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—Tranquilas, no es nada —les explicó Berta—. Es que dependiendo de la sala en la que entres se te transforman cuerpo y alma: ¡Pam! En un santiamén te encuentras en un manicomio terrible repleto de dementes, de cuerpos inertes que babean y se descuelgan de su ser. ¡Pam! Abres otra puerta y ves a un abuelete en pantalón corto haciendo deporte, guiado por el macizorro de Alfonso, que le anima a continuar, como si el pobre hombre tuviese que llegar a alguna parte y con cara de susto por si muere sin lograrlo, y al otro lado de la sala, una abuela tumbada en una camilla intentando incorporarse y otra dando vueltas a una rueda sin parar. ¡Pam! La sala de la nada: un montón de sillones reclinables dispuestos en fila como en un cine, dirigidos hacia un gran televisor del que poco se alcanza a ver y del que no fluye sonido alguno. Los ves allí sentados, con la mente en blanco, sin esperar nada más que lograr mantener la esperanza de poder seguir esperando, hora tras hora. ¡Pam! El comedor: Ojo no te equivoques de turno, nosotras estamos en el último turno, el de los todavía cuerdos y sanos. El de los vivos no muertos, porque los hay que aún respiran estando ya sin vida. ¡Pam! La sala de juegos: es como intentar jugar al veoveo con alguien que ya casi no ve. Adivina adivinanza para los que ya perdieron del todo su memoria. Es un sinsentido para muchos y una sala mágica repleta de diversión para otros. —Berta se secó las lágrimas que asomaban por sus gastados ojos, esta vez de tanto reír, con la punta de un pañuelo y dijo—: Ay, mis niñas, creí que esto sería como un hotel y es como un parque de atracciones. Hay que saber elegir en cuál montarse y estar atenta a los horarios de apertura y al toque de queda. Por lo demás, no tengo queja. Todo el mundo es muy amable y, como tratan de agruparnos según nuestro estado físico-mental, resulta que ya he hecho amiguitos nuevos y a las cinco hemos quedado para una partida de parchís.
Resonaron de nuevo las carcajadas de las dos octogenarias.
—Pero, ¿has pasado buena noche?, ¿has dormido bien? —le preguntó Ágata a su abuela.
—Sí, cariño. La cama es buena y dejando un poco abierta la puerta de la terraza entra un fresquito agradable. Lo que sí debo pedirte es que me traigas mis medicinas. No las he encontrado por ninguna parte y eso que he mirado bien en el armario y en la mesita de noche. Varias veces lo he mirado.
Ágata se quedó de piedra. Una especie de pánico recorrió su cuerpo del estómago a la frente.
—No, yaya, las medicinas te las tienen que dar ellos aquí. ¿No te has tomado aún la pastilla de antes de acostarte ni las que tomas después del desayuno? —preguntó alarmada.
—No.
—Sí, Berta —dijo Rosita—. Te las han dado en un vasito pequeño de papel junto con otro vaso más grande lleno de agua. Yo he visto cómo te las tomabas.
—¿Seguro? —preguntó Malena.
—Sí. En eso no fallan. Se olvidan a veces de otras cosas, pero de las medicinas nunca —confirmó Rosita.
—Ahora lo hablaré con Matilde. Eso tiene que ser sagrado —dijo Ágata.
—Que sí, mujer. No te preocupes —insistió Rosita—. Cuéntales el plan, Berta. Venga, cuéntaselo.
—¡Ah, sí! —dijo la yaya Berta muy animada—, hemos dado con la solución a tu problema, Mali.
—Si lo hacemos bien ya no habrá muerte —adelantó Rosita.
—¿Qué plan? —preguntó Ágata.
—El plan para dejar a Fernando sin dejarlo para que no muera y Malena pueda ser libre para ser madre sin un padre. ¿Era así? —preguntó Rosita.
—Exacto, era así —confirmó la yaya Berta—. Vayamos a ese rincón, donde la mesa bajo la carpa, y os lo contamos todo.
Se sentaron alrededor de una mesa redonda, alejadas del resto de residentes y la yaya Berta planteó su idea:
—Tenemos que conseguir que Fernando te deje. Si él te deja a ti, en lugar de tú a él, se romperá la maldición y ya no recaerá sobre tu conciencia ese destino fatal.
Ágata se masajeó las sienes.
—Ya me temía yo algo así.
