Santander-Bretaña-Santander en el Corto Maltés, un velero de 6 metros

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“Se forman mares desordenados y olas rompientes con mal tiempo, especialmente junto a los bordes (esto escrito en rojo)... Puede intentarse la entrada en cualquier momento con buenas condiciones, cuando el calado lo permita (profundidad mínima 1,5 metros) pero con olas o mar de fondo, sólo entre pleamar menos 2 horas y pleamar más 1 hora. No se debe entrar si las olas rompen directamente de través... El dique Sur presenta un alargamiento de 30 metros bajo el agua, que queda a flor de agua en la mitad de la marea... Hay que prepararse para encontrar corrientes cruzadas hacia dentro o hacia fuera del Canal de Hossegor, al entrar en la marina”.
Por su parte la revista Voiles et Voiliers advierte de los mismos peligros y recomienda pegarse al dique del Norte para entrar. A pesar de esas descripciones alarmistas, que son reales, hay que decir que en los alrededores de Capbreton es aún peor. En efecto, el relieve submarino frente a Capbreton tiene un fiordo de más de 2.100 metros de profundidad y 150 kilómetros de largo. La gran profundidad muy cerca de la costa hace que aquí las olas rompan menos que en cualquier lugar de los alrededores.
Llegamos a Capbreton en las condiciones idóneas (pleamar y con olas de menos de 1 metro) pero a pesar de ello una parte del paso tenía olas rompientes. Comunicamos por radio con el puerto para solicitar amarre e información de las condiciones de la entrada, asegurándonos que podíamos entrar sin problemas, y pasamos entre sus famosos espigones a primera hora de la tarde, sin comer. La entrada hay que hacerla a toda velocidad para que no te adelanten las olas, que cuando vienen del Oeste se encajonan en el corredor entre los dos espigones de 700 metros de largo, que se abre precisamente hacia el Oeste. Si una ola alcanza y adelanta a un velero por la popa hay muchas probabilidades de que lo atraviese sin remedio, y en esa posición atravesada la siguiente ola lo vuelque. El espigón del Sur (conocido como “La Estacada”) está constituido por una pasarela de madera de casi doscientos metros sobre una base de hormigón y tiene un paseo peatonal por el que se puede llegar hasta el morro, viendo el mar espumeante pasar bajo los pies. Se construyó en el siglo XIX bajo Napoleón. El del Norte es una escollera de piedra y un muro. Ambos estaban abarrotados de pescadores que lanzaban sus plomos hacia la mitad del paso, añadiendo estrés a la maniobra de entrada, ya de por sí delicada. El año anterior las olas de los temporales de invierno habían rebasado la escollera del Norte e inundado y causado desperfectos en las urbanizaciones de la orilla. En mitad del malecón del Norte hay una estatua en piedra de una Virgen, que parece estar allí para desearte suerte en la curva que te espera. En efecto, ya dije que hay que entrar a toda velocidad para que no te adelanten las olas y te atraviesen. Pero al final de los espigones está la boca del puerto a la derecha, y al llegar a ella hay que girar de golpe 90 grados a estribor, lo que podría compararse a tomar con la moto una curva tapizada de pieles de plátano. Por si fuera poco, enseguida dentro del puerto está la prohibición de navegar a más de tres nudos, y como los barcos no tienen frenos es una tarea casi imposible que puede dar lugar a maniobras desesperadas.
Capbreton es una ciudad turística, volcada en los balnearios, el surf y el golf. Se originó en la desembocadura del río Adour, que posteriormente fue desviado a Bayona en el siglo XVI. Este desvío provocó, por la falta de arrastre, la colmatación de arena del puerto de Albret, al Norte de Capbreton, que era el principal puerto comercial de la zona y ahora no es más que una lagunita inaccesible. En aquella época de Capbreton partían hacia Terranova e Islandia los balleneros, y se dice que fueron los primeros en descubrir América, antes que Colón. La Isla de Capbreton, en el Norte de Nueva Escocia, podría ser un testimonio de esta hipótesis, con numerosos pueblos con nombres franceses. Posteriormente todo el puerto fue remodelado y urbanizado, y en los años 80 y 90 se construyeron las tres dársenas actuales y los complejos turísticos y balnearios.
