Ciudad y arquitectura de la República. Encuadres 1821-2021

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10 | Plaza y mercado de Chorrillos
Dibujo de Johann Moritz Rugendas (28 de marzo de 1844). Fuente: Rugendas, 1975, p. 206.

11 | Iglesia de indios en Huancayo
Dibujo de Leonce Angrand (29 de noviembre de 1838). Fuente: Angrand, 1972, p. 222.
Esta situación empezó a cambiar tras la llegada de la Peruvian Mining Company, en diciembre de 1825, al introducirse algunos elementos de modernidad constructiva y de confort térmico en las viviendas.
[…] los habitantes aprendieron a paliar los males de su inclemente terruño mediante la construcción de chimeneas y fogones apropiados, así como de ventanas con vidrios. Por ello, hemos escuchado bendecir a la compañía mucho tiempo después de que sus agentes tuvieran que despedirse de esas regiones de riquezas subterráneas, por la introducción de dichas comodidades a las moradas y hogares de los mineros (2019, p. 179).
Las primeras señales de reactivación económica en las arcas del Estado a partir de la década de 1840 no se destinaron en un principio a la construcción de infraestructura o edificios de gran formato. Se dirigieron a financiar la creación de nuevas alamedas o el mejoramiento de los principales espacios públicos de la ciudad. La formación de la Alameda Bolognesi, de casi dos kilómetros de largo, en Tacna, es un ejemplo de esta primera generación de obras que empezaron lentamente a llenar de vida a las ciudades peruanas, casi todas ellas sumergidas en una profunda crisis, abandono y desolación desde los años de la guerra de la independencia. La emblemática alameda tacneña fue construida por iniciativa de Manuel de Mendiburu en 1840, en su condición de prefecto de Tacna. En la época de auge comercial, se edificaron una serie de mansiones de buena factura, algunas de las cuales se conservan hasta la actualidad. La alameda tacneña se hizo pronto de un borde urbano de casas pintorescas de italianos y franceses dedicados al comercio.
En medio de un país con la economía paralizada, la ciudad de Arequipa como otras del sur del Perú, experimentaba un relativo auge económico en virtud de un estatus especial que le permitía, desde fines del siglo XVIII, comerciar con Estados Unidos e Inglaterra. La apertura progresiva de numerosas casas comerciales o de almacenaje de propiedad de extranjeros, principalmente ingleses, franceses y alemanes, sirvió para promover las inversiones en el sector construcción y a algunas iniciativas de embellecimiento de la ciudad. Una de estas intervenciones fue el mejoramiento del Paseo de la Alameda, construido por el gobierno del intendente ilustrado Antonio Álvarez y Jiménez, entre 1785 y 1803. Este paseo, ubicado en la Chimba, Yanahuara, contaba con un arco, acotado por dos torres de estilo toscano, destruido por el terremoto de 1868. Se trataba de una calle de casi dos cuadras y media de extensión y un ancho de veinticinco metros, delimitado por dos hileras de árboles y arbustos.
1.4. República temprana sin ciudadanos, ciudad y arquitectura. Reflexiones de cierre
Ciudad y arquitectura: ¿cambios para no cambiar?
En términos generales debería señalarse que, hasta muy entrada la segunda mitad del siglo XIX, la arquitectura y el urbanismo de la naciente república reprodujeron sin mayores cuestionamientos —como aconteció en otros países de América— los fundamentos doctrinarios y programáticos de la reforma urbana borbónica del siglo XVIII. Asimismo, reprodujeron el lenguaje arquitectónico neoclásico adoptado en la fase final del virreinato para todo aquello que estuviera relacionado con el impulso de tres de las más importantes lógicas implantadas por esta reforma: la de la higiene y el ornato, la del control político-administrativo y del control y defensa militar. No obstante, esta vez, el proyecto político que sustentaba dichos fundamentos y lenguaje tenía distinto signo. Personajes como Hipólito Unanue, impulsor de innovaciones desde el Mercurio Peruano (1790-1795) y otras publicaciones, o como el presbítero Matías Maestro, haciendo lo mismo desde cargos prominentes en el aparato de gobierno de la naciente República, continuaron abogando por la urgencia de promover e implementar varios de los proyectos derivados de la reforma borbónica que habían sido interrumpidos por la guerra de la independencia. Se trataba de una gesta civilizatoria o de secularización de la ciudad a través de una arquitectura alejada totalmente de ese barroco popular, salvaje e inculto que caracterizaba la arquitectura realizada hasta entonces.
