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—Entonces, ¿por qué diablos no se entrega?
—Mi opinión es que lo está sopesando, porque empieza a dudar de la fidelidad de sus hombres —dijo Olmedo, que practicaba, como mediador, un complicado juego—. Pero necesita veros para negociar una salida digna que le permita salvar la cara delante de los suyos. Y yo, si fuera vos, se la daría. Ya sabéis lo que se dice, a enemigo que huye, puente de plata.
—¡Ca! ¡Habrase visto desvergüenza semejante! ¡Osar rebelarse contra la autoridad del gobernador de Cuba, ser traidor al representante legítimo de su majestad, subordinar con dádivas a mis hombres y aun así pretender negociar conmigo!
Porque, mal que le pesara a Narváez, Cortés había conseguido que sus mensajeros volviesen admirados, tras ver lo grande que era la ciudad de Tenochtitlán, que dominaba, y la riqueza que repartía entre sus capitanes.
2
Estaban el barbudo Narváez y el padre Olmedo en una suerte de mesón que les habían dispuesto los de Zempoala. No había mesas altas y faltaban las jarras de vino, ringlas de ajo y el olor a guiso castellano, pero el Cacique Gordo, para halagarlos, había hecho acondicionar el lugar con sillas y mesas improvisadas sobre borriquetas. Y a una de estas mesas se sentaban.
Narváez, como el resto de los hombres, llevaba siempre su coraza y casco puestos. Al igual que los de Cortés, ninguno se desembarazaba de las armas a pesar de su incomodidad. Aunque ellos aún no habían tenido que luchar en ninguna batalla. Hacía dos meses que transitaban por las provincias ya conquistadas donde imponían su orden, eso sí, sobre las guarniciones dejadas por el de Medellín.
En Zempoala, Narváez se impuso por la fuerza y sin mayores explicaciones al Cacique Gordo. Pero Xicomecóatl demostraba una fidelidad sin fallas hacia Malinche, que había prometido que bajo su mando los totonecas serían un pueblo libre y de quien decía que volvería para matarlos a todos. «Tú no eres ni la mitad de hombre», había mascullado con desprecio. Resultaba extraño ver aquellas facciones orondas contraerse con furia. Disgustado por eso y por las costumbres sexuales que le habían desvelado de aquel obeso salvaje, Narváez lo apresó.
—El problema, capitán Narváez, ya os lo dije en su momento, es que cuando despojáis de los regalos de Cortés a vuestros emisarios, los hombres murmuran que vuestra señoría se queda con todo el oro que os entregan los indios sin hacerles partícipes en ninguna medida, y en cambio Cortés lo reparte liberalmente entre los suyos…
Viendo la mirada furibunda de Narváez, Olmedo dio un trago a su jarro. Por el momento duraban las vituallas de Castilla. Narváez se limpió el vino de la barba con el dorso de la mano.
—Ellos tienen su soldada. Es suficiente.
—Capitán Narváez, he paseado por vuestro campamento y es seguro que más de uno está considerando secretamente pasarse al campo de Cortés, porque han visto el oro que lucen sus emisarios…
—¡Que lo intenten y los colgaré por traidores!
El padre Olmedo se complacía en hacerle ver cuáles eran sus flaquezas, al compararlo con Cortés. Pero el inflexible Narváez estaba tan convencido de la superioridad de sus fuerzas, que no escuchaba.
—Yo solo quiero hacer ver a vuestra señoría que hasta el momento Cortés ha conseguido ganar el amor de sus hombres con victorias y liberalidades. Mientras que vuestra merced recién llega y por el momento estáis suscitando la hostilidad de vuestras propias tropas. Eso no puede sino reforzar a Cortés. Y no debéis permitir que se pase ninguno a sus filas, pues con ello se equilibraría la partida, si llegare a haber combate, que Dios no lo quiera, mientras que, como os digo, ahora mismo son los hombres de Cortés los que piensan pasarse a vuestro bando. Permitir que se acerque y negociar con él, como os ruego, va en provecho vuestro.
