Santander-Bretaña-Santander en el Corto Maltés, un velero de 6 metros

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Por la mañana salimos a primera hora con dirección a Pasajes. La previsión era de día nublado y posiblemente lluvioso, con viento suave del Nordeste, o sea, de morro. Por desgracia el pronóstico no se equivocó y fue una navegación nefasta. El viento venía en efecto justo de morros, y casi todo el camino estuvo lloviendo. O sea que hicimos toda la travesía a motor. Cuando intentábamos ir a vela el rumbo se abría demasiado y no hacíamos más de 1,8 nudos. Además el timón automático hacía dar muchas guiñadas al barco, lo que nos dificultaba refugiarnos en la camareta durante los chubascos, y tuve que volver a ajustarle la “ganancia”, que es el margen de tolerancia a las desviaciones del rumbo. En resumen, uno de esos días en que como dice el refrán “a veces la vela es solo un poco más divertida que el trabajo”. Por si fuera poco, al sacar un bidón de gasolina para rellenar el depósito principal se trabó con alguna pieza puntiaguda de la bici y se pinchó, empezando a salir un chorrito de gasolina al pañol y amenazando con una faena de las gordas (achicar 10 litros de gasolina de un sitio cerrado, sin tener dónde escurrirlo porque no se puede tirar al mar). Por suerte el otro depósito estaba lleno solo hasta la mitad y pudimos trasvasarlo, si no nos habríamos enfrentado a un problema bastante correoso. La verdad es que los dos depósitos suplementarios para este viaje (20 litros) los compré pensando principalmente en que tuvieran un tamaño adecuado para el transportín de la bici, y menos en la calidad de los materiales. Desde el principio me pareció un plástico muy fino y pagué las consecuencias de ese criterio equivocado. Esta reserva suplementaria era imprescindible para afrontar la larguísima travesía de Las Landas, como comentaré más adelante, por si nos quedábamos sin viento. Más adelante en el viaje sustituí los dos bidones por otros de mejor calidad.
Al mediodía pasamos por enfrente de San Sebastián, viendo su famosa Isla de Santa Clara en mitad de la bahía, flanqueada por los montes Igueldo al Oeste y Urgull al Este. Se debe entrar entre el Urgull y la isla, aunque nosotros no íbamos a hacerlo pues no tienen plazas de visitantes en el puerto y se debe fondear o tomar boya en la bahía, bastante incómodo para bajar a tierra con nuestros medios. Con niebla es fácil confundir el monte Urgull (más alto) con la Isla de Santa Clara e intentar dejarle por estribor para entrar a San Sebastián, error garrafal pues te hace entrar en el río Urumea, que no es navegable, y te lleva a varar en la misma ciudad. Nosotros íbamos a seguir hasta Pasajes o Pasaia (43º 20,2’ N; 1º 55,7’ W) solo tres millas náuticas más hacia el Este. Están tan cerca que en los barrios periféricos de Pasajes hay algunas calles en las que una acera pertenece a San Sebastián y la otra a Pasajes. En ese pequeño recorrido por mar hay un bajo muy peligroso, el de Pekachilla (43º 20,9’ N; 1º 58,3’ W) que aunque está bien cartografiado sigue produciendo accidentes pues son unas rocas que velan a solo 20 cm por debajo del agua. Pasajes es un puerto comercial con una entrada preciosa e impresionante, una falla entre dos acantilados como los fiordos de los países nórdicos, una estrecha franja de mar entre montañas altísimas. En realidad es la desembocadura del río Oyarzun invadida por el mar y constituyendo una angosta bahía en forma de “T”. La entrada es tan estrecha que para que entren y salgan los mercantes han tenido que poner un semáforo náutico, que es como los de la circulación pero situado en lo alto de una montaña con indicaciones para los barcos, especialmente los mercantes, diciéndoles si pueden entrar o salir, porque no pueden cruzarse dos en el paso. A los veleritos no nos afecta, porque circulamos por fuera de su canal, pero impresiona cruzarse con uno de ellos. Luego viene un estrecho corredor de casi dos kilómetros, rodeado de casitas típicas de Euskadi que hunden sus cimientos en el mar, como las de Venecia. La guía Imray advierte (en rojo):
“Mar desordenado con vientos del Norte en la entrada estrecha; entrar en el último cuarto de la marea creciente”.
