Escultura Barroca Española. Las historias de la escultura Barroca Española

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En la actividad del escultor hay que citar los trabajos que hace en colaboración con Antonio de Paz. Así, en 1637 trabaja en la iglesia de las Agustinas de Salamanca, para la que hace los capiteles y cuatro relieves con las Virtudes Cardinales, tan afines a Paz que es incuestionable la colaboración de los dos maestros. También hay que citar la escultura que hizo nuestro artista para el retablo mayor de la iglesia de Santiago de la Puebla, dedicado al patrono de España.
No obstante lo dicho, el taller de Jerónimo Pérez fue bastante reclamado en su momento, llegando incluso a trasladarse a Medina del Campo en 1642 para atender las demandas del obispo de Oviedo don Bernardo Caballero de Paredes, quien le encarga la ejecución de cuatro figuras, dos de piedra y dos de madera, destinadas a su capilla situada en la iglesia mayor de San Antolín de aquella localidad vallisoletana, trasladadas con posterioridad al templo de monjas agustinas recoletas —del que era patrono el obispo— y que hoy ocupan los frailes carmelitas descalzos. Una de las figuras de piedra es el bulto funerario del obispo, donde es patente la versatilidad del artista[186].
Después de Antonio de Paz, Pedro Hernández (c.1580-1665) fue el artista más cotizado por la clientela salmantina, aunque su obra ofrece menos calidad al ser más discreta. Nacería en la década de 1580, y murió siendo muy anciano, cumplidos los ochenta años, en 1665. Debió iniciarse como artista en el taller que su padre, del mismo nombre, tenía abierto en Salamanca, dedicado a tareas de ensamblaje y carpintería. Independizado del obrador familiar, el suyo debió ser importante al decir de los aprendices que se le conocen, y que llegaron a alcanzar el grado de maestría: Miguel García (1619), Gabriel de Rubalcava (1628) o Juan de Paz (1630), sobrino de Antonio de Paz.
Desconocemos con quién se formó el artista[187]; su estilo parte de un manierismo bastante atemperado y evoluciona hacia un franco naturalismo barroco, fruto sin duda de sus contactos con Valladolid. A la ciudad del Pisuerga tuvo que desplazarse en varias ocasiones en 1619 al objeto de tomar como modelo la Inmaculada Concepción que Gregorio Fernández había hecho para el convento de San Francisco, y utilizarla como referente para la que había contratado con la Cofradía de la Vera Cruz, y que terminó fabricando, no obstante, el propio Fernández ante los retrasos que Pedro Hernández provocó en su entrega. El impacto que tuvo la obra del maestro vallisoletano hizo que la Cofradía de la Inmaculada, radicada en el convento salmantino de San Francisco el Real, le encomendara en 1622 la ejecución de la imagen titular con la premisa de imitar en todo punto la obra fernandesca de la Vera Cruz salmantina: “ymite en el rostro a la que está en dicho convento y en lo que toca al ropaxe conforme a la que está en la iglesia de la Cofradía de la Cruz”. Junto a Valladolid, en la conformación de su estilo también debió ser importante el conocimiento que tenía de la obra de Esteban de Rueda y Antonio de Paz.
Su amplia producción —más documentada que conservada— se inicia en 1610, con el Ángel de la Guarda que concertaron los oficiales de la Audiencia Real de Salamanca para el altar que poseían en la iglesia de Sancti Spiritu, donde se conserva. La obra es de sabor manierista, y sirvió de prototipo para otras muchas que realizó sobre el mismo tema (iglesia de Villanueva de Figueroa —1614—, San Miguel de Arcediano —1619—, etc.). Del año 1621 es la imagen de santa Ana con la Virgen Niña de la iglesia de Los Villares de la Reina, y de 1623 el san Antón de Zarapicos, obra en la que el escultor demuestra su aprendizaje en Valladolid. Encargo de mayores vuelos fue el que tomó en junio de 1624 para hacer un Santo Entierro de piedra para la iglesia salmantina de San Cristóbal, donde aún permanece (Fig.20). Descuella la figura de Cristo al ser lo más cuidado del conjunto, esculpido con finura y un eficaz naturalismo que le acerca a los Cristos yacentes de Gregorio Fernández. En su composición debió basarse en algún grabado, pues se trata de un tema muy frecuente en el siglo XVI. Cinco años más tarde se obligó a hacer una figura de Cristo con la cruz a cuestas para la ermita de su cofradía en Descargamaría, donde asimismo se conserva. Para el obispado de Plasencia también realizó los relieves del retablo mayor de Santa María de Béjar, las esculturas del mayor de Puerto de Béjar —donde destaca la Asunción de María (1628)—, y un san Marcos para La Garganta (Cáceres) del que solo existe constancia documental[188].

