Heredera por sorpresa

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Lo rodeo con los brazos.
—¡Me encantan! Gracias.
Quizá estoy siendo demasiado efusiva, pero hemos estado un poco tensos desde que me dieron el papel en la película y las flores me dan esperanzas de que esa tensión haya desaparecido.
—De nada. Será mejor que las pongas en agua. Es posible que no duren mucho, aunque no estarás aquí para darte cuenta.
No. La tensión todavía sigue ahí.
Las cosas mejoran cuando salimos del apartamento. Conversamos un poco sobre el anuncio y sobre el paso tan importante que supone en la carrera de Ken. En el fondo, creo que estamos hablando más de su anuncio de pasta de dientes que de mi película, pero alejo esos pensamientos tan insignificantes. Él también tiene derecho a disfrutar de su momento.
Ken sugiere una película que le apetece ver, y suena bien, así que acepto. Esperaba que fuéramos a un lugar donde pudiéramos hablar, quizá a la playa otra vez, pero estar en el cine con Ken es más agradable de lo que esperaba. Nos damos la mano y compartimos palomitas en la oscuridad. Entonces, me doy cuenta de que esta es nuestra primera cita. Hace tan poco tiempo que somos pareja que todavía me emociono con nuestras «primeras veces». Cuando señalo que es la primera vez que vamos al cine, Ken me responde en un susurro:
—Hay una razón por la que he sugerido un cine oscuro para una cita.
Entonces me acaricia el cuello y eso hace que una corriente me recorra el cuerpo.
Después de la película, Ken me lleva de vuelta a casa, y tanto Camille como Glory están allí, así que los cuatro pasamos el rato juntos hasta que mis compañeras de piso deciden «acostarse pronto», ambas al mismo tiempo, y nos dejan solos en el salón —mi habitación—. «Voy a echar mucho de menos a estas dos».
Para mi sorpresa, Ken se levanta cuando mis compañeras de piso se van a sus habitaciones.
—Mañana tengo que madrugar, así que también debería irme.
Yo también me pongo de pie y oculto mi decepción.
—Oh, entonces supongo que esto es una despedida, hasta dentro de dos o tres meses.
Mueve los pies, incómodo.
—Mira, vas a estar fuera durante un tiempo y creo que deberíamos aclarar algunas cosas antes de que te vayas.
Mi cuerpo se tensa. «¿Ken está rompiendo conmigo?»
—Está bien…
Se hace un silencio que me parece una tortura.
—Quizá no deberíamos tener una relación exclusiva mientras estés en China. —De inmediato, añade—: No estoy diciendo que vaya a conocer a alguien, y por supuesto que no saldría en serio con nadie más, pero podríamos…, eh, abrirnos a otras opciones. Solo durante los tres meses que estés fuera.
Eso no parece… horrible. Siempre y cuando no sea un código para decir: «Quiero romper contigo, pero soy demasiado cobarde para verbalizarlo».
—Claro, me parece bien. —Como soy una actriz decente, suena ligero y despreocupado.
Ken parece aliviado por mi reacción.
—Oye, todavía eres mi novia, ¿de acuerdo?
—Ya lo creo. —Golpeo su cadera con la mía—. No pienses que soy fácil de reemplazar.
Por dentro, me estremezco. Intentaba sonar totalmente despreocupada por esto de la no exclusividad, pero solo le he recordado a Ken que podría conocer a otra persona.
Se ríe.
—Imposible. Eres única, Gemma Huang.
Me atrae hacia él para darme un beso.
Solo cuando se ha ido comprendo que ninguno de los dos ha considerado la posibilidad de que yo conozca a alguien más.
* * *
«No me creo que esté sucediendo». Estoy sentada frente a Eilene Deng en Nobu. Sí, Nobu es uno de esos restaurantes de moda y yo me siento totalmente fuera de lugar, pero no me importa. ¡Porque estoy con Eilene Deng! Podría llevarme a un restaurante de comida cruda orgánica y vegana en el que todo se sirve licuado o espumado en vasos de chupito y tampoco me importaría.
