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En cuanto al Rembrandt, poco a poco el ambiente de Agatha Christie va dando paso a algo más similar a una novela de piratas. Al parecer, este viaje había sido reservado íntegramente por una agencia australiana, y esta es la razón por la que la mayor parte de los pasajeros son matrimonios maduros procedentes de ese país. Al final quedaron algunas plazas libres y la empresa propietaria del barco las vendió individualmente a otros pasajeros, yo entre ellos. Estos australianos me parecen una mezcla sorprendente, o más bien una síntesis perfecta, de ingleses y norteamericanos: se parecen a aquellos pero hablan como estos, o quizás es al revés. Sea como fuere, son gente campechana y no muy ceremoniosa, y anoche, a la hora de la cena —quizás animados por la inminente travesía en mar abierto rumbo a Groenlandia, o quizás por el hecho de haber visto tantas cosas y tan espectaculares en nuestros dos o tres días en Svalbard—, empezaron a beber más de lo que hasta entonces habían bebido. Probablemente los otros pasajeros, la minoría no-australiana, hicimos lo mismo. Las conversaciones empezaron a subir de tono, y al rato había que gritar, literalmente, para hacerse entender con los viajeros con los que uno compartía mesa. De pronto me pareció estar en uno de esos bares españoles en los que todo el mundo habla a gritos. Esto me consoló un poco de la molestia de tener que desgañitarme, porque siempre he sentido una punzada de vergüenza al comparar el ambiente bullicioso de los bares españoles con el civismo de los cafés franceses o centroeuropeos, en los que todo el mundo conversa tan civilizadamente que se diría que solo hablan de cosas cultísimas y muy interesantes. En general, los españoles tendemos a creer que las maneras ruidosas, las risotadas y el vocerío habitual entre nosotros son una particularidad nuestra, una de esas desgracias nacionales que tenemos que sobrellevar resignadamente. Pero anoche comprobé que no solo los españoles hablan a voces cuando se toman dos vinos. Todos lo hacían, o lo hacíamos. Y el elegante velero de Asesinato en el Ártico dio paso repentinamente al Grampius de La narración de Arthur Gordon Pym.

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