- -
- 100%
- +
Con un esfuerzo, sonrió al visitante.
—Mal… O bien, según se mire. Preparado, en todo caso, para emprender el viaje. Ya no tardaré en encontrarme con nuestro Señor allá arriba… —Su esquelético dedo señaló hacia el alto techo artesonado. La madera oscura embellecía la estancia.
—Tenemos todavía tantas cosas que tratar, eminencia…
—Tarde llegáis, fray Bartolomé. Pero contadme, ¿qué noticias traéis de las Indias? ¿Se pudo solucionar todo?
—No, eminencia.
—¿Cómo es eso? —El rostro del regente se contrajo en una mueca de dolor. Sus ojos claros se fijaron en su visitante. La voluntad le insuflaba nueva vida—. ¿No eran suficientes los documentos que envié? ¿No fueron claros e inteligibles?
—Más claro, agua.
—¿Entonces?
—Son los españoles, eminencia. Cuando recibieron vuestras órdenes, las entendieron como quisieron. Las distorsionaron como se corrompe la voz en una taberna ruidosa. Los españoles son demonios vociferantes…
—No, fray Bartolomé. Son hombres. Solo hombres —el cardenal pugnaba por interesarse por los asuntos terrenales. Su mano huesuda asomaba por encima de la manta. Hizo un gesto tembloroso antes de volver a posarse—. Pero explicadme. ¿No liberaron a los indios? ¿No entendieron que el Nuevo Mundo, por su propia juventud, puede tener aún arreglo con los remedios necesarios?
—A los indios los liberaron en un principio, eminencia. Pero enseguida los encomenderos, que son bichos que obedecen menos a la razón que al palo, se ganaron a los padres jerónimos que enviasteis a gobernar las islas.
»Ya sabéis que el mundo es un mercado donde unos compran y otros son comprados. Entre halagos y amenazas les hicieron ver que resulta imposible cambiar las cosas. ¡Como si no existiera la mudanza en el mundo! Argumentan que sin indios se vendría abajo la sociedad. Han conseguido acogerse a la cláusula mínima de los documentos, aquello que dice «si no se pudiera, entonces…».
Dos años atrás, Las Casas había convivido durante meses con Cisneros y su corte en Madrid. Allí pudo tratar la cuestión de los indios en profundidad y consiguió que se enmendasen las leyes de Burgos. Era imprescindible remediar la situación de las colonias.
—Ah, los seres humanos, qué empecinados siempre en el mal —murmuró el cardenal, entristecido—. Pasan los siglos y el corazón del hombre permanece inmutable… Nada es nuevo en este mundo, lo dice el Eclesiastés.
—Aun así, aunque no fuese más que por un solo justo, el mundo merecería ser creado. Por eso, eminencia, necesitaba veros.
—¿Para que os otorgue mayores poderes?
El cardenal respiraba con dificultad. Era como un viejo fuelle. Cada palabra le costaba.
—Es demasiado tarde, fray Bartolomé. Ya veis cómo estoy… No puedo retener mucho el aliento. El cuerpo me falla. Y el rey Carlos viene de camino… Se dice que ha desembarcado en Villaviciosa, y avanza camino de Valladolid… Pero no acaba de llegar. Yo le previne de mi estado, le urgí a apresurar el paso. Y ya veis…
—Pero eso es algo monstruoso, eminencia.
—¡Los hombres, fray Bartolomé! No les conviene llegar demasiado pronto, porque si acaso muero antes eso facilitará las cosas. El tiempo que yo pensaba pasar con el rey, orientándolo en los asuntos del reino, ejerciendo de necesario tutor, ya no es posible… Sus consejeros, como extranjeros que son, sin duda lo prefieren así… Y mal hacen, porque errar en el consejo de los príncipes es errar contra toda la especie…
—Estoy indignado.
—Yo ya no llegaré… La ingratitud florece rápido en esta corte… Y todo lo que he hecho se olvidará muy pronto…
Cisneros había luchado por que se respetasen los derechos de Carlos y no se transmitiera el poder a Fernando, su hermano menor, como pretendía el rey Católico. Encariñado con él, y en vista de que Carlos se criaba en Flandes, mientras que Fernando se educaba como infante español, el aragonés había considerado si no convendría coronar a su nieto más pequeño.
