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En Llançá los responsables del puerto se volcaron con nosotros. Aunque no estábamos pagando un amarre nos dieron acceso a los baños, lo que les agradecimos mucho. Además nos dieron todas las facilidades para echar el barco al agua el día siguiente, a pesar de que habíamos anulado los servicios de su grúa, que habríamos necesitado desde el remolque pero no desde el camión. Después de toda la semana anterior estresados en el Cantábrico por lo que ya sabéis, nos las prometíamos tan felices navegando bajo el sol del Mediterráneo y nos encontramos más lluvia que en Cantabria. Tal y como estaba pronosticado amaneció lloviendo, y echamos el barco al agua a las 8 h. Lo primero, sostenido por las cinchas, fue terminar de pintar el casco donde estuvo apoyado y comprobar la solidez de la reparación, que en cuanto estuvo pintada ni se notaba. Luego comprobar los ánodos y el pasacascos, y finalmente echarlo al agua. Ya a flote fuimos corriendo a ver que estaba estanco y no había que achicar, y en efecto comprobamos que no filtraba nada por las zonas reparadas. Luego pusimos en pie el palo y cuando estuvo sujeto nos despedimos de José Luis, que se volvía a Euskadi. Mario y yo nos quedamos amarrados al muelle de la grúa toda la mañana para los reglajes posteriores, instalar toda la jarcia y las velas y limpiarlo todo, dejando los contactos eléctricos de la luz del palo para más adelante. Como Mario ha sido regatero aproveché su interés y su experiencia para corregir la caída del palo en el sentido proa-popa, que estaba un poco desplazada hacia atrás, acortando en dos puntos el herraje del estay. Con ese simple ajuste en las primeras navegaciones comprobamos que el barco iba menos ardiente, o sea, tenía menos tendencia a irse de orzada.
Todo el trabajo lo hicimos bajo los chaparrones. Aunque estaba de lo más desapacible y no parecía el mejor día para volver a las trincheras, teníamos ganas de empezar a navegar después de la parada forzada en Getxo, de probar la nueva regulación que habíamos hecho al palo, y de estar seguros de que el casco no hacía agua con las presiones del mar al navegar. Además Mario prefería una etapa corta para amarinarse. Por eso salimos esa misma tarde rumbo a Portbou después de llenar los depósitos de agua y los bidones de gasolina. Objetivamente era una etapa ridícula de cinco millas que nos llevó menos de dos horas, pero con las prisas no pudimos conocer Llançá suficientemente bien. Reconozco que al hacer la planificación rectilínea del viaje, en la mesa de casa, elegí Llançá solo por estar cerca de la frontera francesa y tener una grúa suficientemente grande (12 toneladas) para el Corto Maltés cuando pensaba llegar allí con el remolque. Pero después de conocerla superficialmente, y sobre todo después de lo que nos esperaba en Portbou, habríamos hecho mejor en quedarnos en Llançá un día más, como veréis enseguida. La típica diferencia entre lo que planificas y la vida real, a la que los navegantes estamos muy acostumbrados.
En efecto, las cinco millas las hicimos con viento portante del Sureste, izando la mayor y el génova con velocidades de entre 3 y 6 nudos, y siempre bajo la lluvia. Amarramos a las 18:20 en Portbou (42º 25,58’ N; 3º 9,92’ E) un puerto bastante vacío y con las instalaciones, ¿cómo decir?, muy pobres. Las oficinas de la marina estaban en un contenedor y los aseos en otro, con un único espacio de váter y ducha para hombres y otro para mujeres. En el entorno solo había la explanada del varadero, pero ni cafeterías, tiendas, almacenes de acastillage náutico, etc. Nos fuimos a recorrer el pueblo con toda la ropa de aguas y los paraguas. La carretera que lleva al pueblo discurre por el contorno de una península muy cerca del mar, y cuando hay fuerte oleaje del Este, que entra hasta el fondo de la bahía, las olas inundan la carretera y el puerto queda inaccesible. En esas circunstancias hay que llegar al puerto monte a través salvando un desnivel desde la carretera. Aquel día la carretera no estaba inundada, pero había que ir con cuidado porque las olas más atrevidas se subían al asfalto.
