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—Estate quieta o no la terminaré nunca.
—Ya has tenido tiempo más que suficiente y no tengo más ganas de posar.
—Solo un momentito más y acabo.
Y sin hacerle el más mínimo caso, lanzaba mi rebeca a un lado y salía disparada entre los árboles, con la intención de que este me siguiera. Emprendiendo una larga carrera que concluía ralentizando mi marcha a conciencia y dejándome atrapar…
Tardaba en despegar mi joven, pero cuando lo hacía me tocaba a mí, contener el apasionado impulso que recorría su sangre. Éramos jóvenes y comenzábamos a dilatar ese entusiasmo que otorga la pubertad y en donde el ardor florece con un estímulo inusitado. No entendíamos mucho de cuanto sucedía fuera del altozano, tan solo los relatos aportados del abuelo y a los que dábamos poca credibilidad. En nuestro mundo tan solo habitábamos los dos, no cabía nadie más. La casita en el altozano era nuestro universo personal y más allá, afloraba lo desconocido.
—Te vas a tener que afeitar Ví, pinchas.
—Ya me lo dice Latia que no para de sermonearme y te aseguro que se está volviendo algo pesada.
—¿Te vas a dejar la barba como el abuelo?
—¿Por qué no?
—Pues podías arreglarte y ponerte tan guapo como él. —Recuerdo que me miró con cara de circunstancia.
—¿Te refieres a los demás hombres del pueblo o solo al abuelo?
—Lo pensaré —le contesté coqueteando.
—¡Pero qué tonta eres hija! —Me vuelve a besar, a la vez que nos apoyamos sobre un grueso tronco de pino, sobre el que he grabado un corazón.
—Tienes los ojos castaños —le digo.
—Y tú verdes, aunque no siempre.
—¿Te casarás conmigo algún día?
—Lo pensaré —me contesta juguetón.
Me sumía entre sus brazos, lo quería con locura y este era el momento culmen del día, cuando sus labios se enredaban como un laberinto entre los míos.
Nuestro mundo, aunque pequeño, era lo suficientemente grande para ambos. Disponíamos de un sinfín de aventuras y aunque necesitásemos de más espacio, el clima y la cortedad de los días imponían sus influencias.
La oscuridad en la tierra crecía, llegaron las sombras y la incertidumbre; el Both y la noche de los muertos. En casa no faltaba el refugio del fuego y por primera vez, tomamos consciencia de que en el exterior; habitaban otras presencias, y que no todo era tan fácil como dar un simple paseo o llevar una vida destinada a conseguir el sustento diario. Nada era cuanto parecía ser, tras el marco incomparable de Vania sucedía otro latido, un impulso diferente al recorrido de dos enamorados que no demandaban nada y a la vez lo deseaban todo.
VII - Ixhian
En el altozano de Vania
Que extraño y caprichoso es a veces el destino. Cuando menos lo esperaba nuestro joven, hubieron de abandonar la casita del cruce de caminos en Astry, trasladándose a vivir junto a Thyrsá en Vania ¡Ay, con cuánto mimo me ha contado el comandador este episodio!
En un amanecer cualquiera de principios de verano, partieron y rodearon las aldeas de Astry y Jissiel por un camino adyacente, sin entender nuestro joven la razón de tanto secreto y clandestinidad. Cruzaron el bosque a caballo, Ixhian marchaba detrás, tirando de cinco burritos que había arrendado el abuelo, para que cargasen con los diversos bártulos y enseres. El rebaño de cabras quedó al cuidado de un pastor de la zona, conviniendo el abuelo para que lo trasladase al día siguiente, hasta el altozano.
Ixhian debiera tener por entonces dieciséis años, comenzaba de nuevo otra primavera. Aquella que dio comienzo a un año bendecido y que sin duda sería uno de los más felices de su vida. Se establecieron los cuatro, en dos salas contiguas, muy amplias y luminosas, en el piso superior de la casa. En una de ellas lo hicieron el abuelo e Ixhian y en la otra Latia y Thyrsá. Allí se descubrimos y abrieron sus almas los unos a los otros. De esa manera el mundo de la placidez y la alegría se instauró sobre el altozano de Vania.