Fig. 20. Pedro Hernández, Santo Entierro, 1624. Salamanca, iglesia de San Cristóbal.
Juan Rodríguez (c.1610/15-c.1675) es un escultor natural de Salamanca cuya formación debió transcurrir en Valladolid, para desembocar seguidamente en una etapa importante de su trayectoria artística que también desarrolla en la ciudad del Pisuerga antes de asentarse definitivamente en Salamanca en 1661, reclamando tal vez el fruto de las relaciones artísticas que siempre mantuvo con su tierra natal[189]. En Valladolid estuvo relacionado, como documentaba el profesor Urrea, con el escultor Antonio de Ribera. Y fue allí donde contrajo matrimonio con Mariana de Oviedo (†1654) en 1636, unión de la que al menos nació una hija llamada Teresa[190]. Su obra fue muy demandada en varias ocasiones por una distinguida clientela vinculada a la Orden del Carmelo.
En Valladolid va a seguir un estilo donde se evidencia la huella de Fernández, que, por otra parte, era lo que demandaban los clientes aun después de los años transcurridos desde su fallecimiento, si bien Juan Rodríguez sobresale por el sentido más ornamental, movido y también claroscurista de su plástica. Fruto de su vinculación con la Orden del Carmelo, heredada probablemente del maestro, será la obra que realiza a mediados del siglo XVII para el convento de San José, de MM. Carmelitas Descalzas, de Medina de Rioseco; destaca la imagen de santa Teresa destinada a la iglesia, donde sigue el modelo creado por Fernández para el convento del Carmen Calzado de Valladolid (hoy conservada en el Museo Nacional de Escultura)[191]. En Valladolid también trabajó para diversos conventos y parroquias; citemos la talla que contrató en 1657 para el retablo mayor de Berceo (Valladolid), o las esculturas de Jesús y María que hizo en 1658 para el convento de esta misma advocación antes de regresar a Salamanca, y en clara referencia al tema de la Sagrada Familia tan demandado por la Contrarreforma[192].
Juan Rodríguez debió trasladarse a la ciudad del Tormes en 1661, después de firmar en Valladolid el concierto para ejecutar los relieves del Nacimiento y la Epifanía para la portada principal de la catedral Nueva (Fig.21). En ambos conjuntos se muestra como un fiel seguidor de las corrientes vallisoletanas procedentes de Gregorio Fernández, del que derivan sus paños, aunque movidos por un mayor barroquismo; de hecho, en el contrato que estipula en 1661 se hace constar que “el ropaje ha de ser volado y laborado con mucho aire, imitando el paño de Gregorio Hernández”[193]. En la catedral salmantina, Juan Rodríguez también interviene en la portada del Evangelio (de Ramos). Su estilo representa una fase más evolucionada en cuanto al barroquismo; su arte es más movido y los pliegues más alatonados, más incisos y, por tanto, de un mayor claroscuro.

Fig. 21. Juan Rodríguez, relieves de la Epifanía y el Nacimiento, 1661. Salamanca, catedral nueva, portada principal.
En 1674 contrató, en compañía de Juan Petí, escultor vecino de Salamanca vinculado a su entorno, la escultura del retablo mayor de la Clerecía, que hay que entenderlo como pieza clave en el desarrollo del Barroco en la provincia y, sobre todo, en la propia ciudad salmantina, precedente inmediato de la obra de los Churriguera[194]. Cuatro potentes columnas de orden gigante y salomónico enmarcan en las calles laterales las figuras de los Doctores Máximos, y ensalzan al centro el gran relieve con la Venida del Espíritu Santo. Desde el ático preside la aparición de la Virgen a San Ignacio de Loyola. Todo ello, bajo la obra del maestro arquitecto Juan Fernández. A comienzos de 1673, Juan Rodríguez se hará cargo de las esculturas destinadas a los retablos colaterales de la Clerecía, contratados un año antes que el retablo mayor[195].
