cualquier día y que no vayan a incautarle los papeles». Y concluyó: «Los pasados hábitos del preso han sido tales como para justificar plenamente cualquier sospecha de intención maliciosa o conjura por su parte, y por lo tanto… no se le permitirá enviar más papeles fuera de la prisión a través de su esposa o de cualquier otro a no ser que los someta a la inspección de alguna persona de confianza». Sir Richard Ford, la tarde anterior a las ejecuciones, escribió a Pelham que «la multitud está ahora dispersa, pero he ordenado a todos mis hombres, que ascienden a cien, mantenerse alerta toda la noche. La señora Despard ha sido muy fastidiosa, pero al final se ha ido»[3].
El Gobierno temía la «igualación». Para impedir oratoria a favor de esta, el sheriff interrumpió el discurso, exigiendo que no se usaran palabras inflamadas. ¿Qué más podría haber dicho? Este es el vínculo con el aspecto revolucionario de lo común. Es la combinación de la famosa tríada de dos de sus elementos, igualdad y fraternidad, que componen un significado de lo común.
Al fin, el discurso fue rápidamente reproducido: en The Times al día siguiente, que es una cosa, pero también en forma de panfleto en Wolverhampton, que es otra muy distinta. Su impresor, un irlandés llamado John English, fue detenido. El de Despard es un discurso cuidadosamente trabajado, en una tradición desarrollada por los Irlandeses Unidos, que siempre que les era posible les daban la réplica a sus fiscales.
The Gentleman’s Magazine publicó una versión distinta, incluida una declaración que rayaba en una afirmación de inocencia: «Sé que, por haber sido enemigo de las medidas sangrientas, crueles, coercitivas e inconstitucionales de los ministros, estos han determinado sacrificarme bajo lo que se complacen en denominar un pretexto judicial». La conclusión es también distinta: «Aunque no viviré para experimentar las bendiciones de este cambio divino, estad seguros, ciudadanos, de que llegará el momento, y eso rápidamente, en el que la causa gloriosa de la libertad triunfará de hecho».
Podemos hacer cuatro observaciones sobre el discurso. En primer lugar, es una continuación de la lucha, con participación activa de las multitudes, que atestaron sendas avenidas para dar fe. Segundo, se dirige dos veces a la multitud como «ciudadanos», el modo de apelación igualitario y revolucionario que nivela las distinciones de «señor», «milady», «vuestra majestad», «señora», «vuestra excelencia», etcétera. A esas alturas, la palabra, surgida entre los jacobinos franceses, se había internacionalizado. Es igualitaria y democrática en el aspecto de que también se atribuye el autogobierno. La ciudadanía no significaba lealtad al Estado en sí mismo; tenía otros dos significados: lealtad a la humanidad y al proyecto revolucionario. En tercer lugar, es una producción retórica que descansa profundamente en tríadas: una tríada de logros («haber prestado a mi país un servicio fiel, honorable y útil»), una de vicios («triunfo sobre la falsedad, la tiranía y el engaño»), y tres tríadas de virtudes («los principios de la libertad, la humanidad y la justicia», «amigo de la verdad, la libertad y la justicia» y «salud, felicidad y libertad»). Estas últimas nos recuerdan a la tríada que sonaba la era que comenzó en 1789, a saber, fraternité, égalité y liberté. Constantin Volney explicó en su manifiesto revolucionario, Las ruinas de Palmira (1790) que égalité debería preceder a liberté, ya que la primera es la base de la segunda, y de «las más diminutas y más remotas ramas del Gobierno [la égalité] deberían avanzar en una serie ininterrumpida de inferencias»[4]. Estas tríadas de conocimiento oral eran sugerencias para el debate y la discusión. Años después, cuando Friedrich Engels determinó que ese era el año en el que, desde su punto de vista, se había producido la división entre socialismo utópico y científico, cayó en una tríada similar. Para él, amor, libertad y lealtad eran una tríada que implicaba ausencia de clases y bienes comunales mutuos.
Durante la mayor parte de su trayectoria militar, Despard había disfrutado de una vida sana al aire libre. Había conocido momentos de felicidad y libertad: durante una niñez en Irlanda, en las colinas del Slieve Bloom con su próspera familia, durante una expedición al río San Juan, Nicaragua, y sin duda con Catherine en Jamaica o Belize. En 1803, sin embargo, a los cincuenta y dos años, la salud de Despard se había quebrantado debido a las frecuentes estancias en muchas cárceles inglesas, incluida la Cold Bath Fields de Clerkenwell, donde mantenían a los presos en condiciones deliberadamente terribles y que era conocida como la «Steel», o «Bastille», en la jerga política de la gente del común.