Eilene elige la comida. Comienza con el hamachi kama miso salt. No es la primera vez que voy a un restaurante japonés, pero no tengo ni idea de qué es. «¿Desde cuándo la sal es un plato principal?». A continuación, pide el toro spicy karashi sumiso caviar a precio de mercado (trago saliva porque los precios que aparecen en la carta ya son astronómicos) y después recita un montón de platos más. Tengo que admitir que los ingredientes que logro reconocer suenan deliciosos.
Mientras el camarero se apresura para que nos preparen nuestro pedido, Eilene se echa hacia atrás en el asiento y toma un sorbo de su cóctel.
—Háblame de ti, Gemma. ¿Cómo empezaste a actuar?
Una vez superados los nervios iniciales, resulta fácil hablar con Eilene. Incluso le cuento que en cuarto de primaria me presenté para interpretar a Blancanieves y que, en su lugar, me dieron el papel de un pájaro, con una sola frase: «Pío, pío». Pero no importó, el mero hecho de subir todos juntos al escenario para que la magia sucediera bastó para contagiarme del gusanillo de la interpretación. Cada vez que hago una pausa, consciente de que estoy hablando demasiado, me aborda con otra hábil pregunta.
Cuando Eilene se interesa por los papeles que me gustaría interpretar, respondo:
—De todo tipo. Quiero ser como Awkwafina, que fue una estafadora en una película de atracos femenina, la mejor amiga extravagante en una comedia romántica y una chica que descubre su identidad chinoestadounidense en una galardonada comedia dramática familiar. Sobre todo, esta última. The Farewell es una de mis películas favoritas.
Fui a verla sola y no estaba preparada para la forma en que esa película me rompió el corazón para volver a recomponerlo. Ni siquiera llevé pañuelos, lo cual fue un error por mi parte porque el tráiler ya me había hecho llorar. Por fortuna, dos simpáticas señoras mayores blancas de la fila de delante me dieron varios pañuelos antes de que empapara demasiado mis mangas.
Eilene sonríe.
—The Farewell también es una de mis favoritas. Esa película es una de las razones por las que creo que puedo ser directora y hacer las películas que yo quiera.
Awkwafina es buena en todo lo que hace, pero en The Farewell, como Billi, una joven estadounidense de origen chino que regresa a China con su familia para visitar a su abuela moribunda, está francamente brillante. Estoy segura de que una de las principales razones por las que la interpretación de Awkwafina fue tan buena fue por Lulu Wang, la cineasta chinoamericana que escribió, dirigió y luchó contra un Hollywood blanco para defender su visión de la película. Eilene dice que ese es el tipo de película que quiere hacer, y yo quiero participar en ella.
Entonces, formula la única pregunta que me hace titubear:
—¿De dónde es tu familia? ¿De la China continental? ¿De Taiwán o de algún otro lugar?
Trago el agua mineral demasiado rápido y empiezo a toser. Ella espera con paciencia mientras me seco los labios con la servilleta de tela.
—De la China continental.
La tensión me recorre la columna vertebral mientras espero a que Eilene pregunte de qué provincias y ciudades.
Me lanza una mirada penetrante y cambia de tema:
—¿Sabes por qué te han elegido para interpretar a Sonia?
Niego con la cabeza. Eso es justo lo que me he estado preguntando yo desde que me llamó mi agente, hace casi dos semanas.
—Pensé que se lo darían a Vivienne.
Es evidente que Jake Tyler quería que Vivienne interpretara a Sonia, y no creo que ella lo rechazara.
En la boca de Eilene se dibuja una sonrisa burlona.
—Las salas de espera de los castings tienen fama de tener las paredes finas.
—Si Jake quería a Vivienne, ¿por qué me he llevado yo el papel de Sonia?
—Para responder a esa pregunta, primero tengo que explicarte por qué me incluyeron en este proyecto. Los productores previeron una reacción negativa cuando contrataron a un guionista y a un director blancos para una nueva versión de M. Butterfly o, mejor dicho, se les indicó que previeran una reacción negativa por parte del público. —Esta vez, los extremos de su sonrisa resultan afilados—. Me trajeron para que tuviera… —Hace una pausa, como si estuviera buscando una frase políticamente correcta para describirlo.
—Una participación simbólica —termino la frase por ella—. Te trajeron para darle autenticidad a la película.