Lo primero que nos llamó la atención es que el Ayuntamiento había organizado un parking en una riera, algo incomprensible porque es por donde desagua la lluvia a veces con una fuerza torrencial. Me pareció sorprendente que una institución pública llevase a efecto esas ideas de bombero. Le preguntamos a una señora que estaba paseando al perro por la riera si a los vecinos no les parecía peligroso, y ante nuestra sorpresa nos dijo:
―¿Por qué, si aquí nunca llueve?
¡Y nos lo dijo el día del diluvio universal! Pues a pesar de su peligrosidad cobraban por aparcar allí, y encima ponían un aviso en rojo advirtiendo de que si empezase a llover el coche se retirase inmediatamente, y que el Ayuntamiento no se hacía responsable de los daños. ¿Será posible?
También nos sorprendió que los barcos del varadero estuvieran amarrados al suelo con eslingas, para que no salieran volando cuando la tramontana arrasaba como un bulldozer. Como en la vuelta a España, lo prioritario en esta costa iba a ser que no nos sorprendiera la maldita tramontana (el viento del Noroeste) y a ello supeditaríamos todo. Con ese criterio, y viendo en el pronóstico para el día siguiente que iba a seguir lloviendo, pero que anunciaban vientos que aunque un poco fuertes (fuerza 5 con rachas de 6) iban a ser de componente Sureste, estábamos decididos a salir. Nos parecía perfecto para avanzar hacia Leucate, que nos quedaba justo al Norte, pues con ese viento por la aleta podríamos hacer las 25 millas en unas 5 horas, y a lo mejor navegando solo con el génova si con las dos velas fuera incómodo. Ya, ya. El día siguiente seguimos enclaustrados en Portbou. Parecía un “déjà vu” de la navegación a Bretaña el año anterior cuando nos vimos retenidos en Capbreton. Un nubarrón expulsaba a otro, estaba lloviendo, con olas de 1,5 a 2 metros que se subían a los muelles y dificultaban la salida del puerto, y el pronóstico ahora anunciaba vientos de fuerza 6 a 7, y hasta de 8 al Norte de la zona. Aunque en efecto eran del Sureste y para nosotros serían portantes, era demasiado viento y demasiada ola para nuestro barco, para qué nos vamos a engañar. A media mañana entró a puerto una menorquina de unos diez metros de eslora obligada por el temporal. Después de amarrar, su patrón nos dijo que ni se nos ocurriera salir con nuestro barco a aquella melé, el suyo era mucho mayor y se había visto en dificultades para llegar, ¡y hasta se había mareado! Nosotros esperamos a ver si mejoraba por la tarde, porque una ventaja de esta costa es que tiene puertos cada 5-10 millas y por tanto puedes hacer saltos cortitos, sin obligación de estar navegando 10 a 12 horas como en las Landas. Pero nada, las condiciones se mantuvieron todo el día y tuvimos que agachar el testuz y quedarnos allí a refugio. Murphy: 2, Corto Maltés: 1.

Fue un día triste, retenidos en el barco por una meteorología bretona, encerrados bajo la lluvia y oyendo silbar la jarcia con furia. Aunque el puerto de Portbou está muy protegido del Sureste, que es de donde soplaba el temporal, las olas, como monumentos a la fuerza de la naturaleza, rebotaban en los acantilados y algunas entraban al puerto y barrían los pantalanes, que son de hormigón y fijos al fondo en vez de flotantes. Por ejemplo la noche anterior yo había ido a la ducha con paraguas. Da risa contarlo, pero desde debajo del chorro veía mi ropa y el paraguas. Cuando volvía al barco una ola a la desbandada barrió el pantalán, y como no la vi venir porque era de noche me mojó hasta las rodillas. Aparte del susto, otro inconveniente fue tener que poner a secar los zapatos en la cabina. Por cierto que para secar tanta ropa mojada se nos ocurrió utilizar el “maridillo”, un calientacamas eléctrico que había llevado a ese viaje escarmentado del frío de Bretaña el año anterior, donde casi terminé con agujetas en los músculos horripiladores, los de la piel de gallina. Pensaba utilizarlo para calentar el saco por lo menos los días que estuviéramos en las marinas y dispusiéramos de electricidad. Para secar lo dejábamos encendido y poníamos la ropa mojada alrededor.
Dedicamos una parte del segundo día a recorrer el pueblo bajo los aguaceros. Queríamos subir a lo alto del espigón para ver el mar que había fuera del puerto y el marinero nos mandó al final de la carretera y nos dijo:
—¿Ven aquélla señal? Por allí se sube.
