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—Ni idea. No creo que sea una cuestión de edades. Lo que está claro es que nadie se salva de envejecer —comentó Malena—. Si vives, envejeces. Si no envejeces, mueres. Y… ¿qué haréis con la máquina de coser?
—¿La quieres? —preguntó Ágata.
—Me encantaría tenerla. ¿Puedo?
—Claro. Para ti. Si hay algo más que quieras, dímelo. Piensa que casi todo lo vamos a dar. No nos caben muchas cosas en nuestros minipisos y creo que tampoco debe de ser muy sano almacenar objetos por el simple hecho de querer atesorarlos sin darles una utilidad. Hay gente que los necesita. Guardarlos envueltos sin usar debe de generar mal karma.
—Habló la que no cree en las maldiciones —se mofó Malena.
—A ver si tenemos suerte y encontramos su diario, aunque miedo me da enterarme de sus secretos.
—Igual descubrimos que tenía un amante, ¿te imaginas?
Continuaron empacando y recogiendo. Aparecieron fotografías antiguas, postales y cartas de la familia y de algunos amigos que tuvieron que marcharse muy lejos.
Dejaron las tres habitaciones para otro día. Era ya noche cerrada y estaban muy cansadas.
—¿Te parece que regresemos el miércoles y continuamos? —propuso Malena.
—Sí, estoy destrozada. Te recojo en el centro al salir del trabajo y venimos juntas.
—Vale.
Cargaron varias cajas entre las dos y las metieron en el maletero del coche de Malena. Las descargaron y guardaron en casa de Ágata. Después, Malena se fue desanimada hacia la suya, hacia ese hogar que ya no la reconfortaba, y herida también al ver que toda una vida puede quedar reducida a unos pocos objetos que repartir.
No era nada sencillo regresar al lado de alguien a quien se quiere dejar y todavía se ama. Fernando no podía sospechar que iba a ser abandonado y estaba feliz con su día a día, con su pareja y con la visión de ese futuro que tan poco tenía que ver con el de ella.
—¡He hecho una tortilla de patatas! —exclamó Fernando al escucharla entrar.
Sabía que Malena no podía resistirse a sus tortillas. Siempre estupendas, esponjosas y sabrosas. Gorditas, bien gorditas, en su punto jugoso.
—No habrás cenado ya, ¿no? —le preguntó al acercarse a ella en busca de ese beso rápido y espontáneo que se daban a cada encuentro.
—No. Hemos estado liadas empaquetando recuerdos en casa de la yaya Berta y la verdad es que tengo hambre.
Fernando la había esperado y la tortilla estaba intacta.
Se sentaron en la mesa ya dispuesta en el pequeño balcón, frente a frente, separados por la tortilla, unas cuantas rebanadas de pan con tomate y una botella de vino tinto.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó Fernando—. Últimamente estás muy rara. Te noto distante. Triste, como si los colores que no sé distinguir pero que sé que siempre te acompañan se estuviesen apagando. ¿Es por todo esto de la residencia?
—Imagino que sí —mintió Malena—. Mmm… la tortilla está buenísima. Gracias. Es lo que necesitaba.
—Me alegro. El postre lo he guardado en la habitación.
Fernando le guiñó un ojo y Malena sonrió sucumbiendo a su encanto. Lo amaba, lo seguía amando, pero tenía claro que esa relación jamás la llevaría al lugar que tanto anhelaba. Pensaba que, tal vez, si lograba esperar un poquito más, lo justo hasta cruzar el umbral que separa a toda mujer de la fertilidad, entonces lo aceptaría, dejando atrás suspiros y sueños de ser madre. Pero no, sabía que incluso así le quedaría la esperanza de adoptar y el ahogo y la desesperación seguirían allí. Tenía que dar ese paso y no podía demorarlo mucho más. Tenía que dejarlo.