4.2.3.La singularidad de Bernardo Pérez de Robles (1621-1683): un escultor entre las ciudades de Lima y Salamanca
El taller del escultor Bernardo Pérez de Robles será el encargado de aglutinar y atender las demandas de la clientela salmantina avanzada la mitad del siglo XVII. En esta ciudad nace, en el año 1621, fruto del matrimonio que Jerónimo Pérez de Lorenzana (c.1570-c.1642), escultor natural de Alba de Tormes, formó en segundas nupcias con Catalina de Robles. Su formación debió tener lugar en el obrador paterno, un artista sin embargo de medianos vuelos, a quien superará ampliamente su hijo Bernardo. En este confluye la circunstancia especial de haber sido uno de tantos aquellos aventureros que embarcaron rumbo a Indias en busca de fortuna, adquiriendo por tanto la condición de indiano o perulero, según la designación que entonces se empleaba para referirse a los que marchaban a Indias y sobre todo al Perú[196].
Una de las primeras noticias que tenemos sobre el artista nos permite documentar el trabajo que realizaba en 1637 dentro del taller paterno y formando parte del equipo de escultores y canteros encargados de esculpir los capiteles y otros trabajos pétreos destinados a la iglesia de las Agustinas recoletas de Salamanca[197]. Poco después se documenta en Perú la estancia de un Bernardo de Robles y Lorenzana como vecino de Lima en 1644, tras haber pasado un tiempo indeterminado en Sevilla —ciudad a la que es posible que llegara hacia 1642— tratando de lograr la licencia de embarque. En la ciudad limeña contrajo matrimonio con doña Ana Jiménez de Menacho —hija de un proveedor de carne en Lima—, unión de la que nacieron seis hijos, uno de los cuales continuó la profesión paterna, José Pérez de Robles[198].
Bernardo Pérez de Robles desarrolla en América una amplia labor como escultor, donde llega a convertirse en un especialista en la talla de los Crucificados. Hasta los años finales de la década de 1990, tan solo teníamos referencia de la bella imagen de la Inmaculada de la catedral de Lima, que laboró en 1655 junto al resto de esculturas y relieves del retablo de su capilla, y del Cristo de la Vera Cruz que hizo para la iglesia de Santo Domingo en Arequipa en 1662, donde se conserva[199]. Gracias a los recientes trabajos de Rafael Ramos Sosa, este catálogo se ha visto notablemente ampliado con los Crucificados de los monasterios de Santa Clara y de Ntra. Sra. del Prado, ambos en Lima, realizados hacia mediados del siglo XVII, y que le atribuye[200], además del que se conserva en el templo de la Compañía de Jesús en Ayacucho (Perú)[201]. Ramos Sosa intuye que nuestro escultor también debía dedicarse a algún negocio con pingües beneficios que le llevaría a recorrer los Andes. Tal circunstancia le permite explicar su traslado hasta Arequipa para realizar en 1662 el antes citado Cristo de la Vera Cruz para la iglesia de Santo Domingo. Junto a esta especialidad como escultor de Crucificados se une una amplia producción como imaginero, en la que descuella la imagen de san Francisco conservada en el monasterio limeño de Santa Clara[202], entre otras obras.
Bernardo Pérez de Robles regresará a España hacia 1670, adoptando de forma definitiva este nombre con el que va a ejercer su actividad en la ciudad de Salamanca tras ingresar como hermano terciario franciscano. Como ofrecimiento, en 1671 hizo varias imágenes para el convento salmantino de San Francisco, de las que se conserva el Cristo de la Agonía (Fig.22). El artista debió traer consigo esta admirada talla desde el otro lado del Atlántico; está fabricada en costoso nogal americano, razón por la que probablemente no se encarnó.

Fig. 22. Bernardo Pérez de Robles, Cristo de la Agonía, 1671. Salamanca, convento de San Francisco.