Nos situaron en el atraque B30 y además de darnos distintos folletos turísticos, la bolsa de bienvenida incluía una botella de vino y un libro en francés (“Histoires de l’ami Pierrot”, de Pierre Grocq) con anécdotas de la infancia de un autor local, todas ellas relacionadas con la vida en Las Landas y concretamente en los alrededores de Capbreton. Para nosotros nada interesante, la verdad, pero nos vino muy bien para los intercambiadores de libros que hay en algunas marinas. Son lugares donde los navegantes de paso dejan un libro a cambio de otro, sin ningún otro requisito. En los barcos se tiene mucho tiempo para leer pero poco espacio para guardar libros, por lo que es un servicio muy útil en los viajes. El que nos dieron en Capbreton lo cambié más adelante por una completa guía náutica de Francia más actualizada que la que llevaba desde España.
Nada más llegar al puesto de atraque empezaron a merodear por el barco las familias de patitos que viven en el puerto. Algunos han anidado en sitios inverosímiles, como por ejemplo en un velero abandonado en nuestro mismo pantalán que tenía tanto musgo que los patos no habían tenido ni que hacer el nido, ya se lo encontraron hecho. Nosotros dedicamos la tarde a secar todo el equipo y recorrer el pueblo en las bicis y Alicia corriendo a nuestro lado, y especialmente el lago Hossegor, que desemboca en el puerto por un canal. Es un lago artificial de seis kilómetros de perímetro, alargado, cuya agua está retenida por una presa que termina abocando al canal de entrada del puerto. Tiene una pista ciclable todo alrededor, que ese día estaba llena de barro. Pese a su reducido tamaño allí se practican todos los deportes náuticos incluyendo la vela ligera, y tiene una playa artificial muy concurrida, mucho más que las de la ciudad que están abiertas al Atlántico, siempre lamidas por la espuma del oleaje. La calle que une el lago con el pueblo, y que yo recordaba llena de chiringuitos y tenderetes de artesanía, ese día de tiempo invernal estaba desierta, como el propio lago y sus alrededores.
Al anochecer fuimos a concretar los planes para el día siguiente en la capitanía y aquí vino todo lo malo, lo que hace que a veces los navegantes nos replanteemos nuestra afición. Queríamos que ellos llamaran de nuestra parte a Cap Ferret, el faro de la entrada de Arcachon, para que nos informasen de las condiciones del paso los días siguientes y de los ejercicios de tiro. Es preferible que hagan las gestiones ellos, en primer lugar por el idioma (luego nos lo explican con detalle a nosotros) y en segundo lugar porque para nosotros sería una llamada internacional y para ellos local. Curiosamente el primer empleado con el que hablé no tenía ni idea de la existencia del campo de tiro. Supongo que sería nuevo o suplente. Era como si le hablase de extraterrestres. Luego nos atendió una chica más veterana, que por cierto hablaba español, y después de muchas gestiones el panorama que se presentaba era el siguiente:
El área de tiro había que respetarla incluso los días en que no se realizasen ejercicios, a menos que la autoridad militar dijera lo contrario. El día siguiente, que era martes, no habría ejercicios, pero el miércoles sí. La zona de seguridad pasaba a ser al Oeste del meridiano 1º 20’ W por la mañana y de 1º 23’ W por la tarde, y entre las latitudes 44º 21’ N y 44º 28’ N. Esto fue una sorpresa para nosotros, pues en toda la documentación que habíamos consultado indicaban que la zona segura era pegado a la costa, y ahora era al revés, se iba a disparar entre esa longitud y la costa y la zona segura era mar adentro de la línea.
No habría problemas para entrar en Arcachon si llegásemos el día siguiente, martes, entre las 16 y las 20 horas. La pleamar sería a las 18:06 h, pero aunque hubiese luz y pudiéramos atravesar el paso, si llegásemos cerca de las 20 horas tendríamos luego la marea vaciante de cara hasta el puerto de Arcachon, que son dos horas y media o tres más de navegación, con lo que llegaríamos de noche y con la corriente de marea (hasta 5 nudos) en contra. Si no consiguiéramos llegar en hora tendríamos que seguir navegando de noche hacia el Norte, metiéndonos en el miércoles con ejercicios de tiro y con pronóstico de viento de cara.