Malena era consciente de que no se debería obligar a nadie a tener un hijo, pero tampoco convenía vedar ese deseo a quien tanto lo ansía. Parecían estar hechos el uno para el otro, sin embargo, esa llamada interior tan poderosa solo la escuchaba ella y en ese punto se separaban sus caminos. Si seguían juntos, uno de los dos debería ceder y estaba segura de que la cumbre de la felicidad, ese pico tan alto al que aún no había llegado, dependía de su elección. Pero también era consciente de que ser madre sin él le restaría altura a esa escalada hacia la cima. Ya lo había intentado todo para convencerlo, para hacerle cambiar de opinión, ya no le quedaban argumentos ni promesas arriesgadas por hacer con el fin de alcanzar su propósito.
¿Quién de los dos era más egoísta? ¿Qué otra solución podía haber para equilibrar justamente esos anhelos tan dispares?
En ese punto su amor se convirtió en condena, solo faltaba repartir los papeles de verdugo y condenado. ¿Quién sería quién? ¿Y cuál sería la sentencia?
Llegó el miércoles y, tal como habían quedado, Ágata pasó a recoger a Malena de la clínica dental en la que trabajaba de recepcionista. Regresaron al piso de la yaya Berta y continuaron con las labores de selección y búsqueda.
Optaron por no separarse, siendo conscientes de que eso no agilizaría su labor, pero prefirieron permanecer juntas en todo momento, como si presagiaran el hallazgo de algo realmente significativo, algo que podría cambiar muchas cosas, pues un pasado distinto modificaría sin remedio el presente.
Ágata temía descubrir que nada fuese tal como se le había contado, que sus orígenes hubiesen sido maquillados albergando misterios aún no desvelados. Empezaba a tener dudas sobre esa maldita maldición. Temía encontrar confesiones imperdonables, engaños para despistar, para ocultar oscuras verdades. Había hablado con su madre sobre la boda por penalti y Valentina tampoco lo sabía. Ni sabía de esa agitada juventud de Berta: todos esos amantes que compartieron placeres con ella y que la agasajaban con poemas y esmeradas atenciones.
Dejaron la habitación de la yaya Berta para el final. Era tarde, pero no dudaron en continuar. Bajaron al bar de la esquina y compraron un par de bocadillos, dos refrescos y una bolsa de patatas fritas.
Al subir, devoraron la comida y continuaron avanzando en su propósito. Por fin, la habitación que durante tantos años compartieron los abuelos.
Vaciaron la cómoda, las mesillas de noches, el armario… Malena se arrodilló en el suelo y empezó a despojar de recuerdos el baúl de cuero, que cumplía también la función de banqueta, ubicado a los pies de la cama.
—¡Lo tengo! —exclamó.
—Déjame ver —le pidió Ágata.
Malena le pasó una caja de cartón de color gris. Era antigua y permanecía cerrada con la lazada de una cinta de terciopelo azul. En la esquina superior derecha había una anotación hecha a mano. Era la letra de Berta: «Quien decida abrir esta caja debe asumir las consecuencias».
Se miraron. Malena asintió y Ágata se sentó en la cama. Tomó un extremo de la cinta y empezó a tirar de ella suavemente, como si realmente no quisiera lograr deshacer ese nudo. Paró.
—¿Crees que debemos? ¿Y si llevamos la caja a la residencia y la abrimos juntas, con ella? Tal vez podrá aclararnos dudas. Ella sabrá explicarnos los detalles de lo que ha protegido durante tanto tiempo. Son sus recuerdos y no sé si estoy dispuesta a «asumir las consecuencias».
—Ábrela, Ágata. Veamos al menos qué hay dentro y, si no nos aclaramos, se la llevamos el sábado.
Ágata llenó sus pulmones y exhaló con fuerza todo el aire contenido. Deshizo el lazo de un tirón, apartó la cinta de terciopelo azul y acarició la caja con su mano derecha. Después, cuando por fin levantó la tapa, encontraron un montón de papeles con anotaciones de Berta. Había fotografías, dibujos y objetos raros de guardar, como la tetina de un biberón de muñeca y algunos tornillos oxidados. Botones, todos ellos con cuatro agujeros, extrañas fichas de plástico de distintos colores, bolsitas de organza que contenían mechones de cabello y unos frasquitos de cristal a medio llenar de un almíbar ambarino.