El regente de Castilla manifestó su más firme oposición: romper las reglas de la sucesión podría generar una guerra civil entre carlistas y fernandistas. No era momento de un nuevo conflicto fratricida.
—En fin, lo importante, conmigo o sin mí, es que Castilla tiene rey legítimo. Fray Bartolomé, es a él a quien debéis dirigiros. Id a Valladolid… Yo más no puedo hacer. Pero el nuevo rey es joven y de carácter noble, y seguro que el relato de todo lo sucedido en las Indias lo conmoverá… y velará por tomar los remedios necesarios.
—Así lo haré, eminencia —murmuró el padre Las Casas.
Y se inclinó para besarle la mano.
1 A rey muerto rey puesto
Tras veinte años de colonización en las islas del Caribe, los españoles han dado el salto al continente del Nuevo Mundo, donde constatan que hay civilizaciones más poderosas y desarrolladas y con mayores riquezas de lo que nunca creyeron.
Mientras todo esto ocurre, y tras haber asistido a la agonía del cardenal Cisneros, fray Bartolomé de las Casas se presenta en la corte de Valladolid con la firme intención de denunciar los excesos de sus compatriotas…
«Prosiguiendo el hilo de este año de 17, conviene decir el discurso de las cosas que al clérigo Bartolomé de las Casas, después que habló al cardenal en la villa de Aranda de Duero, sucedieron. El cual, visto que el cardenal estaba muy enfermo y que de negociar con él se podía sacar poco fruto, deliberó irse a Valladolid, y porque la fama de la venida del rey don Carlos era frecuentísima, esperar allí (…) y dar cuenta de todo lo pasado y presente destas Indias al Rey».
Historia de las Indias, Bartolomé de las Casas
I. LLEGADA DE CARLOS PRIMERO
Valladolid, noviembre de 1517
1
Asentada entre el Pisuerga y el Esgueva o las Esguevas, Valladolid, con sus treinta mil almas, era la sede habitual, desde hacía muchos años, de la corte. Las casas de la aristocracia proliferaban en un recinto urbano rodeado de huertas, almendrales, manzanares y viñedos que se extendían por los cerros y llanos cercanos.
Hacia poniente se podían vislumbrar, en la margen izquierda del Duero, multitud de pinares, austeros y acordes con el paisaje mesetario. Por el norte, allende las primeras colinas, una ancha franja de cereal plantado enlazaba el valle con el páramo, lleno de pastos y encinares.
La villa formaba un bullicioso rectángulo al que se accedía por la sureña puerta del Campo, o por la de Tudela al este, o por la del Puente Mayor al norte, o la de la Rinconada al oeste.
Aunque bien empedrada, resultaba polvorienta y árida en verano, fría en invierno, y tan sucia a lo largo del año como cualquier otra ciudad. Y sin embargo, la vista se recreaba ante las iglesias de San Pablo, La Antigua o Santa Cruz, sus calles con soportales, sus casas de tres pisos sin balcones, sus comercios, sus tallercitos gremiales, su trasiego incesante de carruajes y mulos.
Tras presenciar la agonía del cardenal Cisneros, fray Bartolomé no había dudado en presentarse junto con fray Reginaldo Montesinos y esperar la llegada del rey en un ambiente, cuando menos, poco caluroso.
Los vallisoletanos desconfiaban de aquel Carlos criado en Flandes.
Como buenos castellanos, ellos hubieran preferido que reinase Fernando, quien acompañaba a su abuelo durante los últimos años y que una vez desaparecido el aragonés crecía a la vera del cardenal Cisneros, familiarizándose con las cosas de la gobernanza.
Desde por la mañana se sabía que ese día llegaba el nuevo rey y se notaba cierta inquietud por la corredera de San Pablo. Unos se preguntaban dónde andaría. Otros lanzaban miradas calle abajo hacia la judería, al norte de la plaza del Mercado, donde abundaban los almacenes de lanas que se enviaban a Burgos por el único puente que cruzaba el Pisuerga.
