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Pero se metió en la conversación alguien que no se identificó y nos dijo que también había marinas privadas en el Vieux Port y que habitualmente tenían plazas; que llamáramos por el canal 27. Luego los de la capitanía del puerto público regañaron a ese que no se había identificado por meterse en una conversación que no le concernía, pero gracias al voluntario anónimo nos evitamos el cambio de puerto. A los que habría que reñir es a ellos, que sabiendo que podíamos encontrar plaza en el mismo puerto no nos daban la información. Para entonces habíamos pasado por delante de la entrada de los pantalanes del club privado CNTL (Cercle Nautique et Touristique du Lacydon) en el Muelle Marcel Pagnol, y sin llamar por radio entramos a preguntar. Nos abarloamos a un velero enorme amarrado justo delante de las oficinas y resultó que nos dejaron una plaza libre, justo enfrente de la mole del Fort St-Jean, y por un precio más barato que el del día anterior en Port Gardian (15 euros en vez de 20) con lo que decidimos quedarnos en este rinconcito los tres días del cambio de tripulación. Murphy: 4, Corto Maltés: 3. Era viernes 13 de mayo y el día siguiente se despedía Mario y se incorporaba Nacho López-Dóriga, otro amigo navegante y colaborador con nuestra actividad de vela solidaria Carpe Diem con los grumetillos del Hospital Valdecilla, para acompañarme los siguientes 17 días y llevar el Corto Maltés hasta Pisa.

El club náutico donde estaban las oficinas era muy lujoso, un edificio situado, como muchos otros, sobre una plataforma flotante dentro del agua del Vieux Port. Tenía muebles de cuero, barandillas de maderas nobles, un restaurante de muchos tenedores y en la recepción, números gratuitos de la revista Voiles et Voiliers a disposición de los socios para que se los llevaran. Por la noche hacían fiestas de traje largo en la terraza. Sin embargo el edificio de los aseos para los barcos de tránsito estaba alejado del edificio principal, en un prefabricado al que se llegaba andando unos cinco minutos a lo largo de los muelles y después de pasar bajo un puente que sostenía una de las arterias del tráfico de la ciudad. El agua de las duchas salía casi fría, aunque en aquellos días no importaba porque al poco de llegar dejó de llover y todo el fin de semana aguantamos un sol tórrido y un calor pegajoso.
Cuando a media tarde fuimos por fin a prepararnos algo para comer nos dimos cuenta de que nuestra neverita se había amotinado y había dejado de funcionar, y empezamos el largo viacrucis de encontrarle sustituta. Murphy: 5, Corto Maltés: 3. En nuestras navegaciones anteriores habíamos carecido de nevera y la suplíamos con una caja de porespán y frigolines o cubitos de hielo. Pensábamos que la batería no daba para tanto, pues la nevera es uno de los principales consumidores de energía de barco. En este viaje llevábamos una neverita eléctrica de camping basada en el efecto Peltier, que consigue 18 ºC por debajo de la temperatura ambiente y carece de termostato. No es como las neveras con compresor que alcanzan 4-8 ºC en cualquier circunstancia. Con las del efecto Peltier si en la cabina hace, por ejemplo, 35 ºC (algo habitual en verano) dentro de la neverita solo se consigue bajar a 17 ºC, pero es mejor que nada. Se conecta a la batería y no usa gas, y nuestro modelo consumía 28 W(2 A/hora) y por eso la enchufábamos solo cuando había mucha insolación y el panel solar cargaba a tope, cuando íbamos a motor (que también carga la batería) o cuando estábamos en una marina conectados a la electricidad del pantalán. Su amotinamiento nos obligaba a volver a pedir el favor de congelarnos los frigolines hasta que consiguiéramos otra, lo que no iba a ser nada fácil. En las navegaciones de travesía no puedes dejar un aparato a reparar porque entonces no cambias de puerto y no avanzas, y comprar uno similar es difícil porque son aparatos de poca venta, no los tienen en stock y tardan días en traerlos si los encargas. La única solución era confiar en encontrarla por azar en una tienda de náutica, o pedirla por teléfono a una tienda de nuestro futuro recorrido que quisiera encargárnosla y pasar a recogerla cuando recaláramos en ese puerto. Comimos unos bocadillos a bordo y dedicamos el resto de la tarde a un recorrido rápido por Marsella y a buscar la estación de los autobuses que llevaban al aeropuerto y sacar los billetes para Mario.