Y al llegar a la señal y verla de cerca resulta que lo que indicaba era “prohibido pasar peatones”. Estábamos aún en España, qué duda cabe. Seguimos viendo ejemplos de lo que es por allí la tramontana: muelles de amortiguación del amarre reventados, barcos con la regala rota, defensas explotadas, etc. Y también ejemplos de que no era yo el único que tenía desgracias con los apoyos del barco, porque en el varadero había un grandullón de madera al que no solo se le había hundido el casco sino que se le había partido la roda por la mitad. También vimos algún ejemplo de los problemas de la tecnología vélica, concretamente los enrolladores de la vela mayor dentro del palo. Parecen un chollo de comodidad y sin duda funcionan bien en las naves de la velería. Pero en la vida real, y sobre todo con mal tiempo, lo normal es que se atasquen y te dejen, en mitad de la tormenta, con la vela que no puede ni entrar ni salir, una auténtica catástrofe si estás cerca de la costa. En Portbou vimos alguno atascado y daba miedo imaginarse con la vela bloqueada en un temporal como el que teníamos encima.
El pueblo tenía poco más que ver. Llegamos hasta la iglesia, situada en un alto junto a la vía del tren, cuyas torres eléctricas afeaban la fachada con tres arcos góticos del monumento. Y vimos la “playa” de piedras en vez de arena, que ese día daba miedo por las olas grandilocuentes que llegaban a la orilla resollando como un viejo fumador. Aparte de eso dedicamos la mañana a hacer la compra, porque con los líos todavía no la habíamos hecho, y en los ratos en que escampó a instalar la línea de vida sobre la cubierta, porque en cuanto mejorase el tiempo nos planteábamos hacer una etapa nocturna para recuperar el tiempo perdido y es un elemento de seguridad imprescindible por la noche. La electricidad del palo no pude conectarla, aunque también la necesitaría por la noche, porque las conexiones no pueden hacerse con tanta humedad y debí dejarla para mejor ocasión. En caso necesario podíamos navegar con las luces tricolor situadas en la cubierta, que seguían operativas, aunque me gustan menos porque consumen más batería ya que son tres bombillas incandescentes en lugar de una sola, y de diodos, en el tope del palo.
Portbou fue una escala deprimente, y lo siento por sus habitantes pero así lo vivimos. Somos nosotros y nuestras circunstancias. Habíamos llegado a Portbou llenos de ganas de navegar y con la necesidad de recuperar el tiempo perdido, y nos encontramos retenidos en el puerto por el temporal. Además un temporal del Sureste después de que todas nuestras prevenciones eran precisamente contra los vientos del sector contrario, la tramontana del Noroeste. Lluvia, frío, viento de fuerza 8 y olas de dos metros que se subían al muelle, y eso en un lugar inhóspito con los aseos en un prefabricado y lo demás que os he contado. A lo mejor no soy imparcial pero ese es mi recuerdo. Espero volver algún día para coser las heridas.
* La vuelta a España del Corto Maltés. De Santander a Santander en un velero de 6 metros, de la Editorial ExLibric.
** Carpe Diem. Vela solidaria en Santander, de la editorial ExLibric.
*** Santander-Bretaña-Santander en el Corto Maltés, un velero de 6 metros. Exlibric, 2016.
Capítulo 2
Etapas invernales en Francia flirteando con el mistral
El día siguiente nos levantamos a las 5:45 para ver el panorama. Mis vacaciones tienen la condena de los madrugones. Aunque había unas olas de 1,5 a 2 metros, no rompían, por lo que nos decidimos a salir. Teníamos que recuperar los dos días perdidos, uno por el transporte a Llançá y otro por el temporal en Portbou, y ver si por fin dejaba de aparecérsenos en sueños el apóstol Tomás, el de la poca fe. De madrugada hubo un viento relativamente fuerte que nos entraba por la aleta y nos obligó a tomar un rizo en la mayor. Pero al ir a ponerlo comprobamos que, al instalar la botavara, habíamos dejado al revés (hacia abajo en vez de hacia arriba) el gancho donde se sujeta el ollao de la vela para tomar el rizo, y debimos tomarlo con un cabito. Con las velas así (mayor en primer rizo y génova entero) hacíamos 3,5 nudos hacia el Noroeste, en dirección a Leucate, nuestro puerto de destino inicial. Pero al avanzar el día aquel viento decayó y luego solo hubo una brisa asmática de dirección variable que nos obligó a usar el motor además de las velas. Como el barco se movía poco y había salido un sol improbable, aproveché para algunos bricolajes, como limpiar y guiar el cable de la zona reparada en el mamparo del baño, que había quedado tras la reparación lleno de resina y suelto, y sobre todo conectar los cables eléctricos del palo por si navegábamos de noche.