Pero no había voluntad de festejo.
Ni tapices en los balcones. Ni demasiadas damas asomadas.
Tampoco en las calles había preparativos más allá de algún pobre arco de triunfo levantado para la ocasión.
Pero había inquietud y, cuando después de comer repicaron las campanas de San Pablo y La Antigua, la gente dejó sus labores y se llenó poco a poco la corredera.
A la puerta de La Antigua aguardaban las autoridades, con sus mejores galas.
Entre las personas más elegantes se decía por lo bajinis que el retraso había sido una maniobra de monsieur Chièvres, ayo de Carlos, para no toparse con el cardenal Cisneros, el único capaz de imponerle su autoridad.
—¡Habladurías sin fundamento! —exclamó fray Bartolomé—. Es lógico que se detenga a conocer a sus nuevos súbditos, y que procure que los habitantes de las ciudades se sientan honrados…
2
Hasta el momento, la parada más comentada era la de Tordesillas. Desde el principio Carlos había expresado su deseo de ver a Juana, su madre y reina legítima, enclaustrada por el rey Católico.
Aunque no se sabía de qué trataron, el gesto gustó a los castellanos.
El que el heredero visitara a su madre y buscase su consentimiento para reinar en su nombre —algo que la Loca había aceptado sin problemas: nunca le había interesado el poder a doña Juana— acercaba a este extranjero, un poquito más, por lo menos, al corazón del pueblo.
También se comentaba que a Carlos le había impresionado Catalina, la hija asilvestrada de Juana, criada en el convento. El contraste entre él y Leonor, recién llegados de Flandes, con las pompas de aquella tierra, y la chiquilla despeluciada y vestida como una aldeana era tan grande que, preocupado, había debatido si convenía dejarla o llevarla consigo.
Después, en Mojados, tocó conocer a su hermano Fernando, también hijo de Felipe el Hermoso y Juana, y nieto preferido del viejo rey Católico. Había sido un encuentro cordial y desde entonces avanzaban juntos, con el mismo ritmo lento, camino de Valladolid.
Tras detenerse a comer en el convento del Abrojo, para reponer fuerzas y organizarse, el cortejo por fin entraba por el puente de la puerta del Campo en la ciudad.
¡Y menudo cortejo era!
Los flamencos no descuidaban ni el más mínimo detalle.
Valladolid era la primera ciudad principal a que llegaban, el corazón del reino. Hasta aquí solo habían visto villas menores, y hoy entraban en la que estaba previsto fuera sede de las primeras Cortes, en la propia iglesia de San Pablo.
El pueblo se arremolinaba por el arranque de la corredera y en torno a La Antigua: ya abrían la marcha las tropas enviadas por Cisneros para recibir a Carlos. A las formaciones de infantería y los monteros de Espinosa, muy solemnes, picas en alto, les seguía la caballería real, con la misma ceremoniosidad. En medio del silencio de la rúa se oían los cascos de los caballos, mientras pasaban por el puente. Y a continuación fueron haciendo su aparición los grandes señores de Castilla que habían salido al encuentro del rey por el camino, todos muy conscientes de la importancia del momento.
Pero lo que la gente quería era ver a los príncipes: Carlos, Fernando y Leonor llegaban uno detrás de otro, escalonados según la jerarquía.
El primero en cruzar el puente, Fernando, era un mozalbete de catorce años, con el mismo pelo de su abuelo y cierta tensión en la mirada, que no revelaba precisamente felicidad: él sabía mejor que nadie que su posibilidad de reinar había sido sacrificada en aras de la concordia.
A su diestra cabalgaban el cardenal Adriano y el arzobispo de Zaragoza…
Y después, a una conveniente distancia, Carlos, nuevo rey de Castilla y Aragón, de Nápoles, Sicilia y Cerdeña, y señor de las Indias Occidentales; con sus diecisiete años y aspecto ausente, era en quien se detenían todas las miradas.
En la puerta de La Antigua sonó algún tímido vítor, aunque la mayoría se contentó con contemplar en silencio.
3
Según se postraban ante el nuevo rey las autoridades de la ciudad, fray Bartolomé, poniéndose de puntillas entre el gentío, tuvo la impresión de que Carlos se sentía abrumado por tanta reverencia.