La crítica histórico-artística —D. Manuel Gómez Moreno y su hija María Elena[203]— ha subrayado la influencia de Martínez Montañés que se percibe en la obra, lo que viene a corroborar la estancia que hizo en Sevilla antes de embarcar rumbo a América. También debió ver las obras que se conservan en Lima procedentes del obrador del dios de la madera. De este deriva la esbeltez de las proporciones, la angostura de las caderas, junto a la serenidad del rostro, que conserva una imperturbable paz, a pesar de no tratarse de un Cristo muerto sino aún vivo, antes de entregar el espíritu al Padre en medio de atroces tormentos, según describe Rodríguez de Ceballos[204]. Pero la vigorosa insistencia —continúa describiendo el padre Ceballos— en el modelado anatómico de músculos, tendones y venas, que se resalta aún más por la ausencia de policromía, el hundimiento del vientre, lo que viene a subrayar mucho el arco torácico, junto a la pronunciada torsión del tronco en contrapposto con las piernas, lo alejan de los modelos montañesinos. El paño de pureza también va tallado en amplias curvas y abundantes y arremolinados pliegues, que no dejan ver la típica triangulación montañesina. Pende el perizoma de una cuerda ceñida con fuerza. La cabellera y la barba se disponen en finas guedejas muy onduladas y terminadas en punta, tal vez como recuerdo arcaizante de las que se hacían en Salamanca a comienzos del siglo XVII por parte del obrador de los maestros de Toro, según se ponía de manifiesto en el citado retablo desaparecido de Peñaranda de Bracamonte.
De la producción del artista cabe citar también las esculturas que hizo en 1667 destinadas al retablo mayor de la iglesia parroquial de Los Villares de la Reina: desde el ático domina el todo la imagen de un Crucificado en el que es evidente una mayor influencia del arte castellano, escoltado a ambos lados por dos arrebatados ángeles y en los costados del primer cuerpo por san Pedro y san Pablo, con el titular san Silvestre en el centro[205]. También se conserva de su mano la bella imagen de san Pedro de Alcántara que hizo para la catedral de Coria (Cáceres), y que ya estaba terminada en 1676[206].
5.LA ESCULTURA EN LOS RESTANTES TALLERES CASTELLANOS DEL S. XVII
A grandes rasgos, cabe afirmar que los restantes talleres castellanos van a depender de un modo u otro de la estela que dejó Gregorio Fernández tras su muerte, resuelta en un principio a través de sus propias esculturas o bien de las que pueden realizar sus imagineros, junto a las copias de sus modelos, y que, a la postre, se convertirán en la única vía para llegar a tener una pieza a lo fernandesco. Los talleres encargados de materializar tales encargos, sin embargo, no tendrán una personalidad lo suficientemente importante como para definir un quehacer artístico singular.
En Burgos, la influencia de Fernández y su escuela se testimonia a través de las diversas obras que se conservan procedentes de su taller en varias localidades de la provincia[207], y del magisterio que ejercieron los artistas afines a Fernández sobre algunos escultores burgaleses, que podemos ejemplificar a través de Gabriel de Rubalcaba (1610-1678), uno de los principales introductores del naturalismo escultórico del siglo XVII[208], y de la formación de Ventura Fernández (c.1640-1699) con Francisco Díez de Tudanca; dicho artista puede incluirse ya dentro del Barroco característico del último tercio del siglo XVII[209]. Asimismo, cabe reseñar la proyección que tuvieron los talleres madrileños en la propia catedral con el trasaltar que hizo Pedro Alonso de los Ríos entre 1681 y 1683[210]. Esta proyección se hizo mucho más efectiva en Segovia a través de los palacios reales y del retablo de Ntra. Sra. de la Fuencisla[211].