Un rasgo característico de este primer periodo es que la casi totalidad de iniciativas —desde la remodelación de la Plaza de la Constitución (hoy Plaza Bolívar) e instalación de la columna trajana en homenaje a San Martín, pasando por la reforma de la Calle del Teatro hasta la construcción de una «obra pública» simbólica en cada ciudad del Perú— no pudieron concretarse. En otros casos, como el de la Plaza de la Constitución, los desacuerdos, cambios de uso o destino simbólico acompañaron los intermitentes gobiernos y las luchas intestinas del primer militarismo.
Por lo menos en el rubro arquitectónico y urbanístico el sentimiento antihispánico no se tradujo en un abrupto desmontaje ideológico y operativo de la tradición virreinal. Se produjo una especie de nueva elite criolla y mestiza republicana. Elite de ideas liberales en la cuestión económica y de razonamiento ilustrado en los temas políticos y culturales con cuotas de racionalismo científico, utilitarismo y acentos de romanticismo nacionalista.
Dos décadas de vida republicana posiblemente impliquen poco tiempo para aplicar y consolidar cambios profundos en las estructuras sociales y la organización del territorio, las ciudades y la arquitectura en términos de la promesa republicana. Tiempo que además se hizo aún más breve si condensamos en un solo momento continuo todas las iniciativas y acciones proactivas que convergieron para encaminar el progreso de la nación. Ello frente al dilatado tiempo desperdiciado, durante estas dos décadas, en saldar cuentas personales de políticos y caudillos militares sedientos de poder y un país fatigado en medio de esa casi permanente «pestilente anarquía», a decir de Eugène de Sartiges, en el que vivía el Perú en esos primeros años de República.
Las épocas de cambio no siempre traen consigo un cambio de época. Eso es lo que aconteció durante las primeras tres décadas de vida republicana, como se evidencia, por ejemplo, en la vigencia casi inalterada —salvo el reemplazo de uno u otro símbolo y de nuevos contenidos— de los rituales del poder virreinal, cortesano y de jerarquías preestablecidas en el espacio y los comportamientos, lo que confirma aquello que sostiene Pablo Ortemberg al referirse al destino de los rituales políticos del poder: que estos siempre se presentan «como una de engañosas inmutabilidades» (2014, p. 361). Es verdad que la cultura y sus códigos pueden viajar a tiempo lento en contraste con el cambio incesante del mundo de la tecnología y la ciencia. La arquitectura, para bien y para mal, se nutre de ambos mundos como un campo de fuerzas en estado de permanente tensión entre las permanencias y los cambios de cuerpo o de piel.
Si bien en esta República temprana la ciudad o la arquitectura enunciadas como evocación republicana por formalizarse casi nunca pudieron materializarse en obras concretas, el debate que se produjo en el terreno de la validación de los símbolos patrios significó la galvanización de aquellas posturas que más tarde dieron lugar a la conformación de las principales tendencias y grupos de interés en el debate sobre «qué» es el Perú y las cuestiones de la identidad cultural de lo peruano. El crispado debate sobre la auténtica arquitectura «peruana» de la década de 1920 entre quienes defendían los estilos neocolonial, indigenista, neoperuano o neoinca y sus variantes intermedias tuvieron en este debate de la década de 1820 su punto de germinación. Y no se trató, en este caso, de un debate limitado al ámbito cultural y estético: aparecieron en juego —como había sucedido en los tiempos de la República temprana— determinados intereses sociales, económicos y políticos detrás de cada postura.