No era agraciado de rostro y tenía la cara alargada y el prognatismo de los Austria: se le notaba mucho la ascendencia paterna. Pero su expresión era noble.
Vestido a la moda extranjera, con el pelo en redondo y el lujo de los paños flamencos, se notaba la tremenda responsabilidad que portaba sobre sus hombros.
También quiso percibir nuestro fraile cierta espiritualidad en su mirada melancólica, una clara distancia con quienes le besaban la mano y como un aire de no estar del todo cómodo en actos mundanales.
En comparación con el venial Francisco, rey de Francia, llamado a ser su rival en Europa, o el libidinoso Enrique, su par inglés, se comentaba entre los eclesiásticos que Carlos era un joven de miras elevadas, cosa que era vista con buenos ojos, ya que hacía un tiempo que un amplio sector del clero español deseaba ver instaurada en Europa la monarquía católica universal.
Pero por el momento era un jovenzuelo recién llegado a Valladolid, eso sí, acompañado por los embajadores del papa y del Sacro Imperio, las mayores autoridades europeas.
A su paso ya sí hubo vítores a ambas orillas del Esgueva por su ramal norte (tan cercanas que a los flamencos, acostumbrados a otros ríos, les producía cierta vergüenza ajena), aunque inducidos por los dignatarios que esperaban.
Algunos soldados intentaron animar al gentío:
—¡Viva el rey!
—¡Viva la casa de Austria!
Pero el eco era tímido.
Mientras el cortejo entraba en La Antigua, donde esperaba el arzobispo de la diócesis, fuera, fray Bartolomé y fray Reginaldo no dejaron de ponerse de puntillas.
Al rato, una vez terminada la misa, vieron pasar a muy pocos palmos a Fernando y Carlos, pero también a la delicada y tímida doña Leonor, acompañada a respetuosa distancia por Guillermo de Croy, señor de Chièvres, ayo y consejero de Carlos por designación de su abuelo el emperador Maximiliano.
Con Leonor iban el resto de las damas, escoltadas por caballeros flamencos. Y cerraban la comitiva soldados en formación militar y los arqueros de la guardia real.
Todos vestían a una moda tan distinta que Fernando, al uso de Castilla, era el único en quien se reconocían los espectadores.
—¿Y a nosotros qué se nos da esta gente?
—Pues que Carlos es hijo de Felipe y de la Loca…
—Pues si es como el padre…
Castilla aún guardaba recuerdo de los excesos del arrogante Felipe el Hermoso. Pese a que Carlos no parecía tener el mismo carácter, no se podía negar que era muy joven, barruntó fray Bartolomé.
—¿Y cuál era el problema? —observó Reginaldo mientras se dirigían calle arriba camino del palacio de los Rivadavia. A él le parecía que, como enfermedad, se curaba rápido.
—Pues que Castilla está acostumbrada a gobernantes maduros: Isabel, Fernando, Cisneros. Con ellos al frente hemos salido de nuestro aislamiento y culminado las hazañas que nos han convertido en una potencia temible. Y ahora todo eso pasa a manos de un joven borgoñés…
Un joven desconocido del que se decía tenía la voluntad ganada por el ufano señor de Chièvres, que cabalgaba a su lado y con quien se encaminaba, a la cabeza de los suyos, hasta el palacio de la familia Rivadavia, amigos de don Francisco de Cobos, en medio del repiqueteo de campanas de San Pablo.
4
Francisco de Cobos era hombre bien dispuesto de cuerpo, de carácter prudente, voz suave y mucha experiencia en los negocios castellanos. El otrora escribano real y hombre de confianza del rey Fernando había viajado a Flandes, una vez muerto el Católico, y había tenido la fortuna de que el señor de Chièvres, quizá porque ambos hablaban francés, le cogiese aprecio.
Por ello volvía a Castilla acompañando a los nuevos señores del reino y, ya como principal consejero del de Chièvres en asuntos españoles, estaba desbancando a quienes habían servido con el cardenal Cisneros.
