- -
- 100%
- +
Los judíos vivieron sucesivamente bajo los imperios asirio (siglo viii-586 a. C.), babilonio (586-538 a. C.), persa (538-323 a. C.), macedonio (332-323 a. C.), helenístico, tanto ptolemaico como seléucida[2] (323-164 a. C.) y, por fin, romano, bien fuese bajo la égida de un rex socius de Roma como Herodes el Grande y sus hijos, bien directamente bajo un procurador romano (desde el 63 a. C. en adelante).
El único período de independencia del que disfrutaron los judíos (164-63 a. C.) fue el fruto de una rebelión liderada por una familia judía de origen sacerdotal, la macabea. El motivo de la revuelta fue la pretensión de los dominadores seléucidas (de cultura griega) de que los judíos abandonasen sus creencias para integrarse (y diluirse) por completo en su universo helenístico. La prohibición de la religión judía, la idolatría (la adoración de imágenes está terminantemente prohibida por uno de los Diez Mandamientos que Dios había entregado a Moisés en el Sinaí como parte de su ley: «No te harás escultura, ni imagen alguna de cosa que está arriba en los cielos, ni abajo en la tierra») practicada por los invasores y, la gota que colmó el vaso, la profanación del Templo de Yahvé de Jerusalén, eran cosas que los judíos más fieles reunidos en torno a la familia macabea no podían tolerar. Esta guerra de liberación nacional culminó con la independencia de Judea por primera vez en cuatro siglos. Los Macabeos fundieron en uno solo los títulos de rey y sumo sacerdote del Templo de Yahvé en Jerusalén y, de ese modo, Israel se convirtió en una monarquía al servicio del dios nacional.
Sin embargo, clara muestra de la debilidad del ser humano, este reino teocrático, nacido para luchar contra el helenismo de los extranjeros idólatras, acabó, con los años, devorado por esa misma cultura helenística que había combatido. Como cualquier otro reino de la época en el Mediterráneo oriental, Judea acabó gobernada por un monarca de cultura helenística, contó con una administración en lengua griega y con un sustrato de población helenística que impuso su forma de vida al conjunto de la sociedad, en especial en los centros urbanos.
Pero la influencia extranjera no acabó ahí. Durante el reinado de Simón Macabeo (142-134 a. C.), y a fin de contrarrestar la continua amenaza seléucida, los judíos acudieron al «primo de Zumosol» de la época en busca de protección: Roma. Fue un error del que los judíos se arrepentirían muy pronto, pues Roma lo interpretó (era habitual entre los descendientes de Rómulo) como una invitación para inmiscuirse en los asuntos ajenos. En 65 a. C. Pompeyo el Grande conquistó Jerusalén, sus soldados masacraron a miles de judíos y saquearon el Templo de Yahvé. El propio Pompeyo cometió una gran profanación al entrar en el sancta sanctorum del Templo, un lugar al que solo el Sumo Sacerdote tenía acceso una vez al año. Aquella profanación quedó marcada a fuego en el subconsciente colectivo de los judíos como la mayor afrenta sufrida jamás por su pueblo, y no volvieron a ver a los romanos como una potencia amiga.
A partir del 63 a. C., todo aquel que gobernó en Israel lo hizo bajo la protección de las legiones romanas. Tras la muerte de Hircano, último sumo sacerdote descendiente de los Macabeos, se apoderó del trono Herodes el Grande. Herodes era natural de Idumea, la región que, en la actualidad, ocupa una parte del estado de Israel, desde Belén hacia el sur, pero que en aquella época no se consideraba parte integrante del verdadero Israel. Idumea había sido conquistada y judaizada a la fuerza pocos años antes, y los judíos de pura cepa consideraban extranjeros a los idumeos o, en el mejor de los casos, judíos de «segunda división». Para legitimar su aspiración al trono de Judea, Herodes se casó con la princesa Mariamne, nieta del último Macabeo, Hircano.