—Cortesillo lleva semanas haciendo oídos sordos a mis mensajes, y ya no cabe otra solución que enfrentarnos en campo abierto —dijo Narváez.
A un lado, en un braserillo de arcilla que figuraba al dios del fuego totonaca, quedaban, entre las cenizas, brasas de la noche anterior. Aunque la región era calurosa, durante las horas nocturnas refrescaba. Se oía a los caballos removiéndose en el patio, y en tono muy alto, como buenos españoles, las voces de los hombres que vivaqueaban en el exterior.
—Sabéis, señor capitán, que Cortés es arrojado porque no le dejáis salida. No puede dar marcha atrás. Vuestra llegada lo pone entre la espada y la pared. Ya le costó aplacar a Moctezuma diciéndole que no eran ciertas las noticias que le llegaban de vuestra merced, y por eso viene aquí a hablar con vuestra señoría
—¿Para hablar? ¡Para guerrear, querréis decir! Si no, no se acercaría por veredas y con tantas precauciones para que no lo prenda.
3
El padre Olmedo tenía una difícil papeleta. En realidad, la había tenido desde que acordó con Cortés realizar este doble juego. Halagando por una parte a Narváez y por otra repartiendo sus dádivas entre los miembros de la expedición más críticos con don Pánfilo. Entre ellos el que fuera secretario, con él, del gobernador en Cuba, Andrés de Duero, que ejercía también de mensajero de Narváez.
La estrategia de Cortés era ir ganando adeptos con sus regalos, según se acercaba con cautela a Zempoala. Y cada vez había más gente dudosa. La capacidad de Cortés para someter y mantener pacificado un vasto imperio con solo cuatrocientos hombres, contrastaba con las torpezas de Narváez…
Más allá de que a algunos les tentase la generosidad cortesiana, resultaba evidente que el carácter autoritario y nada dado al consenso de Narváez no hacía sino ofender a los caciques allí por donde pasaba, sin conciliar el amor de los suyos, y ya estaba consiguiendo que en el campamento hubiera cerca de un centenar de hombres dispuestos a cambiar de bando. Pero hasta con esas, las fuerzas de Narváez no dejaban de ser enormemente superiores.
—La pena es que Moctezuma no se haya decidido a masacrarlo en Tenochtitlán.
Con un suspiro, Narváez rellenó su jarra de vino. La complejidad de la situación, tanto ir y venir de embajadores con mensajes a veces contradictorios, le irritaba grandemente. A él le gustaba simplificar los problemas, reducirlos a amigos o enemigos, a un sí o un no, blanco o negro, leales y traidores. Los infinitos matices de la diplomacia le impacientaban.
—En todo caso, lo cierto es que ahora tenemos a Cortesillo a nada de aquí, con buena parte de sus hombres, habiendo dejado en Tenochtitlán ochenta españoles para controlar una ciudad de muchos miles. ¿Creéis que lo logrará? —preguntó con malicia. Clavó en el fraile sus ojos, a esas horas ligeramente enrojecidos por el alcohol. Llovía. El día, fuera, estaba triste. Poco había que hacer aparte de beber y lidiar con indios que obedecían de mala gana.
—Capitán Narváez, yo creo que ochenta no podrán controlar a tantos indios, a menos que Moctezuma lo quiera…, y seguramente, si no ha hecho nada hasta ahora, es porque espera que le hagáis vos el trabajo sucio. Y tampoco cuatrocientos hombres, por mucho que traigan picas largas, podrán contra los más de mil que son los vuestros, y menos si favorecéis con un mínimo de dilación las deserciones. Vuestra merced sabe que las matemáticas son exactas y no mienten.
—Es lo único aquí que no miente.
—El problema de la política, capitán Narváez, es que a menudo no entiende de números. Los designios de Dios, bien lo sabemos los españoles, son inescrutables.
—Es cierto. La fortuna es antojadiza y hasta hoy ha favorecido a Cortesillo, pero veremos en adelante. ¿Bebéis?
—Es pronto aún. A los frailes no nos conviene abusar del tinto, no se preocupe por mí vuestra merced.