La pujanza que había tenido León durante el siglo XVI en torno a Juan de Juni, Gaspar Becerra y sus seguidores decae durante el Barroco. Como bien señala Fernando Llamazares, “pocos artistas nativos podemos espigar. Los trabajos de poca monta a estos se les encomendarán, mientras los de cierta importancia se solicitan fuera fundamentalmente a Gregorio Fernández y su escuela”[212]. Las obras del genial artista abren la marcha —la talla de san Juan de Sahagún, para Sahagún, o las tallas de la Inmaculada para la catedral de Astorga y san Marcelo de León, junto a la Piedad de la Bañeza—, y suponen la base del prestigio, que luego será seguido por otra serie de modelos de pasos y obras procedentes de los talleres de Pedro de la Cuadra —la talla de Cristo a la columna de Grajal de Campos—, José Mayo, Díez de Tudanca y José de Rozas. Entre los artistas de la zona, citemos a Diego de Gamboa, José de Ovalle o al más personal Bernaldo de Quirós, junto al astorgano Lucas Gutiérrez[213]. En la misma línea debemos situar el trabajo que desarrollan en Palencia los talleres de Lucas Sanz de Torrecilla (†1615), Juan de Rozadilla, Antonio de Amusco y los hermanos Juan y Mateo Sedano Enríquez (†1686); o en Guadalajara, los de Eugenio de Hervás, además de Juan López de la Cruz, Francisco de Torres y Agustín de Pena[214].
El marcado acento teresiano que tiene la escultura en Ávila se mantiene hasta finales del siglo XVII, según ha constatado Vázquez García a través de la imagen conservada en la parroquia de San Juan, realizada por Juan Rodríguez de Carmona, el escultor abulense más importante entre finales del siglo XVII y comienzos de la centuria siguiente. No sabemos la relación que pudo tener, y si la hubo, con el ya estudiado Juan Rodríguez, que trabaja en Valladolid y luego en Salamanca. Su estilo sigue la estela de Gregorio Fernández; maneja la gubia con soltura y sigue al maestro en el plegado de las telas[215], si bien aquel ya es mucho más movido, fruto de la etapa. Es uno de los artistas responsables de la intensa actividad escultórica que se documenta en los obradores abulenses durante el Barroco[216].
6.LA DEFINICIÓN DEL BARROCO
LA APORTACIÓN DE SALAMANCA Y TORO: LOS CHURRIGUERA Y LOS TOMÉ
6.1.Introducción
El período barroco dieciochesco tendrá en el área castellana a dos familias clave para su desarrollo y ulterior proyección: los Churriguera y los Tomé. Como ya hiciera Martín González en 1983[217], vamos a considerar a ambas dinastías como un todo, fruto de la importancia que tienen, si bien sumaremos al estudio de su trayectoria el análisis del desarrollo escultórico de los centros artísticos en los que trabajan, a excepción de Madrid, ciudad que los Churriguera alternarán con la de Salamanca en el ejercicio de su actividad, lo mismo que los Tomé y la presencia efectiva que tienen en Toro, Valladolid y Toledo.
La titularidad que ambas familias tuvieron como protagonistas indiscutibles de una de las etapas más características del arte español, les puso en el punto de mira de todo tipo de dicterios en la pluma de quienes contemplaban el Barroco como una etapa decadente y hasta delirante en sus decoraciones y estructuras arquitectónicas lignarias, contrarias por tanto a los ideales neoclásicos, cuyos adeptos eran sabedores, y muy a su pesar, de la amplia base de apoyo popular que tenían. Sin embargo, no todo fueron críticas, y la faceta que José Benito desarrolló como escultor fue valorada por Ceán Bermúdez, para quien sus obras no eran “tan malas como algunos quieren que sean”[218]. Sin perder de vista la importancia que tuvieron los Churriguera y los Tomé en el desarrollo del retablo barroco, nosotros incidiremos no obstante en la faceta que valoraba Ceán.
6.2.Salamanca. La exaltación del Barroco y el camino hacia el Rococó
6.2.1.La familia Churriguera y José de Larra Domínguez (c.1665-1739)
A la llegada del siglo XVIII[219], Salamanca había configurado plenamente el Barroco gracias a la aportación de José Benito de Churriguera (1665-1725), que hizo de la ciudad un auténtico epicentro artístico y de vanguardia tras madurar y poner en práctica las soluciones que había aprendido en la corte, dando lugar a uno de los capítulos más genuinos del Barroco español con obras tan señaladas como el retablo mayor de la iglesia conventual de San Esteban (1692-1694), su proyecto para el templo mercedario de la Vera Cruz (c.1699)[220] o el destinado a la capilla del Colegio Mayor de Oviedo (1694-1699)[221], y en cuya difusión tendrán mucho que ver sus hermanos Joaquín (1674-1724) y Alberto (1676-1750)[222].