Herodes el Grande, que reinó bajo la protección de Roma entre los años 37 y 4 a. C., fue un personaje ambiguo, despreciado u odiado por casi todos, pero que consiguió mantener un equilibrio entre su cultura helenística, su fidelidad hacia los romanos y sus obligaciones respecto a sus súbditos judíos. Herodes se mantuvo casi siempre en una posición intermedia que, aunque no contentaba plenamente a nadie, dejaba suficientemente satisfechos a todos. Intentó ganarse el favor de sus súbditos judíos transformando el Templo de Yahvé en Jerusalén en un gran complejo cultural de claro corte helenístico, pero que respetaba escrupulosamente todas las prescripciones judías. De este modo un extranjero dio a los judíos lo que ningún rey judío heredero de los Macabeos les había dado: un templo del que sentirse orgullosos. Este es el templo en el que tuvieron lugar varias escenas durante los últimos días de vida de Jesús, y donde se encontraba la cortina del sancta sanctorum que se rasgó en el momento de su muerte en la cruz.
En el año 4 a. C. murió Herodes, y el emperador Augusto permitió que el reino se dividiese entre tres de sus hijos. El núcleo original del reino de Judea, incluida Jerusalén, recayó sobre Arquelao; otro hijo, Herodes Antipas, recibió Galilea y Perea (en la actual Jordania), y un tercero, Herodes Filipo, obtuvo la Batanea, la Traconítide y la Auranítide, que se corresponden con los actuales Altos del Golán y parte del territorio de Siria.
Arquelao resultó ser un gobernante estúpido y torpe que heredó el carácter excesivo de su padre pero ni un ápice de su inteligencia política. Su crueldad gratuita y su escaso respeto por la ley judía irritaron a sus súbditos más allá de cualquier límite tolerable, y así, apenas diez años después de su llegada al poder, en 6 d. C., Augusto lo destituyó, y Judea se convirtió en territorio provincial romano bajo la responsabilidad de un gobernador con sede en Cesarea Marítima, una ciudad costera de carácter exclusivamente romano al norte de la actual Tel Aviv.
En consecuencia, para el momento de la predicación y pasión de Jesús de Nazaret, el territorio estaba dividido en una zona, Judea, bajo jurisdicción directa de Roma, y otras dos gobernadas por hijos de Herodes el Grande. Esta circunstancia se observa perfectamente en los relatos de la Pasión. Puesto que los hechos tuvieron lugar en Jerusalén, la máxima autoridad tras la destitución de Arquelao unos veinte años antes era el procurador romano, Poncio Pilato. Sin embargo, dado que Jesús era galileo, era súbdito de uno de los hijos de Herodes, en concreto de Antipas. Pilato y Antipas coinciden en Jerusalén y ambos participan en el juicio a Jesús porque en aquel momento se celebraba la Pascua, una fiesta religiosa en la que todos los judíos peregrinaban a Jerusalén. Herodes Antipas se encontraba allí como peregrino, pero fuera de su jurisdicción.
Así pues, durante todo el milenio anterior a nuestra era, los judíos estuvieron en permanente contacto con pueblos vecinos, la mayor parte de las veces invasores, que, pese a su carácter de enemigos, dejaron su impronta en el pensamiento de este pueblo, modelando y modificando algunos aspectos culturales, políticos y religiosos de los judíos. En este sentido, las creencias relacionadas con la muerte, el más allá y la resurrección no fueron una excepción.
Para tratar el tema de la resurrección de Jesús, parece necesario, por lo tanto, conocer cuáles eran las creencias relativas a la resurrección entre los judíos. Para ello, se estudiarán las creencias divididas en los dos grandes períodos en los que se divide la historia del pueblo judío antiguo.
El primer período se denomina del Primer Templo, y se corresponde con la época del mítico Templo de Yahvé que, según los libros del Antiguo Testamento, construyó Salomón aproximadamente en el siglo x a. C. y que fue destruido por Nabucodonosor en 586 a. C., dando origen al destierro en Babilonia.
A la vuelta del destierro de Babilonia, se llevó a cabo aproximadamente en 515 a. C. la reconstrucción del destruido santuario de Yahvé. A partir de este momento se habla del período del Segundo Templo, que en origen fue una reconstrucción más modesta que el original y que, siglos más tarde, tal como se ha mencionado, sufrió una ampliación notable en tiempos de Herodes el Grande (37-4 a. C.). El Segundo Templo es la época de las sucesivas dominaciones e injerencias de persas, reinos helenísticos y romanos en Judea-Palestina.