Como una especie de río subterráneo, si bien diversos aspectos de la vida social y material del país, como el funcionamiento de instituciones, rituales, pesos, medidas y monedas de origen colonial, se mantendrían casi intactas hasta mediados del siglo XIX, el advenimiento de la República había puesto los fundamentos de una nueva relación de identidad entre sociedad y territorio, entre arquitectura y representación de la esencia diferencial de lo peruano.
Desde la campaña de Simón Bolívar, si algo caracterizaba a los rituales del poder es la diferencia que empezaba a registrarse entre la vocación «cosmopolita» de los rituales limeños y el incaísmo telúrico que impregnaba a los rituales del sur peruano, especialmente andino. Diferencias previsibles al inicio, pero que luego empezaron a adquirir el sentido de proyectos políticos y culturales encontrados en función de los diferentes sectores sociales emergentes en pugna. En este inicial campo de polémica se escondían, en el fondo, las raíces de aquello que Ortemberg denomina el «incaísmo regional» y el «centralismo simbólico limeño» (2014, p. 348).
Los rituales del poder, desde el primer día de la República, expresaron en sí la contradicción entre la continuidad o reutilización de los rituales precedentes y la necesidad de crear y usar nuevos códigos y sentidos. Esta controversia se expresaba, en múltiples circunstancias, como las diferencias entre la arquitectura efímera colonial, con la figura ecuestre del monarca coronado, y la estética revolucionaria francesa, con los monumentos celebratorios:
Durante el Protectorado son evidentes las continuidades del lenguaje ritual y plástico (por ejemplo, las equivalencias en la arquitectura efímera entre la estatua ecuestre de San Martín y la estatua del rey), se presentan imbricados importantes elementos de ruptura con el antiguo régimen. Proliferan los proyectos de monumentos permanentes, concebidos como nuevos soportes de la memoria colectiva (2014, p. 356).
La arquitectura es poder por ser hecha, casi siempre, desde el poder y el afán de construir una huella imperecedera para este. La recusación a lo viejo y el anuncio de un mundo nuevo como lo acontecido con algunas revoluciones políticas trae consigo previsiblemente nuevas arquitecturas y ciudades. Pero no siempre sucede así en el acto: como ya lo he dicho, las épocas de cambio a veces no generan inmediatamente cambios de época.
¿Aconteció lo mismo con la ciudad y la arquitectura de las primeras décadas de la vida republicana? Si existe algún vínculo entre José de San Martín y Simón Bolívar es que las propuestas de orden territorial y urbano se fundamentan en una racionalidad utilitaria y práctica inherente al pensamiento ilustrado, así como en una postura liberal con matices particulares. Como sostiene Leonardo Mattos-Cárdenas ambos «reflejan doctrinas liberales y algunas ideas del primer socialismo. Las ideas para una ciudad-capital, para una Canal de Panamá, para la conservación de monumentos y del ambiente parecen inspiradas en el utopismo» (2004, p. 179). Bajo estos presupuestos ideológicos el fomento a la descentralización territorial y reestructuración político-administrativa del territorio y las ciudades, así como la edificación de los nuevos equipamientos y símbolos de la República se encontraban supeditados al programa ilustrado del buen gobierno.
Si bien ambos libertadores compartían estos ideales de base, es posible que Simón Bolívar sea quien haya contado durante este periodo fundacional de la República con un mejor aparato conceptual y operativo respecto a los dominios de la arquitectura, el urbanismo y el manejo territorial. Sin embargo, más allá de este reconocimiento, e independientemente de los factores de contexto militar, político, social y económico, lo concreto es que la República temprana, entre 1821 y 1840, no pudo concretar casi ninguna obra importante en materia de arquitectura y urbanismo. Ello a diferencia de la magnitud y lo polémico de los severos cambios producidos en la escala del territorio nacional, como es el de su fragmentación y cercenamiento, así como la nueva organización política administrativa que perdura hasta la actualidad en sus fundamentos estructurales.