—Mira, hemos pensado en Eugenia. ¿Era Eugenia? —le preguntó Berta a Rosita.
—No, Berta, Eugenia es la cocinera. Hemos pensado en Valeria.
—Eso, Valeria, con tanta gente nueva me confundo. Valeria es una enfermera peruana.
—Colombiana —corrigió Rosita.
—Colombiana y guapísima. Muy simpática, de vuestra edad más o menos. Separada y con un hijo, pero el hijo vive en Colombia con sus abuelos, así que no sería problema para Fernando.
—Yaya —interrumpió Ágata.
—Calla un momento, deja que siga que luego me pierdo. Eugenia…
—Valeria, Berta. Es Valeria —repitió Rosita.
—Eso, Valeria. Pues resulta que Valeria es enfermera por las mañanas y actriz por las tardes. Su sueño es triunfar en el cine y qué mejor práctica que actuar en la vida real, haciendo de buscona, y en cuanto Fernando caiga en sus redes, porque caerá, entonces te dejará él, enamorado de la enfermera y algo dolido por fallarte a ti, y tú serás libre de ataduras y de maldiciones.
—Menudo plan —soltó Ágata.
—No me digas que no es bueno —le dijo Rosita.
—Buenísimo —se burló Malena.
—Estupendo. Solo necesitamos quinientos euros —concluyó Rosita.
—¿Quinientos euros? —preguntó Ágata.
—Sí, se lo hemos propuesto a Eugenia y dice que por quinientos lo hace.
—Valeria, yaya, se llama Valeria y me parece muy fuerte que le hayáis planteado vuestra monstruosidad de plan a la pobre muchacha. ¿No os da vergüenza?
—Ha dicho que sí y ahora ya no vamos a quitarle la ilusión de trabajar como actriz para nosotras —insistió Berta—. Mira, es esa chica: ¡Valeria! Digo… ¡Eugenia!, siempre me equivoco.
Valeria se giró hacia ellas y se acercó a su mesa. Era realmente hermosa, de piel trigueña y cabello largo, ondulado y negro. Su caminar era sensual y acorde a las pronunciadas curvas de su cuerpo.
Malena se quedó alucinada y exclamó:
—¡Sí, hombre! Venga ya…
Ágata no pudo contener la risa y tuvo que disculparse al llegar la colombiana. Se levantó y se fue al baño.
Al regresar, seguían las cuatro alrededor de la mesa conversando animadamente.
—¿Y bien? —preguntó Ágata al sentarse con ellas.
—Esta es mi nieta. Ella de momento está contenta con su marido —aclaró Berta.
—¡Yaya! Deja de decir chorradas. Perdónalas —le pidió a Valeria—, se han inventado un plan absurdo y siento que te hayan metido en él.
—Igual no es un mal plan —comentó Malena—. Al fin y al cabo, no sabía cómo avanzar con Fernando. Me daba pena dejarlo por no complacerme en la ilusión de ser madre. Él no tiene la culpa y yo le quiero.
—Pero ¿tú estás loca? —le reprochó Ágata—. Sería peor que lo que le hicieron a Núria y mira cómo acabó todo aquello, con un hombre que tiene que medicarse de por vida con antidepresivos y ansiolíticos.
—¿Quién es Núria? —preguntó Rosita.
—Ostras, eso fue muy fuerte —dijo Malena—. No tendría que haber acabado así, era una broma.
—¿Y esto qué sería? —se quejó Ágata—. Menuda insensatez. ¿De verdad jugarías con los sentimientos del hombre al que amas, al que has amado tanto? ¿Serías capaz de dejarlo a merced de caer en un cruel engaño, que después lo consumiera en la impotencia de lograr un imposible y de no poder recuperar lo perdido por su culpa? Una culpa no merecida porque en realidad no sería suya, sino tuya. De todas vosotras, mejor dicho.
—En realidad sería un susto —intentó aclarar Malena—. Tal vez así entenderá que tiene que ir más allá en lo nuestro. Si de verdad me ama, no caerá en la trampa. Se dará cuenta de que ha llegado el momento de dar un paso más. Y ese paso no conduce a otro lugar que a la procreación.
—¿Tú has visto a esta mujer? —le preguntó Ágata a su amiga mientras señalaba a Valeria con las palmas de sus manos hacia arriba—. ¿De verdad te crees que Fernando o cualquier hombre normal dejaría escapar la oportunidad de enroscarse por su cuerpo si ella lo provocara?
