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Esta convicción perduró durante siglos, y así, en tiempos de Jesús, los evangelistas nos presentan varios episodios en este sentido. En algunos se identifica a Elías tanto con Juan el Bautista como con el propio Jesús. Pero sin duda el pasaje más interesante en este sentido es la Transfiguración, en donde, a ambos lados de Jesús, se aparecen Moisés y, por supuesto, Elías, como señal de que el fin de los tiempos está cerca[4].
Aunque en el cristianismo actual ha perdido fuerza la figura y el simbolismo de Elías, en el judaísmo pervive como un recordatorio constante de que, en cualquier momento, puede producirse la llegada del esperado Mesías y el comienzo del fin del mundo. Así, en cualquier cena de Pascua judía que se precie se dejará una silla vacía en honor del profeta, y lo mismo ocurre en las ceremonias de circuncisión. La creencia popular dice que, desde esta silla de Elías, el profeta contempla cómo el pueblo judío continúa cumpliendo los mandamientos de la Ley de Dios.
En resumen, aunque la creencia general dentro del judaísmo anterior al destierro en Babilonia era que la muerte era el final de un proceso y que todas las almas acababan en el olvido eterno del šeol, se conocen varios casos en los que la muerte es superada de una forma u otra. Son unas pocas excepciones, pero abren una rendija a la esperanza por la que se abrirán paso nuevas ideas en los siglos posteriores.
La vida de ultratumba y la resurrección en el judaísmo entre la vuelta del destierro y la época de surgimiento del cristianismo (586 a. C.-siglo i d. C.)
En 586 a. C., Nabucodonosor II conquistó el reino de Judá, su capital Jerusalén, y destruyó el Templo de Yahvé. La pesadilla culminó con la deportación y exilio en Babilonia de gran parte de la élite judía del país, para evitar que liderase una posible revuelta contra los conquistadores.
Tras varios siglos de independencia, aunque fuese a la sombra de las grandes potencias regionales, los judíos sufrieron como un trauma la pérdida de su reino y su Templo de Yahvé. Indudablemente, algo habían hecho mal para que su dios nacional hubiera permitido aquel desastre. Se forjó la creencia de que el destierro era una prueba que Yahvé ponía a su pueblo. Si los judíos permanecían fieles a Yahvé en esas circunstancias tan adversas, este obraría el milagro, un mesías anunciaría el fin de la opresión extranjera y el comienzo de los últimos días en los que el pueblo judío recuperaría su independencia. De hecho, la caída de Babilonia ante los persas y el Edicto del rey persa Ciro en 538 a. C. que permitía a los judíos regresar a su hogar nacional y reconstruir su templo, aunque fuese bajo tutela persa, se interpretó según este esquema, y hubo quien incluso vio en Ciro al esperado mesías.
Así afirma Yahvé a su ungido Ciro, a quien he cogido por su diestra para sojuzgar delante de él a las naciones y desceñir los lomos de los reyes: «Yo avanzaré delante de ti y allanaré las montañas, quebraré los batientes de bronce y destrozaré férreos cerrojos». (Isaías 45, 1-2)
Como complemento a esta visión, se conformó la imagen de la «muerte» de Israel y sus huesos machacados por los babilonios. Sin embargo, Yahvé devolvería la vida a esos huesos secos, es decir, «resucitaría» al pueblo de Israel. El profeta Ezequiel es el encargado de expresarlo en un texto un poco largo, pero fundamental para la formación de la creencia en la resurrección corporal:
La mano de Yahvé vino sobre mí, y me llevó en el Espíritu de Yahvé, y me puso en medio de un valle que estaba lleno de huesos. Y me hizo pasar cerca de ellos por todo en derredor; y he aquí que eran muchísimos sobre la faz del campo, y por cierto secos en gran manera. Y me dijo: Hijo de hombre, ¿vivirán estos huesos? Y dije: Señor Yahvé, tú lo sabes. Me dijo entonces: Profetiza sobre estos huesos, y diles: Huesos secos, oíd palabra de Yahvé. Así ha dicho Yahvé el Señor a estos huesos: He aquí, yo hago entrar espíritu en vosotros, y viviréis. Y pondré tendones sobre vosotros, y haré subir sobre vosotros carne, y os cubriré de piel, y pondré en vosotros espíritu, y viviréis; y sabréis que yo soy Yahvé. Profeticé, pues, como me fue mandado; y hubo un ruido mientras yo profetizaba, y he aquí un temblor; y los huesos se juntaron cada hueso con su hueso. Y miré, y he aquí tendones sobre ellos, y la carne subió, y la piel cubrió por encima de ellos; pero no había en ellos espíritu. Y me dijo: Profetiza al espíritu, profetiza, hijo de hombre, y di al espíritu: Así ha dicho Yahvé el Señor: Espíritu, ven de los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos, y vivirán. Y profeticé como me había mandado, y entró espíritu en ellos, y vivieron, y estuvieron sobre sus pies; un ejército grande en extremo. Me dijo luego: Hijo de hombre, todos estos huesos son la casa de Israel. He aquí, ellos dicen: Nuestros huesos se secaron, y pereció nuestra esperanza, y somos del todo destruidos. Por tanto, profetiza, y diles: Así ha dicho Yahvé el Señor: He aquí que yo abro vuestros sepulcros, pueblo mío, y os haré subir de vuestras sepulturas, y os traeré a la tierra de Israel. Y sabréis que yo soy Yahvé, cuando abra vuestros sepulcros, y os saque de vuestras sepulturas, pueblo mío. Y pondré mi Espíritu en vosotros, y viviréis, y os haré reposar sobre vuestra tierra; y sabréis que yo, Yahvé, hablé, y lo hice, dice Yahvé. (Ezequiel 37, 1-14)
Rediseño del šeol
Paralelamente a la resurrección colectiva de Israel, a partir del regreso del destierro aparecen indicios de que la resurrección comenzaba a ser contemplada como un anhelo individual, una forma de escapar del lúgubre destino del šeol. Y no solo eso: se establecía una distinción entre justos y pecadores, buenos y malos, que recibirían un trato diferente tras la muerte. El šeol quedaba como lugar para los malvados, mientras que los justos serían transportados a un lugar mejor:
Pero Elohim rescatará mi alma, del poder del šeol, ciertamente, me tomará. (Salmos 49, 16)
Mientras que los pecadores, los enemigos de Dios, no gozarían de esa gracia. En el siglo ii a. C. el libro de Daniel ya establecía claramente esta separación y destinos diferentes:
Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, estos para la vida eterna, aquellos para oprobio, para eterna ignominia. (Daniel 12, 2)
La razón de esta transformación es evidente. La experiencia humana dictaba que aquel esquema de vida virtuosa = vida larga y vida de pecado = castigo y muerte no se cumplía siempre, ni siquiera con cierta frecuencia, lo que causaba cierto escándalo entre los piadosos:
Eres demasiado justo, Yahvé, para que discuta contigo; sin embargo, te formularé demandas: ¿Por qué prospera la conducta de los impíos y viven en paz todos los que cometen traición? Tú los has plantado y hasta han arraigado; progresan, incluso dan fruto. (Jeremías 12, 1-2)
Pero en el judaísmo seguía imperando la postura mayoritaria de confianza en la justicia inmediata y terrenal de Dios. Así pues, para este momento había dos corrientes de opinión dentro del judaísmo:
1) La «oficial», seguidora de Deuteronomio 30, 16-20 (véase más arriba), que sostenía que Dios trataría a cada uno según su conducta en esta vida, sin aplazar el premio o el castigo, y que el šeol era igual para todos.
2) La «alternativa», que constataba cómo los impíos progresaban en la vida terrena y, por tanto, creía que el premio o castigo por la conducta de cada uno se aplazaría al más allá, con la consiguiente esperanza en una vida futura y resurrección de mejor calidad.
Este equilibro se inclinará mayoritariamente en favor de la segunda opción a partir de la revuelta de los Macabeos (167 a. C.) con la aparición de un nuevo fenómeno sin demasiados precedentes en la historia judía: el martirio.
Los mártires de Yahvé
Desde 200 a. C. Judea formaba parte del imperio seléucida, uno de los reinos herederos de la gran aventura de Alejandro Magno que había dejado todo el Mediterráneo oriental en manos griegas. El libro bíblico de los Macabeos cuenta cómo, en 168 a. C., el rey seléucida Antíoco IV decidió que todos los súbditos de su enorme imperio gozasen de los mismos privilegios, pero también que abandonasen sus creencias religiosas particulares para abrazar la religión griega oficial. Antíoco no era Alejandro, y no supo ver la diferencia entre ofrecer un marco de convivencia común basado en la aceptación de unos acuerdos mínimos y la imposición de unas creencias y normas por la fuerza. A pesar de que algunos judíos se adhirieron a sus reformas, renunciando así a sus propias tradiciones, Palestina se convirtió en un polvorín. La prohibición de la religión judía, las prácticas idólatras que proliferaban en la tierra de Yahvé y, por último, la profanación del Templo de Jerusalén, fueron los detonantes de una gran revuelta popular.
Una familia judía de origen sacerdotal, la macabea, se encargó de dirigir la resistencia. La chispa que prendió la llama fue una visita de las tropas seléucidas a la ciudad de Modín, hogar de los Macabeos, un pueblo cercano a Jerusalén, con la intención de hacer cumplir las normas dictadas por el rey. Estando allí los soldados, un sacerdote llamado Matatías vio cómo un judío se acercaba a un altar para hacer un sacrificio idolátrico, cumpliendo así las órdenes del rey Antíoco. En ese momento, Matatías se vio invadido por el «celo de Yahvé» y, abalanzándose sobre él, lo degolló sobre el propio altar.
Este concepto de «celo» (de la palabra griega zelos «celo, amor ferviente, obsesión») sería muy importante en las luchas de liberación de los judíos que tendrían lugar en los siguientes siglos. El celo se consideraba una de las virtudes del fiel israelita, y se basaba en personajes prototípicos del Antiguo Testamento como Pinjas y Elías, que, en su celo por cumplir la ley de Yahvé, habían llegado a arrebatar la vida a algún infiel. Tal «virtud» justificaba el homicidio en nombre del cumplimiento de la Ley de Dios, transformando así cualquier conflicto en una guerra santa, y se convirtió, a la postre, en la base ideológica de los grupos revolucionarios judíos que se enfrentaron al poder romano en tiempos de Jesús. De hecho, los más violentos de entre estos se hacían llamar zelotas (que significa «celoso, devoto, obsesionado»).
Si la cara de este celo era la justificación de la violencia, la cruz se mostraba en la terca negativa a aceptar aquello que no fuese acorde con la Ley de Dios, incluso si eso suponía entregar la propia vida antes que violar los mandamientos de Yahvé:
A las mujeres que habían circuncidado a sus hijos, les dieron muerte de acuerdo con el decreto, colgando a los niños de sus cuellos, y lo mismo a sus familiares y a los que habían circuncidado. Sin embargo, muchos en Israel se mantuvieron fuertes y dieron prueba de firmeza no comiendo nada impuro. Prefirieron morir para no contaminarse. (1 Macabeos 1, 60-62)
El libro segundo de los Macabeos proporciona los dos ejemplos supremos de esta actitud de sacrificio y «resistencia pasiva». Por un lado, un anciano de nombre Eleazar, que prefirió morir antes que comer carne de cerdo, y, por otro, y muy especialmente, la terrible historia de la madre y sus siete hijos:
Arrestaron a siete hermanos con su madre. El rey los hizo azotar con látigos y nervios de buey para forzarlos a comer carne de cerdo, prohibida por la Ley. Uno de ellos habló en nombre de los demás: «¿Qué pretendes sacar de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres». Fuera de sí, el rey ordenó poner al fuego sartenes y ollas. Las pusieron al fuego inmediatamente, y el rey ordenó que cortaran la lengua al que había hablado en nombre de todos, que le arrancaran el cuero cabelludo y le amputaran las manos y los pies a la vista de los demás hermanos y de su madre. Cuando quedó completamente mutilado, el rey mandó aplicarle fuego y freírlo; todavía respiraba. Mientras el humo de la sartén se esparcía por todas partes, los otros, junto con la madre, se animaban entre sí a morir noblemente diciendo: «El Señor Dios lo contempla, y de verdad se compadece de nosotros, como declaró Moisés en el cántico de denuncia contra Israel: Se compadecerá de sus servidores». Una vez que murió el primero de este modo, llevaron al segundo al suplicio; le arrancaron el cabello con la piel, y le preguntaron: «¿Comerás antes que te atormenten miembro a miembro?» Él respondió en su lengua materna: «¡No comeré!» Por eso también él sufrió a su vez el martirio como el primero. Y cuando estaba a punto de dar su último suspiro, dijo: «Tú, malvado, nos arrancas la vida presente. Pero el Rey del mundo nos resucitará a una vida eterna, ya que nosotros morimos por su Ley». Después se divirtieron con el tercero. Le pidieron que sacara la lengua, y lo hizo enseguida, alargando las manos con gran valor. Y habló dignamente: «Del cielo las recibí, y por sus leyes las desprecio. Espero recobrarlas del mismo modo de él». El rey y su corte se asombraron del valor con que el joven despreciaba los tormentos. Cuando murió este, torturaron de modo semejante al cuarto. Y cuando estaba próximo a su fin, dijo: «Es preferible morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará. En cambio, tú no resucitarás para la vida». Después sacaron al quinto, y lo atormentaron. Pero él, mirando al rey, le dijo: «Aunque eres un simple mortal, haces lo que quieres porque tienes poder sobre los hombres. Pero no te creas que Dios ha abandonado a nuestra nación. Espera y ya verás cómo su gran poder te tortura a ti y a tu descendencia». Después de este llevaron al sexto, y cuando iba a morir, dijo: «No te equivoques. Nosotros sufrimos esto porque hemos pecado contra nuestro Dios; por eso han ocurrido estas cosas extrañas. Pero tú, que te has atrevido a luchar contra Dios, no pienses que vas a quedar sin castigo». Pero ninguno más admirable y digno de recuerdo que la madre. Viendo morir a sus siete hijos en el espacio de un día, lo soportó con entereza, manteniendo la esperanza en el Señor. Con noble actitud, uniendo un ardor varonil a la ternura femenina, fue animando a cada uno, y les decía en su lengua: «Yo no sé cómo aparecisteis en mi seno; yo no os di el aliento ni la vida, ni ordené los elementos de vuestro organismo. Fue el creador del mundo, el que modela la raza humana y determina el origen de todo. Él, con su misericordia, os devolverá el aliento y la vida si ahora os sacrificáis por su Ley». (2 Macabeos 7, 1-23)
El problema que planteaba esta conducta era que suponía una alteración de los valores tradicionales del judaísmo. Si en los siglos anteriores se había extendido la creencia de que Yahvé concedía larga vida al justo y se la arrebataba como castigo al malvado, ¿cómo era posible ahora que, precisamente por seguir la ley divina, uno perdiese la vida? Evidentemente, si el premio a la fidelidad no estaba en esta vida, debería encontrarse en otro sitio.
La inspiración se encontraba al alcance de la mano, en el texto ya mencionado de Ezequiel: «He aquí, yo hago entrar espíritu en vosotros, y viviréis. Y pondré tendones sobre vosotros, y haré subir sobre vosotros carne, y os cubriré de piel, y pondré en vosotros espíritu, y viviréis; y sabréis que yo soy Yahvé».
Justo en los años posteriores a la revuelta de los Macabeos, se escribió el libro de Daniel, donde ya se exponían con toda claridad las nuevas teorías relativas al final de los tiempos insinuadas de manera fragmentaria en varios libros bíblicos de épocas anteriores, muy en especial en Ezequiel. Al final de los tiempos, que contemplarán la culminación del mal, tendrá lugar el día de Yahvé. Daniel tiene una revelación sobre este día y el juicio que se celebrará:
Mientras yo contemplaba, se aderezaron unos tronos y un Anciano se sentó. Su vestidura, blanca como la nieve; los cabellos de su cabeza, puros como la lana. Su trono, llamas de fuego, con ruedas de fuego ardiente. Un río de fuego corría y manaba delante de él. Miles de millares le servían, miríadas de miríadas estaban en pie delante de él. El tribunal se sentó, y se abrieron los libros. Miré entonces, atraído por el ruido de las grandes cosas que decía el cuerno, y estuve mirando hasta que la bestia fue muerta y su cuerpo destrozado y arrojado a la llama de fuego. A las otras bestias se les quitó el dominio, si bien se les concedió una prolongación de vida durante un tiempo y hora determinados. Yo seguía contemplando en las visiones de la noche: Y he aquí que en las nubes del cielo venía como un Hijo de hombre. Se dirigió hacia el Anciano y fue llevado a su presencia. A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás. […] Yo contemplaba cómo este cuerno hacía la guerra a los santos y los iba subyugando, hasta que vino el Anciano a hacer justicia a los santos del Altísimo, y llegó el tiempo en que los santos poseyeron el reino. (Daniel 7, 9-22)
Una vez establecida la creencia en la resurrección y el reparto de castigos y recompensas de acuerdo a la conducta mostrada en vida, quedaba por dilucidar una última cuestión. ¿Cómo sería esa resurrección? ¿Afectaría únicamente al alma o también al cuerpo?
Los judíos que vivían en territorio palestinense y que estaban más arraigados en la cultura oriental, pensaban que la resurrección sería completa, corporal, tal como declaraba el tercer hermano de los siete al ser torturado («Del cielo las recibí, y por sus leyes las desprecio. Espero recobrarlas del mismo modo de él»). Esta creencia se extendió invariable hasta época de Jesús y más allá. En el siglo segundo de nuestra era la creencia general era que el cuerpo de un ser humano resucitado sería exactamente el mismo que tuviera en el momento de la muerte, lo que incluía posibles defectos, deformidades, amputaciones, etc., pero, si eran encontrados entre los justos en el Juicio Final, serían sanados y restituidos en la perfección de la juventud.
Por otro lado, aquellos judíos que vivían en la diáspora (es decir, fuera de Judea-Palestina), por lo general, en ciudades dentro de territorios profundamente impregnados de la cultura helenística y, en consecuencia, más receptivos a las ideas propias de la filosofía griega, pensaban que la resurrección afectaría únicamente al alma, parte incorruptible del ser humano que habita dentro del envoltorio corporal y que se libera de él una vez finalizada la vida terrenal y regresa a Dios, de donde procede. El libro de la Sabiduría, representante de esta corriente helenística dentro de la Biblia, lo expresa así:
Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su propio ser; pero la muerte entró en el mundo por la envidia del Diablo y los de su partido pasarán por ella. Pero las almas de los justos están en manos de Dios y no las tocará el tormento. A los ojos de los necios pareció que habían muerto, consideraban su tránsito como una desgracia, y su partida de entre nosotros, como destrucción, pero ellos están en la paz. Aunque a la vista de los hombres parezca que cumplen una pena, ellos esperaban de lleno la inmortalidad; sufrieron pequeños castigos, recibirán grandes favores, porque Dios los puso a prueba y los encontró dignos de él. (Sabiduría 2, 23-3, 5)
Ambas concepciones de la resurrección, la corporal y la meramente espiritual, convivieron durante siglos dentro del judaísmo y llegaron a la época de Jesús de Nazaret.
Sin embargo, la sociedad judía nunca se caracterizó por ser monolítica en sus planteamientos, y de este modo, veremos que, en el siglo primero de nuestra era, momento que nos ocupa para la cuestión de la resurrección de Jesús, no todos los judíos pensaban lo mismo.
Creencias sobre la resurrección en tiempos de Jesús
A partir de la época macabea hay un nuevo elemento a tener en cuenta a la hora de estudiar las creencias judías sobre la resurrección. Fruto de las numerosas influencias a las que estaba expuesta la sociedad judía (muchas de ellas consideradas idolátricas y perniciosas, pero que, aun así, acabaron calando de una forma u otra en la ideología política y religiosa del judaísmo posterior al exilio), surgieron diversos grupos, sectas y corrientes de pensamiento diferentes, cada uno de ellos con su correspondiente naturaleza y creencias específicas.
El punto de partida para una descripción de la sociedad judía de los siglos próximos al cambio de era son dos textos del historiador judío Flavio Josefo, que escribió su obra después de la derrota en la primer guerra judía contra Roma (66-70 d. C.). En sus Antigüedades de los judíos, Josefo, que se dirigía a un público romano de cultura clásica que desconocía prácticamente todo sobre su pueblo, describía de este modo la sociedad judía:
En esta época había entre los judíos tres sectas que tenían opiniones diferentes en relación a los asuntos humanos; una, la llamada de los fariseos; otra, la de los saduceos, y la tercera, la de los esenios. Los fariseos dicen que solo algunas cosas son obra del destino, no todas, puesto que depende de nosotros mismos que algunas ocurran o no. La secta de los esenios declara que el destino es dueño absoluto de todas las cosas y que no hay nada que suceda a los hombres de acuerdo con su decreto. Los saduceos suprimen el destino, afirmando que este no existe y que, por tanto, no se cumplen los acontecimientos de los hombres según el mismo; creen que todo depende de nosotros mismos, como si fuéramos los responsables de las cosas buenas y recibiéramos las peores por culpa de nuestra irreflexión. (Antigüedades de los judíos XIII, 5, 9)
Y en otro pasaje añadía:
Judas Galileo fue el fundador de la «cuarta secta»; esta secta conviene en todo con la doctrina farisea, con la excepción de que tienen una pasión incontenible por la libertad; convencidos de que el único Señor y amo es Dios, tienen en poco someterse a las muertes más terribles y perder amigos y parientes con tal de no tener que dar a ningún mortal el título de «Señor». (Antigüedades de los judíos XVIII, 23)
Para el tema que nos ocupa, las creencias sobre un Juicio Final y especialmente sobre la resurrección, las diferencias entre estos grupos serían las siguientes:
• Los fariseos, la corriente principal dentro del judaísmo de la época, practicaban un legalismo extremo en el que concedían una enorme importancia al cumplimiento de la ley dictada por Yahvé a Moisés hasta sus más mínimos preceptos. Creían en la inmortalidad del alma, en la resurrección de los muertos y en un estado de recompensa o castigo tras la muerte de acuerdo a los merecimientos de cada individuo. Ahora bien, la doctrina farisea no era homogénea. Por una parte, Flavio Josefo señala en otro pasaje que «piensan que el alma es imperecedera, que las almas de los buenos pasan de un cuerpo a otro y las de los malos sufren castigo eterno», es decir, una creencia en la transmigración de las almas más que en una verdadera resurrección, y limitada únicamente a los justos. Esto es lo que parece reflejarse en algunos pasajes de los Evangelios, cuando Jesús pregunta a sus discípulos quién dice la gente que es él, y le responden que algunos creen que es Juan el Bautista o Elías[5]. Hay textos posteriores que parecen extender esta creencia a todos los difuntos, aunque sigue sin quedar claro que la resurrección se limitara al alma y prescindiera del cuerpo. Los indicios sobre una fe en la resurrección de la carne son, como poco, débiles y escasos.
• La otra gran corriente judía, opuesta a los fariseos, era la de los saduceos, la nobleza sacerdotal del Templo de Yahvé en Jerusalén. Los saduceos eran la casta dirigente (y, por tanto, conservadora) de la sociedad judía, los encargados de la escrupulosa observancia de las leyes relativas al Templo y el culto. Como suele ocurrir con las élites sacerdotales de cualquier religión, los saduceos sabían que no había mejor vida que la que vivían en la tierra, y, por tanto, no creían ni en una retribución por las obras terrenales en una vida futura ni en la resurrección de los muertos, y se mantenían fieles a las creencias más antiguas dentro del judaísmo. Tal como señalaba Flavio Josefo, «los saduceos enseñan que el alma perece con el cuerpo».
• Los esenios, a diferencia de los fariseos y los saduceos, constituían una auténtica secta con una organización muy rigurosa. Practicaban una comunidad de bienes en la que no había dinero y que estaba dirigida por unos administradores que se encargaban de satisfacer las necesidades de todos los miembros del grupo. Tenían un calendario de fiestas diferente al del resto de los judíos y algunos de ellos vivían en comunidades apartadas del mundo. Sin duda, la comunidad que habitó los restos del cenobio de Qumrán, donde en 1947 se descubrieron los Manuscritos del Mar Muerto, era esenia, de manera que, además de las opiniones de Flavio Josefo, contamos con ese enorme tesoro bibliográfico para conocer su pensamiento, aunque lamentablemente no resulta excesivamente esclarecedor. Que los esenios creían en un Juicio Final con recompensas y castigos se deduce de varias declaraciones desperdigadas por los Manuscritos del Mar Muerto. Por ejemplo, la Regla de la Comunidad promete a los justos, denominados Hijos de la Luz, «gozo eterno con vida sin fin, y una corona de gloria con un vestido de majestad eterna», que compartirían con los ángeles. Quedan más dudas sobre qué tipo de resurrección esperaban. Para Josefo, solo creían en la inmortalidad del alma («Ellos tienen la convicción de que el cuerpo es corruptible y la materia que lo compone insubstancial, pero el alma es inmortal, imperecedera, vive en el éter sutilísimo y penetra en los cuerpos, donde queda aprisionada, atraídas por un hechizo natural. Cuando el alma se desprende de los vínculos de la carne, una vez liberada de su larga esclavitud, emprende gozosamente el vuelo hacia las alturas»). Pero algunos textos hallados en Qumrán dejan más dudas. El Apocalipsis Mesiánico anuncia que Dios «curará a los heridos y revivirá a los muertos». Así pues, debemos conformarnos con tener por segura la creencia en la resurrección entre los esenios, aunque sin saber con certeza cómo la veían.