Las creencias de ultratumba antes del destierro en Babilonia (hasta 586 a. C.)
Para conocer las creencias del judaísmo en esta época referentes a la muerte, la vida en el más allá y la resurrección, hay que acudir, prácticamente como única fuente fiable, a los diferentes libros de la Biblia hebrea que conforman nuestro Antiguo Testamento. Los datos arqueológicos y extrabíblicos son escasos, y no resultan de especial ayuda, al menos en lo referente a esta cuestión.
¿Por qué morimos?
La muerte, tal como explica el mito de la creación en los capítulos 2 y 3 del libro del Génesis, se concibió desde el primer momento como un castigo. Tras la creación de Adán y Eva, la muerte no parecía desempeñar función alguna en su relajada existencia, más allá de su vinculación a la prohibición divina de probar el fruto del único árbol que les estaba vedado, pues «el día que comas de él morirás sin remedio». Tras infringir la prohibición, Dios le explicó a Adán su destino: «polvo eres y en polvo te convertirás».
Esta percepción del pecado original como causa de la muerte permaneció inmutable durante toda la historia judía. «De la mujer procede el principio del pecado, y por ella morimos todos», decía el libro del Eclesiástico, y acabó convirtiéndose en creencia cristiana, tal como establecía Pablo de Tarso en su epístola a los Romanos: «…a través del hombre entró el pecado en el mundo, y a través del pecado, la muerte».
Si hay castigo, hay un juicio, y unas reglas que respetar
Efectivamente, desde los primeros capítulos del Génesis encontramos la idea de un juicio divino, que consiste en la decisión final de Dios, como juez del mundo, respecto al destino de los hombres y las naciones de acuerdo a sus méritos y deméritos. La justicia y la rectitud son ideas centrales en el judaísmo y también atributos fundamentales de Dios. El redactor de Génesis pone en boca del propio Yahvé estas palabras respecto a la rectitud del primer judío, Abraham:
Porque yo le conozco y sé que mandará a sus hijos y a su descendencia que guarden el camino de Yahvé, practicando la justicia y el derecho, de modo que pueda concederle Yahvé a Abraham lo que le tiene apalabrado. (Génesis 18, 19)
Es decir, si el judío practica la justicia y el derecho, Yahvé le premiará, de donde se infiere que, al contrario, cualquier acción malvada recibirá su castigo correspondiente. Aparece, por tanto, el concepto de retribución divina, según el cual todo lo bueno o malo que le sucede al hombre es el resultado de un juicio divino conforme a sus acciones. Hay que llamar la atención aquí en el hecho de que este premio o castigo se recibe en la propia vida terrena, sin aplazarse su ejecución a una vida futura en la que, en este momento, no se creía. Apenas unos versículos más tarde, es Abraham quien expresa esta convicción al referirse al destino de los habitantes de Sodoma y Gomorra. Hay una justicia de Dios y hay una fe del creyente en esa justicia:
Tú no puedes hacer tal cosa: dejar morir al justo con el malvado, y que corran parejos el uno con el otro. Tú no puedes. El juez de toda la tierra ¿va a fallar una injusticia? (Génesis 18, 25)
Sin duda, el ejemplo más conocido de juicio divino es el Diluvio. Yahvé decide exterminar a la humanidad porque su conducta no es adecuada.
Viendo Yahvé que la maldad del hombre cundía en la tierra, y que todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal de continuo, le pesó a Yahvé haber hecho al hombre en la tierra, y se indignó en su corazón. Y dijo Yahvé: «Voy a exterminar de sobre la haz del suelo al hombre que he creado, desde el hombre hasta los ganados, las sierpes, y hasta las aves del cielo porque me pesa haberlos hecho». (Génesis 6, 5-7)
Lo curioso del episodio del Diluvio es que en este momento, desde la cronología interna del texto bíblico, los hombres todavía no contaban con una ley que sirviese como guía y vara de medir de su rectitud o impiedad. De hecho, fue justo después del Diluvio cuando Yahvé dictó sus primeras normas a los hombres. Pero, igual que Adán y Eva habían desobedecido un mandato concreto, también era evidente que la humanidad no había seguido los designios de la divinidad.