—¿Qué es ese alboroto?
En el patio se oían voces. Narváez se levantó: sus hombres venían escoltando a un español que llegaba a pie sujetando las riendas de su caballo.
—Señor, acaba de llegar el capitán Juan Velázquez de León.
La noticia euforizó a Narváez.
—Decidle que pase. ¡Que pase de inmediato!
4
Hacía muchos días que Narváez decía que de los hombres de confianza de Cortés el más cercano al gobernador, por vínculos de familia, era Juan Velázquez de León, primo de Diego Velázquez, y enviaba con cada embajador recado para que le recordasen que cuando quisiera lo acogería con los brazos abiertos.
—¡Va a resultar que tenéis razón, padre! Y es solo el principio —exclamó, con una carcajada satisfecha.
Olmedo, algo sorprendido, se removió en su silla. El buen fraile no veía claro lo que podía significar la inesperada visita de Juan Velázquez de León. Temía un cambio de planes.
Pero Narváez ya abría la puerta para que el recién llegado, posiblemente el hombre más apreciado por Cortés después de Alvarado y Sandoval, entrase escoltado por sus soldados.
Las corazas de ambos se entrechocaron, al estrecharlo en un efusivo abrazo.
Narváez siempre había dicho que, si Juan Velázquez se pasaba a su bando, Cortesillo era hombre muerto.
—¡Velázquez, cuánto tiempo, vive Dios!
—Me alegro de encontraros en buena salud, señor. Y a vuestra reverencia también, padre —repuso Juan Velázquez, tan sorprendido por la cordialidad de la acogida como los demás.
Quienes venían de fuera llegaban con los cabellos y las barbas mojadas. A partir de finales de mayo llovía mucho por aquella zona de clima generalmente seco y caluroso.
Viéndole, Narváez, que como buen castellano era dado a los caldos, dijo:
—Sentaos. Decidle a esos indios, padre, que traigan algo de comer, y sobre todo otro jarro de tinto, que este hombre lo merece.
—Os lo agradezco.
Juan Velázquez se había presentado en el palacio del Cacique Gordo, el aliado más fiable de Cortés. Tras encontrarlo deprimido y rodeado de los soldados de Narváez, se había dirigido directamente a la posada donde le dijeron estaba este, no lejos del cu principal.
Su mozo de espuelas se quedó en el patio con los guardias.
Hombre de buena presencia y frondosa barba, Velázquez llevaba una cadena grande de oro echada al hombro que le daba dos vueltas debajo del brazo y que lucía bien a la vista.
—¿Cómo habéis tardado tanto en presentaros? ¡Sentaos, pardiez!
Narváez mandó traer sillas. Ordenó a sus criados colocar el caballo y el fardaje del recién llegado en su propia caballeriza.
Pero Velázquez hizo gesto de que no era necesario.
—¿Cómo no?
—Solo vengo a presentaros mis respetos, don Pánfilo, antes de volver al campamento con el capitán Cortés. Os traigo recado de que nuestros hombres están a pocas leguas de aquí, y que el capitán está dispuesto a parlamentar cuando lo estiméis conveniente.
»Fijad vos el lugar del encuentro, tanto para hablar como, si lo preferís, para combatir. Allí donde le emplacéis, estará. Cualquiera de los llanos que rodean Zempoala es bueno para nosotros.
5
La expresión de Narváez cambió por completo. El prudente padre Olmedo, en su esquina, evitaba cruzar la mirada con el recién llegado, pese a que a todas luces Juan Velázquez quería transmitirle algo. Pero Narváez se encaró con Velázquez. La amplia sonrisa que le había dirigido a su llegada había desaparecido.
—¿Cómo es eso?
—Estoy aquí para preguntaros si estáis dispuesto a llegar a un acuerdo con el capitán Cortés y hacer la paz.
Narváez se puso en pie bruscamente.
—¡¿Hacer la paz con un traidor que se alzó contra vuestro primo don Diego Velázquez?! ¿Estáis bromeando?