Al venir de su mano, los personajes principales se alojaron en el palacio de sus amigos los Rivadavia, un palacete renacentista en la plaza de San Pablo, enfrente de la magnífica fachada plateresca de la iglesia donde pronto se convocarían Cortes.
En el patio se habían llenado las dos fuentes que había, con el vino blanco y tinto que amenizaría la estancia de quienes se alojaban en la ciudad. Cabe decir que algunos nobles se negaban a hospedar a los miembros del séquito en señal de protesta al conocer que se entregaban cargos de importancia a extranjeros, una protesta que se animaba desde los púlpitos.
Después del convite habría toros y cañas en la plazuela de la Chancillería, pero nuestros frailes, que tenían quehaceres, se alejaron en cuanto Carlos desapareció en el interior del edificio. Y no fue sino dos días después cuando fray Bartolomé se presentó en palacio y logró que el canciller Savage lo recibiese en una sala principal.
Pese a que Savage no hablaba castellano ni Las Casas flamenco o francés, el latín más o menos aromatizado de cada cual les permitió comunicarse.
—Ah, fray Bartolomé… —Savage le cogió las dos manos con afecto—. Mucho me han hablado de vos mis amigos españoles. Ya he sabido que se empiezan a leer en Europa vuestros tratados… Vuestra fama os precede.
En las estanterías había colocado sus libros latinos. Entre ellos alguno de Erasmo de Rotterdam, a quien trató personalmente en su tierra. Al ver que su visitante se fijaba, hizo el elogio de él y de Tomás Moro.
—Doy por supuesto que conocéis su obra —añadió en un magnífico latín.
Se sentaron a uno y otro lado del gran escritorio. El fuego en la chimenea ardía y Savage se mostró interesado mientras el fraile le exponía los motivos de su visita.
—Excelencia, si vengo a esta corte por segunda vez en cuatro años es porque la primera, con el cardenal Cisneros, que en paz descanse, no fue posible darle remedio a la grave situación en que se encuentran las colonias…
—¿No atendió el cardenal a sus peticiones? —preguntó, precavido, el canciller.
—Al contrario. Las atendió, y de manera prolija. Hablamos largo y tendido de una situación que mereció toda su atención durante mi estancia en la villa de Madrid, antes de regresar a las Indias. El cardenal tomó las disposiciones necesarias que desde entonces procuro en vano aplicar. Aquí se las traigo a vuestra señoría, para que las lea con tranquilidad y se vaya familiarizando con el asunto…
5
—El cardenal Cisneros ordenó de manera específica que se liberase a todos los indios, que se acabasen las encomiendas, y envió conmigo a tres padres jerónimos para gobernar las islas, además de una comunidad de bernardinos con la misión de arreglar las cosas de aquellas tierras.
—¿Y qué ocurrió?
Los claros ojos de Savage se clavaron en fray Bartolomé. La chimenea a sus espaldas estaba encendida. No había más calor en esas brasas que en los ojos grisáceos del canciller. Tras la amabilidad primera, aparecía la reserva del hombre principal.
—Que el mundo es malvado, bien sabe vuestra excelencia. Los padres jerónimos y esos bernardinos no soportaron las presiones de los indianos. Han cedido hasta tal punto que me veo obligado a regresar para reclamar en la corte que se preste atención a estos temas tan fundamentales —dijo fray Bartolomé, que sabía que en la corte nada se obtiene con apocamiento.
—¿Eso, en definitiva, me venís a pedir?
—Excelencia, no pido sino vuestra atención. Quiero que su majestad don Carlos esté informado de lo ocurrido en las Indias y que, como justo monarca de aquellas tierras, tome las medidas pertinentes. No se puede permitir que continúe tanto abismal sufrimiento para provecho de los encomenderos. Por eso me permito entregaros estos documentos en los que se concreta nuestro proyecto…
El canciller depositó sobre la mesa los pliegos que le daba y meditó un momento antes de esbozar una sonrisa benevolente.