Por la noche la luna creciente, como media moneda de oro viejo, parecía un emoticono que me hiciera un guiño diciendo que no me preocupara, que todo saldría bien. El día siguiente era sábado y las oficinas abrían solo por la mañana. A las 9 se marchó Mario para coger su avión, pero a la hora me llamó para decirme que el vuelo se había anulado y no le daban otro alternativo hasta el día siguiente, o sea que volvió a bordo a acompañarme un día más. En el aeropuerto hubo escenas hasta de lloros, porque una gran parte del pasaje iba a un concierto único de Bruce Springsteen en Barcelona y se lo iban a perder. Algunos chicos jóvenes se estaban poniendo de acuerdo para alquilar coches en común e intentar llegar por sus propios medios. A Mario también le había cambiado el semblante, pero porque venía con la triste noticia de que un amigo suyo había fallecido en un accidente de buceo, y eso nos ennegreció el fin de semana.
En Marsella estaban de celebraciones porque el lunes era festivo, quizás por pasar el Domingo de Pentecostés al lunes o algo así. Habían preparado un espectáculo de funambulismo en el que cinco artistas del equilibrio iban a intentar pasar por una cinta de 2,5 cm tendida entre la Torre Fanal y el Palacio de Pharo, un recorrido de 250 metros por encima del puerto. Para tender la cinta habían tenido que regular el tráfico de los veleros por debajo, porque podrían darle con el mástil. Habían establecido zonas y horarios según la altura del mástil del velero y estaba prohibido ver el espectáculo desde el agua parando el barco debajo. Lo malo fue que ya soplaban vientos atemporalados (llegó el anunciado mistral de fuerza 8) y así no se podía hacer el espectáculo. El sábado lo suspendieron y aunque inicialmente lo trasladaron al domingo, finalmente no se realizó porque seguía soplando igual. Menos mal que esos dos días no nos tocaba navegar. Aprovechamos nuestra estancia para recorrer Marsella.
Intentamos llegar con las bicis al Puerto de La Lave (43º 21,56’ N; 5º 18,09’ E). Es un pequeño puerto que se hizo en la entrada de un túnel navegable, el Túnel de Rove, que comunicaba el extremo Norte de la Rada de Marsella con el mar interior Étang de Berre a través de las montañas de L’Estaque. Desde el Étang de Berre se comunicaba mediante canales con el Río Ródano. El túnel se empezó a construir en 1911 aunque la idea se proponía desde el siglo XVII. Se emplearon 3.000 obreros, fundamentalmente inmigrantes españoles e italianos, de los cuales muchos murieron pues la perforación se hacía con martillos y explosivos. Mide más de 7 kilómetros de largo, 22 metros de ancho (permitía cruzarse a dos peniches en su interior), 15 metros de alto (se podía pasar en veleros) y 4 metros de calado. Se inauguró en 1927 y se utilizó para comunicar ambos mares hasta que en 1963 un derrumbe colapsó 200 metros del túnel provocando en superficie un agujero de 15 metros. Desde entonces no se ha vuelto a utilizar y su entrada en el lado Sur, el que da a Marsella, se habilitó para puerto deportivo que es el que queríamos conocer. Hay un proyecto para reparar el túnel y volver a hacerlo navegable, además de que mejoraría el flujo de agua del Mediterráneo hacia el “étang” combatiendo su problema de eutrofización. La boca del túnel es impresionante, excavada directamente en una pared rocosa de varias decenas de metros de alto. Salimos con las bicis para recorrer los 12 kilómetros que lo separan del Vieux Port, donde estábamos, pero las calles de Marsella fueron dejando paso a carreteras, luego a vías rápidas con pasos a distintos niveles y calzadas de varios carriles, casi una autopista, y nos dio miedo seguir en nuestras bicis de juguete por aquel asfalto. Muy a nuestro pesar no nos quedó más remedio que ponernos el collar y volver con el rabo entre las piernas. Yo me hice el firme propósito de recalar en La Lave en la navegación de vuelta, aunque Mario ya se lo perdería.