—No bromeo. Son las órdenes que traigo y me debo a ellas. El capitán Cortés no es traidor a nadie, y suplico a vuestra merced que no pronuncie esa palabra delante de mí.
Narváez entendió que la violencia no le llevaría a buen puerto. Conteniéndose, cambió de táctica.
—Mirad, mi buen Juanillo, que es vuestra oportunidad. Quedaos conmigo, a las órdenes de vuestro primo Diego Velázquez, con la gente de vuestra familia, con el apoyo de los Colón y el obispo Fonseca, y no os arrepentiréis. Seréis mi capitán más apreciado y os daré lo que pidáis. Pensad que la lealtad debe ponerse donde está la ley. Y la ley está con nosotros. Ved que estáis en un error y todavía podéis rectificar…
—Es posible, capitán Narváez. Pero yo os digo que vale más ser leal errando que desleal estando en lo cierto. Mi mayor traición sería abandonar ahora al capitán Cortés, después de todo lo que ha hecho en la Nueva España en el servicio de su majestad. Y si tenéis cosas que decirle en persona, Cortés no tiene inconveniente en esperaros pasado mañana en los campos que hay al pie de Zempoala…
Poco a poco iban llegando a la posada más capitanes. Habían tardado lo que tardó en saberse en el campamento de la llegada de Juan Velázquez. Como muchos lo conocían de sus tiempos en Cuba, lo fueron abrazando uno tras otro. Narváez permanecía serio. Todos traían las alpargatas empapadas y dejaban por la sala restos de barro. La lluvia golpeaba contra el tejado y el suelo del patio. Los más traían una manta por encima de sus corazas. Tenían las greñas y los rostros húmedos.
—Señores, dejad ya vuestros abrazos, que Juan Velázquez no piensa unirse a nosotros, sino que se vuelve con Cortesillo después de haberme hecho una propuesta ofensiva.
Aquello cayó como un jarro de agua fría. Mudaron los rostros. Se hizo el silencio. Olmedo aprovechó para servirse y beber un trago de vino. Juan Velázquez era el centro de atención. Todos lo miraban esperando que confirmara o desmintiera lo que decía Narváez. Su actitud seria y precavida era elocuente.
—Si eso es así, ¿por qué no lo prende vuestra merced?
Algunos asintieron y Narváez dudó. Pero el padre Olmedo reaccionó rápido.
—Mirad, capitán Narváez, que aunque eso que decís parezca sensato no lo es tanto. Eso desmerecería vuestro comportamiento con Cortés. Recordad que él recibió a vuestros mensajeros como un gran señor y les permitió volver cargados de oro.
Las palabras del mercedario no gustaron a los narvaecinos. Aun así, don Pánfilo volvía a dudar. En eso llegó el totonaca con la jarra de vino. Tras darle un nuevo tiento al caldo, con voz algo empalagosa y vacilante por el alcohol, dijo:
—Tenéis razón, padre. Dejemos que Velázquez se explique. ¡Que traigan de comer para todos!
6
Velázquez y los capitanes se instalaron en la mesa de las borriquetas. Comieron una olla de frijoles con patatas y otras verduras locales bien aderezada de tocino y tortas de maíz.
Ya más distendido el ambiente, Juan Velázquez se entretuvo hablando de asuntos livianos que podían hacer gracia a los narvaecinos, principalmente de los problemas que se plantearon en Tenochtitlán cuando Moctezuma les entregó una veintena de mujeres, y entre ellas una hija suya, muy hermosa, al capitán Cortés.
—¿Qué creéis que le contestó el capitán? Que en España tenemos por costumbre casarnos con una única mujer, y que él ya tenía a Catalina Juárez en Cuba, con quien está felizmente casado, que por eso rechazaba el presente… Pero ya se imaginan vuestras mercedes, como las muchachas son lindas y siendo el capitán como es…
—Los hay que no cambian nunca. ¡Vaya con Cortés!
