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Todo se mantenía en un aletargado sosiego, hasta cierto día que tuvieron una visita inesperada, pues una gran dama de la lejana Casalún, se detuvo a pernoctar en la casa. Era una mujer voluminosa, ancha de caderas, no muy alta aunque con cierto aspecto de distinguida cortesana. Llamaba la atención el estampado de su vestido, haciendo juego con su enrevesado cabello pelirrojo. Sus mejillas sonrosadas y una amplia sonrisa le dividían su rostro de luna, en dos particiones perfectas. Llegaba acompañada de una agraciada damisela con el cabello rapado y una larga trenza oscura que le caía dividiéndole la espalda, pareciendo una princesa.
Hablaron mucho esa noche de cosas que él no entendía, y se enfadó cuando Latia le mandó retirarse temprano a su improvisado aposento, que no era otro más que el cobertizo. Madre Latia le acondicionó un lecho de paja y heno para esa noche, y ni que decir tiene, el tremendo disgusto que supuso dicha exclusión para el joven. Aunque debido a la cantidad de emociones recibidas no le duró mucho el enfado, ya que cayó rápidamente vencido por el sueño. Al levantarse a la mañana siguiente, comprobó con cierto desánimo que habían partido la dama y el abuelo, junto a la atractiva asistenta con cara de niña. ¡Le hubiese gustado tanto acompañarles! Latia le contó que marcharon muy temprano, con objeto de asistir y sanar a una dama enferma en Jissiel.
Latia era una mujer más bien reservada, y cuando le hablaba solía hacerlo preferentemente sobre las costumbres de Casalún y el Valle.
Cierto día y sin saber por qué, comenzó a llamarla madre, surgiendo de la forma más espontánea y natural. La primera vez que lo hizo, ella le dirigió una piadosa y reveladora mirada que aún se guarda para sí. A pesar de sus años y las consecuentes rugosidades que expresaba su rostro, Latia se mantenía reluciente y despejada como una mañana de primavera, conservando parte del extraordinario primor que debiera haber disfrutado en su juventud. De sus ojos, sobre todo cuando se perdían en ella misma, afloraba cierta añoranza y un fondo de amargura. Entonces se solía sentar frente al ventanal de su habitación, mientras se alisaba el cabello o daba forma a una trenza que luego deshacía. Entonando para sí un débil susurro del que dejaba entrever alguna olvidada melodía. En los silencios que habitaban en ella, se revelaba una intensidad que era capaz de mover los objetos a distancia, y hacer circular un viento impetuoso que recorría las estancias. Su atención para con el niño se desbordaba, pues con su extremado y excesivo celo, expresaba una pasión y un amor desmedido que él apenas entendía. Y aunque su cuerpo daba la sensación de fortaleza, algunas veces y sin manifestar la más mínima queja ni dolor, caía agotada sobre su lecho ante el más mínimo de los esfuerzos.
El nacimiento de Dulzura
A partir de la visita de la dama, el abuelo comenzó a ausentarse la mayor parte del día y de la noche, sin mencionar hacia donde se dirigía. Lo cierto es que comía temprano, en silencio y apresuradamente, luego solía retirarse a descansar en su aposento, hasta las primeras horas de la tarde, cuando se marchaba. Ixhian lo despedía desde el cobertizo, donde le ayudaba a montar, aprovechando para quedarse limpiando y cepillando a Dalia, la yegua de Latia que se encontraba preñada. Era esta tan blanca como la leche y de crin plateada, como un furtivo rayo de luna.
Sumo, el airoso caballo del abuelo, pertenecía a la raza de los antiguos Duihets y significaba; “Montura de Dioses”. Era negro como el azabache y jamás permitía que nadie lo montase, salvo el abuelo. Ya que su naturaleza bárbara le impedía someterse a más de una persona. Los Duihets se someten a un solo amo —le dijo una vez el abuelo.
El invierno se metió de lleno en Hersia y no paraba de llover en ningún momento. El cielo oscurecía durante la mayor parte del día y la luna recorría el ciclo de las Largas Noches[15] . Siendo casi imposible poder salir al exterior, por lo que el joven aprovechaba para ayudar a Latia en algunos quehaceres domésticos y aprender a coser su propia ropa, ordeñar las cabras y hacer queso, al tiempo que madre le enseñaba a conservar los alimentos.