—Como es natural, el rey está muy interesado en todo lo que ocurre en sus dominios de ultramar. Es seguro que tomará en serio vuestra petición. Fray Bartolomé, mi buen hermano, perded cuidado. Habéis hecho llegar esto a quien correspondía…
—Hay otra cuestión que no puedo dejar de poner en conocimiento de vuestra excelencia. Y es que el obispo de Burgos, monseñor Fonseca, como actual jefe de la Casa de Contratación, no está de acuerdo con mi percepción de la situación…
Era evidente que al canciller no le gustaba oír críticas a monseñor Fonseca en su presencia. Pero fray Bartolomé, aunque comprendió que entraba en un terreno delicado, no estaba dispuesto a perder la ventaja de ser recibido antes que sus enemigos.
Ya sabía que el jovencísimo rey delegaba todas las cuestiones del gobierno en Savage y en su ayo, el de Chièvres. Como ellos no conocían aún a los notables del reino, oían todo con tiento y tardaban en despachar. Temían ser engañados con falsas informaciones, pues oían versiones muy diferentes, y por eso estaban los asuntos de los reinos tan en suspenso.
—Nunca fui amigo de hablar mal de terceros, y no disfruto haciéndolo. Creo, como dijo el Filósofo, que quien habla mal es porque no aprendió a hablar bien. Pero ha de saber vuestra excelencia que llevamos años enfrentados debido a que el obispo Fonseca es el gran defensor de los encomenderos y es a él y a su secretario Cochinillos a quienes vienen a ver los indianos con sus quejas… Y yo necesito hacer oír mi voz.
6
Fray Bartolomé comprendió que se la estaba jugando, y eso se apreció en la actitud de Savage. «No enciendas tanto la hoguera contra tu enemigo que alcance a quemarte», había advertido Reginaldo, según paseaban por el claustro del colegio de San Gregorio. Pero Las Casas sabía que un hombre sin enemigos es un hombre sin valor y que eran siempre peores las enemistades silenciosas y ocultas que las declaradas.
—¿Y vos no estáis sometidos a su autoridad?
Otra vez los ojos del canciller se fijaban en el fraile, calibrándolo.
El sevillano, sintiendo que había causado una buena impresión, se envalentonó.
—Lo estuve, aunque al ver la ineficacia de mis protestas concluí que debía ver a su majestad en persona. Séneca siempre dijo que los salones de los monarcas están llenos de hombres y vacíos de amigos. Sospecho que estuvo mal informado.
—A veces, la autoridad de los reyes se destruye queriendo afirmarla demasiado…
—Por ello bregué para que don Fernando me diera audiencia. Me parecía que un monarca viejo y prudente era lo mejor para el negocio mío, aunque al parecer me equivoqué. Y cuando murió don Fernando decidí aproximarme al cardenal Cisneros, quien, a diferencia del obispo Fonseca, sí prestó un oído atento y humano a lo que le dije y se mostró horrorizado por los crímenes que se están cometiendo en Indias…
Meditaba el canciller y otra vez se cogía las manos, asentía con prudencia. Fuera, se oían en el patio voces de guardias. Debía de llegar una nueva comitiva. ¡Había tantos notables locales que necesitaban tratar con el nuevo rey!
—¿Y antes no hablasteis con monseñor Fonseca?
—Sí, excelencia, pero su respuesta fue clara. Me dijo: «Y al rey y a mí qué nos importa lo que les pueda ocurrir a los indios en esas tierras». A lo que repliqué: «Y si no es a vos, ¿a quién ha de importar?».
»Como sabréis, el obispo es presidente del todopoderoso Consejo de Indias, y aquello fue el origen de la enemistad que nos tenemos. Desde entonces su secretario Cochinillos y el resto de sus servidores en el Consejo, cuando llegan noticias mías de las islas, hacen lo imposible por ignorarlas. Por eso he considerado necesario presentarme ante vuestra excelencia…
El canciller parecía aquilatar la integridad moral del hombre que tenía ante sí. Era consciente de que la verdad no es planta que abunde sobre la tierra, que a menudo está eclipsada y, sobre todo, que se robustece con la investigación y la reflexión.
—Os agradezco que hayáis querido informarme, fray Bartolomé. Reflexionaré sobre todo con la debida atención, y lo comentaré con el rey. Volved a este palacio de aquí a unos días y tendréis noticias.