No se trataba de una libreta a modo de diario personal. Todo eran hojas sueltas. Muchísimas hojas sueltas de distintos tamaños, la mayoría amarillentas y algo desgastadas por el paso del tiempo. Había recortes de periódicos, tarjetas de visita, estampas de santos y almanaques muy antiguos, facturas y recibos de antes de la guerra. No existía orden alguno. Todo estaba amontonado y revuelto.
—Aquí —dijo Ágata.
Sacó del fondo de la caja un pequeño cuadernillo con la cubierta de piel marrón. Estaba sujeto con una cinta elástica. En la tapa ponía escrito a mano y con tinta negra: «La Maldición».
—No pienso abrirlo —dijo al fin.
—¡¿Cómo qué no?! Venga, llevamos días buscándolo —se quejó Malena.
—Lo leeremos con ella este sábado.
—¿En serio?
Ágata se levantó de la cama y se fue al salón en busca de su bolso. Lo abrió y guardó el cuadernillo.
—No sé cómo puedes aguantar la tentación —le dijo Malena.
—Me vence el pánico que tengo de saber algo que no debo.
Continuaron con sus tareas de selección, en silencio. Ágata se quedó con las sábanas que llevaban bordadas las iniciales de sus abuelos, el resto a la caja para donar. Toda la ropa de Berta que no fue llevada a la residencia se guardó en una maleta a la espera del cambio de estación. Había abrigos, rebecas y pelerinas de ganchillo.
—Está bien. Echaremos una ojeada rápida —dijo Ágata rescatando La Maldición de su bolso.
Se tumbaron las dos en la cama y acomodaron bien los almohadones bajo sus espaldas, quedando medio incorporadas, juntitas y nerviosas. Ágata sujetaba el cuadernillo con las dos manos, se miraron y retiró con cuidado la cinta elástica, algo dada de sí después de tanto sellar misterios.
Descubrieron ansiosas que el contenido no era más que la detallada descripción de una advertencia perfectamente documentada con hechos que supuestamente probaban el poder de esa amenaza.
Cinco fotos de cinco muchachos con sus nombres y apellidos, sus edades y domicilios, y sus fechas de nacimiento y defunción. Cada foto pegada al principio de cada historia. Hablaba de ellos y de su relación, incluía poemas y cartas intercaladas.
Berta no tuvo reparos en relatar con pelos y señales sus encuentros libidinosos, sus ilusiones y sus desengaños. Contaba cómo se inició cada romance y el porqué de cada ruptura. Ella los dejaba. Tarde o temprano siempre había algo que fallaba.
Después continuaban las anotaciones: Berta conoció a Julio, el abuelo de Ágata. Con el que sí se casó, embarazada de Valentina, tal y como les contó en la residencia y, meses más tarde, empezó a enterarse de las muertes de sus amados desechados. Uno a uno, cumpliendo con el orden de abandono, fueron desapareciendo: Emilio, Sebastián, Aurelio, Benito y Lorenzo.
Tener toda esa información en sus manos les resultaba muy extraño. Ágata y Malena pudieron poner rostro a cada uno de esos amantes, calcularon sus edades e incluso pudieron ubicarlos en la ciudad. Sentían que destapaban algo oculto por algún motivo muy especial.
Según el diario de Berta, Emilio murió en un accidente laboral. Sebastián fue atropellado. Aurelio se despeñó por las curvas del Garraf. Benito murió a causa de una intoxicación y Lorenzo desapareció en el mar.
—Los mataron —sentenció Malena.
—Venga ya. No seas morbosa. Son accidentes que pasan y más antes, que no había tanta seguridad.
—¿En serio no te das cuenta, Ágata? Alguien sacó de en medio a todos los ex de tu abuela. Por algún motivo que desconocemos y que ella también desconocerá, pero estorbaban y dejaron de estorbar.
—Igual nada de todo esto es cierto. Le pediré a Tatiana que lo verifique en el registro. Sino todos, alguno de ellos al azar.
Miraban las fotos de esos hombres, tan jóvenes. Algunos vestidos de uniforme militar, otros de paisano. Guapos, con ese porte único tan cuidado de finales de los años 40 y principios de los 50. El cabello repeinado hacia atrás o luciendo tupé con gomina y los labios y mejillas algo sonrosados por el retoque fotográfico de aquella época.