—¿Me estás diciendo que, si incitara a Eduardo, él caería en sus redes? —le preguntó Malena.
—No te lo digo, te lo garantizo.
—¿Qué pasa, no puede decir que no?
—Sí, tal vez dos o tres veces ante semejante provocación. A la cuarta...
—Pues vaya mierda de amor y qué falta de confianza tienes en él.
—Es un hombre, Mali. Y ella es la imagen de un personaje de cómic erótico hecha realidad. Si le va detrás e insiste, picará. Seguro que a más de un yayo le ha dado un patatús mientras lo atendías, ¿a qué sí? —le preguntó a Valeria.
—No, a nadie le ha ocurrido nada por mi culpa que yo sepa. Se alegran mucho de verme, eso sí —confirmó con una sonrisa—. Pero nada más. Pensad que aquí vengo sin arreglar, con el uniforme y normalmente con el pelo medio recogido.
—Fíjate. Sin arreglar… —se cachondeó Ágata.
—¿Qué le pasó a la chica esa que decías?, ¿era Núria? —preguntó Rosita totalmente intrigada.
—Esto es absurdo, igual que aquello. ¿Cómo te dejas convencer para participar en algo así? —le preguntó Ágata a Valeria.
—Sería un trabajo. Nada más —respondió la colombiana—. Necesito el dinero.
—Os contaré lo que le ocurrió al marido de Núria. Para que os deis cuenta de que una estupidez como esta puede tener graves consecuencias: Se juntaron tres amigos, imbéciles todos.
—No te pases —le pidió Malena—. Son amigos nuestros.
—Bien —continuó Ágata—, pues se juntaron «tres genios» con la intención de poner a prueba a sus mujeres. Uno de ellos tenía una amiga que trabajaba en una escuela para niños especiales, de esos superdotados que hay por el mundo. Le pidió hacer uso de una de sus aulas de observación para un proyecto experimental del comportamiento humano, a lo que ella accedió.
—¿Y eso? —preguntó Berta.
—Era una prueba que consistía en observar la reacción de sus mujeres ante la confesión, evidentemente falsa, de una mujer recién llegada a su entorno que aseguraría ser la amante de sus maridos.
—¿De los tres a la vez? —preguntó Rosita alucinada.
—No, mujer, la prueba la hicieron por separado y se curraron un buen montaje: cada uno presentó en su ambiente privado y familiar a una nueva compañera. Dijeron que se trataba de una colaboradora externa de la empresa para un tema de auditorías y de recursos humanos, que acababa de mudarse y que la pobre no conocía a nadie.
—¿Y quién era? —preguntó Berta.
—Esa supuesta compañera —respondió Ágata— era una actriz muy sexy, como Valeria. A partir de ahí, la recién llegada debía coincidir a menudo con ellos en sus salidas a cenar, los fines de semana… llamaba a casa a cualquier hora, mandaba mensajes constantemente… Vamos, que trataba de poner celosas a las mujeres, despertando sospechas y generando dudas, miedos y desconfianza. Había sido contratada para eso, así que debía aplicarse a conciencia en su papel. Hasta aquí, lo normal. Imagino que las tres esposas ya estarían con la mosca detrás de la oreja porque siempre incomoda que aparezca un cuerpo diez en tu círculo y que encima parezca intimar algo más de lo debido con tu pareja resulta incluso agotador.
—Claro —dijo Rosita.
—Transcurridos un par de meses de esta preparación —continuó Ágata—, el experimento debía concluir con la puesta en escena, bajo observación, de la supuesta confesión de amor de la susodicha con el marido de cada una de las víctimas implicadas. Una a una y por separado. Nunca coincidieron las tres parejas y la actriz. El entramado de encuentros se organizó con mucho cuidado para que eso no ocurriera.
—¿Cómo? —preguntó Berta.
—Llegado el día, establecieron tres citas en privado: la seductora y cada una de las mujeres de los amigos liantes, en la escuela especial, que simulaba ser uno de los lugares de trabajo de la actriz. Ella las llamó y quedaron en verse allí, el mismo día, pero a distintas horas.
—Qué víbora... —soltó Berta.
—El encuentro tuvo lugar en una habitación poco decorada —siguió Ágata—, con una mesa en el centro, un par de sillas, unas estanterías de madera pegadas a una pared y un enorme espejo bien centrado en otra. Imagino el nerviosismo interno de las víctimas ante la incógnita de su reclamo.