Hago un gesto en el aire con los dedos que imita unas comillas cuando digo la palabra «autenticidad».
Arquea las cejas.
—Ah, lo entiendes. Quizá también comprendas que quería una actriz estadounidense de origen chino para el papel.
Recuerdo que Jake le preguntó a Eilene: «¿Qué importa eso?» después de la audición de Vivienne, y ella respondió: «¿No estoy aquí por eso? ¿Para decirte lo que importa?». Todo encaja. Vivienne es estadounidense de origen vietnamita, y lo más probable es que Eilene le dijera a Jake que es importante que una actriz estadounidense de origen chino interprete a un personaje de los mismos orígenes. Y, por supuesto, Jake no entendió el porqué. Tal vez pensara que todos los asiáticos somos iguales.
—¿Fui la única actriz chinoestadounidense que consiguió una segunda prueba?
—No, de hecho —contesta Eilene—, de las otras dos actrices que se presentaban para el papel, una era vietnamita y la otra era china, como tú. Pero tú eras a quien yo quería. —Se inclina hacia delante y me mira fijamente—. Entiendes el personaje de Sonia.
Me remuevo incómoda en el lujoso sofá de cuero. De ninguna manera puedo confesar lo que de verdad pienso del personaje de Sonia.
—Ah, claro.
—Y, al entender a Sonia —continúa, sin apartar los ojos de los míos—, comprendes por qué necesita cambiar.
El camarero llega con una incesante procesión de platos pequeños. La comida que tenemos ante nosotras es magnífica, pero no puedo concentrarme en la impresionante variedad gastronómica porque todavía estoy asimilando lo que acaba de decir Eilene.
Cuando el camarero se marcha, le pregunto:
—Así que… ¿qué esperas que haga exactamente?
En lugar de responder, Eilene utiliza sus palillos chinos para deslizar en mi plato un trozo de pescado rojo brillante adornado de forma muy bonita.
—Las actrices asiáticas no lo tenemos fácil, a veces tenemos que comprometernos a ciertas cosas para conseguir papeles. —Hace una mueca amarga—. Quizá pensar que te estás vendiendo te haga sentir mejor.
Se sirve a sí misma.
—Y, aun así, una vez una actriz de Hollywood, de cualquier origen, no solo asiático, alcanza cierta edad, los papeles escasean.
—Todavía debe de haber roles para alguien como tú, alguien con tu talento. —Hago una mueca de asombro, porque eso es muy ingenuo y, en realidad, sé que no es así.
Eilene rechaza mi comentario con un gesto de la mano:
—De todos modos, ya era hora de pasar página. —Me hace una seña para que coma—. Siempre he querido dirigir, pero el problema es que nadie quería arriesgarse conmigo. Entonces llegó esta película, y necesitaban a un codirector chino para… lograr autenticidad…, como has dicho con tanta exactitud. —Deja los palillos sin probar bocado—. El problema es que Butterfly es una completa estupidez.
El sashimi es suave como la mantequilla y lo agradezco, , de lo contrario, me habría atragantado mientras comía al oír las palabras de Eilene.
—¿Estupidez? —repito en voz baja.
—Vamos, no finjas que no lo es —añade con una sonrisa—. Aunque entiendo por qué vacilas a la hora de decir lo que piensas. Yo también fui una actriz joven como tú. En esta industria no es fácil mantenerse fiel a una misma, en especial si eres una mujer asiática, pero es lo que hay que hacer para llegar a ser una gran actriz, de verdad.
Asiento y, a duras penas, consigo no comportarme como una empollona y tomar apuntes en mi teléfono sobre lo que está diciendo.
—Necesito que esta película salga adelante. Y, al paso al que va ahora, parece que no va a ocurrir —explica en voz baja—. Así que, con respecto a lo que quiero que hagas: quiero que te conviertas en una gran actriz.
Eso es fácil decirlo, pero no hacerlo. Además…, ¿a qué se refiere con eso?
Levanta su copa hacia mí.
—Juntas nos haremos con esta película.
Oh, mierda. No sé lo que esperaba, pero no era esto. Eilene Deng me está pidiendo que me «apodere» de Butterfly con ella.