Posteriormente el pronóstico para toda la semana era de vientos del Norte de fuerza 4 y 5, lluvia, y ejercicios de tiro todos los días. Todo reiterativo como los acordes del bolero de Ravel.
El resumen nos sentó como un bofetón. Desde Capbreton a Arcachon teníamos 60 millas a rumbo directo (más dando bordos) por lo que era casi imposible que las recorriéramos en las 12 horas entre dos pleamares (teníamos que salir de Capbreton en pleamar y llegar a Arcachon también en pleamar) con el viento de cara. Si no llegásemos nos obligaría a pasar la noche en el mar, sin garantía de poder llegar al siguiente puerto, Royan, ya en la desembocadura del Garona, porque son 80 millas más a rumbo directo. O bien a abandonar a mitad de camino y volver grupas, retrocediendo con el viento portante a Capbreton haciendo 60 millas para nada. Nuestra decisión fue madrugar al máximo el martes, incluso saliendo antes de la pleamar en Capbreton, para intentar llegar a Arcachon en esa franja horaria. Nos acostamos pronto para estar descansados el día siguiente. Al preparar la cena tuve la mala suerte de que rindiera su alma el taburete plegable en el que cocinaba, que me permitía hacerlo con la espalda recta en lugar de encorvado, lo que suponía una incomodidad nueva a bordo. A pesar de su simpleza, suponía un inconveniente porque tardé varias semanas en conseguirme otro.
El martes nos levantamos a las cuatro y media para ir a ver el panorama desde el puerto, ya que la pleamar era a las cinco. Y lo que vimos fueron nubes negras como murciélagos de las que caían cuerdas de agua, el paso con rompientes y un rumor parecido al susurro de las hojas muertas, un viento de morro de fuerza 5, y un maretón lleno de borreguitos. Para enfriarte la sangre. Y aunque allí el viento venía del Oeste en Arcachon vendría del Norte, una auténtica pared de viento que nos haría casi imposible llegar en la pleamar. Nos sentimos pequeñitos y no nos pareció prudente salir así, arriesgándonos a un zozobre en el paso, y volvimos a bordo con el pulgar hacia abajo. Nos pasamos la mañana durmiendo, descansando bajo el diluvio. Por la tarde avisamos a Cap Ferret de que no habíamos salido para no generar alarmas innecesarias al ver que no llegábamos (nos habían pedido hora estimada de llegada, tipo de barco y su nombre, número de personas a bordo, etc.) y nos preocupaba que nos estuvieran esperando y al no llegar se temieran lo peor. Nos alegramos de hacerlo así porque realmente llevan un control exhaustivo de los barcos de paso, como comprobaríamos unos días más tarde. Luego fuimos a cargar gasolina, a conocer el pueblo en los intervalos en que escampaba, y hasta la estación de autobuses porque nos temíamos tener que estar allí encerrados hasta cuando las gallinas tuvieran dientes, y queríamos valorar la posibilidad de ir a conocer Bayona o Burdeos en autobús. En el pueblo nos sorprendieron algunas curiosidades, como que en la iglesia hubiera una zona de juego para los niños, para que no se aburrieran en misa (luego lo vimos en más iglesias en Francia) y los enormes muñecos con que marcaban la salida de los colegios, para que los coches aumentaran sus precauciones.
El miércoles nos levantamos en Capbreton a las cinco de la mañana para ir a ver el estado de la salida del puerto. A pesar de los nubarrones y las olas grandilocuentes, que se habían reducido desde el día anterior, decidimos coger a la meteorología por las solapas y salir ese día. En el canal de salida, aparte de nuestra preocupación por el mar ebullendo como una marmita que habíamos visto los días anteriores, justo cuando estábamos en la parte más estrecha nos cruzó un pesquero en dirección contraria y nos adelantó una motora por detrás. Eso añadió un poco de estrés a toda la salida por aquel paso malsano, porque se sumaron las olas que venían del mar con las de las dos embarcaciones. Ya fuera del puerto volvimos la vista atrás para salir de nuestro asombro comprobando que efectivamente nos escapábamos de esa ratonera, donde ya nos habíamos imaginado encerrados una semana y donde, en mi fuero interno, estuve a punto besar la lona y decidir volver a España.