—Pobrecillas —dijo Rosita.
—Los tres amigos aguardaban detrás de ese espejo, que evidentemente por el otro lado era una ventana, con la esperanza de descubrir lo que sus mujeres serían capaces de hacer por ellos. Micrófonos en On y visión nítida sin distracciones.
—¿Y qué pasó? —preguntó Valeria.
—El primer acto fue para la mujer del que tenía la amiga que de verdad trabajaba en esa escuela y, una vez sentadas cara a cara, la actriz confesó estar perdidamente enamorada de su marido.
»Reacción: «¡Aléjate de él! ¿Cómo te atreves? ¿No ves que está casado?». La actriz fue más allá, admitiendo que ya era tarde. Estaban juntos, su amor era correspondido y él no sabía cómo decírselo, pero tenía que saberlo. Por eso la había citado.
»Reacción: «¡No es verdad! No me lo puedo creer, él es mi vida. Yo le quiero y él me quiere…». Llantos y desconsuelo. Desesperación por parte de ella y satisfacción por parte de él, orgulloso al apreciar tanto amor, tanto dolor ante su posible pérdida. Fin del primer acto.
—¡Qué horror! —exclamó Rosita.
—Se desveló el engaño y tras una rabieta todo se arregló y la mujer obtuvo un fin de semana romántico en una casita rural como recompensa.
—Bueno, algo es algo —dijo Berta.
—El segundo acto no salió tan bien —dijo Ágata—. Tras la primera parte con la confesión del enamoramiento, llegaron los insultos: «¡Hija de la gran puta! ¿De qué coño vas? Te hemos acogido entre nosotros porque estabas sola, recién llegada y ¿lo pagas así? Márchate a tu puto pueblo. Ni se te ocurra escribirle otro mensaje». El marido, hinchado de gloria al ver a su mujer defendiendo lo que era suyo. La actriz fue más allá dejando al descubierto la relación que ya existía entre ellos, que ya era tarde, que estaban juntos y que no había vuelta atrás, que la que tenía que marcharse no era ella.
—Hay que reconocer que se metía en el papel —comentó Berta.
Ágata continuó:
—Se sucedieron unos segundos de silencio que aumentaron la tensión y… a puñetazo limpio saltó la esposa. Le arrancó un buen mechón de pelo y tuvieron que entrar corriendo en la sala para separarlas y atender rápidamente a la temeraria actriz que sangraba y casi muere estrangulada.
—Por Dios… qué sofocón —dijo Rosita.
—La mujer se pilló un rebote tremendo, pero le cayó la promesa de un coche nuevo y un viaje a París, así que la tormenta pasó y todo quedó en un aviso de lo que podría suceder.
—Esta ya jugaba en otra división. —Se rio Berta.
—Finalmente, el tercer y último acto fue algo totalmente inesperado, opuesto a la respuesta anhelada. Núria rompió el molde.
—¿Por? —preguntó Valeria.
—La actriz, recuperada del susto anterior, confesó, seguramente con miedo, su amor por el marido de la nueva víctima.
»Reacción: «Vaya por Dios. Lo siento, no sabía que te gustaba. Era lógico imaginar que tú le gustaras a él y a todos los demás, pero nunca hubiera sospechado que a ti te pudiese interesar mi marido». El susodicho se quedaría defraudado ante semejante respuesta, pero la cosa no quedó ahí. La actriz continuó con su papel y desveló, una vez más, la supuesta relación ya consumada con el marido de Núria.
»Reacción: Risas descontroladas. Núria se moría de risa y no podía parar. Desconcierto total a su alrededor. La actriz no entendía nada y los tres pasmarotes tras el espejo aún menos.
»Reacción: «¿De verdad estáis juntos? ¿Tenéis un rollo, estáis saliendo, sois amantes?». A la afirmación tajante de la actriz le siguió otro ataque de risa por parte de Núria y, recobrada la serenidad, le dijo: «Pues chica, no se admiten devoluciones. Todo tuyo. ¡Qué bien! Me alegro mucho por los dos, de verdad. No me lo puedo creer: ¡Soy libre!»; y celebró con alegría su suerte alzando los brazos al cielo. El marido se quedó seco, petrificado, clavado, totalmente paralizado. Pero eso no fue todo. Núria quiso saber más: «Dime la verdad», le pidió, «entre tú y yo, ¿te gusta hacer el amor con él?». La actriz continuó fiel a su personaje de enamorada y aseguró que sí, que lo pasaban estupendamente. Núria estalló de nuevo en carcajadas y le dijo que no podía ser cierto: «¿Seguro que hablamos de mi marido?».