La ciudad y la arquitectura de este periodo inicial parecían detenidas en el tiempo, pero más deterioradas y opacas de vida que en los últimos años del régimen colonial, tal como lo reconocen los viajeros de la época. Pero ello no niega, sin duda, que algo nuevo estaba intentado emerger. El hecho de que no se pudiera haber construido nada nuevo, tampoco significa que esa «arquitectura hablada» enunciada por nuestros precursores no estuviera prefigurando —desde el decreto de San Martín de la Calle del Teatro hasta los proyectos de las calles arboladas en diversas ciudades pasando por los primeros «paseos» de la República— las bases de una nueva arquitectura y paisaje urbano para la República. Ya el acto, aunque sea retórico, de transmitir el mensaje del advenimiento de una nueva visión y modo de proyectar la ciudad, sus espacios públicos y monumentos, es una señal de cambio. En un sentido u otro, es lo que se produjo de modo intermitente durante los difíciles y confusos primeros años de nuestra vida republicana.
República de inicio: ¿mutatis mutandis?
La instauración de la República no trajo consigo el advenimiento de una Neue Welt radicalmente distinta al del régimen colonial. Este se mantuvo vigente casi hasta fines del siglo XIX en diversos sectores de la vida social, la cultura cotidiana y sobre todo en el dominio de las subjetividades. Exceptuando la conocida resistencia cultural de lo construido a la asimilación y extroversión de los cambios, uno de los ámbitos en los que —más allá de los trasvases de cometidos, contenidos y emblemas— se mantuvo vigente la tradición virreinal durante el siglo XIX republicano, fue el de las formas, los protocolos y comportamientos en las relaciones entre el poder, la autoridad y los ciudadanos.
La declaratoria pública de la independencia el 28 de julio de 1821, al ser uno de los eventos más significativos de la gesta emancipadora debía haber emitido un mensaje concluyente de renovación radical de contenidos y formas en el dominio de los rituales del poder. No fue así. En los hechos fue el primer acto público de motivación republicana en revelar de un modo elocuente el nivel de pregnancia gestáltica de la tradición monárquico-cortesana entre los líderes de la independencia y sus apetencias más profundas.
El acto de proclamación de la independencia por parte del Libertador José de San Martín el 28 de julio de 1821 fue perfectamente planificado en función de los protocolos, códigos de comportamiento y la puesta en escena dispuestos para anunciar las proclamaciones reales durante el virreinato y, en especial, en la ceremonia realizada con ocasión de la proclamación de la Constitución política de la monarquía española jurada en la Corte de Cádiz el 19 de marzo de 181231.

12 | Plaza y mercado de Tacna
Dibujo de Johann Moritz Rugendas (29 y 30 de noviembre de 1844). Fuente: Rugendas, 1975, p. 217.

13 | Plaza de Quiquijana. Quispicanchi, Cusco
Dibujo de Johann Moritz Rugendas (¿3 de diciembre de 1844?). Fuente: Rugendas, 1975, p. 223.
Aparte de la simetría entre este evento simbólicamente fundacional de la República y su antecedente virreinal en cuanto acto celebratorio, San Martín, Bolívar y los caudillos militares repitieron con otros contenidos los mismos protocolos, gestos y parafernalia celebratoria correspondientes en tiempos del virreinato a los rituales de ingreso y los rituales de envestidura, todo ello como una forma de construcción de autoridad y reforzamiento del poder. En este caso las fronteras entre el «vocabulario monárquico-cortesano» y aquel correspondiente al «vocabulario cívico-liberal» (Ortemberg, 2014, p. 203) podían tornarse tan difusas como los límites del espacio público en una ciudad sin demasiado valor de lo público: la misma ciudad, la misma arquitectura y los mismos rituales del poder, esta vez con nuevos personajes y otras alocuciones vaciadas, en muchos sentidos, de contenido y lealtad.