El mundo entre Latia e Ixhian se fue cerrando conforme pasaban los meses, sobre todo tras las prolongadas ausencias del abuelo, haciéndose a ella y a su entorno, como si no existiese nada más allá del cruce de caminos.
En los breves momentos en los que la lluvia otorgaba una tregua, aprovechaba nuestro joven para salir corriendo y echarle un vistazo a Dalia que se encontraba a punto de parir. Latia se percató entonces del tremendo aburrimiento que padecía el muchacho, tras las prolongadas ausencias del abuelo. Por lo que decidió aumentarle las horas dedicadas a su formación. Así que con mucha insistencia y perseverancia por su parte, intentó suplir al abuelo, reforzando la lectura y la historia de la isla en que habitaban. A principios de otoño se presentó un señor con una mula cargada de libros y manuscritos. Llegaban de parte del abuelo, con el objeto de ayudar a Latia en los estudios del joven. Desde ese día Latia intensificó las horas de aprendizaje, haciéndole leer y memorizar textos y más textos. Obligándole a escribir y copiar sin pausa, hasta hacerle doler los dedos pero a nuestro joven, lo que más le fascinaba eran los pergaminos antiguos y los mapas; sobre todo aquellos que ilustraban lugares lejanos.
Así fue transcurriendo el primer año de convivencia; un tiempo sereno y suave, entregándose a Latia e intentando complacerla en cuanto estuviese de su parte. Hasta que cierto día, sucedió que la yegua Dalia se pusiera al fin de parto bajo el ciclo de la luna del Lobo[16] , ya entrado el frío invierno. Entonces Latia le pidió que la acompañase y le ayudase en asistirla. Ixhian no pudo menos que saltar de regocijo ante tan sorprendente propuesta. Nervioso como el que más, se entregó de lleno al acto milagroso que supone presenciar por primera vez la llegada de una nueva vida. En el cobertizo observaba con sumo interés, con ojos abiertos y desorbitados. Latia comenzó a rezar, mientras él intentaba tranquilizar a la yegua que resoplaba intranquila, acariciando su lomo e intentando consolarla. Seguidamente, madre Latia limpió a la yegua con un paño húmedo, mojándolo en un tonel de agua caliente que le hizo preparar. Ixhian se mantuvo sereno y bastante comedido, tan solo comenzó a asustarse cuando apareció, cogiéndolo desprevenido, una especie de bolsa entre las patas traseras de la yegua. Latia le pedía a Dalia que empujase y entonces la yegua, como si entendiese lo que le decía, se tumbó de lado sobre el suelo del cobertizo y poco a poco fue dando paso a la nueva vida. Nuestro joven sumamente impresionado, se quedó atrapado en la escena, pues nunca anteriormente hubiera presenciado nada semejante.
En el momento que vio la cabeza del potrillo asomarse entre viscosidades, con los ojos muy abiertos, supo que se enamoraría de ella; sin poderse imaginar hasta qué grado, ella sería su más fiel y dulce compañera. Latia soltó una carcajada que resonó por todo el establo, y agasajando sus cabellos le dijo:
—Prepárate, porque la hija de un Dhuiet no abandona nunca a quien ve por primera vez. Es hembra hijo, una más…
Luego, una vez en pie el potrillo, recogió Latia la sangre del animal recién parido, manchándose parte del pecho y repitiendo el mismo proceso con Ixhian.
Se le llamó Dulzura, igual que la madre de Dalia, y del invierno más tosco y aburrido; pasó Ixhian a la primavera más alegre de su vida, cuidando del potrillo y entregándose a complacerla como si fuese un tesoro hallado en el desierto.
Cierto día le pidió madre Latia que le acompañase al mercado de Jissiel, era ya entrada la primavera. Sería esta la primera vez que tuviese la oportunidad de poder ver y comprobar con sus propios ojos, cuanto sucedía en el mundo.
—¿Cómo serían las calles de un poblado y de qué manera se las apañaría tanta gente para vivir junta y sin tropezar? —se preguntaba ingenuamente.
