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Lo peor de todo, Reid estaba ausente cuando pasó. Él estaba en un seminario de pregrado en Houston, Texas, dando charlas acerca de la Edad Media cuando recibió la llamada.
Así fue como descubrió que su esposa había muerto. Una llamada telefónica, fuera de un salón de conferencias. Después llegó el vuelo a casa, los intentos de consolar a sus hijas en medio de su propio dolor devastador, y eventualmente se mudaron a Nueva York.
Él se levantó de la silla y volteó la foto. No le gustaba pensar acerca de todo eso, el final y las consecuencias. Él quería recordarla así, como en la foto, Kate en su esplendor. Eso es lo que escogió recordar.
Había algo más, algo en la esquina de su consciencia — algún tipo de recuerdo fugaz trataba de salir a la superficie mientras miraba fijamente la foto. Se sentía casi como un déjà vu, pero no del momento presente. Era como si su subconsciente tratara de decirle algo.
Un golpe repentino en la puerta lo devolvió a la realidad. Reid titubeó, pensando quien podría ser. Era casi medianoche; las chicas ya tenían varias horas en la cama. El fuerte golpe vino de nuevo. Preocupado de que pudiese despertar a las niñas, él se apresuró a responder. Después de todo, el vivía en un vecindario seguro y no tenía razón para temer abrir su puerta, siendo medianoche o no.
El fuerte viento invernal no fue lo que lo congeló en sus pasos. El miró sorprendido a tres hombres del otro lado. Ellos eran claramente del Medio Oriente, cada uno con piel oscura, una barba negra y ojos hundidos, vestidos con chaquetas gruesas color negro y botas. Ambos que flanqueaban cada lado de la salida, eran grandes y larguiruchos; el tercero, detrás de ellos, era corpulento y de hombros anchos, con un ceño claramente pronunciado.
“Reid Lawson”, dijo el hombre alto a su izquierda. “¿Es usted?” Su acento sonó Iraní, pero no era pesado, lo cual sugiere que había pasado una cantidad considerable de tiempo en los Estados Unidos.
La garganta de Reid se sintió seca cuando vio, sobre sus hombros, una camioneta gris estacionada en la calle, sus luces estaban apagadas. “Um. Lo siento”, les dijo. “Deben tener la casa equivocada”.
El hombre alto a su derecha, sin quitar los ojos de Reid, levantó su celular para que sus dos compañeros lo vieran. El hombre a su derecha, el que hacía las preguntas, asintió una vez.
Sin previo aviso, el corpulento se lanzó hacia adelante, engañosamente rápido para su tamaño. Una mano carnosa llegó a la garganta de Reid. Reid se retorció accidentalmente fuera de su alcance, tambaleándose hacia atrás y casi tropezando con sus propios pies. Él se recuperó, tocando el suelo embaldosado con la punta de sus dedos.
Mientras se deslizaba hacia atrás para recuperar el equilibrio, los tres hombres entraron en la casa. Él entro en pánico, pensando sólo en las niñas durmiendo en su cama subiendo las escaleras.
Se volteó y corrió a través del vestíbulo, hacia la cocina y se deslizo alrededor de la isla. Él miró por encima de su hombro — los hombres lo perseguían. Teléfono, pensó desesperadamente. Estaba encima de su escritorio en el estudio, y sus asaltantes bloqueaban el camino.
Él tenía que alejarlos de la casa, y lejos de las niñas. A su derecha estaba la puerta del patio trasero. La abrió y corrió hacia la cubierta. Uno de los hombres maldijo en una lengua extranjera — Árabe, supuso — mientras lo perseguían. Reid saltó sobre el pasamanos de la cubierta y cayó en el pequeño patio trasero. Un golpe de dolor recorrió su tobillo con el impacto, pero lo ignoró. Rodeó la esquina de la casa y se estrelló contra la fachada de ladrillo, tratando desesperadamente de calmar su respiración entrecortada.
El ladrillo estaba helado al toque y la leve brisa invernal cortó a través de él como un cuchillo. Sus dedos de los pies estaban entumecidos — había salido de la casa sólo en calcetines. Los escalofríos le hormigueaban sus extremidades de arriba abajo.
Podía escuchar a los hombres susurrándose entre sí, con voz ronca y urgentemente. Él contó las distintas voces — uno, dos y luego tres. Ellos estaban fuera de la casa. Bien; significa que estaban sólo tras él y no por las niñas.
Necesitaba conseguir un teléfono. No podía regresar a la casa sin poner en peligro a sus chicas. No podía golpear la puerta de un vecino. Espera — había un cajetín amarillo de llamadas de emergencia montado en un poste telefónico bajando la cuadra. Si pudiera llegar hasta allí…
Respiró profundamente y corrió por el oscuro patio, desafiándose a entrar en el halo de luz emitido por los faroles de arriba. Su tobillo latía en protesta y la conmoción por el frío le provocó picaduras en los pies, pero se obligó a sí mismo a moverse lo más rápido que pudiera.
Reid miró sobre su hombro. Uno de los hombres altos lo había descubierto. Él gritó a sus compañeros pero no lo persiguieron. Extraño, pensó Reid, pero no se detuvo a cuestionarlo.
Llegó al cajetín amarillo de llamadas de emergencia, lo abrió y apretó el pulgar contra el botón rojo, el cual enviaría una alerta al despacho local del 911. Él miró por encima de su hombro otra vez. No pudo ver a ninguno de ellos.
“¿Hola?” siseó por el intercomunicador. “¿Alguien puede escucharme?” ¿Dónde estaba la luz? Se supone que haya una luz cuando el botón de llamada sea presionado. ¿Esta cosa siquiera está funcionando? “Mi nombre es Reid Lawson, tres hombres me persiguen, vivo en…”
Una fuerte mano agarró un puñado del corto cabello castaño de Reid y tiró hacia atrás. Sus palabras quedaron atrapadas en su garganta y escaparon como un poco más que un ronco jadeo.
Lo siguiente que supo, fue que tenía una tela áspera sobre su cara que lo cegaba — una bolsa en su cabeza — y al mismo tiempo, sus brazos forzados detrás de su espalda y cerrados con esposas. Él trató de resistirse, pero las fuertes manos lo sujetaban firmemente, doblando sus muñecas casi al punto de romperlas.
“¡Esperen!” logró gritar. “Por favor…” Un impacto golpeó su abdomen tan fuerte que el aire salió de sus pulmones. No podía respirar, menos hablar. Mientras se mareaba, colores nadaban en sus visiones mientras casi se desmaya.
Entonces, estaba siendo arrastrado, sus calcetines raspaban el pavimento de la acera. Lo empujaron hacia la camioneta y cerraron la puerta detrás de él. Los tres hombres intercambiaron palabras guturales extranjeras entre ellos que sonaban acusatorias.
“¿Por qué…?” Reid finalmente se sofocó.
Sintió el punzón agudo de una aguja en la parte superior de su brazo, y luego el mundo se desvaneció.
CAPÍTULO DOS
Cegado. Frío. Retumbado, ensordecido, zarandeándose, adolorido.
Lo primero que notó Reid mientras se despertaba, era que el mundo era negro — no podía ver. El olor agrio del combustible llenó sus fosas nasales. Trató de mover sus palpitantes extremidades, pero sus manos estaban atadas detrás de él. Se estaba congelando, pero no había brisa; sólo aire frío, como si estuviese sentado en un refrigerador.
Lentamente, como si atravesara una niebla, los recuerdos de lo que había ocurrido regresaron a él. Los tres hombres del Medio Oriente. Una bolsa sobre su cabeza. Una aguja en su brazo.
Él entró en pánico, tirando de sus ataduras y agitando las piernas. El dolor abrasó sus muñecas, donde el metal de las esposas se clavó en su piel. Su tobillo pulsaba, enviando ondas de choque sobre su pierna izquierda. Había una intensa presión en sus oídos y no podía oír nada más que el rugido del motor.
Por solo una fracción de segundo, él sintió una sensación de vacío en su estómago — como resultado de una negativa aceleración vertical. Estaba en un avión. Y, por el sonido de este, no era un avión común de pasajeros. El ruido, el sonido intensamente fuerte del motor, el olor a combustible… se dio cuenta de que debería estar en un avión de carga.
¿Cuánto tiempo tenía inconsciente? ¿Con qué le dispararon? ¿Estaban las chicas a salvo? Las niñas. Lagrimas punzaban sus ojos mientras esperaba que estuvieran a salvo, que la policía hubiese escuchado su mensaje lo suficiente y que las autoridades habrían sido enviadas a la casa…
Se retorció en su asiento de metal. Sin importar el dolor y la ronquera de su garganta, se aventuró a hablar.
“¿H-hola?” salió casi como un susurro. Aclaró su garganta y trató de nuevo. “¿Hola? ¿Alguien…?” Se dio cuenta de que el ruido del motor lo opacaría de cualquiera que no estuviera sentado a su lado. “¡Hola¡” trató de gritar. “Por favor… alguien dígame que está…”
Una áspera voz masculina le silbó en Árabe. Reid retrocedió; el hombre estaba cerca, no más de unos pocos pies de distancia.
“Por favor, solo dígame que está pasando”, él suplicó. “¿Qué está pasando? ¿Por qué están haciendo esto?”
Otra voz le gritó en Árabe de modo amenazador, esta vez a su derecha. Reid se contrajo ante la fuerte reprimenda. Esperó que el temblor del avión enmascarara el de sus extremidades.
“Tienen a la persona equivocada”, dijo. “¿Qué es lo que quieren? ¿Dinero? No tengo mucho pero puedo — ¡esperen!” Una mano fuerte se encerró alrededor de su brazo en un agarre claro y, en un instante después, fue arrancado de su asiento. Se tambaleó, tratando de levantarse, pero la inestabilidad del avión y el dolor de su tobillo pudieron más que él. Sus rodillas se doblaron y cayó de costado.
Algo sólido y pesado lo golpeó en la sección media. Un dolor de telaraña sobre su torso. Trató de protestar, pero de su voz sólo salieron sollozos incomprensibles.
Otra bota lo pateó en la espada. Otra más, en la barbilla.
Sin importar la horrible situación, un pensamiento bizarro golpeó a Reid. Estos hombres, sus voces, estos golpes sugieren que todo sea una venganza personal. No sólo se sentía atacado. Se sentía detestado. Estos hombres estaban molestos — y su rabia estaba dirigida hacia él como la punta de un láser.
El dolor disminuyó, lentamente, y dio paso a un frío entumecimiento que engullía su cuerpo mientras se desmayaba.
*
Sufrimiento. Agudo, palpitante, dolor, ardor.
Reid despertó de nuevo. Los recuerdos del pasado… no sabía cuánto tiempo había pasado, tampoco sabía si era de día o de noche, y que si donde estaba era de día o de noche. Pero los recuerdos regresaron, inconexos, como simples cuadros cortados de un rollo de película y dejados en el suelo.
Tres hombres.
El cajetín de emergencia
La camioneta.
El avión.
Y ahora…
Reid se atrevió a abrir sus ojos. Era difícil. Los parpados se sentían como si estuviesen pegados. Incluso debajo de la delgada piel, podía ver que había una luz brillante y severa, esperando del otro lado. Podía sentir el calor en su cara, y veía la red de pequeños capilares a través de sus parpados.
Él echó un vistazo. Todo lo que podía ver era una luz implacable, brillante y blanca, y que ardía en su cabeza. Dios, esta cabeza duele. Trato de gruñir y descubrió, a través de una nueva dosis eléctrica de dolor, que su quijada dolía también. Su lengua se sentía gorda y seca, y probó un montón de centavos. Sangre.
Sus ojos, se dio cuenta — que habían sido difíciles de abrir porque estaban, de hecho, pegados. El lado de su cara se sentía caliente y pegajoso. La sangría le había corrido por su frente y en sus ojos, sin duda por haber sido pateado hasta desmayarse en el avión.
Pero podía ver la luz. La bolsa había sido removida de su cabeza. Si era algo bueno o no, quedaba por verse.
Mientras se ajustaban sus ojos, trató de nuevo mover sus manos en vano. Aún seguían atadas, pero esta vez, no por esposas. Cuerdas gruesas y abultadas lo sujetaban en su lugar. Sus tobillos, también estaban atados a una silla de madera.
Finalmente sus ojos se ajustaron a la dureza de la luz y se formaron contornos confusos. Estaba en un pequeño cuarto sin ventanas con paredes disparejas de concreto. Estaba caliente y húmedo, suficiente para que el sudor le picara en la nuca, sin embargo su cuerpo se sentía frío y parcialmente entumecido.
No podía abrir completamente su ojo derecho y dolió intentarlo. O lo habían pateado ahí o sus captores lo habían golpeado demás mientras estaba inconsciente.
La luz brillante venía de una lámpara delgada de procedimiento en una base con ruedas delgada y alta, ajustada a su altura y brillando hacia su cara. La bombilla halógena brilló intensamente. Si había algo detrás de la lámpara, no podría verlo.
Él retrocedió cuando un sonido pesado hizo eco a través de la pequeña habitación — el sonido de un cerrojo se deslizó a un lado. Las bisagras crujieron, pero Reid no pudo ver una puerta. Se cerró de nuevo en un sonido disonante.
Una silueta bloqueaba la luz, cubriéndolo con su sombra mientras se colocaba sobre él. Temblaba, sin atreverse a mirar.
“¿Quién eres?” La voz era masculina, ligeramente más aguda que sus previos captores, pero fuertemente teñida con un acento del Medio Oriente.
Reid abrió su boca para hablar — para decirles que no era más que un profesor de historia, que tenían al hombre equivocado — pero rápidamente recordó que la última vez que trató de hacerlo, fue pateado en sumisión. En cambio, un pequeño gemido escapó de sus labios.
El hombre suspiró y se retiró de la luz. Algo raspó contra el piso de concreto, las patas de una silla. El hombre ajustó la lámpara para que quedara ligeramente lejos de Reid, y luego se sentó frente a él en la silla, de forma que sus rodillas casi tocaban.
Reid levantó la mirada lentamente. El hombre era joven, treinta como mucho, con piel oscura y una barba negra cuidadosamente recortada. Llevaba gafas redondas y plateadas y un kufi blanco, una gorra sin ala, redondeada.
La esperanza floreció dentro de Reid. Este hombre joven parecía ser intelectual, no como los salvajes que lo atacaron y sacaron de su casa. Quizás podría negociar con este hombre. Quizás estaba a cargo…
“Comenzaremos simple”, el hombre dijo. Su voz era suave y casual, la manera en la que un psicólogo hablaría con un paciente. “¿Cuál es tu nombre?”
“L... Lawson”. Su voz se quebró al primer intento. Tosió y estaba un poco alarmado al ver manchas de sangre tocando el suelo. El hombre ante él arrugó su nariz desagradablemente. “Mi nombre es… Reid Lawson”. ¿Por qué me siguen preguntando mi nombre? Ya les había dicho. ¿Se equivocó inconscientemente con alguien?
El hombre suspiró lentamente, entrando y saliendo a través de su nariz. Apoyó sus codos contra sus rodillas y se inclinó hacia adelante, bajando su voz un poco más. “Hay muchas personas que quisieran estar en este cuarto en este momento. Por suerte para ti, solo somos tú y yo. Sin embargo, no estás siendo honesto conmigo, no tendré otra opción sino que invitar… a otros. Y ellos tienden a carecer de mi compasión”. Se sentó derecho. “Así que te preguntaré de nuevo. ¿Cuál… es… tu… nombre?”
¿Cómo podría convencerlos de que él era él quien decían que era? El rito cardiaco de Reid se duplicó mientras caía en cuenta de algo que lo azotó como un golpe en la cabeza. El muy bien podría morir en esa habitación. “¡Estoy diciendo la verdad!” insistió. Repentinamente las palabras fluyeron de él como el estallido de una represa. “Mi nombre es Reid Lawson. Por favor, solo díganme por qué estoy aquí. No sé qué está pasando. No he hecho nada…”
El hombre le dio una bofetada a Reid en la boca. Su cabeza se sacudió salvajemente. Se quedó sin aliento mientras la picadura irradió a través de su labio recién partido.
“Tú nombre”. El hombre limpió la sangre del anillo de oro de su mano.
“T-te lo dije”, balbuceó. “Mi nombre es Lawson”. Él contuvo un sollozo. “Por favor”.
Se atrevió a mirar. Su interrogador lo miró impulsivamente, fríamente. “Tú nombre”.
“¡Reid Lawson!” Reid sintió que el calor subía por su rostro mientras el dolor se convertía en ira. No sabía que más decir, que querían que dijera. “¡Lawson! ¡Es Lawson! Puedes revisar mi… mi…” No, no podrían revisar su identificación. No tenía su billetera con él cuando el trío de Musulmanes se lo llevaron.
Su interrogador desaprobó, luego llevo su puño huesudo al plexo solar de Reid. El aire de nuevo salió de sus pulmones. Por un completo minuto, Reid no pudo tomar aliento; finalmente vino de nuevo en un jadeo irregular. Su pecho quemaba con fiereza. El sudor goteaba por sus mejillas y quemaba su labio partido. Su cabeza colgaba floja, su barbilla entre sus clavículas, mientras luchaba con una ola de nauseas.
“Tú nombre”, el interrogador repitió con calma.
“Yo… yo no sé lo que quieres que te diga”, Reid susurró. “No sé qué es lo que estás buscando. Pero no soy yo.” ¿Estaba perdiendo la cabeza? Estaba seguro de que no había hecho nada que merecía ese tipo de trato.
El hombre con el kufi se inclinó hacia adelante de nuevo, esta vez tomando la barbilla de Reid gentilmente con dos dedos. Levantó su cabeza, forzando a Reid a mirarlo a los ojos. Sus labios delgados se estrecharon en una media sonrisa
“Mi amigo”, el dijo, “esto se pondrá mucho, mucho peor antes de que mejore”.
Reid tragó y probó cobre al final de su garganta. Él sabía que la sangre era emética; alrededor de dos tazas le causarían el vomito, y ya se sentía mareado y con nauseas.
“Escúchame”, imploró. Su voz sonaba temblorosa y tímida. “Los tres hombres que me secuestraron, vinieron a Ivy Lane 22, mi hogar. Mi nombre es Reid Lawson. Soy un profesor de historia Europea en la Universidad de Columbia. Soy un viudo, con dos jóvenes…” Se detuvo. Hasta ahora sus captores no habían dado ninguna indicación de que sabían sobre sus chicas. “Si no es eso lo que estás buscando, no puedo ayudarte. Por favor. Esa es la verdad”.
El interrogador lo miró fijamente por un largo momento, sin pestañear. Luego gritó algo en Árabe bruscamente. Reid se estremeció ante la repentina explosión.
La bisagra se deslizó de nuevo. Sobre el hombro del hombre, Reid pudo ver sólo el contorno de la puerta gruesa cuando se abrió. Parecía estar hecha de algún tipo de metal, hierro o acero.
Esta habitación, se dió cuenta, estaba hecha para ser una celda de prisión.
Una silueta apareció en el camino. El interrogador gritó algo en su lengua nativa y la silueta se desvaneció. Le sonrió a Reid. “Ya veremos”, dijo simplemente.
Hubo un chirrido indicador de unas ruedas, y la silueta reapareció, esta vez empujando un carrito de ruedas hacia la habitación de concreto. Reid reconoció al portador como el tranquilo y corpulento bruto que vino a su casa, todavía llevaba el ceño perpetuo.
Sobre el carro había una máquina arcaica, una caja marrón con docenas de mandos y diales y con gruesos cables negros enchufados a un lado. Al final del lado opuesto, un pergamino de papel blanco con cuatro agujas delgadas presionadas contra él.
Era un polígrafo — probablemente tan viejo como lo era Reid, pero al final un detector de mentiras. Suspiró en medio alivio. Al menos sabrían que estaba diciendo la verdad.
Lo que podrían hacer con él después… no quería pensar sobre eso.
El interrogador se dispuso a envolver los sensores de Velcro alrededor de los dedos de Reid, un cinturón alrededor de su bicep izquierdo y dos cordones sobre su pecho. Tomó asiento de nuevo, sacó un lápiz de su bolsillo y metió la punta rosada del borrador en su boca.
“Sabes qué es esto”, dijo simplemente. “Sabes cómo esto funciona. Si dices algo que no sea la respuesta a mis preguntas, te haremos daño. ¿Entiendes?”
Reid asintió una vez. “Sí”.
El interrogador presionó un botón y manipuló los mandos de la máquina. El bruto ceñudo se paró sobre su hombro, bloqueando la luz de la lámpara y mirando fijamente a Reid.
Las delgadas agujas bailaron levemente contra el pergamino de papel blanco, dejando cuatro trazos negros. El interrogador marcó la hoja con un garabato, luego devolvió su fría mirada hacia Reid. “¿De qué color es mi sombrero?”
“Blanco”, Reid respondió con calma.
¿Qué especie eres?
“Humano”. El interrogador establecía un parámetro para las preguntas que vendrían — usualmente cuatro o cinco verdades para que él pudiera monitorear las posibles mentiras.
“¿En qué ciudad vives?”
“Nueva York”.
“¿Dónde estás ahora?”
Reid casi tosió. “En u… en una silla. No lo sé”.
El interrogador hizo marcas intermitentes en el papel. “¿Cuál es tu nombre?”
Reid hizo lo mejor para mantener su voz fluida. “Reid. Lawson”.
Los tres hombres ojeaban la máquina. Las agujas continuaban sin perturbarse; no había crestas o valles significativos en las líneas de garabatos.
“¿Cuál es tu ocupación?” pregunto el interrogador.
“Soy un profesor de Historia Europea en la Universidad de Columbia”.
“¿Cuánto tiempo tienes siendo un profesor universitario?”
“Trece años”, Reid respondió honestamente. “Fui profesor asistente por cinco y profesor adjunto en Virginia por otros seis. He sido un profesor asociado en Nueva York por los últimos dos años”.
“¿Alguna vez has estado en Teherán?”
“No”.
“¿Alguna vez has estado en Zagreb?”
“¡No!”
“¿Alguna vez has estado en Madrid?”
“N — sí. Una vez, alrededor de hace cuatro años. Estuve allí por una cumbre, representando a la universidad”.
Las agujas se mantuvieron fluidas.
“¿No lo ven?” Por más que Reid quería gritar, luchó por mantenerse calmado. “Tienen a la persona equivocada. A quien sea que estén buscando, no soy yo”.
Las fosas nasales del interrogador de encendieron, pero por lo demás no hubo reacción. El bruto juntó sus manos frente a él, sus venas se mantenían rígidas contra su piel.
“¿Alguna vez has conocido a un hombre llamado Jeque Mustafar?” el interrogador preguntó.
Reid negó con la cabeza. “No”.
“¡Está mintiendo!” Un hombre alto, larguirucho entró en la habitación — uno de los otros hombres que había asaltado su casa, el mismo que primero le había preguntado su nombre. Se sacudió en largas zancadas con su mirada hostil dirigida a Reid. “Está máquina puede ser vencida. Lo sabemos”.
“Habría alguna señal” replicó el interrogador calmadamente. “Lenguaje corporal, sudor, signos vitales… Todo aquí sugiere que está diciendo la verdad”. Reid no podía ayudar pero pensaba que hablaban en Inglés por su beneficio.
El hombre alto se volteó y caminó a lo largo de la habitación de concreto, murmurando enojado en Árabe. “Pregúntale sobre Teherán”.
“Lo hice”, el interrogador respondió.
El hombre alto giró sobre Reid, echando humo. Reid contuvo el aliento, esperando ser golpeado de nuevo.
En cambio, el hombre reanudó su caminar. Decía algo rápidamente en Árabe. El interrogador respondió. El bruto miró fijamente a Reid.
“¡Por favor!” dijo en voz alta sobre su charla. “No soy quien sea que piensen que soy. No tengo recuerdos de nada de lo que preguntan…”
El hombre alto se calló y sus ojos se expandieron. Casi se golpeo así mismo en la frente, y luego le respondió con entusiasmo al interrogador. El hombre pasivo en el kufi acarició su barbilla.
“Posible”, dijo en Inglés. Se levantó y tomó la cabeza de Reid con ambas manos.
“¿Qué es esto? ¿Qué estás haciendo?” Reid preguntó. Las puntas, de los dedos del hombre, él sentía que bajaban y subían por su cuero cabelludo.
“Quieto”, dijo el hombre rotundamente. Sondeó la línea de su cabello, su cuello, sus orejas — “¡Ah!” dijo bruscamente. Le farfulló a su cohorte, quien se lanzó hacia él y tiró violentamente de la cabeza de Reid a un lado.
El interrogador pasó un dedo a lo largo del mastoideo izquierdo de Reid, la pequeña sección de un hueso temporal justo detrás de la oreja. Había un bulto oblongo debajo de la piel, apenas más grande que un grano de arroz.
El interrogador le gritó algo al hombre alto, y este último rápidamente salió de la habitación. El cuello de Reid dolía por el extraño ángulo del cual estaban sosteniendo su cabeza.
“¿Qué? ¿Qué está sucediendo?” preguntó.
“Este bulto, aquí”, preguntó el interrogador, moviendo su dedo sobre él de nuevo. “¿Qué es esto?”
“Esto es… esto es sólo una protuberancia occipital”, dijo Reid. “La he tenido desde un accidente de automóvil, a mis veinte años”.