—¡Qué fuerte! —exclamó Valeria.
—Alucinaba —siguió Ágata—. Decía que era un milagro porque manifestó que era un verdadero inútil en la cama, que no se podía hacer a la idea de cómo echaba de menos el sexo que había tenido con sus anteriores parejas y que estaba harta de tener que tocarse ella misma mientras lo hacían, porque su marido no atinaba ni por casualidad. Que al principio el amor que le profesaba lo pudo todo y después pensó que aprendería, que mejoraría al enseñarle lo que a ella le gustaba, al guiarlo haciendo de cada encuentro una lección, pero no fue así. Años y años de vanos coitos que jamás habrían dado fruto de no haber sido por su hábil colaboración.
Se quedaron todas calladas a la espera del desenlace final.
—El mundo se derrumbó bajo los pies del idiota que planeó semejante experimento, porque precisamente fue él quien lo propuso. Nada pudo solventar aquel desastre. Núria no se retractó de lo dicho y lo dejó, por imbécil y por inútil.
—¿De verdad? —preguntó Rosita.
—Él todavía no ha sido capaz de superarlo y sigue en tratamiento para la depresión y la ansiedad. No ha tenido aún una nueva relación y rompió por completo la amistad con los otros dos iluminados.
—Menuda lección —aplaudió Berta—. Esto sí que es salirte el tiro por la culata.
—Pues eso, que no hay que jugar con los sentimientos de nadie. Si quieres dejar a Fernando, lo dejas y punto. No inventes ni trates de exculparte convirtiéndole a él en el pérfido desalmado cuando la ruptura proviene de ti, de tus ganas de ser madre. Tarde o temprano acabarías pagando por ello.
—Todo eso está muy bien —le dijo la yaya Berta—, el problema es la maldición: si Mali deja a Fernando, Fernando morirá.
—Y dale. Que no existe ninguna maldición, yaya —se quejó Ágata.
—Todos. Absolutamente TO… DOS los novios que tuve y dejé, acabaron muertos. Y el novio que tu madre tuvo antes de conocer a tu padre y con el que ella rompió, también murió. Todos. No se salvó ni uno. No me digas que sobre nosotras no pesa una terrible maldición.
—De acuerdo, te demostraré que no —dijo Ágata muy convencida—. ¿Te acuerdas de Tatiana, la hija de Paquita la peluquera? Trabaja en el registro civil. La llamaré y, aprovechando que aún no me ha devuelto un libro que le presté, se lo reclamaré y le pediré también, sin entrar en detalles, los certificados de defunción de «TO… DOS» estos amores que murieron misteriosamente de los que hablas y podremos comprobar que sus muertes nada tuvieron que ver con el hecho de ser abandonados por ti. ¿Serás capaz de acordarte de los nombres, apellidos y fechas en las que murieron?
—Lo tengo todo anotado en un diario secreto. Lo que no recuerdo es dónde está el diario.
—Lo buscaré, no te preocupes. Estará en tu casa. Tampoco es tan grande y, como hay que vaciarla para alquilarla, lo encontraré.
—¿Vas a alquilar mi casa? ¿A quién? —preguntó Berta angustiada.
Ágata se arrepintió rápidamente de semejante aporte de información.
—Es lo que habíamos hablado, yaya. Con ese dinero y tu pensión alcanzará para pagar lo que la subvención no cubre. Compartir habitación con baño es caro.
—¿Y si decido marcharme de aquí, adónde iré?
—¡Te vienes a mi pisito! —exclamó Malena con alegría.
—¿Y qué será de mí? —preguntó Rosita.
—Usted ya hace tiempo que vive aquí. ¿No está bien? —preguntó Malena.
—Sí, pero yo no quiero que Berta se marche. Y no me hables de usted.
—No, si no me voy. Es para jorobarlas un poco —dijo Berta después de darle un codazo a su nueva amiga—. Pero no quiero morirme aquí —avisó mirando a su nieta.
—Entonces, no hay trabajo de actriz para mí, ¿cierto? —Quiso saber Valeria.