Además, precisamente por la estrechez del paso, la corriente de marea puede ser de hasta dos nudos en la vaciante. La aproximación desde el Oeste, como veníamos nosotros, es sorprendente porque ves las boyas roja y verde de babor y estribor muy desplazadas hacia la izquierda del paso, y lo que te pide el cuerpo es seguir recto hacia la entrada. Pero si lo haces así te vas directo a las rocas. Hay que respetar esa “puerta” aunque te parezca absurda. Ambas orillas del canal de entrada tienen caseríos preciosos, casitas de uno o dos pisos con la fachada blanca y el tejado de tejas, algunas de las cuales con el balcón cerca del mar al que han puesto una escalera para poderse bañar desde él. Una vez dentro la bahía se divide en dos ramales, el derecho o del Oeste es Pasajes de San Pedro y el izquierdo o del Este Pasajes de San Juan. Allí dentro el paisaje es más industrial, con mercantes amarrados, grúas y todos los tinglados portuarios. Unos pequeños transbordadores preciosos unen ambas orillas de la ría para pasar de San Pedro a San Juan y viceversa sin tener que rodear toda la bahía.
Hasta hace pocos años dentro de la bahía se fondeaba o se tomaba una boya, pero recientemente se han construido pantalanes con algunas plazas para transeúntes. Por desgracia para los navegantes de paso, el paisaje idílico no está acompañado por los servicios que prestan en la marina ni por su precio. En 2014 recalamos en Pasajes de San Juan de forma gratuita, como en otros puertos pesqueros que hemos comentado. Pero en 2015 nos cobraron en el Club Náutico Izkiro, en Pasajes de San Juan, 15 euros por una noche para un barco de 6 metros, cuando no tienen ningún tipo de servicio, ni siquiera aseos, y no digamos wifi, tiendas, los servicios de un club náutico, etcétera. En pocas palabras, solo por amarrar y darte la llave del pantalán para ir a tierra. Teniendo en cuenta que en Getxo pagamos 17 euros en una marina con todo lo que he comentado, además de centros comerciales, multicines, restaurantes y cafeterías, etc., y en Hondarribia 10 euros con todo lo anterior más lavadora y secadora de ropa gratuitas, parece claro que en Pasajes quieren explotar a la gallina de los huevos de oro hasta que se les muera, o bien que quien dispuso la tarifa se había golpeado en la cabeza. En conclusión, recomendamos a los navegantes que pasen por esta zona que si quieren ver la entrada de la ría lo hagan en un tránsito de ida y vuelta, y vayan a dormir a otra de las marinas cercanas.
Por la tarde dejó de llover y en algunos momentos incluso salió el sol. Lo aprovechamos para recorrer con las bicicletas las calles del pueblo y una senda que circula paralela a la ría con vistas al mar y a la orilla de enfrente. El final de la senda del lado Este se bloqueó por un argayo hace años y no se ha rehabilitado, estando obstruida por el derrumbe. No obstante los escaladores siguen pasando pues en la punta del acantilado hay una zona de escalada en roca que cuando hace buen tiempo está muy concurrida. Todas las calles del pueblo tienen vistas a la ría y es un paisaje sorprendente, pues cuando entra un gran barco parece que va a chocarse con las casas o a meterse por las calles.
Para esa madrugada se habían anunciado vientos del Sur de fuerza 5 con rachas de 6 y nosotros estábamos al lado Sur del pantalán. Nos acostamos pronto preparados para lo peor: unas olas cortas y picudas como las que se forman en la bahía de Santander cuando sopla el Sur, empujándonos y chocándonos contra el pantalán. Habíamos reforzado las amarras y colocado todas las defensas disponibles en el lado del pantalán, y nos habíamos mentalizado para una noche de las de no pegar ojo. Pero al final solo hubo una ola cortita pero mansa que retumbaba en el espejo de popa, y un poco de movimiento a eso de las cinco de la madrugada, que lo único que hizo fue hacernos abrir un ojo ante el meneito, para salir a revisarlo todo y seguir durmiendo. No fue para tanto.
