- -
- 100%
- +
Entre los cerros amarillos, se encontraba un círculo perfecto llamado la plaza de Siria, en donde cada atardecer, convocaba a los niños el loco de la Nanda. Conformando el paisaje unos seres diminutos y desamparados, bajo el resguardo de un universo plagado de luceros y de un anillo que perfilaba el brujo con pequeños cristales de luz rojiza.
Al anochecer tocaba relatar historias, y entonces Dewa se sentaba junto al fuego y se transfiguraba. El niño Ixhian recordaba esos instantes con infinita dulzura y añoranza, percibiendo como la luz del fuego iluminaba la mitad del rostro de Dewa; provocando mil fantasías, y en donde la fealdad del brujo lo convertía en un ser asombroso. Tras finalizar el relato o «la historia de fe», les hacía arrodillar y mirar hacia arriba, en dirección a las estrellas…
—Si se ilumina toda la plaza, se nos puede observar desde lo alto. No estamos tan solos como creéis, somos filamentos extendidos de un inmenso océano misterioso…
El siguiente paso del loco de la Nanda consistió en enseñarlos a intimar con los «ojos de Espíritu» para así poder entender que existía otra realidad fuera de la Sidonia. Ocurrió entonces que el rostro de los niños comenzó a cambiar, ya que se fueron colmando de una nueva complacencia y frescura, resaltando matices de satisfacción y contento. Con Dewa, les llegó la esperanza.
Desde la más absoluta soledad de Paradiso, aún evoca Ixhian dichos recuerdos, mirando hacia las estrellas, emocionado. Sintiendo aquellas palabras, como si Dewa, su vagamundo[11] preferido, no se hubiese marchado nunca de su lado. Suscribiéndose en aquel tiempo, ciertos lazos que les mantendrían unidos para siempre. Esos, sin la menor, duda constituyeron los momentos más hermosos y reveladores de su infancia. Dewa nunca hizo referencia explícita, ni trato preferente hacia su persona. Aunque era obvio que su estancia en la Sidonia tenía que ver con el niño y su descubrimiento en el día de su llegada. El viejo Amaro fue pasando a un segundo plano, tomando un papel secundario. Pues ya apenas destacaba su figura, permaneciendo la mayor parte del día sentado al sol y bebiendo vino junto a la puerta que daba acceso a la cocina.
Latia, la llegada de la media Luna
Luego sucedió el gran milagro que lo cambió todo, ya que antes de cumplir los diez años apareció ella. Cogiéndolos desprevenidos, pues los niños desconocían que pudiese existir un ser semejante sobre la faz de la tierra. Ella, sin duda era la encarnación de una diosa que personificaba la bondad y ternura.
Se llamaba Latia y a partir de entonces, los niños nunca más carecieron de atenciones. Se duplicaron los alimentos y el cuidado hacia cada uno de ellos. La dama, junto a un numeroso séquito de aldeanas, remodeló la enfermería, la cocina y la atención directa hacia los más pequeños, separándolos de los mayores, haciendo que abandonasen las cavernas y agrupándolos en dos naves subterráneas, muy limpias y amplias. Mandó fabricar a los carpinteros y leñadores, una cama de madera para cada uno de ellos. Edificó una zona destinada para los baños y aseos, reformó el comedor y de una manera u otra, contuvo el ímpetu bárbaro y salvaje que imperaba entre los mayores; pues su presencia causaba tal respeto que ninguno de ellos se atrevía a contradecirle y ni tan siquiera replicarle. A Latia, jamás se le vio exteriorizar ningún tipo de severidad ni rudeza con los niños, más bien se podría decir todo lo contrario.
Se contaban muchas cosas de ella, pero la más cierta de todas era que debiera ser una gran dama del lejano país de Casalún, por lo que su presencia representaba el misterio y la lejanía. Solía sentar al niño Ixhian en su regazo, mientras le alisaba el cabello y lo mimaba. Sin saber, cuándo ni cómo, la palabra madre irrumpió por primera vez en el alma del niño.
—Mi madre debió ser como Latia —se decía, inocentemente el pequeño, cuando se acostaba y cerraba sus ojos vencidos por el sueño.
Bajo su amparo y protección, al fin halló Ixhian un lugar entre los demás. Aunque sea justo el confesar, que no hubo manera de enmendar ni modificar su vicio, convertido en adicción, de escabullirse y ocultarse en busca de cierto aislamiento.
Sucedió en un día a finales de verano, habían pasado más de cuatro años desde su salida de las cavernas, cuando volvió a toparse con el caballero elegante y con ojos de búho que le hallase y atendiese de pequeño. Llegaba por el sendero que se alejaba de los cerros amarillos, montando sobre un majestuoso caballo azabache.
—Vaya, nos encontramos de nuevo ¡Qué caprichoso es el destino! ¿Hacia dónde se dirige el joven Ixhian?
Y a partir de ese día tuvo un nombre, invitándole a compartir el caballo con él. Aterrorizado, nuestro niño negó dicha invitación e intentó escabullirse de vuelta hacia la Sidonia. Pero el caballero lo aupó por la cintura y con una fuerza desmedida, le hizo sentar sobre el caballo, colocándolo delante de él.
Sin más opción más que dejarse llevar, quedó atrapado y sin posibilidad de intentar la huida. El caballero azuzó el caballo dirigiéndose velozmente hacia Astry, la aldea más cercana, mientras Ixhian cerraba los ojos, muerto de miedo, dejándose llevar por el trote del caballo, hasta percibir que este se detenía. Al abrirlos, descubrió hallarse en un paraje asombroso que nunca hubiese sido capaz de imaginar, pues allí no había tierra amarilla, ni chumberas; estos eran árboles de verdad, verticales, hermosos y complacientes. Todo colmado de un verde que dañaba la vista.
Si estos eran los colores del mundo, ¿en dónde quedaban los colores de la Sidonia?— Pensó el muchacho.
La imagen de una cabaña de madera al margen del camino y de un riachuelo que con infinita placidez estabilizaba el lugar, desmanteló inmediatamente sus defensas. Emocionado descubrió a Latia en pie, junto a la puerta de la cabaña saludándole con la mano. De un saltó bajó del caballo y buscó refugio entre sus brazos. Entonces, a partir de ese día, y a sus doce años de edad, nuestro niño ya no volvió a la Sidonia nunca más.
[10] Comandador, cuerpo militar que gestiona y cuida de la isla y sus habitantes.
[11] Vagamundo, linaje muy antiguo, cuyos integrantes sueles ser considerados unos brujos estrafalarios.
IV – Thyrsá
La rueda de la vida
Pasadas varias semanas desde la partida de Celeste, volvió a visitarnos el señor de pelos desaliñados y de pequeña barba rugosa. Despertando una vez más, mi asombro y curiosidad, pues pensé que no volvería a verlo de nuevo. Se mantuvo amable y sumamente cariñoso conmigo; ofreciéndome un par de vestidos, regalo de la señora Ana, aquella simpática y corpulenta dama que acompañara al caballero, en su anterior y aciago encuentro.
El primero de ellos era un conjunto compuesto por una camisa roja y una falda amarilla, el otro era mucho más elegante; nada más y nada menos que una especie de traje enterizo de color crema y cinturón bermejo, rematado en su escote por unos finos y delicados encajes. Nunca había tenido nada semejante, ni tan siquiera me había permitido el soñar con ello, y es que en realidad no sabía mucho de recibir regalos. Aunque padre, muy de vez en cuando, me obsequiaba con alguna flor silvestre del bosque y algún bote de miel o mermelada. Se interesó bastante el señor Arón, que era como se llamaba el hombre de las barbas, por el tipo de vida que llevaba en un lugar tan apartado y solitario. Tras la comida, hablaron mucho padre y él, hasta que aburrida de no entender un ápice de cuanto decían, decidí subir y recluirme en mi cuarto. Ya bien entrada la tarde, me pidió que lo acompañase hasta el manantial, donde suspiró emocionado al comprobar cómo sobre la tumba de la yaya, habían crecido unas diminutas florecillas azules, cubriéndola por completo.
—Ella siempre pintaba su casa de azul, era su color favorito —le conté.
—Para Asanga el universo entero era de ese color —con esas extrañas palabras concluyó el señor Arón la conversación.
Me prometió volver pronto y ayudarme a arreglar el viejo horno que se encontraba tras la casa, quería enseñarme algunos secretos y elaborar conmigo bollos y pastelillos.
Luego tras su marcha, pasaron los días como si no hubiese acontecido nada extraordinario, volviendo a la tediosa rutina en el bosque, los gansos y la tremenda soledad de las piedras y sus ruinas. Un día a la semana me escapaba al mercado como único suceso memorable, aunque padre me aconsejara no hacerlo; ya que según él, disponíamos de dinero suficiente para poder vivir, sin necesidad de ello. Tan solo por llevarle la contraria y ante la imperiosa necesidad de no sentirme la única persona del mundo, cargaba con el carro con desespero y toda mi rabia acumulada. Tiraba de la desventurada vida que llevaba y de un dolor heredado que no entendía ni sabía de dónde salía. Luego en la tarde, casi siempre me encontraba a padre bebido, recostado sobre la mesa. Entonces entendí el infierno en que se había convertido mi vida.
Pasado el invierno, el señor Arón se habituó a visitarnos con más frecuencia, hasta llegar a pasarse por casa casi a diario. Cosa que no entendía, ya que el camino que llevaba hasta ella, no iba a ninguna parte. Así, con el paso de los días nos fuimos haciendo el uno al otro, hasta llegar a suspirar por su llegada. Nos sentábamos en el exterior, sobre un viejo banco de madera a la caída de la tarde. Era primavera y la luz que iluminaba el mundo se había vuelto muy nítida y brillante, desde allí observábamos el plácido vuelo del milano, sobre el bosque que nacía bajo el altozano.
Recuerdo verlo subir, mientras saltaba de los nervios, y como después de besarme en la mejilla, le obsequiaba con una fresca infusión que ocultaba tras mi espalda, esperando con verdadera ansiedad que este cerrase sus ojos y paladease su contenido. Luego muy despacio, y haciéndome rabiar, se demoraba en la adivinación de sus ingredientes. Poniendo cara interesante y equivocándose a posta, mientras yo saltaba de la risa boyante y dichosa. Complacida me aferraba a su mano, a la vez que nos dirigíamos hacia el viejo banco de madera, detallándole a continuación la auténtica composición del refresco, a la vez que simulaba mostrarse realmente satisfecho.
Enseguida y como quien no quiere la cosa, iniciaba la conversación curioseando e indagando de cuanto aconteciera por casa desde su partida. Con su cercanía y destreza conseguía desarmarme, aunque más de una vez fuese yo quien le pusiese en aprieto y acabara, deshojándose como una flor marchita, confesándome sus anhelos e inclinaciones. Debió de ser por entonces cuando el abuelo, como comencé familiarmente a llamarle, dada su edad y el cariño con el que me trataba; despertó un verdadero interés en mi persona y por la que yo no apostaba un bledo. Considerándome a mí misma, algo estúpida y dotada de una intrascendente personalidad.
Transcurrieron los meses siguientes, envuelta en esa dinámica de encuentros y desencuentros, hasta que mi corazón volvió a partirse de nuevo, el día en que padre se marchó, sin tan siquiera mencionar, ni dirigirme una sola palabra de despedida. Me dolió porque me había hecho a él, a pesar de la enorme distancia que nos separaba…
El abuelo Arón
A los trece años me hice mujer y el abuelo reemplazó a padre, ocupando su lugar en la casa, pasando así a custodiarme y protegerme. Fue ese un día maravilloso e inolvidable, donde cocinamos un gran pastel de miel y cereales. Recuerdo que el abuelo me regaló un precioso pañuelo de color escarlata para cubrirme del frío, y que nada más desenvolver la caja que lo envolvía y descubrir ese hermoso tesoro; me lancé a sus brazos, comiéndomelo a besos. Su ternura y delicadeza para abordar ciertos temas, superaba a cuanto había conocido hasta entonces. Sabía tratarme de sobra, y en el fondo de mi alma sentía que me conocía mejor que nadie, por lo que me entregaba a él ciegamente, siendo este mi guía y medicina.
Siempre quedarán subscritos esos atardeceres, en donde sentados sobre el altozano, percibíamos los últimos rayos del atardecer, bañando las copas de los gigantescos árboles que conformaban los bosques de Hersia. Esperando con interés la aparición del milano o del gran aguilucho que solemne planeaba, regalándonos su solemnidad y culto, al finalizar el día. Me enseñó a respirar y a contener mi angustia, pues todo en él era esparcimiento y regocijo, a la vez que era capaz de otorgar cada acto, de una humanidad sin precedentes. Poseía una increíble capacidad para desdramatizar cualquier situación, por muy dolorosa que esta fuese. Era una persona muy alegre y cercana, siempre pendiente de mí. Intentando que no me dejase llevar, por esa corriente melancólica que habitaba dentro de mí.
Era una niña de temperamento nervioso y suspicaz, me encantaba peinar el cabello del abuelo y darle forma, a esa mata enmarañada que le caía salvajada, de aquí para allá. Le pellizcaba y sacaba los colores, a esas mejillas protuberantes que le otorgaban cierta comicidad. Jugábamos a desafiarnos y a ver quién era capaz, de mantener por más tiempo la mirada puesta en el otro, sin cerrar ni mover las pestañas. Compitiendo y enfrentándome a los ojos del abuelo que eran capaces de calmar cualquier tempestad. Dicha asociación y complicidad, me llevaban hacia una entrega y confidencialidad como jamás sintiera por nadie. El abuelo parecía a veces un búho, se mantenía en silencio mirándolo todo con una curiosidad que me exasperaba. No solía mencionar palabra alguna, sobre su país de procedencia ni sobre la lejana Casalún. Teniendo que rogarle una y otra vez, referencias sobre el enigmático lugar en el que residía mi hermana.
Con la reparación del horno, se sumó una nueva afición por el dulce y los pasteles, enseñándome a decorar huevos de oca, con pigmentos extraídos de las plantas y resinas de los árboles. Entusiasmada con esa nueva tarea, me entregué de lleno a ella, pasando horas enteras concentrada en el arte de la ornamentación. En primer lugar seleccionaba los huevos, limpiando con esmero su cáscara, hasta obtener un blanco reluciente. Luego los cocía en agua con un poco de sal y con sumo cuidado de que no se agrietasen, enfriándolos a continuación, bajo el caño de agua fría.
Disfrutaba de lo lindo, entre el desaliñado arsenal de resinas, olores y pinceles en que se había convertido el comedor de casa. Una vez absortos en la tarea, el abuelo intentaba explicarme, con su piadosa paciencia, el significado más profundo de cuanto hacíamos. Aunque también es cierto, que mi inquietud y nerviosismo, propios de la edad, lo hacían exasperar hasta el infinito; por lo que acababa retirándose tras nuestro mutuo y habitual ataque de histeria, dándose al fin por vencido de tan infructuosa tarea. Seguidamente, recostaba su cabeza sobre el diván, dejándola caer exhausto y siendo esta mi señal de victoria. Entonces me lanzaba mojando pinceles sin ton ni son, coloreando los huevos desahogadamente, sin esquema ni precisión alguna.
Los jueves aprovechábamos para vender la elaboración semanal en el mercado, aunque el abuelo, por más que le suplicase, se negaba siempre a acompañarme. Su presencia en la comarca, supuso una verdadera revolución en la aldea, levantando el interés general en una población aburrida y bastante indiscreta, todo hay que decirlo.
El abuelo jamás se encontraba en casa cuando despertaba, nunca supe hacia dónde se dirigía. La mayor parte de las veces, no regresaba hasta pasada la hora del almuerzo, y tras tomar algo, descansaba un buen rato encerrándose en su habitación, mientras le aguardaba junto a la ventana, remendando ropa o simplemente observando los árboles y la lluvia. Ya entrada la tarde, cuando despertaba, tomábamos algún dulce y si el tiempo acompañaba; bajábamos hasta las ruinas, visitando el corral y la tumba de la yaya. Conversábamos de lo lindo, y yo me entregaba a él sin reservas, cada deseo y cada pensamiento lo ponía en mi boca, sin miedo ni temor a ser censurada.
Así fue sucediendo el primer año de nuestra particular relación, yo fui haciéndome más mujer cada día que pasaba y él más cauto y preservado. Cierto día manifesté el deseo de ir a Casalún, quería salir del altozano y la reclusión que suponía vivir al final de un camino que no llevaba a ningún lugar. Entonces su rostro se transfiguró en desconcierto, viendo algo en mí que hasta entonces le había pasado inadvertido y desde ese instante, noté que se volvía aún más meditabundo si cabe. Curiosamente pasé de la entrega sin reservas, a una retirada y repliegue de mi intimidad. Le espiaba intrigada, intentando averiguar los secretos que ocultaba el hombre con quien compartía mi vida y que en suma, me era un auténtico desconocido.
Las astas del rey
Cierta tarde y recién entrada la primavera, el abuelo me enseñó a cocinar unos pastelillos, pidiéndome a continuación que los llevase al mercado, a la jornada siguiente. Les llamó «las astas de rey» recuerdo como pasamos una tarde divertida, dando forma a una masa crujiente de almendras que habíamos preparado. Ya había pasado más de un año, desde la llegada del abuelo. Su presencia había conseguido pasar a un segundo plano la figura de padre. Del que por cierto no volví a tener noticias, ni tampoco las echaba en falta.
En la mañana siguiente, se levantaba niebla en el bosque y una gran luna se dejaba asomar sobre el altozano. Era el ciclo lunar de los Fuertes Vientos[12] , y el abuelo no se encontraba en su habitación ¿A dónde se dirigía? ¿Qué me ocultaba ese hombre? Un poco enfadada por su falta de confianza, cargué con avidez el carro y deposité con sumo cuidado, la cesta con los pastelillos en el interior del carromato y tirando de él con voluntad y brío, me adentré por el serpenteante camino que llevaba a Jissiel.
Tenía catorce años recién cumplidos, era un día de mercado a principios de primavera, cuando le vi por primera vez. Vestía pantalones rojos y una amplia camisa amarilla que le colgaba por fuera. Se quedó observándome por encima del tenderete, permaneciendo detenido, absorto delante de mí… y en cuanto coincidía nuestra mirada, este la desviaba apresuradamente. Decidida y sin mediar palabra alguna, cedí al impulso de ofrecerle un pastelillo. Desde ese momento algo irrumpió súbitamente, una novedosa sensación que envolvió todo mi ser, saturándome de un apasionamiento que prevalecía, ante todo cuanto había conocido.
Cada nuevo día de mercado esperaba con desazón, la vuelta del joven de camisa amarilla y pelo despeinado; sumergiéndome de lleno en este misterioso descubrimiento que significa la confluencia y el contacto.
Así se dio el comienzo de mi historia de amor y puede que la única pasión indiscutible de mi vida. En ese mercado se inició una batalla, cuya encrucijada final consistió en el intento de unión, con el hombre que he amado durante toda mi vida. Comenzamos cruzando pequeñas palabras en principio, para pasar posteriormente a una mutua y correspondida entrega de obsequios que recopilábamos durante la semana. No debí disimular mucho mi estado de exaltación y contento, ya que el abuelo descubrió mi secreto pidiéndome que invitase a mi misterioso amigo a casa, si era ese mi deseo.
Así que en cuanto tuve oportunidad, le propuse que se acercase una tarde a merendar, y él aceptó, limitándose a hacer un gesto nervioso que en principio no sabía si tomarlo como afirmación o negativa. Entonces una señora hermosísima, como salida de una fábula le zarandeó por los hombros. Su belleza superaba cuanto había conocido, vestía una túnica verde que resaltaba sobre la muchedumbre de la plaza y entonces, fui yo quien no se atrevió a levantar la mirada. Avergonzada le ofrecí mi mano inclinándome, y ella… salvando el carromato, me envolvió entre sus brazos.
—¿Cómo te encuentras Thyrsá? —sin responderle, me limité a saludarla con un ligero gesto, inclinando mi cabeza en señal afirmativa.
—¿Usted es de Casalún, verdad que sí? —Esta se sorprendió ante mi pregunta—. ¿Y Celeste? ¿Conoce usted a mi hermana, verdad? —pregunté con un hilo de voz.
—Precisamente se encuentra en Casalún, aprendiendo mucho, hija —contestó la dama—. No debes preocuparte por ella, es feliz. Nos vemos pronto Thyrsá, ahora tenemos prisa, hemos de volver a casa y el tiempo parece que no acompaña. —Dándose media vuelta la dama, se perdió entre el gentío.
Algún día seré como ella, me dije mientras la observaba marcharse, bajo una suave e inesperada llovizna. Lo recuerdo como si fuese hoy, impresionada tras el encuentro, llegué a la conclusión de que aún no había visto nada, manteniéndome vegetando como una hiedra más de las ruinas de Vania. Los bosques de Hersia se me hicieron pequeños, el mundo había vuelto a girar abriendo sus fronteras. Con verdadera ilusión aguardé mi primera cita, diseñando mi ropa y decorando la casa con flores y hojas balsámicas del bosque. Limpié con verdadero ahínco la casita del altozano, mi morada debería de convertirse en un palacio limpio y transparente como el cristal.
Cabalgando sobre un precioso potrillo blanco, hizo aparición por el camino que llegaba desde Jissiel, reluciendo bajo los primeros rayos de la tarde.
Mis lágrimas vuelven a brotar cuando evoco dicha escena; ¡Qué inocencia, cuán dulce inocencia…!
A mis catorce años, mi vida cambiaba por completo. El abuelo no se hallaba en casa, había desaparecido, como era de esperar. Pasamos la tarde conversando y riendo; él me contaba sobre sus sueños y sus pequeñas aventuras, detallándome sus enormes deseos de convertirse en soldado comandador. Yo no sabía que contestarle, pues carecía de aspiración alguna, conocía algunas hierbas, me gustaban las ocas y dibujar sobre sus huevos. Eso sí, deseaba más que nada en el mundo, ir algún día a Casalún para encontrarme con mi hermana Celeste. Entonces él prometió llevarme, y sin poderlo evitar, le respondí dándole un inocente beso en la mejilla. Así fuimos pasando nuestra primera velada juntos, bajo la influencia del gran Ciclo de las Flores[13] , en una recién entrada primavera.
[12] Primera luna de la primavera y cuarta del año.
[13] Segunda luna de la primavera y quinta del año.
V - Ixhian
La casita del cruce de caminos
Como era de esperar, todo diera un vuelco el día en que se instalaron en el cruce de caminos, pues la vida comenzó a forjarse para el joven Ixhian, bajo el encantamiento y la erudición que le proporcionaban sus dos nuevos tutores. La cabaña era algo destartalada, aunque con espacio suficiente para vivir holgadamente los tres. Arón se llamaba, el elegante y distinguido señor que le condujera a caballo hasta su nuevo hogar. Acomodándose en una pequeña habitación junto a la puerta de entrada, mientras Latia y él, lo hicieron en la parte trasera de la casa. Quedando nuestro joven gratamente sorprendido y satisfecho, al comprobar que disponía de un habitáculo propio, al igual que en los tiempos de las cavernas; siendo bastante espacioso y disponiendo incluso de una mesa, varias estanterías y una luminosa ventana por la que entraba abundantemente la luz.
Pasó su primer año alejado de la Sidonia, y en apenas un abrir y cerrar de ojos se hizo hombre. Durante las mañanas de verano y cuando el buen tiempo lo permitía, se dedicaba al pastoreo, ya que el abuelo, como pasó a llamar familiarmente al elegante señor, le proporcionó un pequeño rebaño de cabras. En las largas tardes, pasaba la mayor parte del tiempo dedicado a la limpieza del establo, adecentando los caballos. Todo sucedía muy lánguidamente, pero intenso a su vez.
Al principio, y sobre todo a eso del atardecer, solía coincidir con el abuelo en el exterior. Se sentaban sobre un escalón adherido al tabique de la casa, en donde absortos y en silencio contemplaban la sinuosa y retorcida senda que llevaba hacia el interior del bosque. Ya más tarde, acababan la jornada junto al fuego, con el abuelo hablándole de la isla, de su geografía y naciones. Mientras Latia se mantenía hilvanando tejidos y atenta a cuanto este decía. Motivado por las palabras del abuelo, fantaseaba nuestro niño imaginando que algún día partiría lejos y recorrería los territorios del norte; donde según le contaba que habitaban la mayoría de las viejas razas de Erde[14] , que era uno de los nombres con los que se conocía la isla.