En cualquier caso, incluso antes de las promulgaciones de la primera ley tras el Diluvio y de la ley suprema del Sinaí en tiempos de Moisés, lo que se percibe en los textos judíos es que Dios juzga al ser humano por su rectitud o pecado, y le premia o castiga en consecuencia. ¿Cómo lo hace? En el caso de los justos, su premio será una vida larga, como ocurre en el caso de los personajes anteriores al Diluvio, con el récord absoluto en poder de Matusalén, con 969 años de vida. Para los pecadores, la pena consistía en la reducción drástica (e inmediata) de sus días de vida.
En resumen, la muerte es la herramienta suprema con la que cuenta Dios para juzgar a la humanidad de acuerdo con la ecuación buen comportamiento = vida larga; mal comportamiento = vida breve. Podemos encontrar esta fórmula verbalizada en el libro del Deuteronomio:
Si escuchas la ley de Yahvé, tu Dios, lo que hoy te ordeno, amando a Yahvé, Dios tuyo, caminando por sus vías, guardando sus preceptos, leyes y decretos, vivirás y te multiplicarás […]. Pero si tu corazón se vuelve y no escucha y te dejas seducir […] os declaro que pereceréis sin remisión, no prologaréis vuestros días […]. Pongo hoy por testigos contra vosotros el cielo y la tierra; os he expuesto la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida. (Deuteronomio 30, 16-20)
¿Qué ocurre cuando muere un ser humano?
La siguiente pregunta que nos planteamos es: para los judíos de la época del Primer Templo, ¿qué ocurría con los muertos? ¿Adónde iban? ¿Había un lugar o varios diferentes según la condición del muerto?
Evidentemente, tarde o temprano todos los seres humanos pasaban por el trance de la muerte y, tal como Dios le había anunciado a Adán, regresaban al polvo:
No existe ventaja del hombre sobre la bestia, pues todo es vanidad. Todo camina a un mismo paradero. Todo procede del polvo y todo retorna al polvo. (Eclesiastés 3, 19-20)
El destino que esperaba a todos los humanos tras su muerte era el šeol, una morada subterránea similar al Hades de la religión griega, donde moraban los difuntos, sin separación de cuerpo y alma, y sin distinción entre pecadores y bienhechores. Era, sencillamente, el estado siguiente a la vida y, a juzgar, por ejemplo, por las expresiones lastimeras de Jacob:
Todos sus hijos y todas sus hijas se aprestaron a consolarle, pero él rehusó consolarse y dijo: ¡Bajaré a donde mi hijo en duelo, al šeol! (Génesis 37, 35)
los judíos tenían de este lugar un concepto tan negativo como los griegos.
¡Hijo mío! ¿Cómo has bajado en vida a esta oscuridad tenebrosa? Difícil es que los vivientes puedan contemplar estos lugares, separados como están por grandes ríos, por impetuosas corrientes y, principalmente, por el Océano, que no se puede atravesar a pie sino en una nave bien construida. […]
¡Ay de mí, hijo mío, el más desgraciado de todos los hombres! No te engaña Perséfone, hija de Zeus, sino que esta es la condición de los mortales cuando fallecen: los nervios ya no mantienen unidos la carne y los huesos, pues los consume la viva fuerza de las ardientes llamas tan pronto como la vida desampara la blanca osamenta, y el alma se va volando como un sueño. (Odisea XI)
Aunque perteneciente a un período posterior de la historia de Israel, el libro de Job (ca. 400 a. C.) nos ofrece esta misma idea sobre el destino que esperaba a todos después de la muerte:
Mi carne se ha revestido de gusanos y costras terrosas, mi piel se ha agrietado y supura. Mis días han transcurrido más raudos que lanzadera y han cesado por falta de hilo. ¡Acuérdate de que mi vida es viento, mi ojo no tornará a ver la dicha! ¡No me divisará más el ojo del que me veía, tus ojos [se fijarán] en mí y ya no existiré! Una nube se disipa y se va, así quien baja al šeol no sube. No volverá más a su casa, ni le verá de nuevo su lugar. (Job 7, 5-10)
Para Job, el šeol era un lugar del que no se regresaba, lugar tenebroso («antes de que me vaya, para no volver, a la tierra de tinieblas y sombra, tierra de negrura como oscuridad, sombra y desórdenes, y donde la claridad misma es cual la oscuridad», señala Job más adelante), un lugar que se encontraba en un plano inferior («más profundo que el šeol»). Queda claro, en cualquier caso, que, en este momento de la historia del pensamiento judío, no existía una creencia en la resurrección de los muertos ni en un destino diferente para los justos y los malvados.