Al salir no habíamos decidido nuestro puerto de destino, nos conformábamos con esperar que ni el barco ni la tripulación fueran martirizados en exceso en la melé. Nuestro destino iba a depender de las condiciones de navegación. En el mejor de los casos intentaríamos llegar hasta la desembocadura del Garona, unas 140 millas náuticas en línea recta, y como plan B nos quedaba la posibilidad de entrar en Arcachon a descansar. En este caso serían 60 millas. Nada más salir tuvimos un viento favorable del Oeste de fuerza 4 que nos permitió navegar las dos primeras horas a toda vela a más de seis nudos y a lomos de las olas. Pero luego, después de un buen rato de dudas como si buscara de qué lado ponerse para fastidiarnos más, se estableció del Norte y de fuerza 5, lo que nos obligó a navegar a la francesa con la vela mayor y el motor casi todo el recorrido. La principal obligación del timonel era evitar los pantocazos, de los que tuvimos varios cientos, como si en lugar de por el mar estuviéramos navegando por una montaña rusa. Como si las cosas que consideramos inanimadas también pudieran quejarse, cada cadenote, cada obenque, cada driza, cada mamparo, maldecía a su manera con un ruido particular. Además había ejercicios de tiro del ejército francés, y nos habían marcado un meridiano que no deberíamos de pasar hacia el Este, concretamente el de 1º 23’ W por la tarde, que es cuando llegaríamos a la zona. Si intentábamos navegar solo a vela el barco abatía y el rumbo se nos abría hacia tierra, y nos llevaba directos a la zona de tiro. Todo el viaje fuimos paralelos una milla y media hacia el Oeste del meridiano prohibido. Quizá penséis que estábamos muy cerca, pero las condiciones de navegación no permitían otra cosa. Menos mal que los militares tuvieron buena puntería y no se salieron de su perímetro.
Con tantas horas de motor se hizo evidente que no nos llegaría la gasolina para alcanzar la desembocadura del Garona, porque si hubiéramos seguido navegando de noche las condiciones de viento hubieran sido las mismas, siempre del Norte. Así que no quedó más remedio que plantearse la entrada en Arcachon. Pero este puerto tiene unas condiciones muy estrictas de acceso: solo puede entrarse en el entorno de la pleamar y en horas del día. Eso nos obligó a forzar la marcha a motor en las últimas horas. A las 16 h ya divisábamos la Duna de Pilatos, en la entrada de Arcachon, y como el ejercicio de tiro finalizaba, en teoría, a las 16:30, llamé por radio al faro de Cap Ferret para preguntar si después de esa hora podía atajar en diagonal hacia la entrada de Arcachon cortando la zona militarizada, para ganar un tiempo precioso. La respuesta (rotundamente no) nos calló encima como los cascotes de un edificio en demolición, y no nos quedó más remedio que seguir contorneando contrarreloj el famoso campo de tiro. Conseguimos llegar a la boya de recalada de la bahía de Arcachon (44º 34,5’ N; 1º 18,3’ W) después de 64 millas náuticas, exactamente a la hora de la pleamar. Las condiciones eran duras, con viento del Norte de fuerza 5 y fuerte marejada (olas de hasta 2,5 metros) pero allí el rumbo cambiaba de ser al Norte como llevábamos todo el día, a ser hacia el Este, con lo que el viento nos entraba por el través. Las olas se calmaron dentro del canal de entrada, y a eso de las 19 horas estábamos en mitad del paso navegando a toda vela bajo un sol espléndido aunque aún hacía frío, y con Alicia al timón.