Para un país cuya independencia se pudo lograr, finalmente, por la intervención de ejércitos extranjeros y no por la acción de los propios peruanos, el proyecto de construcción de una República liberal se encontraba apenas en la propuesta de una reducida elite ilustrada y liberal. El edificio colonial se mantenía en el Perú inexpugnable a prueba de toda rebelión tras la cruenta represión ejercida por el poder colonial desde las insurrecciones del siglo XVIII. La casa colonial se había convertido casi en una piel cultural «natural», que no podía ser siquiera cuestionada ni reemplazada por un futuro entonces totalmente incierto. Aquella subjetividad cincelada durante casi tres siglos de dominación había dejado profundas huellas de una dependencia simbólica, que se hizo más patente en las dos primeras décadas de iniciada la República, en medio de una profunda situación de vulnerabilidad social provocada por la guerra, la gran depresión económica y la ausencia de una dirección estable y coherente con los valores republicanos.
Las dos primeras décadas que siguieron a la declaración de la independencia significaron, por ello, la construcción de una «edificación» que se hizo inevitablemente precaria, sin cimientos estables y con habitaciones desconectadas, sin mecanismos o espacios de intermediación. Todo ello por carecer, primero, de un «proyecto» de origen validado social y operativamente y, segundo, por tener ante sí facciones de caudillos que, a modo de arquitectos incompetentes, empezaron peleándose por autorías de un proyecto y «dirección de obra» de una edificación que casi nadie entendía cómo construirla de manera segura, salvo el hecho de saber que sí se podía medrar a costa de ella para saciar los apetitos individuales. La única certeza: que si se le dotaba al edificio de un estilo y una solemnidad a la antigua podía tener algún éxito de venta ante la conocida avidez cortesana de la elite limeña por el boato estridente y los títulos nobiliarios reales o falsos.
La República no surge ni es consecuencia de un proyecto previamente consensuado que origine la construcción de un edificio estable sin imprevistos. Se constituye prácticamente —como sucede con cualquier barriada peruana— como una invasión de construcción precaria donde la ausencia de proyecto o diseño previo se ve reemplazada generalmente no por otro diseño sino por una sucesión siempre desordenada de acciones e intervenciones que lo único que garantizan es el estado de precariedad permanente. En circunstancias como estas lo más conveniente es asirse de la tradición y las convenciones establecidas.
En términos de las estructuras sociales y económicas, el Perú republicano mantuvo, por ello, durante la República temprana prácticamente el mismo cuerpo colonial pero investido de otro ropaje. Como sostiene José Ignacio López Soria:
La vida republicana se asienta, pues, sobre las mismas estructuras, jerarquías, privilegios y valores de la sociedad colonial. La república se construye de acuerdo al esquema tradicional: aristocracia de la tierra feudalizante y autonomista, burguesía comercial reducida pero nutrida de privilegios, sector intelectual escasamente conocedor de nuestra realidad, militares ávidos de poder y con las miras puestas en las tierras abandonadas por los españoles y una enorme masa de indios, mestizos, negros y mulatos sin estatus ciudadano (1980, pp. 104-105).
En este contexto social, político y de persistencias culturales, las ciudades y la arquitectura de esta primera «república sin ciudadanos», como señalaría Alberto Flores Galindo en 1997, se hicieron reflejo perfecto: las ciudades continuaron sometidas a una morfología dominada por la Iglesia, mientras las desteñidas fachadas con patios vacíos albergaban añoranzas del pasado colonial, así como las casas hacienda y sus plantaciones continuaron glorificando la esclavitud y la explotación de la población indígena. Y, por inferencia, esta ciudad y arquitectura republicana de inicio se hicieron expresión elocuente de la ausencia de nuevos contenidos y formatos debido a la falta de esa energía utópica que desprenden las auténticas revoluciones, así como al funcionamiento de un Estado republicano que solo disponía de una ínfima capacidad para la inversión pública en infraestructura32. Hubiera sido impensable el surgimiento de una nueva arquitectura y urbanismo en un país empobrecido como el Perú de entonces, con un sector público y privado sin capacidad ni interés alguno de recurrir a la arquitectura para legitimar su poder ya que este dependía casi exclusivamente de las armas.