Había prestado a la Corona un servicio útil en Irlanda, Jamaica, Roatán y Honduras; fiel, al no caer en el motín o la desobediencia y mantenerse leal a los grandes plantadores, en lugar de inclinarse ante dinero de los armadores de barcos o amedrentarse ante los «bahianos»; y honorable, en el sentido de sobriedad y cordura mental. Francis Place, su compañero entre los demócratas revolucionarios de Londres durante la década de 1790, recordaba que «el coronel Despard era una persona singularmente amable y caballerosa, un hombre con un corazón singularmente bueno, como yo bien sé»[5]. Es importante resaltar esto, porque poco después de su muerte se hizo circular la idea de que estaba loco, una opinión que se mantuvo durante cien años[6]. Solo dos años antes, el padre de la psiquiatría, Philippe Pinel, el hombre que, como es bien sabido, les quitó los grilletes a los internos de los asilos psiquiátricos, publicó un tratado sobre la enajenación mental que adoptaba el método novedoso de escuchar, consolar y tranquilizar para explorar la confusión que surge, en tiempos de revolución, entre perder la cabeza por decapitación y perder la mente por enfermedad[7]. En Inglaterra, mientras tanto, el intento de asesinato, en 1800, del rey Jorge III por parte de James Hadfield, un veterano herido en la campaña de Flandes, de la que guardaba terribles cicatrices, y admirador de Derechos del hombre de Tom Paine, llevó a la aprobación de la Ley de Lunáticos Criminales, que permitía confinar indefinidamente a una persona sin necesidad de someterla juicio. En 1802, Hadfield huyó, pero lo volvieron a capturar y pasó los siguientes veinticinco años en una celda de piedra en Newgate, pintando acuarelas, escribiendo poesía y profetizando[8]. De ese modo, la calumnia que tachaba a Despard de loco era una consecuencia estructural de la contrarrevolución, que dictaba cadenas perpetuas sin derecho a juicio.
El último de los cuatro puntos del discurso marca un momento de solidaridad con los demás condenados que estaban con él en el patíbulo, afirmando que eran también inocentes. Eran seis. John Francis, zapatero y soldado; John Wood, jornalero y soldado; James Sedgwick Wratten, zapatero flamenco; Thomas Broughton, carpintero de Lincolnshire; Arthur Graham, pizarrero de cincuenta y tres años nacido en Westminster; y John Macnamara, carpintero de mediana edad y miembro de los Irlandeses Unidos. Eran todos hombres de familia, que al morir dejaron viudas y huérfanos[9].
El fiscal, lord Ellenborough, intervino ante el secretario de Interior para rechazar la recomendación hecha por el jurado de concederle el indulto a Despard. El 20 de febrero, un día antes de la ejecución, le comunicaron que le había sido denegada la petición de clemencia. Como se refleja en la interrupción que el sheriff hizo del discurso de Despard, el Gobierno temía la igualación. Lord Ellenborough cargó en el discurso pronunciado tras el veredicto de culpabilidad, «Y en lugar de la antigua monarquía limitada de este reino, sus leyes establecidas, libres e íntegras, sus usos aprobados, sus útiles gradaciones de rango, sus desigualdades naturales e inevitables, y además deseables, en la propiedad, poner un plan salvaje de desigualdad impracticable [la cursiva es mía], guardando el propósito de llevar a cabo esta estrategia, una promesa ilusoria y vana de asistir a las familias de los héroes…». Esta era la esperanza expresada en un papel pasado de mano en mano por toda Inglaterra: «La Constitución - La independencia de Gran Bretaña e Irlanda - Una igualación de los derechos civiles, políticos y religiosos - Una amplia provisión para las familias de los héroes que caigan en la lucha - Una recompensa magnánima al mérito distinguido - Estos son los objetos por los que combatimos, y para obtener estos objetos juramos seguir unidos». El fiscal infirió que «me parece claro que una aniquilación de todas las distinciones y desigualdades de rango, propiedad, o cualquier derecho político, es la justa, razonable y necesaria interpretación de ellos; y, de hecho, que parece obvio y demostrable que de ninguna otra manera puede interpretarse el significado de este papel»[10].