Desgraciadamente desde el paso de Arcachon hasta la marina aún nos quedaron tres horas de navegación, y como habíamos entrado justo en el momento de la pleamar, a partir de ahí tuvimos que hacer todo el recorrido dentro de la bahía en contra de la marea vaciante. Además a partir de la Duna de Pilatos el canal volvía a recurvarse hacia el Norte, con lo que el viento volvió a darnos de morro, lo que se hizo agotador. A todo motor y ayudados por la mayor no pasábamos de 2-3 nudos, y en alguna ocasión que por descuido el barco quedó amurado a estribor la escora sacaba el motor del agua, girando la hélice en el vacío con el consiguiente estruendo y riesgo mecánico. Finalmente llegamos a la marina de noche, con las oficinas cerradas y sin nadie para acogernos. Paramos en el pantalán de espera, que es también el de la gasolinera, y en la maniobra se nos cayó un bichero al agua, de noche, y nos costó recuperarlo. El sitio no nos gustó para dormir porque recibía el viento por la bocana, que está abierta al Norte, y además por la mañana recibiría las olas de todos los barcos que entrasen y saliesen. Así que, teniendo en cuenta la hora que era (las 22 h) ya de noche, y la poca probabilidad de que alguien volviese a puerto a esa hora porque en Arcachon está prohibido navegar de noche, decidimos recorrer los pantalanes y meternos en el primer hueco vacío que encontrásemos, como así hicimos.
Llevábamos en el cuerpo 15 horas de navegación agotadora, desembarcamos como si nos movieran desde arriba con hilos como los de las marionetas, y a pesar de eso no encontramos ningún sitio abierto para cenar (estábamos en Francia y eran las 23 h). Aprovechamos el wifi de una cafetería para comunicar con nuestras familias, el cual curiosamente no había cambiado la clave desde mi estancia el año anterior y me seguía valiendo, y volvimos a bordo para ponernos a esa hora a hacer la cena y al final nos acostamos a la una. Cuando volvíamos de la cafetería ya era noche cerrada y vimos en el pantalán a un grandullón con un perrazo que asustaba. Era el vigilante de seguridad haciendo su ronda. Le explicamos nuestra llegada tardía, que nos habíamos quedado allí provisionalmente, y no solo no nos puso pegas sino que nos facilitó el número clave para la ducha, lo que le agradecimos mucho. Ya veréis más adelante que no todos se comportan igual con los que llegamos exhaustos; ellos están frescos al principio de su turno de trabajo en tierra y no saben ponerse en el lugar de los que venimos de navegar 15 horas.
El día siguiente lo dedicamos a descansar, a levantarnos tarde, y a distintos temas de intendencia como hacer los papeles de entrada, la compra, sustituir un sable de la vela mayor que con tanto bamboleo se había perdido, y rellenar los depósitos de gasolina. En las oficinas de la marina se acordaban perfectamente de mí de la navegación del año anterior, que había estado dos semanas deambulando por esta bahía. Nada más verme Julie se acercó a darme los tres besos franceses llamándome por mi nombre, y Michel un abrazo cariñoso, un encuentro emocionante. La noche que acabábamos de pasar en puerto no nos la cobraron, sí la segunda, y me recordaron que la siguiente sería gratis por venir “del Océano”, como comentaré en el siguiente capítulo. Para la sustitución del sable Michel llamó a una velería para darles las medidas del que necesitábamos y el responsable quedó en llevármelo al puerto al mediodía. Se lo agradecí porque no había posibilidad de hacer esa gestión en el mismo puerto y me ahorró uno o dos desplazamientos, aunque finalmente tuvimos que limarlo para adaptar su longitud, pues venía un poco largo. Rellenar los depósitos de gasolina fue especialmente dantesco. En primer lugar el pantalán de la gasolinera está pensado para acceder desde el barco, no desde tierra como hacemos nosotros, con los bidones en la mano. Tenía una valla en todo su perímetro que había que saltar pasando por encima del agua. Y en segundo lugar el surtidor era de los de tarjeta de crédito y empezó a dar problemas. Primero rechazó mi tarjeta, luego la de Mario, y finalmente aceptó la segunda de Mario pero nos dio mala espina porque tampoco emitía los recibos. Unos días más tarde sospechamos que de la mía se había hecho una copia fraudulenta que tuve que denunciar a la policía, como contaré más adelante. Y finalmente sacamos los billetes de tren para Mario, que se volvería a España desde Royan, nuestra siguiente escala. A partir de ahí, y hasta Vannes, en los últimos recodos del Golfo de Morbihan, iríamos Alicia y yo solos.