Lo que no les contó fue que la frialdad de Marina, a raíz de los notorios escarceos de Cortés, había conseguido desquiciar al extremeño, quien, muy contrariado, acabó por subir al templo principal, donde a lo largo del invierno habían logrado que se reservara un espacio a su cruz y a la imagen de la Virgen en el que el padre Olmedo había celebrado su primera misa en Tenochtitlán.
Allí se dedicó a derribar y destrozar los ídolos en los adoratorios. Algunos pensaron que aquella reacción inusual era debida a los nervios que le producía la presencia de Narváez en Veracruz, aunque Juan Velázquez no lo dijera.
—El caso es que, cuando supo que llegabais, se ha tranquilizado la Malinche, o sea que ya ven que la presencia de vuestras mercedes le ha servido para algo al capitán Cortés.
La anécdota bastó para que los narvaecinos riesen entretenidos. Las historias de mujeres y enredos eran el picante de la guerra.
Mientras la mayoría comía con aplicación, el padre Olmedo le dijo al oído a Narváez: «Mande vuestra merced hacer alarde de sus caballeros, escopeteros y ballesteros. Que los vea el Velázquez y a través de él, en su campamento, sepan de vuestro poderío… Eso los atraerá a vuestro bando». Aquello pareció bien a Narváez, que mandó venir a un paje para enviar recado.
Al rato, apenas terminada la comida y aprovechando que escampaba y que algunos ya paseaban el almuerzo por el patio, empezaron a desfilar por la calle principal de Zempoala las tropas de Narváez.
—Gran poderío trae vuestra merced —dijo Juan Velázquez, acercándose a la puerta.
—Es tu última oportunidad, Juanillo. ¿No te hace cambiar de parecer? Piensa que sois pocos y nosotros muchos…
—Tenga por seguro vuestra merced que los soldados que estamos con el capitán Cortés sabremos defender bien nuestras personas —dijo Velázquez, que se había enfrentado a Cortés en su día y no tenía ganas de volver a hacerlo.
En eso entró en la estancia un soldado, sobrino de Diego Velázquez, de igual nombre que su tío y familia también de Juan Velázquez.
—¿No saludáis a vuestro primo? —preguntó Narváez.
—Primo o no, es un traidor, como son todos los que andan con el Cortesillo.
Para entonces la mayoría de los capitanes habían decidido que resultaba preferible mantener cierta cordialidad con el emisario de Cortés. Aquella salida los desconcertó.
Juan Velázquez se volvió hacia Narváez.
—Don Pánfilo, ya advertí a vuestra merced que no toleraría tales expresiones delante de mí.
—Tales palabras se aplican perfectamente a vos y a vuestro capitán —repuso el tal Diego Velázquez.
—¡Sois un bellaco! Y os lo dice un Velázquez de los buenos, no cobarde como vos.
Echaron ambos mano a la espada y los presentes hubieron de intervenir parar que no se dieran de estocadas.
Una vez apaciguados los ánimos, indicaron a Juan Velázquez y al padre Olmedo, que mejor se fueran cuanto antes. Alguno le pedía a Narváez que los hiciera presos. Narváez dudaba. Pero una nueva mirada del padre Olmedo, que ya buscaba su mula, lo empujó a dejarlos ir.
—Marchad, antes de que cambie de opinión.
7
Juan Velázquez se dirigió a la caballeriza, seguido por el fraile. Mientras se subía a su montura, el otro Velázquez, su primo como le llamaba Narváez, yendo tras él, lo alcanzó y ya a su altura escupió al suelo. «Ya veremos si os mostráis tan valiente en el campo de batalla», dijo el cortesiano, ayudando a su mozo de espuelas a subir a la grupa. El padre Olmedo esperaba, con su mula, no muy lejos.
—Idos ya, o no respondo de lo que pase —dijo Narváez.
—Váyanse vuestras mercedes y no vuelvan más por aquí —advirtió otro de los capitanes.
Juan Velázquez, dando un talonazo a su yegua, partió al trote calle abajo. Olmedo lo seguía de cerca. Los de Narváez se les quedaron mirando bajo la llovizna.