El clan de los Churriguera era extenso, contando arquitectos, ensambladores, escultores, decoradores, tallistas, quizá todo menos pintores, en palabras de Rodríguez G. de Ceballos. El único que abarcó y ejerció todos los oficios fue José de Churriguera, el patriarca de tan amplia y fecunda dinastía y el encargado de ir enseñándolos por separado a los distintos miembros de su clan. El profesor Bonet Correa estudió su faceta como escultor a tenor del trabajo que publicó en 1962 sobre los retablos de la iglesia de las Calatravas de Madrid[223], cuyas tallas le corresponden y para cuya inserción en el conjunto acomodó la traza del altar-baldaquino difundido por Oppenord y Lepautre, y utilizó el hueco central para disponer sobre el tabernáculo las imágenes de san Raimundo de Fitero —fundador de la Orden de Calatravas— y el Salvador, liberando las esculturas de las hornacinas e insistiendo en el efecto de conjunto; al programa se añaden las tallas de san Benito y san Bernardo que localizó la profesora García Gaínza, que hasta 1995 se creían perdidas y en las que es evidente la maestría del artista en la materia: “Las esculturas de ambos santos se hallan inmersas dentro de los modos del barroquismo imperante en Madrid en el primer tercio del siglo XVIII perceptible en la sinuosidad de los cuerpos, la valoración de los perfiles y la nueva sensibilidad en el tratamiento de los rostros suavizados de toda aspereza. La calidad de la ejecución excelente en algunos detalles —cabeza y mano de san Benito— hacen merecedor a José Benito de la fama de escultor que disfrutó en su época”.[224] A este conjunto de esculturas Bonet Correa añade las del retablo de San Esteban de Salamanca, y una amplia y notoria serie cuya definición definitiva aún está pendiente de ser abordada[225].
Sin embargo, el auténtico escultor del clan fue José de Larra Domínguez, cuyo ingreso en el mismo se produjo tras casarse con Mariana de Churriguera en 1689 y convertirse por tanto en cuñado de los tres afamados artistas, a cuya actividad estará estrechamente vinculado. José de Larra se había especializado en la escultura y el relieve de un modo exclusivo, y su presencia en Salamanca desde comienzos del siglo XVIII vino a remediar el notable decaimiento que se había experimentado en la actividad escultórica de la ciudad desde finales del siglo XVII tras la muerte de Bernardo Pérez de Robles, al tiempo que propició el abandono de los modelos que hasta entonces habían suministrado los talleres de Valladolid, a favor de los madrileños[226].
El nacimiento del artista en Valladolid o en su entorno y el posterior traslado a la corte para entrar en calidad de oficial en el taller de José Benito, donde conocería a su futura esposa, contribuyeron a definir el sosegado estilo escultórico de José de Larra, en el que sobresalen los pliegues redondeados, propios del momento, junto a los perfiles estilizados y elegantes de sus figuras, lignarias o pétreas. El enorme éxito de sus cuñados condicionó el traslado posterior de la familia Larra Churriguera a Salamanca entre 1693 y 1706, según Rodríguez G. de Ceballos, pasando entonces a colaborar de forma activa con el taller de Joaquín y Alberto, del mismo modo a como lo había hecho en Madrid hasta entonces en el de su otro cuñado José. Asimismo, en el entorno de los Churriguera trabajarán los escultores Francisco Martínez de Fuente y Jacinto Antonio Carrera, que a comienzos del siglo XVIII eran los escultores más capacitados para la labra en piedra junto con José de Larra.
El taller de José de Larra debía ser ya importante a comienzos de la centuria, con varios aprendices y oficiales, llegando a destacar como el mejor escultor dentro del panorama artístico salamantino, testigo que cederá a su discípulo Alejandro Carnicero a partir de la cuarta década de la centuria. De sus hijos, solo José Javier de Larra Churriguera fue escultor como su padre, y junto a él se formó trabajando en la sillería del coro de la catedral salmantina, para derivar posteriormente hacia el arte de la orfebrería. Entre sus vástagos destacó especialmente Manuel de Larra Churriguera, aunque en la faceta de arquitecto y ensamblador[227].