Capítulo 5
La enorme bahía de Arcachon.
La Isla de los Pájaros
Para contar cómo es esta inmensa bahía voy a retroceder un año, al 2014, cuando vine con Ana desde Santander, también en el Corto Maltés, y pasamos dos semanas recorriéndola hasta sus últimos rincones.
Es una bahía enorme con forma triangular, de unos 200 km2 (como comparación la de Santander tiene aproximadamente 20) que se comunica con el mar por un paso de poco más de dos kilómetros de ancho y casi veinte de largo, con muy poco fondo y márgenes de arena, enmarcado a la derecha por la famosa Duna de Pilatos. Antiguamente se la conocía como “el pequeño mar de Buch”, y es la evolución de un estuario, el del río Eyre, que se fue transformando en un delta y posteriormente en una bahía a medida que crecía en longitud la península arenosa del Cap Ferret, debido a los aportes de sedimentos del río. En esta bahía se mezclan las aguas dulces del Eyre con las saladas del mar, creando un hábitat de gran riqueza ecológica cuyos componentes han debido adaptarse a la influencia de la marea, que hace pasar la superficie de agua de los casi 200 km2 citados (en pleamar) a unos 40 km2 en bajamar. Eso supone que cuatro quintas partes de su superficie se secan en bajamar, por lo que allí es imprescindible que el barco esté preparado para varar. Se dedica casi exclusivamente a la ostricultura. Además decenas de miles de aves migratorias reposan o se reproducen en su interior. Tiene una única islita preciosa, la Isla de los Pájaros, con edificaciones construidas sobre pilotes en el mar, y sitios paradisíacos con embarcaderos fluviales entre paisajes campestres a los que se llega tras remontar unos kilómetros alguno de los ríos que desembocan en la bahía. Tiene también 21 pequeños puertos de mar como los del Mar Menor, pero 19 de ellos se secan completamente en bajamar, algunos con fondo de arena y otros de basa blanda donde el barco se hunde hasta la flotación en el chorongal. Hay incluso puertos que tienen pantalanes, pero todo el conjunto se apoya en el fondo en la bajamar y el barco tiene que estar preparado para posarse sin problemas, incluso amarrado a un pantalán. Por eso, para poder disfrutar de la bahía en su totalidad, es por lo que nos hizo falta conseguir los puntales para el Corto Maltés. En resumen, un plano de navegación curioso donde conviven los barcos y los tractores (estos van a los barcos en bajamar a recoger la pesca del día). No es mi caso, pero a los que le gusten las ostras en la bahía de Arcachon hay tantas como para hartarse, y sus conchas se usan para pavimentar el suelo y como elementos de construcción. En fin, un sitio interesante para conocer. Pero igual que en la vuelta a España la recompensa (el Canal de Midi) había que ganársela, la bahía de Arcachon es lo mismo: primero hay que conseguir entrar en ella.
En efecto, el paso de entrada (conocido como “las bocas de Arcachon”: 44º 34,3‘ N; 1º 16,4’ W) es uno de los tres pasos más peligrosos de Europa, claro está que con mal tiempo. Con viento y mar de fondo del Oeste (el predominante en invierno, el mismo que acumula la arena en la Duna de Pilatos) las olas que proceden del Atlántico Norte sin nada que las frene llegan a romper contra las lenguas de arena de los márgenes de la entrada, disimulando el canal y arrastrando a los barcos contra los bajos fondos, donde las olas enseguida los destruyen. El paso queda limitado a ambos lados por olas rompientes y si te sales del canal balizado el barco se convierte en una tabla de surf hasta que choca con la arena. Es un paso malsano que hay que abordar con los cinco sentidos bien despiertos, y el sexto que se te despierta solo al verte allí metido. Además hay una zona de prácticas de tiro del ejército francés a ambos lados de la entrada, como ya relaté.