El entorno del Vieux Port es curioso de recorrer. En el agua han mantenido la base de las dos columnas que sostenían el antiguo puente sobre el puerto, que fue bombardeado en la guerra y posteriormente sustituido por un túnel bajo el agua que es el que se mantiene actualmente en servicio. Es solo para el tráfico rodado pero es una vía rápida y no nos atrevimos a pasar en bici, y además dar la vuelta por arriba era mucho más entretenido. Hay varias dársenas, muchas de ellas con las oficinas, e incluso las grúas y los varaderos, construidos sobre plataformas flotantes. Una de las dársenas era para barcos clásicos, y había auténticas joyas de madera perfectamente mantenidas, barnizadas y pintadas con esmero. Había una noria panorámica y un curioso tejado panelado con espejos en su parte inferior, de manera que veías el mundillo peatonal, y a ti mismo, desde arriba como lo vería un pájaro. En una fachada había un jardín vertical (las plantas vivas creciendo en la pared) con una silueta artística de la línea del cielo de la ciudad, y especialmente la basílica de Notre-Dame sobre un corazón rojo y una selva de verdor. Estaba tan bien hecho que parecía una pintura, y no te dabas cuenta de que eran plantas vivas hasta que el viento las movía. Además el sábado todo el entorno del Vieux Port era un mercadillo de arte, artículos náuticos, comidas y artesanía animadísimo. En una plaza había dos esculturas, una de un toro y otra de un león, que son los animales del escudo de Marsella. Lo curioso es que el escultor les había dotado de zancos y sus cuerpos estaban a la altura de un segundo piso. En otra plaza vimos una reproducción del David de Miguel Ángel.
Por la mañana, antes de que cerrasen las tiendas, intentamos también comprar una nevera nueva. Ninguna de las tiendas de náutica del entorno del puerto, que había muchas, la tenía en stock. La última nos hizo el favor de llamar por teléfono a una de material de camping, “Aux Vieux Campeur”, en un barrio periférico de Marsella, y allí nos dijeron que tenían una. Después de recorrer las calles de Marsella contrarreloj para llegar antes del cierre resultó que era muy grande para el hueco que tiene el Corto Maltés para la nevera y no la compramos. Los días siguientes estuvieron marcados por las gestiones para localizar una, lo que conseguimos una semana después en Cavalaire.
El día siguiente, domingo, se marchó finalmente Mario y a media mañana llegó Nacho. Seguía soplando el mistral con fuerza 8 y así no íbamos a salir en ningún caso, o sea que dedicamos el día a recorrer la ciudad. Subimos a la basílica de Notre-Dame de la Garde, casi 150 metros de desnivel con las minibicis, y desde allí Marsella se extendía a nuestros pies como un mapa. Contemplamos las vistas de toda la ciudad y de las islas que iríamos a conocer en cuanto pudiéramos salir de aquel encierro. Desde lo alto se veía el mar turquesa azotado por el mistral, fuera del puerto las crines de las olas levantando espuma y dentro del malecón plano como una piscina en un día de verano, y el aire limpio con una visibilidad extraordinaria. Para los del Norte un temporal es sinónimo de un cielo oscuro cubierto de nubarrones, el mar negro como un pozo sin fondo, mucho frío, la visibilidad reducida y la lluvia volando en horizontal haciendo inútiles hasta los paraguas. Pues allí el mistral pueden estar soplando con fuerza 8 en el mar, y en tierra ir los chicos en camiseta de deltoides, y las chicas con camisolas y vestiditos de talla escasa pareciendo mariposas al andar por las calles, y con un ramillete de sonrisas bajo un sol espléndido. De hecho la subida en bici a la basílica nos había costado una soberana sudada y no parábamos de darnos crema solar para no quemarnos. Ya puestos, yo prefería ese temporal seco donde por lo menos te evitas el mal rato de tener todo el barco condensando humedad, resbaladizo y pasando frío. Pero hay que reconocer que asusta su fuerza, y sobre todo cómo puede cambiar de intensidad en pocas horas. En algunas de nuestras fotos de aquel día se deja ver el mar encrespado lleno de olas y rompientes bajo un cielo azul, y nosotros contemplándolo desde tierra en manga corta. El interior de la Basílica tenía colgados del techo exvotos con maquetas de barcos, seguramente de personas que consideran que la Virgen les salvó de un naufragio.