No había fotos del abuelo Julio en el diario. Aquel cuaderno contenía los secretos de una vida anterior a él. Una vida que parecía que alguien intentó borrar para limpiar el pasado y poder empezar desde cero. Pero si realmente fue alguien y no la vida misma quien realizó esas terribles acciones, se olvidó de esa caja. La caja que Berta ocultó durante tantos años y que seguía resistiendo a la cruel devastación que sufría su memoria de manera no selectiva. Ese alguien no reparó en aquellas huellas de su historia y ahora estaban siendo rescatadas clamando una explicación.
Cuando Ágata llegó a casa vio luz en la habitación de Dania.
—Es muy tarde, ¿qué haces despierta, cariño? —le preguntó.
—Estoy viendo una serie. Ya hemos terminado los exámenes —contestó volteando su tablet para que su madre viera la imagen en modo pausa.
—¿Qué serie es?
—Una de unos estudiantes de un internado que se van de viaje de fin de curso y para hacer la gracia se separan del grupo y acaban perdiéndose. Como encima no les dejaban llevar los móviles a las excursiones, por el tema de intentar ser capaces de estar desconectados y de no disponer de herramientas que antes no existían, no pueden llamar ni orientarse y en cuanto oscurece deciden descansar en una autocaravana abandonada. Pero resulta que no estaba abandonada, así que ellos se duermen en un lugar y despiertan en otro totalmente distinto, teóricamente a unas ocho horas de distancia de su origen. Sin saber dónde están y sin poder llamar a nadie. Además, se dan cuenta de que no se saben ningún teléfono de memoria. No te preocupes, mamá, que a raíz de esto ya me he aprendido el tuyo y el de papá.
—Es verdad. Antes de tener móvil me sabía muchísimos teléfonos de memoria. Pero muchos, muchos. Y ahora no me sé casi ninguno. Qué mal. Estamos vendidos a estos chismes diabólicos. ¿Y qué hacen entonces?
—Bueno, se les complica bastante la cosa. Primero tienen que encontrar a alguien para avisar de su situación, pero tardan dos días en llegar a un pueblo. Mientras, deben alimentarse de frutos silvestres y de lo que llevan en sus mochilas, que no es mucho. Y cuando por fin encuentran gente, agotados y sucios; bueno, se bañaron en el río que cruza el pueblo, pero llegan bastante desaliñados, pues resulta que nadie habla. Nada, ningún idioma; ni el suyo ni ninguno. Se comunican todos mediante un lenguaje parecido al de los signos que emplean los sordomudos, pero no lo entienden y nadie los entiende. Es más, la gente del pueblo se asusta al ver que producen ruido por la boca al dirigirse a ellos, lo que les demuestra que no son sordos. Los estudiantes intentan escribir en un papel y dibujar lo que necesitan, pero tampoco logran nada. El lenguaje escrito de los habitantes de ese pueblo es tipo morse: puntitos y rayas de distintos tamaños e inclinaciones que se alternan. No existen las letras ni los números. Sin embargo, el resto les resulta familiar: la gente va vestida como ellos, como nosotros, vamos, las casas son modernas, la mayoría de dos plantas, con terrazas como la nuestra que combina acero y cristal, pero en su caso con toldos amarillos o azules. Las calles están bien asfaltadas y son anchas, los coches pequeños y eléctricos, silenciosos al máximo. Todo es silencioso. Solo se perciben los sonidos de la naturaleza y los ruidos normales al hacer algo: objetos que caen al suelo, puertas que se cierran… pero se dan cuenta de que ninguna de sus máquinas suena. ¿Qué escondes en esa caja?
—Cosas de la yaya Berta: recuerdos, fotos, cartas…
—A ver, ¿puedo verlas?
¿Por qué no? Ágata escogió lo que quiso mostrarle y las dos se acurrucaron juntas en la cama de Dania mientras leían en voz alta algunas de las postales que Berta había recibido. Eran hermosas.
No le mostró el cuadernillo de La Maldición ni le mencionó nada al respecto. Necesitaba valorar si esa información era apta para ella.
Dania empezaba a descubrir las sensaciones físicas que todo lo romántico es capaz de provocar del corazón y la mente a la piel, de los oídos y la vista a un cosquilleo en el paladar. Dudó si contarle a su madre que había un chico en su clase que le gustaba. Hacía tiempo que le gustaba, pero ignoraba por completo si esa atracción era mutua y temía ser descubierta. Para Dania, como para cualquier adolescente, no podía haber nada peor que quedar en ridículo delante de sus compañeros. Calló.
—¿Tú tuviste muchos novios antes de papá? —le preguntó.
—Algunos. Novios, novios, pocos. Pero rolletes unos cuantos.
—¡Mamá! —exclamó sorprendida—. ¿Eras una…?
—No, hombre, no. Lo normal en mi época. Tampoco iba a casarme con el primero, ¿no? ¿Cómo iba a saber si tu padre era el mejor si no podía compararlo con otros?
—¿Y papá es el mejor?
—En muchas cosas sí.
—¿En cuáles no?
—¿No estabas viendo una serie?
Ágata le besó la frente y se levantó de la cama. Guardó todo lo que había sacado de la caja de nuevo en su interior y la miró con ternura. Ella también tenía ganas de contarle secretos, pero, al igual que Dania, calló.
—No tardes en apagar la luz que, aunque no tengas exámenes, mañana hay cole y tienes que madrugar. No son horas.
—Diez minutos más. Faltan diez minutos para que se acabe este episodio.
—¿Cuántos episodios tiene la serie?
—Me he descargado las tres temporadas y cada temporada tiene siete episodios.
—¿Y por cuál vas? Supongo que es una serie para tu edad y que no habrás hecho fullería en la descarga.
—Es para doce años y está incluida en nuestro paquete televisivo. Voy por el cuarto episodio de la primera temporada.
—Diez minutos, ¿ok? Buenas noches, vida.
—Buenas noches, mamá.
4
Efectos secundarios del olvido
Berta se adaptó fácilmente a su nueva vida. Lo logró gracias a Rosita, quien no se separaba de ella y le enseñaba todo lo que tenía que saber de ese lugar para gozar de ciertos privilegios y pasar inadvertida cuando fuese necesario.
—Creí que echaría más de menos mi casa —le confesó a Rosita— y añoro sus paredes, mi cocina, la terraza… pero empezaba a sentirme muy sola, ya no salía tanto como antes y el encierro me pesaba mucho. Me mostraba con crueldad que mi retiro solitario era el único camino sin pérdida a mi futuro. Años atrás, Valentina se enfadaba mucho conmigo porque no podía localizarme, todo el día en la calle. Pero eso se acabó. Un día me perdí, ¿te lo puedes creer? No se lo digas, ¡eh! Me perdí en mi propio barrio y no sabía regresar a casa. Tuve que preguntar y pedir indicaciones y por suerte andaba cerca, en la avenida Mistral, pero no reconocía el lugar y me asusté mucho.
Berta no era consciente de las numerosas veces que se había perdido. De todas esas ocasiones en las que Valentina o Ágata tuvieron que ir a buscarla a los lugares más insospechados, encontrándola totalmente desorientada y agotada de tanto andar.
—¿Sabes, Rosita? —continuó Berta—. Desde ese día ya solo bajaba para comprar lo necesario o para ir al médico; no podía pedir más atenciones a mi tribu, porque ellos tienen sus vidas, con cada minuto de su tiempo organizado y ocupado. Lo llevan todo anotado en sus teléfonos.
—¿Te imaginas que en nuestra época hubiese existido semejante aparato? Pueden hacer fotos en cualquier momento de cualquier cosa. Ya no hay excusa que justifique un olvido. Fíjate cómo le suena la alarma a Valeria cuando tiene que conectarse para poder hablar gratis con su familia. Qué guapo es su hijo. ¿Cómo podrá soportar con tanta alegría esa enorme distancia?
—Lo hace por él —contestó Berta—. Si ella no estuviese aquí y no mandase el dinero que manda, su hijo no tendría ninguna posibilidad de hacer todo lo que hace.
—¿Y tú crees que compensa? No lo ve crecer, no lo tiene cerca, no puede besarlo ni jugar con él.
—No es algo que nosotras podamos entender. Solo los que se encuentran en esa situación sabrán valorar realmente si ese sacrificio es recompensado o no.
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