El día siguiente nos esperaba una etapa cortita hasta Hondarribia. Teníamos que recalar allí para un cambio de tripulación y para presentar de nuevo el libro “Carpe Diem. Vela solidaria en Santander” invitados por el Club Náutico. El pronóstico era de vientos del Sur, quizás un poco más fuertes de lo que nos gustaría (hasta fuerza 6) pero que nos permitirían una navegación rápida y a rumbo directo hasta el cabo Higuer, a la vuelta del cual se encuentra Hondarribia y detrás el río Bidasoa, frontera con Francia. Salimos de Pasajes a las nueve y empezamos la ruta con llovizna y viento fuerte del Sur que nos vino fenomenal. Como las montañas desventan la superficie del mar no había olas, y con la mayor y el génova desplegados enteros hacíamos 5-6 nudos con facilidad, levantando perlas por la proa y con el barco muy bien templado. A mitad de la travesía ese viento orgulloso primero convaleció y luego desapareció del todo, debiendo hacer unas millas a motor. Y finalmente reapareció de la dirección diametralmente opuesta, del Norte, lo que nos permitió llegar al Cabo Higuer, el anterior a Hondarribia y a la frontera francesa, ciñendo a toda vela. La etapa era cortita y entramos en el puerto de Hondarribia (43º 22,5’ N; 1º 47,5’ W) antes de comer.
Este puerto, el último de España, se encuentra en la desembocadura del río Bidasoa, cuya barra tiene solo un metro de calado en las bajamares escoradas, tras pasar la playa del lado español (estribor). Es un puerto que se excavó para dar entrada al agua del mar, en lugar de un golfo o bahía que se cierra con espigones para protegerlo, como es lo habitual. En su momento la obra fue muy contestada. Al Este de la gran bahía que separa España de Francia se encuentra un bajo peligroso, Les Briquets (43º 23,6’ N; 1º 45,0’ W) bien cartografiado, y que curiosamente es más peligroso con mar en calma (que pasa desapercibido) que con grandes olas (pues las olas rompen espumeantes y se ven desde lejos). Pero viniendo del Oeste, como veníamos nosotros, quedaba muy lejos y no nos preocupaba. Sería peor a la vuelta, volviendo de Francia, que llegaríamos del Norte y además de noche. La entrada del Bidasoa tiene una curiosa peculiaridad. Antes de hacerse los espigones de encauzamiento el río tenía una salida a la bahía que la dividía en dos mitades, la del Este francesa y la del Oeste española. Al hacerse los espigones de común acuerdo entre los dos países, se les dio un recorrido que corrigiera un poco la salida de las aguas a la bahía y el espigón del Oeste, que sale de tierras españolas, se construyó recurvado hacia el Este, invadiendo el mar territorial francés. Luego en la base del espigón se formó una playa cuya base es española y cuya punta es francesa, pese a estar aparentemente en el lado español, el de estribor al embocar el río. Para que quede claro, la marina francesa suele fondear una de sus patrulleras frente a su trozo de playa, que aparentemente está en la costa española, y hace muy raro verla allí. Además los navegantes de Hondarribia suelen llevar el pabellón de cortesía francés porque, aunque no entren en Hendaya, simplemente por utilizar la boca del Bidasoa para entrar y salir del puerto navegan por aguas francesas. El pabellón de cortesía es la bandera del país por el que se navega cuando no es el tuyo, y se sitúa en el obenque de estribor cerca de la cruceta.
El puerto deportivo de Hondarribia es magnífico, tiene agua y luz en los pantalanes, un edificio de aseos específico y otro en la misma capitanía, justo en la salida a tierra de los pantalanes, lavadora y secadora gratuitas para la ropa, wifi gratuito que llega a los atraques, tiendas y talleres de náutica, etc., y está a dos pasos de la ciudad y con línea de autobuses por si llueve. Todo eso por solo 10 euros al día nuestro barquito de 6 metros, una comparación escandalosa con el sitio de donde veníamos cuya tarifa, en relación a sus servicios, parecía dispuesta por alguien cerrado de mollera. Pero es que además aquí, por venir a presentar el libro, nos consideraron sus invitados y todo fueron atenciones: nos situaron en el atraque B2, justo bajo la capitanía, para tener más cerca los servicios y mejor señal de wifi, no nos cobraron la estancia del barco y nos dieron libre acceso a las instalaciones del Club Náutico, donde hay cocina, frigorífico (donde tuvimos congelando todos nuestros frigolines) mesas, salón de TV, aseos y duchas, wifi, etc. Además habían publicitado la presentación del libro en sus instalaciones y hecho un mailing a todos sus contactos. Más de lo que creíamos merecer y un trato al que no estamos acostumbrados en nuestro deambular por la costa española. Se nos quedaron los ojos como el dos de oros.