Volvimos de la basílica por una senda costera, peatonal y ciclable, con unas vistas espectaculares sobre todo hacia las islas del archipiélago de la Rada de Marsella, If, Frioul, Tiboulen y Planier en el horizonte, porque con el mistral la visibilidad es extraordinaria, y que a nosotros nos hacían volar la imaginación sobre lo que descubriríamos en ellas los siguientes días. Además esa senda costera pasaba por los pequeños puertos y varaderos que aún quedan en el entorno de esa gran ciudad como reliquias de lo que fue en el pasado. Uno de los puertecitos era el de los pescadores, y era tan pequeño que las barcas estaban amarradas en dos filas paralelas, unas a flote y las otras en seco en una pequeña rampa pegando a la calle. En esa rampa cada barca tenía una casetita con el cabrestante para tirar de la embarcación y sacarla del agua. No nos imaginamos la forma de botarlas, porque inmediatamente en el agua detrás de ellas estaba la otra fila de barcas a flote, en una línea compacta y cerrada. Suponemos que se ponen de acuerdo para salir a pescar todos a la vez. El entorno estaba lleno de restaurantes de pescado y lugares típicos para tapas y picoteo. Finalmente recorrimos algunos parques de la ciudad y volvimos a cenar al barco.
Allí nos llegó la noticia de que se había publicado en el suplemento dominical de muchos periódicos de España un artículo sobre nuestra actividad de vela solidaria Carpe Diem, centrado en el punto de vista de los niños, a dos de los cuales habían entrevistado. Era un orgullo para nosotros y nos animó la velada. Tras la cena planificamos un poco nuestras siguientes etapas. Por lo pronto el día siguiente, lunes, que seguiría soplando el mistral aunque más flojo, haríamos una etapa corta, solo hasta las islas situadas frente a Marsella. Seguramente dormiríamos en ellas y las exploraríamos con las bicis. A partir del martes seguirá soplando del Oeste pero ya sin la fuerza de esos días y eso nos facilitará mucho nuestra progresión hacia el Este.
Así pues el día siguiente hicimos una navegación supercorta, para conocer la Isla Frioul, a solo 4 millas. Empezaban unas etapas relajadas en comparación con la semana que acababa de pasar con Mario, pues Nacho y yo teníamos 17 días para hacer unas 265 millas. Había muchos lugares, y sobre todo muchas islas, para conocer sin prisa. Era lunes 16 de mayo y festivo en Francia, con la mala suerte de que la cafetería donde nos habían guardado los frigolines para congelar estaba cerrada cuando nos íbamos, y no pudimos recuperarlos. ¡Vaya forma de empezar nuestra navegación, sin nevera y sin frigolines! Por eso llevo siempre frigolines de repuesto en el barco pero claro, estaban calientes. Hicimos gasolina y salimos a las 9:30 h. Fue una etapa de solo una hora y navegando solamente con el génova pues no merecía la pena correr más, y aun así íbamos a 4-5 nudos. Dejamos a babor la Isla de If, con su castillo, antigua prisión, en la que no se puede desembarcar si no es con visitas guiadas que salen del Vieux Port. Esta fortaleza habría custodiado a Edmond Dantès, el héroe imaginario de la novela El Conde de Montecristo, de Alexandre Dumas. Llegamos Frioul a las 10:30 h y nos sorprendió ver los comercios del pequeño poblado abiertos, porque era festivo en Francia. Nos explicaron que desde 2004 todos los trabajadores tienen obligación de trabajar un día festivo al año, y las ganancias de ese día son para reflotar la caja de las pensiones de los jubilados. Aunque cada empresa puede decidir el festivo que trabaja, el gobierno sugirió que fuera hoy.