Así pues, ya que el šeol no hacía diferencias entre justos e impíos, lo que debía hacer un ser humano era vivir una vida acorde con los mandamientos divinos para que, de ese modo, Dios le premiase con una vida larga y próspera.
Ve, come con alegría tu pan y bebe con buen ánimo tu vino porque hace tiempo se complace Dios en tus obras. Que siempre sean blancos tus vestidos y el aceite no falte sobre tu cabeza. Goza de la vida con la mujer que amas todos los días de tu vana vida que Dios te ha concedido bajo el sol, todos tus días de vanidad, pues es tu porción en la vida y en el trabajo en que te esfuerzas bajo el sol. Todo lo que encuentres a mano, hazlo según tus fuerzas, porque no hay obra, ni razón, ni ciencia, ni sabiduría, en el šeol, adonde te encaminas. (Eclesiastés 9, 7-10)
¿Se puede escapar del šeol? Casos de resurrección y asunción
Parece evidente por la afirmación del profeta Job («quien baja al šeol no sube. No volverá más a su casa, ni le verá de nuevo su lugar»), que no hay posibilidad de eludir el destino que aguarda a todos los seres humanos.
Sin embargo, la tradición judía nos informa de varios casos de personas que escaparon del šeol y de dos modos diferentes: auténtica resurrección o por asunción gracias a la intervención divina.
Por algunas fuentes judías de época más reciente, sabemos que, desde muy antiguo, existía una creencia según la cual el alma del difunto mostraba cierta querencia a permanecer en el mundo y tardaba tres días en llegar al šeol. De ese modo, existía la posibilidad de evitar su paso definitivo a esa nueva dimensión. Visto así, resucitar a un muerto era el último recurso de un sanador. En el libro de los Reyes del Antiguo Testamento tenemos dos ejemplos de resurrección de este tipo.
El primero tiene como protagonista al profeta Elías. Estaba el hombre santo en Sarepta, ciudad fenicia cercana a Sidón, en el actual Líbano, alojado en casa de una viuda, cuando el hijo de la mujer enfermó gravemente y murió. La viuda, sospechando que había alguna relación entre la visita del extranjero y el fallecimiento de su hijo, acusó a Elías de ser el responsable de su pérdida:
¿Qué hay entre tú y yo, hombre de Dios? ¿Has venido a mi casa a recordar mi culpa y matarme a mi hijo? Elías respondió: ¡Dame a tu hijo! Y, tomándolo de su regazo, se lo llevó a la habitación de arriba, donde él dormía, y lo acostó en la cama. Después clamó a Yahvé: «¡Yahvé, Dios mío, ¿también a esta viuda que me hospeda en su casa la vas a castigar haciéndole morir al hijo?!» Luego se tumbó tres veces sobre el niño, suplicando a Yahvé: «¡Yahvé, Dios mío, que vuelva el alma de este niño a su interior!» Yahvé escuchó la súplica de Elías, volvió el alma al interior del niño y revivió. (1 Reyes 17, 18-22)
El segundo ejemplo de resurrección también tiene como protagonistas a un niño y a un profeta, en este caso Eliseo, discípulo de Elías. La estructura es similar. El profeta había sido recibido en su casa por una mujer, ahora una sunamita, habitante de Sunem, un pueblo entre Samaria y el monte Carmelo. Las visitas se hicieron tan frecuentes que la sunamita y su marido acabaron por prepararle una habitación al profeta para que se quedase siempre que pasase por allí. Agradecido, Eliseo les prometió que tendrían por fin la descendencia que se les estaba negando. Efectivamente, la mujer acabó dando a luz a un niño. Tiempo después, el niño enfermó y acabó muriendo. La sunamita pidió ayuda a Eliseo, que acudió a la casa donde aún yacía el cadáver del crío:
Eliseo entró en la casa y encontró al niño muerto tumbado en su cama. Entró, cerró la puerta y oró a Yahvé. Luego, se subió a la cama y se echó sobre el niño, poniendo su boca sobre la boca de él, sus ojos con los suyos, sus manos con las suyas; y permaneció inclinado sobre él, de modo que el cuerpo del niño fue entrando en calor. Después se retiró y paseó por la habitación, de acá para allá; subió de nuevo a la cama y se inclinó sobre el niño; el niño estornudó hasta siete veces y abrió los ojos. Eliseo llamó a Guejazí, y le dijo: «Llama a nuestra sunamita». La llamó, y ella vino, y Eliseo le dijo: «Toma a tu hijo». (2 Reyes 4, 32-36)
Las dos resurrecciones siguen un patrón similar: el profeta se pone en contacto con el cuerpo del niño muerto; en realidad, parece identificarse con él al colocarse encima, imitar su postura y poner ojos con ojos, manos con manos, boca con boca. De este modo, en los primeros momentos después de la muerte, los dos niños consiguen librarse, al menos de momento, de su destino en el šeol.