—De momento lo dejamos como una alternativa. Quiero que mi nieta descubra por sí misma que la maldición existe y que sea ella la que acuda en busca de soluciones.
Valeria se levantó y se marchó. Parecía decepcionada con el nuevo rumbo que había tomado todo aquel asunto.
Ágata y Malena se llevaron a las dos abuelas de paseo. Fueron en coche hasta Playafels y allí se sentaron en la terraza de una heladería para tomar una horchata bien fresquita. Después, regresaron a la residencia para que ambas llegaran a tiempo a la partida de parchís y se aseguraron de que estarían bien atendidas confirmando con Matilde del Valle que las medicinas eran tomadas a tiempo y en su dosis correspondiente.
3
El diario secreto
Ágata y Malena fueron directas al piso de la yaya Berta. Debían empezar a empaquetar sus cosas para dejarlo vacío y poder alquilarlo cuanto antes. No sería difícil de alquilar, era un piso antiguo y pequeño, pero muy bien ubicado y exterior, en la Gran Vía, muy cerca de la Plaza España.
Lo realmente difícil era empezar. ¿Cómo separar lo que era importante y debía guardarse de lo que no lo era, entre un montón de objetos, cada uno de ellos con su propia historia y con un valor sentimental que superaba en mucho su valor económico? Tan complicado era que Valentina no quiso estar presente. Dio carta blanca a su hija para que decidiera lo que había que tirar, lo que había que llevar a una buena organización de ayuda humanitaria para su adecuado aprovechamiento y lo que debían guardar como recuerdo.
—Empecemos por lo fácil —propuso Malena—: la cocina.
Cogieron varias bolsas de rafia resistente, cajas de cartón y un par de baúles de plástico transparentes, y empezaron a vaciar cajones y armarios. Comida no caducada y utensilios en buen estado por un lado, objetos inútiles, rotos o productos pasados por otro.
Apareció la cuchara preferida de Ágata, con la que su abuela le daba la sopa cuando era pequeña; esa sopa tan buena que preparaba con tanto amor y con un ingrediente misterioso que nunca reveló. Por eso a su madre no le salía igual. Nunca nadie podría preparar ese caldo rico y consistente de la misma manera, sin ese toque único que solo la yaya Berta sabía darle.
Ágata la guardó junto con el molinillo de café. Al verlo, recordó el aroma que invadía la cocina por las mañanas. Berta tenía dos: uno manual y otro eléctrico. Se quedó con el manual, aunque el más usado por la yaya fuese el otro.
Colocaron cuidadosamente en una de las cajas de cartón, envueltas una a una, las piezas de un delicado juego de té japonés. Fue un regalo de Joaquín, el mayor de los tres hermanos de Berta, el más aventurero y fantasioso. Viajero incansable, incapaz de asentarse en un solo lugar; quizá por eso murió soltero y sin descendencia conocida. Toda esa porcelana sería para Valentina.
Separaron los vasos para donarlos, así como platos y otros elementos de la vajilla. Batería, sartenes, bandejas… todo en cajas y etiquetado.
Prosiguieron del mismo modo con el baño.
Llegó el turno del salón. Era un comedor luminoso que daba a una amplia terraza. Ágata y Malena recordaban haber pasado muchas tardes allí, pintando y recortando cartulinas mientras la yaya Berta cosía. Fue una buena costurera y les confeccionaba preciosos disfraces, vestidos vaporosos y ropita para sus muñecas. En invierno se colocaban cerca de la cristalera para aprovechar al máximo la luz natural y en verano salían a la terraza y cotilleaban observando a la gente que pasaba por la calle. Imaginaban sus vidas e inventaban historias sorprendentes que les iban a ocurrir al cruzar la calle. A veces su suerte dependía de las luces del semáforo. Todo era posible.
—¿Qué haréis con los muebles? —preguntó Malena.
—Los daremos. Están muy viejos. Menos su cama, que es nueva. Se compró una de esas articuladas con colchón de no sé qué… Se la quedará mi madre y la colocará en la que fue mi habitación. Ya sabes que anda muy fastidiada de la espalda y cada vez le cogen con más frecuencia esos dolores insoportables. Le irá bien esa cama, aunque a mis padres les suponga dormir separados. A ciertas edades conviene descansar. Los encuentros amorosos, que no sé si los siguen teniendo, que los organicen como una cita especial y, después, cada uno a su camita, como se hacía antiguamente. ¿A qué edad se dejará de tener sexo?