¿Por qué no se produjo un cambio significativo de la ciudad y la arquitectura durante los primeros años de la República? La postración económica y la anarquía política generada por las guerras civiles promovidas por el caudillismo autoritario y conservador no lo explican todo. La clave de la respuesta se encuentra en el hecho de que si bien es cierto que se produjeron dos cambios estructurales (cancelación definitiva del dominio colonial español y el abandono de las formas de organización político-territorial), la inexistencia de una clase social cohesionada con liderazgo y legitimidad no permitió constituir de manera convincente ni una «República de indios» ni una «República liberal burguesa». Los sectores —la elite criolla urbana de medianos y pequeños propietarios, los profesionales liberales, además de la elite criolla provinciana— que desempeñaron el trabajo duro de la campaña emancipadora terminaron siendo fagocitados tanto por la aristocracia de la tierra, señorialista, profeudal, como por aquellos miembros de la elite criolla articulada económicamente a los intereses del gran capital comercial y el capitalismo industrial británico.
Este entramado social de intereses contrapuestos lo que hace evidente es que, contra lo afirmado por la historiografía oficial de la independencia, la lucha emancipadora no representa una épica gloriosa de un país en el que todas las clases sociales se encontraban unidas por un único espíritu emancipador y una sola voluntad colectiva sin distingos de ningún tipo. La realidad histórica nos revela todo lo contrario: que la campaña de la independencia fue un tenso campo de fuerzas de múltiples intereses contrapuestos o en permanente trasvase de intenciones y fidelidades sociales y políticas.
Se encontraban lejos un Hipólito Unanue y el sector que él representaba involucrado plenamente en la tarea de promover una ciudad más higiénica o de las imágenes limpias de una arquitectura neoclásica para el Colegio de Medicina de San Fernando (1811). Lo que había quedado como sujeto social dominante de la depuración republicana fueron apenas estos dos sectores más interesados en sobrevivir que en liderar una nueva narrativa arquitectónica. Una de las razones más importantes: la expatriación de todos los capitales y ganancias de los grandes comerciantes limeños y muchos de provincias a sus casas matrices.
Los años iniciales de la República fueron, sin duda, tiempos contradictorios y un crispado campo de fuerzas en los que el apego a la tradición o su impugnación radical se encontraban en constante pugna. Y, en medio de estos dos polos, se encontraban propuestas que estaban gestándose ya desde muchos antes de la declaratoria de la independencia, al menos en el ámbito de cierta renovación en el lenguaje de la arquitectura virreinal civil y doméstica estructuralmente barroca. Un destacado ejemplo lo constituye la obra de Matías Maestro, quien muchos años antes de que la naciente República promoviera el vocabulario neoclásico como el ideal surgido de la Revolución francesa, la racionalidad ilustrada y las celebraciones napoleónicas, había empezado a plasmarlo en una diversidad de obras emblemáticas. Antes de que fuera invitado por San Martín a hacerse cargo de reconfigurar la imagen de Lima, se había encargado, desde inicios del siglo XIX, de diseñar los nuevos retablos mayores de la Catedral, la Iglesia de San Francisco, la Iglesia de San Pedro, entre otras, así como ofrecer un pequeño manifiesto riguroso de neoclasicismo académico en su Iglesia de Santo Cristo de las Maravillas. Sus dos obras civiles más importantes fueron indudablemente el Cementerio General de Lima (rebautizado como Matías Maestro en su honor), un diseño de 1808 en clave de reinterpretación serliana en la estructuración del atrio, la capilla y el propio cementerio. La otra obra, el Colegio de Medicina de San Fernando, de 1811, ubicado al borde la Plaza de San Ana y concebido con una composición de simetría controlada y codificación neoclásica en escala equilibrada con el entorno preexistente.