—Anunciad a los hombres que quien mate a Cortesillo, cuando nos enfrentemos con él, recibirá tres mil reales —dijo Narváez.
La lluvia caía con fuerza sobre Zempoala. Se oían los tambores y pífanos de sus hombres en el campamento.
—Velázquez me emplaza a verme las caras con el Cortesillo. Preparaos todos para la batalla. Ya se acabó el juego de los mensajitos. Saldremos a su encuentro —concluyó el mandatario—. Y, o se entrega con sus hombres, o los masacramos a todos.
V. HABLA JERÓNIMO EL LENGUA
Juicio de residencia de Hernán Cortés, principios de 1529
«(…) Quitando el testimonio de Bernal Díaz, todo lo que oigo en esta audiencia hasta ahora son críticas a Hernán Cortés, y eso me sorprende: no se oían ni la mitad de ellas cuando los presentes estabais bajo su obediencia. Todos sabéis cómo se conquistó la Nueva España. Muchos ya le servíais cuando me incorporé a la expedición en la isla de Cozumel. Los veteranos todavía os burláis recordando que, para que no me matasen, hube de gritar en voz alta: «¡Dios, Santa María y Sevilla!». Yo traía un remo al hombro, una cotara vieja calzada, la otra atada en la cintura, una manta raída, un braguero con el que cubría mis vergüenzas, y estaba trasquilado como un maya. Había nacido en Écija, pero tenía la piel tan morena y la ropa tan deteriorada que era difícil imaginar en mí un cristiano. Para entonces el navío que capitaneaba Pedro de Alvarado tomaba la mar y los demás estaban embarcados, salvo Cortés, que quedaba con diez o doce hombres en la playa. Esperaban a que pasara un viento contrario repentino que no dejaba salir su navío del puerto. Y el domingo después de la misa comían cuando justo llegó por la mar la canoa a la vela que me traía desde la tierra del Yucatán, adonde Cortés había enviado días atrás a buscarme. Cinco españoles y algunos naturales de la isla me acompañaron a la playa donde me presenté ante él. Pero hoy quería hablar sobre doña Marina, o la Malinche, como la llaman algunos, quien como sabrán vuestras mercedes fue apuñalada hace demasiado poco en circunstancias, cuando menos, misteriosas. Por eso hoy deseo honrar su memoria contando su historia y relacionándola con el que es quizá el único cargo que pueda hacérsele con justicia a Cortés: la muerte de su mujer Catalina Juárez. Sí, señores, no murmuren los cortesianos, que no he de callar. Pero para entender lo sucedido con doña Catalina debemos primero hablar de la Malinche. Pocos ignoran que a doña Marina, cuando llegamos a estas tierras, la habían vendido sus padres a esos mismos mayas que cuando avistaban navíos por la costa nos daban guerra. Por eso, cuando entramos en el río que allí llaman Tabasco, no fue ninguna sorpresa ver la orilla llena de guerreros con las caras pintadas, lanzas, flechas, tañendo trompetillas, caracoles y atabalejos, para espantarnos. El capitán, que era muy de proceder según ley, les rogó, en presencia del escribano, que nos permitiesen desembarcar, pues veníamos en son de paz. Y cada vez los mayas respondían que si poníamos un pie en la orilla nos harían la guerra. Entonces era yo el lengua de la expedición. Con mi cabello largo y trenzado y mi aspecto a medio camino entre indio y español, era quien le permitía a Cortés entenderse con los nativos. Como había tomado órdenes en su día en España, también procuraba hacer inteligible a los caciques amistosos los conceptos de la fe y les hablaba del Cristo y sus parábolas, allí donde Olmedo intentaba explicar el misterio de la santísima trinidad y la inmaculada concepción. El caso es que ese día dimos nuestra primera batalla en el Yucatán. Y pese a ser muchos los mayas, al tener armaduras y arcabuces conseguimos ponerlos en fuga gracias a la veintena de caballos que traíamos y que Cortés mandó llevar a tierra. Al principio los animales estaban torpes y temerosos en el correr del largo encierro en el navío. Pero poco