Esa tarde y el día siguiente (jueves y viernes) los aprovechamos para distintas gestiones técnicas y de intendencia inevitables. Vino Ana desde Santander para acompañarme en el largo fin de semana y en la presentación de “Carpe Diem”, que al fin y al cabo es el fruto de la labor de nosotros dos, y muchos otros médicos y capitanes, durante 13 años. Una de las principales gestiones era la revisión del fueraborda. Habíamos quedado ya desde Santander con el taller Náutica Hiruarri, del puerto, para su revisión y engrase de cara a llevarlo fuera de toda sospecha para las etapas larguísimas de Las Landas, donde si nos quedáramos sin viento tendríamos que hacer 140 millas a motor (en el mejor de los casos, porque con la deriva y los bordos la distancia se multiplica). Por cierto, la marina de Hondarribia tiene a disposición de los usuarios unos carritos comodísimos para cualquier gestión con material de peso. El taller estaba a unos 500 metros del atraque y si no llega a ser por el carrito hubiéramos tenido que llevar el motor a pulso. Además compramos un bidón de repuesto para sustituir al que se pinchó el día anterior, y el pabellón de cortesía de Francia para toda la navegación por sus costas. Hicimos el lleno de todos los depósitos para la larga etapa de las Landas, y la compra de víveres para las tres personas que seguíamos navegando hacia Bretaña (en Hondarribia desembarcó Luis y se incorporaron mi amigo Mario Soler y mi sobrina Alicia Santos). En efecto, en las etapas de las Landas encontraríamos pocos puertos y además tendríamos que estar pendientes de los horarios de mareas para entrar y salir de algunos de ellos, lo que a lo mejor nos obligaba a llegar tarde y salir de madrugada, con las tiendas cerradas. En esas condiciones más valía llevar la despensa llena y no modificar un plan de ruta por tener que hacer la compra. También aprovechamos para poner la lavadora. Algunas marinas como esta de Hondarribia tienen a disposición de los amarristas lavadoras con secadora, que nos simplifican mucho la vida. Nos evita andar haciendo pequeñas coladas día a día y también poner toda la ropa a secar en el barco. El problema es que nunca se sabe en qué marinas va a haberla y en cuáles no, pues esa información no la dan las guías. Afortunadamente en Hondarribia había, y además, como ya dije, gratuita. Lo que no pude resolver, por falta de tiempo, fue el arreglo de las gafas que se me habían roto navegando, tuvo que llevárselas Ana para repararlas en Santander y me las devolvería cuando nos reencontrásemos en el golfo de Morbihan. Por suerte siempre llevo de repuesto y nunca se insistirá suficientemente en la necesidad de llevar otras para el caso de rotura o caída al mar, algo muy habitual. Conocí indirectamente el caso de un navegante que tuvo que lanzar un “mayday” y no pudo dar su posición, porque había perdido las gafas de cerca y no conseguía ver los números de su posición en la pantalla del GPS (¡!).
Y finalmente al anochecer presentamos el libro en las instalaciones del Club Náutico. Igual que en Bilbao, al finalizar algunos navegantes se acercaron a ver el barquito que había sido capaz de dar la vuelta a España midiendo menos de siete metros, y a nosotros nos llenó de orgullo. El remanente de libros me hicieron el favor de guardármelos en el Club Náutico hasta la vuelta, tres meses después, lo que me evitó ir cargando con el paquete a bordo todo el verano.