Hay otro caso más de resurrección en el que también está involucrado el profeta Eliseo, aunque ocurrió después de su muerte. Unos hombres arrojaron un cadáver dentro de la tumba de Eliseo, y en cuanto el cadáver entró en contacto con los huesos del profeta, resucitó. La noticia la ofrecen dos fuentes, el segundo libro de los Reyes e igualmente, con variantes menores, el historiador Flavio Josefo, en sus Antigüedades de los judíos.
La segunda forma de escapar de la muerte consiste en que un ser humano concreto sea elevado o transportado por Dios a un plano superior en el que quedará a salvo del destino común a toda la humanidad.
En la Biblia hebrea, identificada básicamente con el Antiguo Testamento cristiano, hay dos ejemplos de asunciones. El primero es el del patriarca Enoc, padre del campeón de longevidad Matusalén. El texto del libro del Génesis dice sencillamente que «Enoc caminó en compañía de Elohim; luego desapareció, porque Elohim lo tomó consigo». Siguiendo la idea de que la muerte era un castigo como consecuencia de los pecados, resulta lógico que la interpretación de este pasaje en otros libros judíos fuese que Enoc mereció ese destino por su comportamiento excepcionalmente justo. El libro del Eclesiástico dice que «Enoc agradó al Señor y fue trasladado, ejemplo de conversión para las generaciones», y el de la Sabiduría confirma la idea: «Por ser agradable a Dios fue amado, viviendo entre pecadores fue trasladado». Queda abierta la cuestión de cuál fue el destino de Enoc. Dentro de la literatura apócrifa[3], el libro de los Jubileos aseguraba que había sido llevado al Jardín del Edén, el Libro Primero de Enoc lo situaba en «un lugar muy lejano» y el Targum Pseudo-Jonatán lo hacía elevarse hasta el firmamento.
Hay un segundo caso de elevación más conocido, el del profeta Elías, que, según el segundo libro de los Reyes, fue arrebatado por un carro de fuego. No hay textos que declaren explícitamente que Elías contaba con un favor tan especial por parte de Dios como para hacerle merecedor de un honor reservado anteriormente solo a Enoc. De todas formas, sus hechos hablan por él, y fue considerado en su tiempo, y también por la posteridad, como uno de los mayores profetas, especialmente por el celo con el que defendió a Yahvé.
No especula la tradición judía sobre el lugar al que fue a parar Elías, sino que le concede un papel protagonista en las creencias referentes al fin del mundo. Algunos pasajes de las Escrituras parecían sugerir la llegada de un profeta que anunciaría el advenimiento de los últimos tiempos, y que inauguraría una nueva época, mesiánica, en la que Israel derrotaría a las naciones de los impíos. Este profeta sería, además, precursor del Mesías, reuniría al pueblo disperso y anunciaría los hechos que ocurrirían cuando llegara el fin del mundo. Dadas estas creencias, y el hecho de que Elías hubiese sido arrebatado por Dios, se fue conformando la idea de que este profeta sería precisamente Elías, tal como acaba afirmando explícitamente el profeta Malaquías: «He aquí que yo os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el Día de Yahvé grande y terrible».