Latia le arregló una vieja capa de capucha azul, solicitándole que la acompañara con ella cubierto. A Ixhian le gustó mucho la idea, pues así tenía la sensación de ocultarse ante la mirada de los demás. Ya que al fin y al cabo, era como ver el mundo desde un agujero, y que no venía a ser diferente a lo que siempre había hecho.
El encuentro
Esa noche apenas pudo conciliar el sueño, así que muy temprano y nada más amanecer, iniciaron la travesía hacia el pueblo, envueltos por una persistente niebla y bajo una suave llovizna. Madre Latia marchaba a su lado, portando un gran cesto de mimbre; avanzaban en silencio y a pasos agigantados, por lo que alcanzaron rápidamente la aldea. Se hallaba nuestro joven fascinado, ya que jamás hubiese podido imaginar, ni concebir nada parecido. La muchedumbre le empujaba y dirigía, siendo incapaz de conducir, con relativa seguridad sus pasos. Tropezaba constantemente, sudaba y le costaba hasta respirar.
—¡Cuánta gente habita en el mundo! —se dijo apesadumbrado.
Madre le pidió que le entregara entonces el impermeable y su capucha, había dejado de llover el sol relucía bajo un cielo limpio y azul. Se mostraba nuestro joven abiertamente al mundo, tras desprenderse de la prenda que le protegía. Latia lo hizo a posta, ella fue quien lo preparo todo, empujándolo a enfrentarse con su destino.
Perdido entre el gentío le dejó solo, poniéndolo a prueba.
—No te preocupes y disfruta del mercado, cuando termine de comprar iré en tu búsqueda —fueron sus palabras.
Las calles se hallaban abarrotadas, desconocidos frutos y aromas anegaban sus sentidos. Colores y productos de todo tipo se ofrecían ante su mirada desorientada, y ni en el más profundo de sus sueños hubiera sido capaz de imaginar un espectáculo semejante.
En una de las calles laterales, dando a una pequeña plazuela, se hallaba la figura de una niña. La luz daba de lleno en ella, tras sortear los tejados y sus sombras. Cegado por el reflejo del sol, avanzó a tientas hasta donde los brillos ofrecían su mayor intensidad. Se hallaba realmente perturbado, por lo que permaneció rezagado y alrededor de un triste carromato de madera, observando los insólitos productos que se ofrecían en su interior. Hasta que inesperadamente, surgiera tras el carro, la joven que en principio llamase su atención, ofreciéndole con suma simpatía un pastelillo. Deslumbrado por el sol, aceptó su ofrenda. No podía distinguirla con claridad, pero así le parecía la criatura más hermosa de la tierra, y a la que ni tan siquiera la dulce asistenta venida de Casalún se le podía comparar. Ojos oscuros que filtraban tonalidades verdes, cabellos castaños y rizados como algas refulgentes en la orilla del mar. Vestía un traje rojizo a juego con sus labios, denotando su rostro un paisaje celestial. Fascinado por la escena, nuestro joven era incapaz de alejarse del desgarbado carro de madera. El encantamiento se rompió, en el inoportuno momento en que le llegó la voz de Latia reclamándole y sin poder contestarle se atragantó, la emoción le desbordaba impidiendo pronunciarse. Desde dicho día se quedó en ese mercado para siempre, tremendamente solo, pero a su vez rodeado de gente.
Le llegó el amor de repente, ese primer amor de juventud que nunca se olvida, esa primera pasión cuyo néctar se mantiene. No pudiendo apartarla de su pensamiento en ningún momento del día, ya que su imagen le acompañaba a donde quiera que este fuese. Luego vinieron los encuentros, por lo que cada semana la volvía a visitar en el mercado. Latia no se interpuso, más bien todo lo contrario. Ella accedía placenteramente a que le acompañase y permaneciese junto a la niña, mientras ella ralentizaba a conciencia su compra. Hasta que cierto día, la niña Thyrsá le invitó a visitarla en su cabaña. Lo que dio lugar a que tanto el abuelo como Latia bromearan de lo lindo con él, hasta hacerle ruborizar.
Llegó el día señalado, así que montado sobre la yegua Dulzura alcanzó Jissiel la ciudad del mercado, que no se hallaba a más de media hora de camino desde Astry. Una vez superada la aldea, tan solo se hallaba un espeso bosque, al que se accedía a través de un único camino de tierra poco transitado, concluyendo a los pies de unas viejas ruinas, engullidas por la floresta. Siendo este, un lugar respetado y temido por los lugareños; compendio de viejas leyendas y apariciones. La casa de Thyrsá se hallaba enclavada en lo alto de un altozano que antaño debería de haber servido de baluarte o fortaleza. Abajo se abría colmando el horizonte, la selva de Hersia en toda su profundidad.
A partir de ahí se abrió un nuevo escenario, pues los últimos momentos vividos junto a madre Latia, habían supuesto un tiempo destinado principalmente a instruirle y encaminado hacia el final de un proceso, cuyo desenlace realmente desconocía. Aunque lo verdaderamente sorprendente, supuso el descubrir que el abuelo se había mantenido cuidando a Thyrsá, a la misma vez que lo hacía junto a ellos. Desdoblándose como solo puede hacerlo, alguien de una naturaleza extraordinaria.
Daba comienzo una etapa decisiva en sus vidas, cuando comprendieron que habían sido predestinados a encontrarse, el uno al otro, y que la casualidad había jugado una fuerte baza que terminó desconcertando a los mayores. De una manera u otra sus vidas eran guiadas por el abuelo y madre Latia, que al fin y al cabo, eran gente sabia perteneciente al Bosque Powa y al Valle, una tierra maravillosa saturada de habladurías y misterios. Pero entonces, cuando mejor se hallaba nuestro joven, le llegó de nuevo cierto temor ya olvidado, propio al mundo lúgubre y cavernoso de la Sidonia. Cuando intuyó que le aguardaba un devenir incierto, cargado de dilemas e inseguridades.
[14] Erde y La Defensa eran los nombres por los que se conocía la isla, el primero era su nombre originario y el segundo fue establecido tras la batalla de playa Arenas, como mera propaganda militar del cuerpo comandador.
[15] Primera luna de invierno y última del año.
[16] Primera luna del año y segunda del invierno.
VI - Thyrsá
La vida en comunidad
Sucedió en ese verano, cuando llegó la ilusión que anunciara un vuelco rotundo a mi vida. Fue un verano atípico donde el sol no calentó demasiado y en donde el cielo amanecía cubierto por una bruma matinal que le costaba levantar. El chico del mercado vino varias tardes a visitarme, no tantas como me hubiese gustado, pero las suficiente para mantener viva la llama que se encendiese en Jissiel. Nos fuimos conociendo y descubriendo, el uno al otro, hablando y paseando al resguardo de las ruinas y del agua. Le fui enseñando mis tesoros y escondites; y para cuando se instalaron en casa ya lo sabía casi todo de mí. Tan solo le quedaba por conocer a mi tutor, el hombre que me cuidaba y que siempre escabullía su presencia ante nuestros encuentros.
El abuelo se mantenía misterioso en esos días e incluso se aventuraba por el bosque a solas, algo le preocupaba no cabía la menor duda de ello. Aun así continué como si tal cosa, como si nada ocurriese, compartiendo nuestros momentos y reflexiones. Sumo era un caballo fuerte y bastante robusto, a su lado parecía una diminuta que apenas alcanzaba la altura de su dorso. Cuando montaba con el abuelo, siempre lo hacía delante de él, ya que me encantaba aferrarme a la sedosa crin del caballo. Me viene a la memoria cierto día, que dimos un paseo a caballo por el interior del bosque, llegando incluso a zonas donde nunca antes había estado.
—Quería enseñarte algo —me dijo el abuelo.
—Me da miedo esta zona del bosque, nunca suelo alejarme de los alrededores del altozano.
—Es profundo y viejo, guarda demasiados recuerdos.
—Si a veces, conforme más me alejo de la casa, el bosque parece como si hablase y las sombras de los grandes pinos me producen cierto malestar, haciéndome imaginar cosas, abuelo. —Cabalgábamos atravesando una campiña y esquivando el robledal hasta alcanzar el pinar alto.
—¿Cosas, como qué?
—Agujeros negros en el suelo, siempre los evito. Pienso que me puedo caer por ellos. —Me echo a reír, sin embargo me extraña que el abuelo continúe serio y no le haga gracia la broma.
—Haces bien hija, a mí tampoco me gustan las sombras demasiado definidas.
Cierro los ojos y me veo aferrada a Sumo con fuerza, el caballo cabalga a toda velocidad. El viento me da de lleno en la cara; me encantaba sentirme así, como si me comiese el mundo, son instantes saturados de euforia y optimismo.
—Aquí precisamente quería traerte, deseaba enseñarte este sitio y que conocieses este lugar.
Ante nosotros se abría una zanja enorme, una calzada totalmente reseca y sin hierbas. El caballo se quedó detenido al margen de la misma, sin cruzarla.
—El bosque de ahí enfrente cambia de color, es distinto y bastante tenebroso. Yo diría que incluso nos mira. ¿Qué árboles son esos, abuelo?
—Eso es lo que menos importa. Nunca cruces esta banda de guijarros y arena. Ese es otro tipo de bosque, mucho más antiguo y por lo tanto mucho más resentido. Se llama Barranco Hondo y esta linde de arena que aquí ves, digamos que hace de frontera entre dos naturalezas muy distintas.
—No te preocupes abuelo, sería imposible para mí llegar tan lejos.
—Bueno, estás avisada por lo que pueda pasar. A partir de ahora las cosas van a cambiar.
Sin dejarme rechistar, el abuelo mandó dar media vuelta a Sumo y emprendimos apresuradamente el regreso a casa. Esa noche el abuelo se mantuvo especialmente silencioso. Comimos unas acelgas rehogadas con algo de queso de cabra, obsequio de la señora que cuidaba a Ví, que era el diminutivo con el que comencé a llamar al niño de Jissiel. Justo cuando me disponía a abandonar la mesa, dijo el abuelo:
—Deberías arreglar la casa y ordenar el cuarto vacío, pronto tendremos visita.
No le contesté, ni agregué nada al respecto, sabía que sería en vano. El abuelo se había sumergido en sí mismo; de tal manera, que sería imposible sacarle la más mínima información.
Era ya pasado el mediodía, durante una agradable y fresca tarde de principios de verano. Me hallaba secándome la cabeza con una pequeña toalla, cuando de repente escuché el trote y relinche de caballos; así que tiré la toalla asustada y corrí escaleras arriba, asomándome por las ventanas del piso superior y viendo llegar varios asnos por el camino. Tan rápido como pude, alisé mis cabellos y bajé corriendo a recibir al abuelo. Pero para sorpresa mía no llegaba solo, ya que dos corceles blancos le acompañaban. Quedé paralizada ante el espectáculo que se mostraba ante mis ojos; los corceles eran Dalia y Dulzura, siendo montados por Latia e Ixhian, y en medio de ambas yeguas, cabalgaba presuntuosamente el abuelo sobre Sumo. Tras ellos les seguían cinco asnos atados, con sus alforjas cargadas hasta los topes.
—No seas maleducada hija y saluda a nuestros invitados.
Recuerdo que sin saber que decir, aturdida y azorada me mantuve con la cabeza agachada y con miedo a levantarla.
—¿Interrumpimos algo Thyrsá? —dijo la dama.
Negué con un ligero movimiento de cabeza.
—Ayúdanos a desembarcar el equipaje hija, que parece que traigamos la casa a cuestas.
—Te advierto que aún falta un porte de otros cinco asnos con tus libros —le contestó la dama al abuelo.
En esos momentos y recién cumplidos los quince años, la vida fue generosa conmigo por segunda vez consecutiva.
El niño Ví
Pasó un tiempo, algo más de un año, quizás…
En donde los cuatro nos mantuvimos conviviendo. Ese período, sin duda alguna, fue el inicio y la base de todo cuanto me ha sostenido hasta ahora. Los momentos pasados en la casita del altozano, cuando todo se hundía tras la marcha de Celeste y cuando más sola me hallaba; la rueda que rige el destino dio un giro completo y la nueva alianza se convirtió en motivo de una desmesurada alegría.
Compartí mi vida más íntima con Latia, conviviendo bajo un mismo aposento. Por lo que ella supuso mi referencia, educándome en ser mujer. Luego estaba el abuelo que no se marchó ni un solo día de nuestro lado, así pudimos saborear toda su erudición y conocimiento. Con Ví, navegué por mundos que a cualquiera le hubiese gustado hacerlo. En las mañanas apenas le veía, a no ser que bajase al huerto o me tropezase con su rebaño a posta. Los quehaceres y labores junto a Latia, me mantenían entretenida la mayor parte de la mañana, tan solo los jueves salíamos al mercado, aunque ahora era Dalia, la yegua de Latia quien tiraba del carro.
Latia y yo, en todo y para todo; chismorreos, burlas y una confabulación infinita… todo fluía mirándome a través de ella, reflejándome en ella como si fuese un espejo.
Ví era mi desahogo y nutrición. De él bebía y por él me enfrentaba cada mañana, conmigo misma, intentando ser mejor.
El desayuno, su tazón de leche y la correspondiente rebanada de queso. ¿Quién bajaría al bosque primero? ¿Me ha mirado? ¿Se ha fijado en mí?
El cuidado del huerto, la limpieza del corral, ordeñar las cabras, arreglar algún desperfecto en casa; esa puerta que no cierra o preparar el tejado para el invierno…
Ví marchaba temprano a pastar las cabras y a mí me gustaba verlo partir con la pelliza echada sobre los hombros, pantalones anchos y una larga vara que cada tarde apoyaba tras la puerta. El abuelo lo tenía más fácil, pues solía bajar a pasear por el bosque o bien se decidía a echar la mañana trabajando entre el huerto y los frutales. Esperando el permiso de Latia para poder subir y echar una mano en la cocina.
Nuestra dieta consistía mayoritariamente en vegetales y cereales, donde no nos faltaban los huevos, ni la carne de caza aportada por Ví, que era el encargado y el único de nosotros capaz de suministrarla. Tampoco faltaban las percas ni las truchas y que según nuestra particular tradición, las consumíamos los viernes durante la cena, así manteníamos el equilibrio en la charca donde las pescábamos.
Luego estaban los caballos que también había que cuidarlos, por lo que se decidió que cada uno cuidase el suyo, y como yo no tenía, obviamente me liberé de dicha tarea. Aunque ni que decir tiene que aprovechaba ese tiempo para acompañar a Ví y sacar a pasear a Dulzura. Montábamos ambos sobre la yegua y aprovechábamos para escabullirnos durante un par de horas por el bosque y sus caminos, liberándonos así de nuestros mentores. Por lo general nos dirigíamos a un pequeño montículo que era nuestro lugar favorito. Allí desmontábamos y retozábamos, permitiéndonos algún que otro tímido beso y caricia. Nos encantaba sentarnos sobre la hierba y observar a los animales cruzar entre los árboles, conejillos, ardillas y algún que otro reticente zorrillo. También se oía con nitidez el canto de los jilgueros y abejarucos, nos sentíamos muy a gusto los dos solos. Ese era nuestro espacio y nuestro tiempo.
En verano, Latia nos daba clase de ortografía o al abuelo le tocaba relatarnos alguna historia antigua de la isla. Durante las tardes de invierno, al ser estas tan cortas, preferíamos dejar esta parte para después de la cena y al refugio de la chimenea, pues apenas nos quedaba tiempo para nosotros. Los días se sucedían sumidos en una placidez inalterada, donde cada uno llevaba su propio ritmo, marcando con precisión los momentos exactos para el encuentro.
Llegó el otoño y el suelo se llenó de hojarasca, los chopos y álamos quedaron desnudos y en las mañanas ya había que abrigarse. El abuelo se apañó de un burrito para que nos ayudase a subir la leña, hasta el altozano. Los hábitos cambiaron, así que nada más terminar de almorzar y con el último bocado en la boca, salíamos disparados hasta el cobertizo; en donde montábamos sobre Dulzura y cabalgábamos al interior del bosque. Cuando llovía nos acercábamos hasta Jissiel, donde a Ví le gustaba acercarse hasta el taller del maestro carpintero. Le encantaba la madera y siempre que podía, tallaba con la navaja alguna figurita que luego me regalaba. Me viene cierto día, echados sobre la hojarasca y bajo los árboles, cuando me pidió tallar mi imagen sobre un madero de tejo que había seleccionado. Yo me dejaba hacer, posando presumidamente ante él, mientras Ví ponía el máximo esmero en la tarea. Hasta que aburrida y cansada de posar, comencé a moverme nerviosa, al tiempo que Ví se enfadaba y me pedía que continuase posando.