El sábado y el domingo nos quedamos también en Hondarribia pues Alicia se incorporaba a la tripulación el domingo. Aprovechamos el sábado para visitar el mercado medieval que estaba instalado en la parte antigua del pueblo. Era muy parecido, por no decir el mismo, al que se instala en Santander, aunque el emplazamiento mucho más bonito puesto que era en pleno casco viejo. Había muchos puestos de comida y de artesanía, y como más curioso la simulación en vivo de profesiones medievales, como herreros, torneadores de madera, trabajadores del cuero, cetrería, etc. Por la tarde, y ya bajo una lluvia torrencial, estuvimos curioseando el ambiente del Campeonato de España de Pesca que se celebraba en el puerto. Al parecer los participantes se embarcan en motoras puestas a disposición por voluntarios locales, se dirigen todos a la misma zona, y luego se pesan y catalogan las capturas. Tras este proceso, todos los peces pescados se regalan a quien quiera llevárselos. Pedro Sánchez, un navegante de Hondarribia al que conocimos en la presentación del libro, estaba esos días trabajando en la reparación del eje de la hélice de su motor dañado en una varada, y nos sorprendió por su generosa hospitalidad. Había recogido algunos de los peces del campeonato y nos preparó un menú sorpresa que disfrutamos en el comedor del Club Náutico de maravilla. El domingo por el contrario amaneció un día espectacular de sol, y nuestro amigo Fernando Andua nos acompañó a una excursión por el Cabo Higuer. Fernando es otro navegante de Hondarribia que con su velerito, el “Siracusa”, de cinco metros y pico, se desplaza habitualmente por la costa vasca y vascofrancesa habiendo llegado hasta Bayona, ¡y con las bicis a bordo! Otro ejemplo de que el que no navega es porque no quiere y pone la excusa de la eslora. Fernando estaba viviendo una desgracia familiar muy cercana y pese a ello nos dedicó una parte de su tiempo, y sospechamos que parte de la responsabilidad de la buena acogida que nos dieron en el Club Náutico fue por intervención suya, aunque no nos lo dijera. El camino al faro Higuer es todo precioso, pasamos por dos calas muy coquetas y las orillas del sendero estaban plagadas de fresas salvajes. Una de las calas es de acceso tan difícil y resbaladizo que tiene una soga con nudos para ayudarse en el descenso. Desde la altura del faro vimos la desembocadura del Bidasoa y a la patrullera francesa en el lado “español” que comenté antes. También por la mañana estuvimos recorriendo un mercadillo de antigüedades y cosas de viejo que se sitúa sobre el muelle, de esos en que te comprarías todo si tuvieras sitio en casa donde ponerlo. Un regalo para la vista y para la nostalgia. Y por fin el domingo llegó la hora de las despedidas, porque Ana se volvía a Santander y no nos veríamos hasta tres o cuatro semanas después en Bretaña. Eso si conseguíamos llegar, lo que entonces no estaba nada claro porque el lunes empezaría nuestro necesario Purgatorio, la subida de Las Landas, que contaré en el siguiente capítulo.

Capítulo 4
El purgatorio de la costa
de Las Landas
El lunes empezábamos las etapas más duras de esta navegación. Nos esperaba la costa Oeste de Francia, conocida como Las Landas, con etapas de unas 80 millas náuticas cada una (en línea recta, ya que con los inevitables bordos sería mucho más) hasta Arcachon y Royan, en la desembocadura del Garona, por donde salimos de la vuelta a España, respectivamente. Es una costa lineal, baja y arenosa, de más de ciento cincuenta millas y sin puertos intermedios, expuesta a los vientos del Oeste y sobre todo a las grandes olas del Océano Atlántico que entran hasta el fondo del golfo de Vizcaya sin ser frenadas por nada. En el interior de la costa hay numerosos estanques o lagos, algunos de los cuales estuvieron comunicados con el mar pero cuya entrada se fue cegando por los aportes de arena y ya no son accesibles para los veleros. La plataforma continental sube abruptamente y el océano pasa de más de 4.000 metros de fondo a 80 metros a pocas millas de la orilla, y allí las olas rompen y se desordenan creando uno de los mares más peligrosos del mundo cuando sopla duro del Oeste. Por otra parte, en los meses de verano es el Noroeste el viento que predomina. Por si fuera poco, el mar es una zona de entrenamiento de tiro del ejército francés, desde la desembocadura del Garona hasta Capbreton, y hasta 35 millas mar adentro. Solo es seguro navegar por una zona de tres millas paralela a la orilla, donde no se dispara, o en las zonas específicamente señaladas por la autoridad militar cuando hay ejercicios. Por eso hay que preguntarlo expresamente y a veces te encuentras sorpresas, como nos pasó a nosotros y comentaré más adelante. Además los puertos que teníamos previstos (Arcachon y Capbreton) a veces no son accesibles porque hay que entrar en unas horas determinadas de marea, sin oleaje y de día.