Pero por la tarde salió por fin el Sureste de fuerza 5-6 que estaba pronosticado, lo que nos permitió ir solo a vela a 6-6,5 nudos, entrar en Francia y cambiar el rumbo hacia Cap d’Agde, nuestro destino más optimista cuando salimos de Portbou. Había bastante ola que nos alcanzaba por la popa, y a eso de las 17:15 h un trozo de Mediterráneo de buen tamaño nos entró por el tambucho, cayó sobre la cama de popa, la radio VHF y el plotter, y a Mario, que iba a la barra, le dejó hecho un eccehomo. Por suerte en la cama había puesto un plástico sobre los cojines, lo que hago siempre que llueve porque allí solemos dejar la ropa de aguas y la cama, si no, acaba empapada. La radio y el plotter los sequé enseguida y no se estropearon. A Cap d’Agde llegamos a las 20:38 h. Había sido un galope de 55 millas en 13 horas. Lo malo es que las 3 últimas volvieron a ser bajo una lluvia horizontal formando una cortina, con un viento de fuerza 5 y rachas de 6 que parecía proceder del Polo Sur, y un maretón de olas que barrían la cubierta, por lo que llegamos empapados y ateridos, casi de noche.
Cap d’Agde (43º 16,09’ N; 3º 30,32’ E) es una marina curiosa y enorme. Es la fachada al mar de la ciudad de Agde, por la que también pasa el canal del Ródano al Canal de Midi que tomaríamos a la vuelta. A 600 metros de la entrada de los rompeolas se encuentra la Isla de Brescou (43º 15,79’ N; 3º 30,09’ E) pequeñita, de unos 80 metros y apenas elevada sobre el mar, con un fuerte amurallado en su interior que ocupa toda su superficie llegando los muros hasta el mar. Desde lejos parece un barco entrando a puerto. Dentro del fuerte está el faro, que es de sectores y tiene un sector rojo que marca la zona peligrosa, entre la orilla Noroeste de la isla y la costa, por donde no se debe navegar. La isla tiene un desembarcadero en su orilla Noroeste, pero eso lo sabíamos por las fotos de Google Earth porque en la cartografía de la Guía Imray no salía, y no nos daba mucha confianza. En efecto, los alrededores están sembrados de rocas que velan a menos de un metro, y en cualquier caso aquel día el oleaje lo imposibilitaba e íbamos muy apresurados de tiempo como para quedarnos a esperar que el mar se calmase. Por desgracia aquella preciosa isla deberíamos dejarla para otro viaje.
El canal de entrada a Cap d’Agde pasa entre la Isla de Brescou y un escollo bien balizado llamado La Lauze, pero todos los alrededores están sembrados de escollos, piedras y bajos fondos que hacen la entrada muy ajustada. La Guía Imray advierte:
“Aunque los barcos locales atajan entre la Isla de Brescou y la costa y entre La Lauze y el rompeolas del Este, los barcos visitantes deben ajustarse al canal de aproximación normal”.
Desde luego ese día la advertencia había que respetarla, porque si no atravesaríamos zonas con dos metros de calado, y con las olas que había en el seno de alguna de ellas habríamos tocado fondo. Daba rabia porque tomar el canal normal suponía dar un rodeo para dejar la isla por babor en lugar de tirar recto, pero no nos quedó más remedio. Respecto a la entrada a la marina, está protegida por dos enormes rompeolas que cierran un antepuerto grandísimo, de medio kilómetro, vacío de pantalanes y de barcos, pero en el que precisamente por su extensión el viento puede levantar olas incluso dentro de los espigones. La Guía Imray advierte:
“Con vientos duros del Sur o del Este hay una mar de fondo confusa en la entrada y, con vientos con fuerza de temporal de esa dirección, la entrada puede ser peligrosa con olas rompientes a través de la entrada. Con tramontana fuerte una considerable mar de fondo se levanta en el amplio antepuerto y se necesita mucho cuidado para entrar”.
Nosotros entramos, en efecto, con vientos del Sureste de fuerza 5-6, y aunque no era un temporal tuvimos que afinar mucho con el timón al embocar el canal de entrada, para ir esquivando cada rompiente y tomando bien las olas desbandadas. Porque a ambos lados de nuestra derrota el mar se rompía en los escollos haciendo, más que salpicaduras, una auténtica batería de géiseres.
La marina de Cap d’Agde está construida en un mar interior, con varias islas, todas las cuales se usan como atraques y tienen urbanizaciones de esas en las que cada casita tiene su embarcadero en la puerta. Aunque la laguna existía previamente, al construir la marina se dragó para aumentar su calado hasta 3 metros en el centro y 1,5-2 metros en las orillas. Una milla y media más al Norte siguiendo la costa se encuentra en puerto de Ambonne, donde hay una ciudad naturista, que también aprovecha una laguna interior pero con un calado de solo un metro, y dos kilómetros tierra adentro el volcán extinguido de Monte Agde, en cuya cima hay una fortaleza construida, como el castillo de la Isla de Brescou y otras fortificaciones que iríamos viendo después, por Richelieu.
Pues a esta marina llegamos Mario y yo, como dije, al anochecer, empapados, ateridos y flojos como si nos hubieran vaciado las rodillas, después de meternos en el cuerpo 55 millas en 13 horas bajo la lluvia. Estábamos ansiosos de un recibimiento cómodo, una ducha caliente y un bareto donde cenar para no tener que cocinar a esas horas. Amarramos en el muelle de la capitanía pero estaba ya cerrada. Así que llamamos por la radio al marinero de guardia que se acercó a recibirnos con el paraguas. Nos señaló el pantalán de visitantes muy cerca de la capitanía, a uno de cuyos lados estaba amarrado un velero enorme atravesado, y nos dijo que nos amarrásemos donde quisiéramos porque estaba todo el otro lado del pantalán casi vacío. Enseguida tuvimos claro dónde colocarnos, que fue a sotavento del velero que acabo de mencionar, que con su masa nos hacía de cortavientos y de rompeolas a la vez, ya que el pantalán de visitantes está muy cerca de la entrada de las escolleras. Las olas del exterior nos alcanzaban en el atraque y lo hacían muy incómodo para dormir. Había allí otros 6 u 8 pequeños barcos que habían tenido la misma idea, pues todos estábamos a sotavento de la fiera.

El marinero nos dijo que él no podía hacernos los papeles de entrada ni cobrarnos la noche por adelantado. A mí me gusta hacerlo así porque el día siguiente puedo marcharme cuando quiera, antes incluso de que abran las oficinas, y me parece más práctico. Tened en cuenta que en mayo amanece a eso de las 6, y las oficinas suelen abrirlas a las 8, y que en el barco te acuestas temprano y te despiertas cuando entra la luz, o sea que madrugar no es un esfuerzo sino casi lo natural. La única solución que me daba el marinero era que le dejase los papeles del barco en la oficina a cambio de la llave de las duchas. Como era nuestra primera noche en Francia y nuestro primer contacto con las costumbres de las marinas francesas tuvimos que aceptar, aunque bien a disgusto porque cualquier emergencia que nos surgiera durante la noche nos obligaría a marcharnos dejando los papeles en la oficina. Tanto me disgustó que en la primera ocasión hice una fotocopia de los papeles y en las siguientes marinas que me los pedían les dejaba tranquilamente la fotocopia, sin que nunca se dieran cuenta de la diferencia.
Las duchas estaban en un edificio un poco apartado, así que tuvimos que ir a ducharnos con los paraguas. Las instalaciones en sí estaban bien, pero el agua no salía caliente y, después del día que llevábamos y la hora que era, tuvimos que ducharnos con agua fría. A mí me sentó fatal y junto a la mojadura de todo el día me hizo acatarrarme y estar los días siguientes con dolor de garganta, síntomas gripales y algo de fiebre. Mario también se acatarró. Murphy: 3, Corto Maltés: 1. La parte buena es que tenían lavadora y secadora, y aunque por falta de tiempo para esperar todo el programa no usamos la lavadora, sí la secadora, donde metimos toda la ropa empapada de los últimos días que tendida en el barco era imposible que secase. Entre unas cosas y otras nos dieron las 22 h y ya no había sitios abiertos para cenar. Entre eso y que no paraba de diluviar tuvimos que hacer la cena a bordo, acabando cerca de la medianoche.