Las islas de Frioul son en realidad dos, Ratonneau al Norte y Pomègues al Sur. Además hay un pequeño islote, Tiboulen, detrás de las dos principales. Las dos grandes se unieron por un dique artificial en 1824, posteriormente mejorado, para ampliar la capacidad de la isla como lazareto donde se hacía la cuarentena de los buques procedentes de las Indias, y han quedado como dos hermanas siamesas. Más adelante en el espacio cerrado de mar que quedó entre ambas se construyó el puerto donde nos quedamos nosotros. Antes de la entrada al puerto nos llamó la atención en la costa un barco subido a las rocas. De más cerca comprobamos que era la casa de los prácticos, una de las oficinas de la zona de Marsella-Fos, que la han construido con la forma de la proa y el puente de un mercante. Tiene hasta su ancla. Muchos ferris y vedettes entran a diario desde Marsella, y como tienen preferencia hay estar atento a esquivarlos. En la marina nos recibió Rudi, el marinero de guardia, que al estar el muelle vacío nos dijo que amarrásemos como quisiéramos. Rudi era hijo de padre y abuelo españoles, pero no tenía ni idea de nuestro idioma. Nos pusimos abarloados al muelle, aunque había boyas para amarrarse de proa al muro y la popa a la boya, porque así era más fácil desembarcar las bicis. Nos dijo que si vinieran muchos barcos, algo improbable en mayo, nos avisaría para cambiar el amarre, pero no hizo falta. Los pocos barcos que vimos llegar a lo largo del día entraban para estancias cortas, posiblemente comer en alguno de los restaurantes de la isla (los amarres para el tiempo de una comida no se cobraban) y se volvieron a Marsella al término de la tarde, quedándonos solos en el muelle. En el puerto amarran habitualmente unos 600 barcos, y está rodeado de construcciones de los años 70, algunas viviendas de cuatro o cinco pisos en tonos pastel donde viven una centena de habitantes, y algunos comercios. Hicimos los papeles y nos guardó los frigolines en su congelador, en la salita al lado de la oficina.
Dedicamos el día a conocer las dos islas. Lo primero que hicimos fue recorrer el curioso muro que las une bautizado inicialmente como “Dique Berry” y posteriormente, en 1831, como “Dique de Frioul”. Tiene más de 300 metros de largo y a su entrada hay esta advertencia apocalíptica:
“Atención peatones. Están ustedes sobre el Dique Berry. Esta obra marítima no está concebida para los peatones. Sigan el itinerario previsto a este efecto. Toda persona que recorra el dique lo hace bajo su entera responsabilidad”.
Supusimos que aunque ese día el mar estaba tranquilo, con los temporales las olas podrían rebasar el dique y hacerlo peligroso. Aunque es bastante alto (7 metros sobre el agua) su fachada que se enfrenta a las olas da al Oeste, justo el peor sector de viento en esta costa y en algunos temporales las olas pueden superar esa altura. Se construyó entre 1822 y 1824, bajo el reinado de Luis XVIII y se bautizó así en recuerdo del Duque de Berry, heredero del trono y asesinado en 1820. El dique transformó en un auténtico puerto de refugio lo que antes era un mero fondeadero desde la época romana. Su origen está en la epidemia de fiebre amarilla que asolaba España en 1820. El miedo invadió Marsella ante el recuerdo de la epidemia de peste negra que, un siglo antes, había reducido su población a la mitad. Ante la amplitud de la catástrofe, el antiguo puerto de cuarentena, que era simplemente el fondeadero de la Isla de Pomègues, era insuficiente. Cuando estuvimos nosotros no había ningún peligro y la gente paseaba por encima del dique tanto andando como en bici.