Capítulo 7
En cuanto aterrizo en Pekín, desactivo el modo avión del móvil y aparecen las notificaciones de mensajes de texto. Ken, Glory y Camille me desean suerte, pero no tengo tiempo de responderles ahora mismo. En su lugar, reviso los correos electrónicos y mis sospechas se confirman. Solo he pasado trece horas en el avión y mis padres ya me han enviado tres correos electrónicos. El de mi padre contiene el enlace a un artículo sobre el amor y el dinero; me manda artículos aleatorios, sin contexto ni mensaje, por suerte, sin la esperanza de recibir una respuesta. Otro es de mi madre y anuncia que los dos quieren venir a visitarme la semana que viene. El pánico hace que se me nuble la vista y un sudor frío me cubre la frente.
La pasajera del asiento de la ventanilla, una mujer blanca estadounidense, se aparta de mí. No me molesto en aclarar que, si me fuera a marear, habría sido mientras estábamos en el aire y no cuando ya hemos aterrizado. Ahora que lo pienso, siento náuseas al pensar en la visita de mis padres. Tal vez la mujer tenga un motivo para preocuparse de que vomite sobre su bonita blusa de color pastel.
A mi otro lado, el señor mayor chino del asiento del pasillo sonríe de forma tranquilizadora. La mayoría de los pasajeros son estadounidenses como yo, pero este hombre es chino y solo habla un poco de inglés. Mi nivel de chino es mejor que el suyo de inglés, pero no podría calificarlo como fluido.
Sin embargo, a pesar de la barrera del idioma, nos las hemos arreglado para mantener una pequeña conversación que básicamente ha consistido en enseñarme un centenar de fotos de su nieta la mayor parte del tiempo. Entonces, yo he exclamado: «¡Zhen ke ai!» con mi acento americano. «¡Qué mona!» es casi lo único que he dicho durante el vuelo. Aun así me ha felicitado por mi chino y ha dicho que es bastante bueno para una china nacida en Estados Unidos.
Ahora suelta un rápido torrente de palabras en chino, del que solo comprendo algunos términos y frases. Dao, que es «llegó». Fei ji significa «avión». Y mei shi es «no te preocupes». Contra todo pronóstico, mis hombros, tensos, por fin se relajan. No importa que este hombre de amables arrugas alrededor de los ojos no tenga ni idea de lo que de verdad me preocupa. Hay algo que me reconforta siempre que escucho mei shi, las mismas palabras que mis padres me han murmurado toda la vida y que me ofrecían consuelo para todo, desde una rodilla raspada hasta una pelea con una amiga.
—Xie xie. Wo mei shi. —Le doy las gracias y le aseguro que estoy bien.
Selecciono el último correo electrónico de mamá y vuelvo a tensarme de golpe. Quiere saber por qué no he respondido todavía y me envía un posible itinerario de viaje.
Empiezo a hiperventilar y jadear con la respiración entrecortada. El amable hombre frunce el ceño y tengo suerte de que no me ponga en las manos una bolsa de papel por si vomito. Las palabras que aparecen en la parte superior del itinerario me hacen aferrarme al teléfono con un miedo atroz. «Billete económico». Eso significa que no son reembolsables, por lo que, después de que mis padres los compren, hará falta un pequeño milagro para evitar que me visiten, porque ni de broma van a echar a perder dos billetes de avión. No es que no puedan permitírselo, sino que no malgastan dinero.
Esto no pinta nada bien. En absoluto. El corazón me late con fuerza mientras imagino a mi madre mientras le dice a mi padre: «¡Gemma no ha contestado! ¡Deberíamos comprar los billetes ya! Hay que averiguar qué está pasando». Si mis padres descubren que he roto la regla de oro de mi madre, no volverán a apoyar mis decisiones ni a creer en mí. Habré destruido su confianza para siempre. Siento una presión en el pecho. Tengo que evitar que se enteren de que estoy en Pekín. Mientras trago el aire rancio del avión, pierdo la cabeza por completo y escribo frenéticamente en el móvil: «¡No vengáis! Estoy enferma. Tendré que pasar unos meses en cuarentena».