Con el cansancio acumulado y la necesidad de recuperar nuestros papeles, el día siguiente no madrugamos. Al abrir los ojos como quien despierta de una pesadilla estábamos envueltos en humedad por todo lo que metimos mojado a bordo el día anterior, y tuvimos que escurrir las paredes y el interior de las ventanas con la bayeta. El pueblo estaba alejado de la marina 4 o 5 kilómetros y nos limitamos a dar un paseo por el puerto para estirar las piernas, y a hacer la compra. Preguntamos por el wifi de la marina y lo tenía pero con unas tarifas de escándalo. Los primeros 30 minutos eran gratuitos pero luego costaba 3 euros la media hora o 4,5 euros la hora. En muchas marinas de Francia e Italia nos íbamos a encontrar lo mismo. Dicen disponer de wifi gratuito para que conste así en los catálogos y las guías, pero a la hora de la verdad es una gratuidad muy relativa. No creo que se deba tomar la decisión de entrar en una u otra marina por el wifi porque es una información falseada. Y es una pena, porque en las navegaciones actuales el wifi se ha hecho casi más importante que las duchas o las tiendas, debido a la necesidad de comunicarte con tu familia o consultar la meteorología. También encontramos muchas marinas que nos decían que el wifi acababa de estropeárseles poniendo cualquier disculpa (por ejemplo las tormentas) pero claro está, no te reducían la tarifa por el servicio que no te prestaban.
Al ir a cargar el agua resultó que los grifos estaban tan cerca del suelo que no cabía un bidón debajo. En el Corto Maltés no llevamos manguera, para ahorrar peso y espacio, y cargamos el bidón de agua con uno más pequeño en los grifos del pantalán o tomamos prestada alguna manguera de las que suele haber frente a otros barcos. En Cap d’Agde no vimos ninguna disponible y el marinero nos consiguió una. Por cierto hablaba castellano, como muchos por esta costa. Dimos la vuelta al gancho de tomar los rizos, pusimos el pabellón de cortesía francés en el obenque de estribor y continuamos nuestra ruta a las 12:30 h para una etapa intermedia, de unas 30 millas.
La navegación de ese día fue de las de darlo todo, alternando lloviznas con auténticos chubascos, y con horas en las que salía el sol como para pedirnos perdón. Inicialmente fuimos paralelos a la lengua de arena que separa el “Étang de Thau” del Mediterráneo, limitada al Sur por el Monte Agde, un antiguo volcán, y al Norte por el Monte Sète o Monte St-Clair, y luego pasamos frente a la ciudad de Sète. Nada de eso lo conoceríamos a la ida aunque era uno de nuestros destinos preferidos en esa navegación. Mario se los perdería por culpa de las demoras acumuladas, pero Ana y yo los conoceríamos a la vuelta, donde llegaríamos por los canales. Las primeras horas fueron con una brisa suave que no nos daba más de 3 nudos y nos ayudamos con el motor. Fuimos contorneando dos zonas de tiro del ejército francés donde está prohibido entrar, como la de las Landas. ¡Cómo les gusta a los franceses disparar al mar! A la altura de Sète vimos unos ejercicios de salvamento en los que participaba un helicóptero y un barco de rescate. Con una brisa suave del Sureste pusimos el espí, y con el refrescamiento poco a poco del viento llegamos a ir a más de 6 nudos. Lo malo de las empopadas con espí es que el viento aparente es muy escaso y no te das cuenta de lo que sopla de verdad hasta que te atraviesas. Y eso nos pasó con una trasluchada del espí, que nos obligó a bajar todo a la desesperada con un ruido de locomotora mientras el viento abofeteaba las velas, y seguir solo con el génova. Fijaos el viento que haría que solo con el génova hacíamos 4,5 nudos. Lo que quedó de la tarde se la pasó rolando, calmando y refrescando, volvimos a poner la mayor y a ratos íbamos con el viento por la aleta y a ratos ciñendo, entre 4 y 6 nudos. Establecimos nuestro puerto de destino en Port Camargue.