Salimos de Hondarribia a las 9:25 con intención de llegar al puerto de Capbreton, una primera etapa corta (24 millas náuticas) para que la nueva tripulación se fuera amarinando y no darse la paliza en su primer día de embarque. Solo se puede entrar en pleamar y con olas de menos de un metro, circunstancias que se darían ese día antes de las cuatro y media de la tarde y que tendríamos que conseguir a toda costa, pues si no, tendríamos que continuar hasta Arcachon, 70 millas náuticas más al Norte, pasando la noche en altamar. Para los días sucesivos el pronóstico no era muy favorable porque daban vientos del Norte para toda la semana, lo que nos obligaría a interminables etapas de ceñida y tal vez nos impediría seguir adelante. Al salir de Hondarribia nos encontramos con viento del Norte pero como la ruta hasta Capbreton era sensiblemente nordeste (42º) tuvimos el viento por el través lo que nos permitió llevar izada toda la vela y hacer 5 nudos con facilidad. Incluso durante una hora nos permitimos izar el espí, pero cuando íbamos así tan contentos vimos que el horizonte se ponía negro como la tinta y que por babor se formaban dos trombas de agua, un fenómeno excepcional que yo no había visto al natural en toda mi vida de navegante. Y más excepcional es ver dos a la vez. Son como un tornado encima del mar que absorbe en su remolino el agua salada hacia arriba. Su peligrosidad radica en los fuertes vientos que las acompañan, pero sobre todo en la cantidad de agua que hay en el aire (es agua salada, no dulce como en los chubascos) como una cortina o una cascada que cae sobre el barco y a veces los imbornales no son capaces de evacuar. Estéticamente son muy bonitas, como un embudo oscuro que cuelga de las nubes y a veces como una trompa de elefante que llega a la superficie del mar, donde tiene un remate blanco (por la agitación del agua) que destaca sobre todo el entorno gris del cielo y del mar. Nada más verlas nos cruzamos unas miradas capaces de hacernos trasluchar y nos preparamos para lo peor, arriamos el espí a la desesperada y nos quedamos con el velamen mínimo hasta ver qué pasaba. Poco más se puede hacer, porque las trombas se desplazan mucho más rápido que el velero y su trayecto es errático e impredecible, y que te alcancen o no es una cuestión de pura suerte. En los veleros antiguos cuando una tromba se acercaba mucho se le disparaba con el cañón, con la vana esperanza de que la bala cambiase la dinámica del chorro de succión y se interrumpiese, pero no he leído nada científico sobre esta drástica solución. Por otra parte ya os imagináis que nosotros no llevamos ese recurso a bordo. Las trombas de agua finalmente no nos alcanzaron, por suerte, pero sí el chubasco acompañante que nos tiró encima agua de la dulce pero con furia. Además yo pude comprobar que mi traje de aguas, ya veterano, había exhalado su último suspiro y había dejado de ser impermeable, con lo que quedé hecho un
eccehomo. Luego salió el sol y con la mayor y el génova navegábamos a cinco nudos. El resto del día fueron alternando los chubascos con los claros y pudimos hacer todo el recorrido a vela. A las 13 horas pasamos frente a Bayona, poco después de las 14 horas avistamos los espigones de Capbreton y a eso de las 15 horas estábamos en el canal de entrada.
El puerto de Capbreton (43º 39,3’ N; 1º 26,9’ W) tiene una entrada peligrosa entre dos espigones que salen perpendiculares a la playa, en los que rompen las olas, con un calado de solo 1,5 metros, una corriente de marea impresionante y la salida del agua de dos ríos y un lago, el Hossegor, que desagua en el puerto a través de un canal. La profundidad mínima ya digo que es de 1,5 metros, pero eso con el mar en calma. Hay que tener en cuenta que la altura de las olas se mide entre el valle (por debajo de la línea del mar) y la cresta (por encima) lo quiere decir que si hay olas de dos metros, un metro corresponde al valle y otro a la cresta, y por lo tanto en el valle de la ola el calado es solo de medio metro. El Corto Maltés cala 1,4 con la orza bajada, y 0,7 con la orza subida, pero al subirla tenemos los problemas de maniobrabilidad (el barco deriva mucho) por lo que no nos gusta entrar en los puertos con ella subida. La guía Imray decía de Capbreton: