Poder Judicial y conflictos políticos. Volumen I. (Chile: 1925-1958)

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La ley 5.091 del 17 de marzo de 1932 estableció que cuando los delitos mencionados fueran cometidos exclusivamente por civiles, sin asimilación militar, «conocerán en primera instancia un Ministro de la Corte de Apelaciones respectiva y en segunda instancia el Tribunal Pleno con exclusión de ese Ministro», ratificando expresamente la doctrina establecida en las sentencias previas de la Corte Suprema basadas en la interpretación del espíritu de la ley 4.935 de 1931324.
La ley 5.091 otorgó al juez sumariante de la Corte de Apelaciones respectiva —como juez de primera instancia— una preeminencia en relación con el fiscal militar y el juez militar en este tipo de casos, cuyas facultades «se entenderán aplicables al Ministro sumariante». Dejaba establecido que las sentencias de primera como de segunda instancia, deberían dictarse en el plazo de tres días, contado desde que el proceso quedara en estado de resolverse. Según la ley, los mismos delitos cometidos «conjuntamente por militares y civiles, serán juzgados por los Tribunales Militares en tiempo de paz, en la forma ordinaria». Independientemente de las particularidades de las sentencias en estos casos, se hace evidente la sensibilidad jurídica y política de los ministros de las Cortes, de los gobiernos, y de los actores políticos respecto de la importancia del rol del Poder Judicial en el mantenimiento del orden público y la seguridad interior del Estado.
Conspiraciones e inestabilidad política
Las conspiraciones se multiplicarían durante 1932. La policía denunció a la justicia del crimen de Valparaíso lo que fue conocido como complot del ropero, que respondió a una conspiración en la que estuvo involucrado Carlos Dávila. El juez estaba dispuesto a llegar «al fondo de las cosas» y en un determinado momento dispuso la detención de Dávila, quien resultó inubicable. Pero el juez se hubo de declarar incompetente por tratarse de un delito de seguridad interior del Estado. Se designó a un ministro de la Corte de Apelaciones. Entonces reapareció Dávila y declaró ante el ministro, permaneciendo detenido algunas horas y luego se ordenaría su libertad incondicional325.
El caso requeriría de una investigación amplia. La sentencia se dictó el 2 de abril de 1932. En ella fueron identificados como responsables Filomeno Cerda y Carlos Brizuela «sindicados de preparar un movimiento contra la seguridad interior del Estado». Los antecedentes sobre este plan obraban en poder de la Sección de Investigaciones. La sentencia detalló cómo se había instalado un armario en el lugar escogido para las reuniones, al interior del cual se introdujo el teniente Carlos Herrera, quien conectaría una alarma para avisar a los demás agentes de Investigaciones. Se describía el plan que se expuso en esa reunión, lo que confirmaría la participación de los acusados en la conspiración para derrocar al Gobierno. La sentencia no incluyó las declaraciones que inculpaban a Dávila, omitiendo también la relación de los acusados con Dávila. Tampoco consideró las declaraciones de Cerda, quien habría dicho que el objetivo del movimiento era la vuelta de Ibáñez al Gobierno, aunque en otro momento se indicaría que se había acordado la «liquidación de Ibáñez»326.
Dávila negó que hubiera propiciado el derrocamiento del Gobierno y Cerda afirmó lo contrario en una audiencia conjunta. El ministro seguiría investigando a otros, entre ellos a Arturo Alessandri, quien negó todo interés y toda participación en el asunto. La sentencia terminó condenando a Cerda y Brizuela a la pena de 6 meses de relegación a la ciudad de Castro por el delito contra la seguridad interior del Estado establecido en el art. 133 del Código Penal. Absolvió a Ramón Álvarez y a Roberto Letelier327.
La apelación acogida por la Corte rectificó la sentencia, modificando el artículo aplicado para determinar el delito. Se estableció que «los hechos de que se trata constituyen una proposición para producir un alzamiento a mano armada, con el fin de privar de sus funciones al Presidente de la República, delito que se encuentra previsto y penado en el art. 125» del mismo Código Penal. Serían los últimos juicios respecto a la seguridad interior del Estado anteriores al decreto ley 50, que regiría como ley de Seguridad Interior del Estado hasta 1937328.
Alfredo Bravo afirmó que ambas sentencias eran erróneas, porque se trataba de una conspiración, aunque el juez decidió no profundizar en ella, ni menos investigar a los miembros del comité revolucionario y sus actividades. La sentencia recayó sobre dos de los participantes y Dávila fue exculpado totalmente.
Así se festinó la única oportunidad que hubiera permitido librar a Chile del más empecinado y peligroso conspirador. Dávila debió salir de aquel proceso derechamente hacia el extrañamiento por un tiempo no inferior a diez años y un día. Era lo que mandaba la ley, imponía la razón y aconsejaba la más elemental previsión patriótica.
Pero la Justicia no hizo justicia. Dijérase que ella, ciega e imparcial como la pintan, se tentó sin embargo de participar también en el deporte tan común en aquellos días, y tan emocionante como poco riesgoso de destruir la única posibilidad de orden y normalización que le restaba al país después del ominoso colapso dictatorial329.
Libertad individual y facultades extraordinarias
Durante la misma época se producirían numerosas detenciones en virtud de las facultades extraordinarias ejercidas por el Ejecutivo. Sería el caso de Eulogio Rojas Mery, por quien se presentó un recurso de amparo el 20 de abril de 1932. El tribunal ofició al ministro del Interior, quien expuso que la medida se tomó de acuerdo a la ley 5.103 de 8 de abril (ley de facultades extraordinarias que declaró en estado de sitio todo el territorio nacional) y que Rojas Mery fue trasladado a Los Vilos por orden del Presidente de la República. Por esta razón fue rechazado el recurso de amparo330.
Apelada esta resolución, la Corte Suprema la confirmó, señalando que no procedía el recurso de amparo contra la resolución del Presidente de la República, que estaba facultado para detener y trasladar personas estando el país en estado de sitio331. Es decir, para los detenidos y trasladados, bajo estado de sitio, no existiría recurso judicial, dado que el Presidente, sin más, tenía la autoridad para detener y trasladar a los ciudadanos. Esta doctrina se mantendría durante el resto del siglo XX, dejando desamparados a los ciudadanos «trasladados» por el Ejecutivo durante los estados de sitio y cuando el Presidente ejerciera las llamadas «facultades extraordinarias» ocasionalmente concedidas por el Congreso.
Otros serían procesados por delitos contra la seguridad interior del Estado vinculados a infracciones de la ley sobre abusos de publicidad. Es ilustrativo el caso de la gobernación de Chañaral, que presentó una denuncia con fecha 31 de mayo de 1932 por publicaciones de prensa que incitaban a carabineros a faltar a sus deberes de obediencia y disciplina y que contenían expresiones injuriosas contra dicha institución.
Los antecedentes de esta denuncia, a juicio del intendente Víctor Igualt, se habían originado en conflictos internos del Partido Radical. En abril, Igualt le informó al ministro del Interior que «el gobernador de Chañaral, el amigo Mitchels, está siendo zurrado allí por correligionarios radicales que creen ver en él actividades políticas para prepararse base electoral personal. Todo eso ha ido a la prensa de la zona y empujan para que las asambleas entren en acción contra el gobernador [...] la quebradura es profunda [...] no he logrado que radicales nerviosos de las asambleas de Copiapó que podían allegarse a la campaña que llevan a los de Chañaral contra el gobernador, apaguen sus majaderías [...]»332.
El conflicto tuvo distintas aristas, pero el gobernador puso atención en la campaña que afectaba a Carabineros en un contexto político particularmente sensible. Había tenido gran publicidad el juicio a los carabineros involucrados en los sucesos de Copiapó y Vallenar de diciembre de 1931 y cuyas sentencias y apelaciones tuvieron lugar durante el mes de abril. En el proceso, el gobernador de Huasco, Aníbal Las Casas, y el intendente Víctor Igualt habían sido acusados por los abogados defensores de los procesados, atribuyéndoles responsabilidad en el desenlace. La acusación no se formalizó y las autoridades no fueron procesadas.
La denuncia del gobernador de Chañaral había generado una contienda de competencia entre el juez de letras del crimen de Chañaral y el juez militar de Antofagasta. La Corte Suprema zanjó la contienda, estableciendo que, tratándose de civiles, la ley aplicada en este caso era la ley 5.091, que definía que estos delitos debían ser conocidos en primera instancia por un ministro de la Corte de Apelaciones, que en este caso era la Corte de Apelaciones de La Serena333.
Otros acontecimientos quitarían publicidad y relevancia a los conflictos locales. El gobierno de Juan Esteban Montero caería el 4 de junio de 1932, fruto de una conspiración en la que aparecían involucrados sectores civiles y militares que pretendían instalar una república socialista en Chile. La conspiración convulsionó a los institutos armados, particularmente a la Fuerza Aérea, como quedó establecido en el proceso judicial que se inició un año más tarde, para determinar las responsabilidades acerca del golpe que destituyó a Montero.
La Armada había decidido meses antes permanecer leal al Gobierno constituido. Pero había quedado establecido en un documento secreto que «... ante un hecho consumado y en bien del país, la Armada no adoptará una actitud aislada, en desacuerdo con la masa de la opinión pública o de las demás fuerzas armadas [...]. La Armada desea mantener ante todo la más estricta disciplina y sustraer a su personal de influencias políticas o de agitadores inescrupulosos»334. El documento numerado y clasificado como secreto fue distribuido en abril de 1932. Se iniciaba con una apreciación política de la situación y daba por hecho que el Presidente sería destituido, fijando todas las medidas a tomar en el caso que eso sucediera, las que se cumplieron escrupulosamente el día 4 de junio. Carabineros puso 500 hombres a disposición del ministro del Interior para defender al Gobierno335. El Presidente, al abandonar La Moneda, declaró:
Ustedes han escuchado que el general Vergara, comandante de las fuerzas de la plaza, me informa que el Ejército se niega a obedecer las órdenes de su jefe constitucional. No tengo elementos para resistir, como eran mi deseo y mi deber. Me retiro ante la imposición de la fuerza.336
Según un reportaje publicado en la prensa, el 4 de junio hubo 3 muertos y 68 heridos337. Una de las primeras medidas de la «República Socialista» fue disolver el Congreso.
Santiago, 6 de junio de 1932. N. 534.
Pongo en conocimiento de V. E. para los fines que procedan, que la Junta de Gobierno ha decretado, con esta fecha, la disolución del Congreso Nacional.
Dios gue, a V. E.
ARTURO PUGA. CARLOS DÁVILA. EUGENIO MATTE H.
A S. E. el Presidente del Senado338.
La Corte Suprema resolvió suspender sus funciones dado que el nuevo Gobierno había declarado respetar la Constitución y las leyes solo en cuanto fueran «compatibles con el nuevo orden de cosas».
El presidente de ese tribunal, Javier Ángel Figueroa, renunció a su cargo339. Figueroa proclamó, el 14 de junio, que «agotada pues la fuente que proporcionaba majestad y vida jurídica al Poder Judicial, me veo comprometido a apartarme del cargo del Presidente de la Corte Suprema»340. Pedro Fajardo, el ministro de Justicia nombrado por la Junta de Gobierno, declaró que «el Poder Judicial será depurado, pero que la reorganización estará a cargo del órgano correspondiente del mismo Poder Judicial»341. La Corte de Apelaciones de Santiago acordó no pronunciarse y facilitar la suspensión de las causas mientras se mantuviera la abstención de los abogados342.
La Junta que pretendió instalar la República Socialista duró pocos días343. No pudo sobrevivir a las divisiones ideológicas y personales internas, a la oposición de los gobiernos de Estados Unidos (que no reconoció a la Junta), Inglaterra y Francia, y al anticomunismo del Ejército. Terminó bruscamente el 16 de junio. Efectivos del regimiento Buin al mando de los mayores Julio Labbé Jaramillo y Alfredo Espinoza emplazaron ametralladoras frente a La Moneda, desde la plaza de la Constitución. La Junta se intentó defender apostando tropas del regimiento Cazadores al mando del comandante Heraclio Gómez344. Cientos de personas fueron detenidas en distintas ciudades del país. Se incluyeron entre ellas a ministros del régimen destituido hasta dirigentes comunistas, militantes socialistas, anarquistas y gente sin partido. Elías Lafferte, secretario general de la FOCH a la época, relata en sus memorias que estuvo escondido desde «el fin de junio, julio y agosto, trabajando en distintas formas contra la dictadura de Dávila», pero fue detenido por Alberto Rencoret, el subprefecto de Valparaíso en compañía de Marcos Chamudes345.
El abogado Jorge Jiles había presentado recurso de amparo en favor nuestro y un día, en el patio cinco de la cárcel, nos anunció que éstos habían sido acogidos por la justicia y que íbamos a ser puestos en libertad. Pero el alcaide, un señor Ponce, dijo que él no nos dejaba libres, aunque recibiera veinte oficios de la Corte. Yo solo le obedezco a mi capitán Lazo, agregó346.
Relata Lafferte que los enviaron a la Isla Mocha. Identificó, entre los más de cien detenidos allí, a Galo González, Juan Chacón Corona, la tipógrafa de Antofagasta, Inés Infante, Astolfo Tapia y Óscar Waiss, sometidos a condiciones de hacinamiento intolerables y a una «alimentación infecta». Su permanencia en el lugar duró once días.
La primera «República Socialista» fue derrocada por el Ejército, le siguieron las tres juntas de gobierno ya mencionadas y la presidencia provisional, autodeclarada, de Carlos Dávila, hasta el 13 de septiembre347. En este contexto, fue promulgado, el 21 de junio, el decreto ley 50, de Seguridad Interior del Estado.
El decreto ley 50
La disputa sobre la definición de los delitos comprendidos bajo el concepto de seguridad interior del Estado y los tribunales competentes para estos casos evidenciaba visiones que buscaban castigar duramente las conspiraciones y los atentados y asegurar la máxima celeridad en su juzgamiento. Sin embargo, hasta la dictación del DL 50 no se había explicitado el nuevo marco conceptual de los delitos contra la seguridad del Estado.
El DL 50 propondría una definición conceptual de las conductas delictuales que caracterizarían a quienes deberían ser considerados como enemigos de la República. En los considerandos se mencionaban los «movimientos de carácter anarquista, terrorista [...] que amenazan con destruir las instituciones fundamentales de los Estados, en su organización y sus leyes», señalando que «el Gobierno tiene la obligación de prevenir, reprimir y castigar en forma efectiva estos desmanes y propagandas, que además de encontrarse al margen de la ley, son contrarias al orden público y, en consecuencia, al bienestar y progreso de la República». Se argumentaba que el país carecía de una legislación adecuada para reprimir los delitos «que tengan por objeto la destrucción o perturbación, por medio de la violencia, del orden social actual, realizados contra las instituciones básicas de la sociedad, como son la organización de la familia, la propiedad, la administración de justicia, la educación pública». Por ello se proponía este decreto ley que en su artículo 1º establecía:
Se considerará enemigo de la República a toda persona que propague o fomente, de palabra o por escrito, doctrinas que tiendan a destruir por medio de la violencia, el orden social o la organización política de Estado, ya sea atacando sus instituciones fundamentales o tratando de derribar el Gobierno constituido o fomentando el atropello a las autoridades y a los derechos que consagra la Constitución y las leyes348.
Se determinaban los delitos y las sanciones correspondientes. Entre las conductas que constituían delito se incluían en el art. 4º, f) A los que promuevan estimulen o sostengan huelgas con violación de las disposiciones legales que las rigen; g) A los que hagan la apología de hechos definidos por las leyes como delitos. En el artículo 10 se mantenían las disposiciones de la ley 5.091 («Sanciona delitos contra la Seguridad interior del Estado») con relación al juzgamiento de los civiles sin asimilación militar349.
En relación con la disposición sobre los delitos cometidos conjuntamente por militares y civiles, se establecía que serían juzgados por los Tribunales Militares en tiempo de paz. En el artículo 12 se indicaba que bajo estado de sitio los delitos mencionados serían juzgados por Tribunales Militares en tiempo de guerra, anticipando las modalidades jurídicas y las prácticas utilizadas por la dictadura militar impuesta cuatro décadas después, en 1973. Lo esencial era que el estado de sitio se consideraba «tiempo de guerra». Por eso, los delitos contra la seguridad interior del Estado cometidos por civiles bajo estado de sitio serían procesados por los tribunales militares.
Un par de meses después, una junta de gobierno distinta buscaría restablecer el pleno control militar de los delitos contra la seguridad del Estado mediante el DL 314: «Complementa decreto ley 50, de 21 de junio de 1932, que establece sanciones para los delitos cometidos contra la seguridad del Estado; y remplaza artículo 14», de 26 de agosto de 1932. En los fundamentos del decreto se haría recaer en «la opinión pública» el reclamo para que se dictaran disposiciones «que faciliten la aplicación del decreto ley 50, de 21 de junio último, con rapidez y unidad en la acción, como lo requieren el interés nacional y las actuales circunstancias, y a fin de que los elementos de orden y trabajo puedan desarrollar sus actividades sin zozobras ni inquietudes»350.
Se argumentaba que el esfuerzo del Gobierno, que se autodefinía de «tendencias socialistas», se realizaba «en beneficio de la clase desvalida», pero que se veía «perturbado en la práctica por la acción destructora de elementos anárquicos». Fundamentaba así que «las asociaciones o elementos que propaguen o sustenten doctrinas que tiendan en cualquiera forma a la destrucción violenta del orden social político existente» y «todos aquellos que caigan bajo las disposiciones del decreto ley 50, estarán sometidos a la autoridad superior del Ministerio de Guerra y Aviación. Este Ministerio dará órdenes e instrucciones a Intendentes, Gobernadores y a la Dirección General de Carabineros relacionadas con las medidas que deban tomar contra las personas e instituciones señaladas» [...]. Y deberán «ponerlos a disposición de los tribunales». El texto señalaba expresamente que «están obligados a informar al Ministerio de Guerra y Aviación, acerca de las actividades que desempeñen en el país tales elementos»351.
El decreto establecía que los civiles o militares deberían serán juzgados por un tribunal especial compuesto de un presidente, del grado de oficial superior del Ejército, Armada, Aviación o Carabineros; de un vocal, del grado de mayor de las mismas instituciones, y de un secretario, del grado de capitán, y que el Gobierno debía formar estos tribunales en cada una de las ciudades asientos de comandos de división o jefaturas de plazas. La innovación más importante en relación con la legislación anterior fue establecer detalladamente el procedimiento a seguir en estos casos, en el artículo 5º:
El procedimiento a que se ajustarán estos tribunales, será el que a continuación se expresa: La investigación será efectuada por el miembro del tribunal u otro oficial, que el mismo tribunal designe. Dicho funcionario procederá en el acto a investigar breve y sumariamente y sin forma de juicio la verdad de los hechos, y a reunir los antecedentes que sirvan para comprobarlos. Hará detener a los presuntos delincuentes y los interrogará en la misma forma. Terminada esta investigación, que no podrá demorar más de cuarenta y ocho horas, salvo que el presidente del Tribunal prorrogue el plazo, elevará a éste los antecedentes acumulados, con un dictamen en que se haga una relación sucinta de los hechos, señalando con precisión a las personas culpables, el grado de culpabilidad de éstas y la pena que, a su juicio, les corresponda.
El Tribunal tomará conocimiento del proceso acumulado, por intermedio del secretario, oirá al inculpado y a los testigos que hubieren depuesto ante el investigador siempre que lo considere necesario, y tomará las demás providencias que estime convenientes para el mejor esclarecimiento de los hechos. Después de las actuaciones anteriores, que no podrán demorar más de tres días, se pondrán los autos en conocimiento del inculpado, para que por sí o por conducto del defensor que designe, o que nombre el Tribunal, a falta de esta designación haga su defensa.
El escrito de defensa deberá ser presentado dentro de las veinticuatro horas siguientes a la notificación del reo o del defensor, en su caso. La defensa por escrito del reo contendrá las alegaciones que estime procedentes a su derecho, exponiendo con claridad los hechos, las circunstancias y las consideraciones que acrediten su inocencia o atenúen su culpabilidad. Expresará, cuáles son los medios probatorios de que intenta valerse y la lista de testigos que deban declarar a su instancia. Igualmente, si fuere del caso, deducirá las tachas que tuviere contra los testigos del sumario y expondrá los medios de probarlas.
El número de testigos no podrá exceder de dos sobre cada punto. La prueba en caso de que se ofreciere, se rendirá dentro de las veinticuatro horas siguientes a la presentación del escrito de defensa. Terminada la formación del proceso, el Tribunal dictará sentencia sin más trámite y dentro de veinticuatro horas. De todo lo actuado se dejará constancia escrita.
El proceso, con la sentencia, será elevado inmediatamente al Comando de División o Plaza, para los efectos de modificación o aprobación, debiendo ser asesorado al efecto, por el respectivo auditor, y, a falta de éste, por el juez letrado más antiguo del departamento. La resolución del Comando se dictará dentro de cuarenta y ocho horas de recibido el proceso. Esta resolución, contra la cual no habrá recurso alguno, será notificada al procesado, y el jefe de la División o Plaza, ordenará su cumplimiento352.
A más de 80 años de este decreto, queda claro que en ese momento no había intención de dejar tiempo ni posibilidad a los acusados para una defensa jurídica apropiada. Tratándose de delitos contra la seguridad interior del Estado y, dependiendo del gobierno de turno, se reforzaría la drasticidad de los procedimientos.
En los artículos siguientes de este decreto ley se estableció la exclusión de cargos públicos para «personas afiliadas en las asociaciones o secciones que tiendan hacia medios disociadores del orden público, debiendo declinar el cargo que hoy tengan, los individuos comprendidos entre esos elementos que están considerados fuera de la ley». Disposiciones análogas reaparecerían en el futuro en otras leyes de seguridad interior del Estado, como la ley de Defensa Permanente de la Democracia que rigió entre 1948 y 1958 y en el artículo 8º de la Constitución de 1980 que rigió hasta 1989.
El DL 1.837 de 21 de junio de 1932, firmado por Carlos Dávila, Juan Antonio Ríos y Arturo Puga, estableció diversas sanciones para quienes portaran armas de fuego, efectuaran actos de violencia que perturbaran el orden y la tranquilidad pública, atacaran tranvías y automóviles, interrumpieran los servicios de agua y luz. El artículo 3º estipuló la pena de muerte para,
Los cabecillas y agitadores que inciten de palabra o por escrito o por cualquier otro medio a la subversión del orden público, a la revuelta, al saqueo o a la destrucción de la propiedad pública o privada, a la indisciplina dentro de las fuerzas armadas y de Carabineros o dentro del personal de la administración pública o al alzamiento contra el gobierno constituido353.