Uf, no. Enviar algo así conseguiría que mis padres reservasen sin pensárselo dos veces el próximo vuelo a Los Ángeles… y que llamasen a todos los médicos chinos que conocen, que es un número sorprendentemente grande. Un sudor nervioso se acumula en mis axilas cuando pienso en cada médico chino en treinta kilómetros a la redonda de camino a mi apartamento de Los Ángeles. Borro el correo electrónico. Puf, acabo de evitar una pesadilla, pero todavía no sé cómo disuadir a mis padres de que me visiten. El avión se acerca a la puerta de embarque del aeropuerto de Pekín y, si no me doy prisa, voy a perder la oportunidad de enviar un correo electrónico a mis padres.
A toda prisa, escribo que he conseguido un trabajo y que el rodaje es largo. Les pregunto si pueden venir en invierno y les aseguro que me encantaría verlos. El emoticono de la cara sonriente es excesivo, pero no tengo tiempo para darle demasiadas vueltas. La gente avanza por el pasillo y el hombre chino se despide de mí. La mujer de la ventanilla suspira de forma sonora y da golpes en el suelo con un pie. Con la garganta seca por los nervios, envío el correo electrónico con la esperanza de que todo salga bien.
Me coloco la bandolera sobre el pecho, cojo la maleta del compartimento superior y me uno al flujo de gente que desembarca del avión. Con jet lag y temblando ante el posible desastre inminente que supondría que mamá descubra dónde estoy, atravieso la aduana aturdida y demasiado mareada para intentar hablar un chino elemental. Por suerte, los funcionarios de aduanas me entienden y hablan bien inglés.
Por fin termino y salgo a un vestíbulo con aire acondicionado y luces brillantes ordenadas en fila en el techo. Está repleto de gente, pero veo a mi amable compañero de asiento. Está acuclillado en el pulido suelo gris pálido para recibir a su nieta, que se lanza a sus brazos mientras grita «¡gong gong!». La madre los observa con una sonrisa cariñosa.
Sé que es su abuelo materno porque la niña se ha referido a él como «gong gong». Si lo hubiera llamado «ye ye», sería su abuelo paterno. Los términos chinos correctos para dirigirse a los parientes son demasiado confusos. Pero hay personas con rasgos similares a los míos por todas partes, a las que sus familiares reciben de una manera precisa que indica la relación que existe entre ellos. Todos hablan el idioma que siempre asociaré con la familia…, por muy mal que lo hable.
Los ojos me escuecen a causa de las lágrimas. El estrés que me ha provocado aceptar el papel, y encontrar la manera de que mis padres no se enteraran, me ha hecho olvidar un dato esencial: estoy en la tierra natal de mis padres, en la ciudad donde nació mi madre.
Había olvidado que volvía a casa.
Ni siquiera sabía que quería hacerlo. No es ninguna de las razones que pensaba que tenía para venir a China.
Mientras parpadeo para evitar el escozor en los ojos, busco a un chófer que sostenga un cartel con mi nombre entre la multitud, ya que no tengo abuelos ni familiares que vengan a recibirme. Aquí, en mi país de origen, nadie me conoce. Sin embargo, mientras estoy sumida en ese pensamiento, las personas a mi alrededor giran la cabeza, interrumpen sus conversaciones, abren los ojos de par en par y se susurran unas a otras. Me están mirando a mí. No creía que mi repentina oleada de emoción fuera tan visible. Me froto los ojos con una manga y miro hacia abajo para asegurarme de que no llevo la camisa desabrochada o algo así de bochornoso, pero parece que todo está en orden.
Hay un grupo de chicas jóvenes que se ríen emocionadas mientras apuntan sus móviles hacia mi cara. Los flashes se disparan y cada vez hay más gente que me mira. Ahora me señalan, los susurros resuenan lo bastante alto para que pueda distinguir palabras. «¡Shi ta!», que significa «¡Es ella!». Y luego palabras que no entiendo. Se disparan más flashes, el brillo cegador hace que me estremezca y la gente a mi alrededor se acerca. Se abren paso a codazos en su afán por llegar hasta mí y sus voces suenan cada vez más fuertes y alborotadas.
«¿Qué está pasando?».
Capítulo 8
Un hombre de unos treinta años aparece de repente junto a mi codo y me hace dar un respingo. Me relajo al ver que lleva un cartel con mi nombre. Debe ser el chófer que ha enviado el estudio.