Después fuimos a recorrer las islas en las bicis. No tienen carreteras asfaltadas sino pistas y senderos. Durante muchos años han sido posiciones defensivas avanzadas y por eso están sembradas de restos de fuertes militares, baterías, puestos de observación, etc. En la Segunda Guerra Mundial estuvieron ocupadas por los alemanes, quienes construyeron nuevas fortificaciones que se distinguen por ser ya de hormigón. Las construyeron con mano de obra de marselleses reclutados a la fuerza por los invasores. Los aliados bombardearon masivamente las islas para destruir esas fortificaciones que les impedían el avance sobre Marsella, y por todas partes se distinguen los agujeros de las bombas. Tras la guerra siguieron siendo terreno militar y su entrada estando prohibida, hasta que en 1975 el puerto militar se transformó en puerto deportivo y se autorizó a crear un pequeño núcleo urbano alrededor, y en 1995 la isla entera se cedió a la comuna de Marsella. No se admiten los coches e incluso las bicis tienen limitaciones, que conocimos posteriormente.

Por la mañana recorrimos la de Ratonneau, al Norte. Estaba plagada de gaviotas patiamarillas. Al parecer se han censado más de 8.000 parejas y ya son, como en otros lugares, un problema pues degradan la flora y compiten con otras especies, desplazándolas. Son la misma especie que anida en Santander, pero en Ratonneau ya tenían a los pollitos crecidos, mientras que en Santander salen de los huevos, blandos como un edredón, a primeros de junio. Ratonneau tiene más restos militares (ruinas de cuarteles, baterías defensivas, santabárbaras o polvorines, búnkeres, nidos de ametralladoras, etc.) que Pomègues. Algunos fuertes son ahora de propiedad particular, y después de dar un largo rodeo para llegar a ellos te encontrabas un cartel que prohibía su entrada. Vimos las ruinas del hospital Carolina, donde se hacía la cuarentena de la fiebre amarilla, que estaban restaurando. En el patio había una especie de tarima o escenario porque allí se celebra cada año un festival de música. Finalmente, en Ratonneau se encuentra el pueblecito habitado y los pocos comercios, bares y restaurantes. No hay plazas hoteleras ni está permitido el camping, o sea que si no vives allí la única forma de pernoctar es llegando en velero.
En una plaza nos sorprendió un intercambiador de libros con forma de rinoceronte, obra de un escultor que ha realizado otros muchos intercambiadores con forma de animales que iríamos viendo en este viaje en otros puertos. Es Jean Michel Rubio, de la compañía Art Book Collectif, y como siempre la justificación de la obra está sujeta a mucha subjetividad. También ha realizado una enorme jirafa en Marsella, un toro y una enorme concha en Port Saint-Louis du Rhône, que veríamos a la vuelta, y otras. Por lo demás Frioul no tiene servicios públicos, policía, escuela, médico, etc., y los pocos habitantes deben ir a Marsella para cualquier necesidad. Eso crea un cierto resentimiento contra el Continente, y en 1997 el propietario del fuerte Brégantin, en la punta más occidental de Ratonneau, y algunos amigos fundaron la República Libre de Frioul, una pantomima que nombró su propio presidente, editó su propia moneda y hasta solicitó la entrada en la ONU.
Por la tarde salimos con las bicis para recorrer la de Pomègues, al Sur, pero en una de las primeras curvas nos alcanzó la Guardia de la reserva para decirnos que esta segunda isla no está permitido recorrerla en bici. Nos lo dijo una guardia jovencita y muy amable, ágil como un gamo, que se quedó a comprobar que dejábamos las bicis en el pueblo y volvíamos andando. La prohibición hubiera sido innecesaria, porque las pistas de Pomègues son más abruptas y con el suelo peor que las de Ratonneau y era muy difícil pedalear por ellas. Como en Ratonneau, nos sentó mal que algunos de los monumentos en ruinas no se pudieran entrar a ver, pero no te lo avisaban desde el principio del camino con lo que te dabas la paliza para nada. Visitamos el puerto de cuarentena original, el que se usaba antes de construir la escollera de unión de las dos islas. Todavía se ven las muescas que habían hecho en las rocas para amarrar las cadenas de los barcos y usar la propia roca como noray. Una obra de cantería impresionante. En la ensenada se ha instalado una granja de cultivo marino, la única actividad económica de la isla aparte del turismo. Aun así quedaba espacio para fondear y como da al Este, protegida del mistral, había varios veleros. Por otra parte en todo el perímetro de la isla hay bonitas calas y buenos fondeaderos, más que en su vecina del Norte.