a poco cogieron confianza. El día de la batalla, al aparecer de improviso en la lucha, sembraron el terror entre los mayas, que pensaron que jinete y montura eran un solo animal. Todos huyeron, dejándonos victoriosos cuando podíamos haber sido muertos. Como resultado, esa noche se reunieron sus caciques para ofrecernos paz, y el capitán Cortés bien sabéis que mostró su habilidad diplomática cuando, al presentarse en el campamento los caciques con sus mantas e inciensos, los halagó y convenció de que debíamos ser hermanos. Pero al mismo tiempo, por si acaso, como todos temían tanto a los caballos, pidió que trajeran del navío una yegua recién parida junto con un macho muy rijoso, de tal manera que, mientras parlamentaba, al oler el caballo a la yegua se puso a relinchar violentamente, consiguiendo que los caciques creyesen con espanto que bramaba por ellos. Eso y un lombardazo desde los navíos logró convencerlos de que estaban mejor en paz con nosotros. El palo y la zanahoria. Así funcionaba el capitán. Y a modo de tributo, al día siguiente volvieron aquellos mayas con una veintena de mujeres y entre ellas doña Marina, quien ya dije fue vendida por su familia a los de Tabasco, que a su vez nos la entregaron a nosotros. Y nunca se lo agradeceremos lo suficiente. Eran todas igual de jóvenes y la Malinche venía vestida con el huipil maya. Tenía como adornos un par de pendientes dorados y un collar de cuentas de obsidiana enrollado dos veces en torno a su cuello. No era ni más guapa ni más fea que las demás, y el capitán Cortés, sin fijarse, se la cedió a uno de sus hombres de confianza, Alonso Hernández de Portocarrero. Yo tampoco, lo reconozco, me fijé en ella hasta que unos días después llegaron los embajadores mexicanos. Para entonces sabíamos que había muchas tribus sometidas a un Moctezuma que vivía lejos y al que pagaban tributos a través de unos cobradores a los que Cortés, para regocijo de los caciques locales, había echado con cajas destempladas. Las noticias llegaron a Tenochtitlán y no tardaron en aparecer los embajadores de Moctezuma. Fue un momento delicado para mí, puesto que Cortés comprendió que no hablaba el náhuatl. Y estando en plena faena me di cuenta de que la jovencísima doña Marina reía de algo que le decía el criado de Teuhtlilli, gran señor con el que intentábamos comunicar por señas. Viéndolo, me acerqué rápidamente a preguntarle en maya dónde había aprendido la lengua. “Es la lengua de mis padres. El maya lo aprendí como esclava en Tabasco”. Agarrándola por el brazo, la llevé hasta al capitán, que para impresionar a los emisarios de Moctezuma se había puesto sus mejores atavíos y se había sentado, a modo de trono, sobre una silla en la popa del alcázar de la mayor de nuestras naves. Allí interpuse a la Malinche entre nosotros y Teuhtlilli, que se mostró inmediatamente complacido. Ese día ella tradujo del náhuatl al maya y yo del maya al castellano. Y así, cuando terminamos, Teuhtlilli, que como buen señor mexicano apenas hablaba a las mujeres, la congració con una sonrisa. Cortés la felicitó y a partir de ese momento la percepción que todos tuvimos de doña Marina, nombre con el que la había bautizado el padre Olmedo, cambió por completo. “¿Cómo te llamas en náhuatl?”. “Malinalli”. “¿Viene del octavo signo?”. Ella asintió: “Los que nacemos bajo ese signo se supone que tenemos mala ventura. Prosperamos un tiempo y luego caemos en desgracia”. Tenía una voz suave, con un timbre natural agradable, y canturreaba cuando estaba a solas canciones ancestrales de su pueblo. Pero tuvo que aprender, haciéndose violencia y a instancias nuestras, a elevar la voz y a endurecerla, para hacerse respetar. Entendiendo que era la única bilingüe entre nuestras indias, el capitán fue como si la descubriera por primera vez. Y de lo que pasó entre ellos da cuenta su hijo Martín Cortés, aquí presente (…)».