—¿Señorita Huang?
—¡Sí!
Me agarro a su brazo. La multitud se acerca y, presa del pánico, les sonrío aturdida.
Las voces se elevan hasta convertirse en chillidos agudos y se disparan más flashes.
—Venga conmigo —me indica el chófer, que no tiene ningún problema en abrirse paso entre la multitud y llevarme hacia la salida. Arrastro la maleta detrás de mí y me apresuro a ir tras él, pero la multitud nos sigue a lo largo de todo el camino. Una ráfaga de calor húmedo me golpea en cuanto salimos fuera. Me resulta insoportable lo mucho que me pica el cuello y tiro de la camisa para ponerle remedio, pero ese no es mi mayor problema en este momento. Unos completos desconocidos me persiguen y me hacen preguntas demasiado rápidas para que pueda entenderlas. Me siento como en una olla a presión, a punto de estallar por el calor y el ruido.
Por fin llegamos al coche y el chófer me abre la puerta trasera. Entro a toda velocidad. De inmediato, un refrescante aire frío me envuelve. Por lo general, me horrorizaría que el chófer hubiera dejado el coche en marcha, pero el aire acondicionado me proporciona un alivio tan grande que envío una silenciosa disculpa a la capa de ozono y me acomodo contra las piezas lisas de la funda de bambú del asiento.
El conductor mete mi maleta en el maletero —he contratado un servicio de entrega para que lleve el resto del equipaje al hotel gracias a un consejo profesional de Sara Li— y sube al asiento delantero. En cuanto nos alejamos de la multitud que no deja de gritar, pregunto:
—¿Qué ha sido todo eso? ¿Qué he hecho?
Esto es una locura. Solo llevo veinte minutos en Pekín y ya me está acosando una multitud rabiosa.
El chófer me mira a través del espejo retrovisor.
—¿No lo sabe?
«Es evidente que no».
—No tengo ni idea de lo que pasa. —Mis hombros siguen tensos después de haberme encorvado para ocultarme de las miradas de todos esos ojos—. Por favor, dígamelo.
—Usted es exactamente igual que Alyssa Chua. —Lo dice como si yo debiera saber quién es. Acto seguido, toca el claxon y esquiva a otro coche en un movimiento que hace que me agarre al borde del asiento, aterrada.
—¿Quién? —pregunto en voz baja cuando recupero el aliento.
El chófer trata de meterse en el carril contiguo, pero vuelve adonde nos encontrábamos cuando nadie le permite incorporarse y esquiva por los pelos al coche que va detrás de nosotros. Se oyen más bocinazos por todas partes.
«¿Qué pasa?».
Sin embargo, parece que mi chófer está más concentrado en mi lamentable ignorancia que en el accidente que casi hemos provocado.
—¿No sabe quién es Alyssa Chua? —Su voz se eleva con incredulidad—. Solo tiene que mirar en Weibo.
Weibo es la plataforma de redes sociales en China, pero, como no tengo la aplicación, saco el móvil para probar suerte en Instagram. Antes de irme de los Estados Unidos, mi amiga Sara Li me sugirió que hiciera dos cosas: comprar una tarjeta SIM local en línea para evitar cargos adicionales por conectarme a internet en el extranjero y descargar una aplicación de red privada virtual. Con suerte, la RPV que descargué me permitirá superar el gran cortafuegos de China. Sin una RPV, las redes sociales occidentales como Instagram están bloqueadas en China. Escribo el nombre de Alyssa en Instagram y espero. Por suerte, la RPV funciona muy bien.
Ahí está: Alyssa Chua. Un par de millones de seguidores (quizás el doble en Weibo) y unos cuantos cientos de selfies (al menos el doble en Weibo) tomados en lugares que hacen que el restaurante al que me llevó Eilene en Los Ángeles parezca uno de pueblo. Cada una de las imágenes parece como si hubiera sido tomada en un estudio profesional, y en ellas Alyssa lleva una ropa preciosa, un maquillaje impecable y su caro corte de pelo le cubre la cara con gracia o descansa alrededor de sus hombros. Excepto por su estilo de alta costura, resulta perturbador cuánto nos parecemos.