En las mañanas, nuestro joven continuó dedicándose al pastoreo y al cuidado de los animales, tal como solía hacerlo en la casita del cruce de caminos. Mientras Mó, como comenzó a llamar de manera familiar a la niña Thyrsá, se dedicaba a auxiliar a madre Latia en las labores domésticas y al cuidado de un pequeño huerto de hortalizas que levantaron entre las ruinas. Tras el almuerzo se les permitía pasear hasta bien entrada la tarde, con la consigna de que no se alejasen demasiado del altozano.
A ellos les encantaba sumergirse entre las viejas ruinas o introducirse en el bosque y en donde a la niña Mó, grababa sus iniciales sobre la corteza de los árboles. Buscaban piedras y pequeños tesoros, a la vez que ella le enseñaba el arte de distinguir y localizar las diferentes plantas curativas o los diversos frutos silvestres, entre la espesura de los zarzales. Si disponían de tiempo, se tumbaban sobre la hierba saboreando la cosecha, a la vez que observaban con placidez la variopinta vida del bosque.
La selva de Hersia terminaba donde daba comienzo Barranco Hondo, debido a que una ancha franja de arena los separaba. Se contaban muchas leyendas sobre la razón que sirviera de separación y disociación entre ambas florestas.
En Hersia reinaba mayoritariamente la luz, mientras que en Barranco Hondo lo hacía la oscuridad, por lo que nunca se atrevían a cruzar la barrera de arena que separaba un bosque del otro. Muchas veces un brazo de niebla llegaba desde lo profundo de Barranco Hondo penetrando en Hersia y haciéndoles sentir cierta inquietud, pues se perfilaba en la niebla cierto celaje brumoso con forma de mano, como queriéndolos atrapar. Entonces saltaban sobre Dulzura asustados y ponían rumbo a casa, lo más apresuradamente posible.
El abuelo y Latia preocupados por cuanto les contaban los jóvenes, no paraban de preguntar sobre el carácter y la forma de la niebla, mostrando en sus rostros señales de inquietud e intranquilidad. Otras veces, una bandada de aves negras se arremolinaba conformando grandes nubarrones sobre las copas de los árboles o de vez en cuando los alcanzaba repentinamente, una desmedida ventisca que los obligaba a cobijarse el uno en el otro.
La niña Mó
A la niña Mó le gustaba conversar con los árboles, nombrándolos uno a uno, mientras que él la seguía ensimismado. Vagaban de un lado a otro improvisando e inventando, mil maneras de pasarlo bien, debido a que las ruinas y la selva eran lugares que ofrecían multitud de posibilidades para el juego y el esparcimiento. Encontraron confidencialidad y refugio, y el mundo expandió sus fronteras, al conformar los cuatro, una sola familia en la casita del altozano. Fue un tiempo delicioso, retraídos en principio, hasta conseguir atreverse y entregarse, con una humildad y franqueza sin reservas.
Con ello llegó el atrevimiento, la exploración, los primeros escarceos y esas furtivas miradas, repletas de sensuales complicidades. Pero afuera, y sobre todo cuando las sombras ganaban terreno, comenzaron a producirse señales casi imperceptibles de que algo se agitaba. Una situación casi imposible de evidenciar para dos enamorados, que no se percataban del alcance que iba tomando la situación. Hasta que cierto día, entrado ya el otoño la cosa fue a más. Pues sucedió que mientras retozaban felices sobre la hierba, la niña Mó dio un brinco, sobresaltada. Mostrando un rostro transfigurado por el susto y el espanto. Desde lo recóndito del bosque, percibieron una figura negra, una bestia que los acechaba de manera amenazante. A su alrededor, se creaba un entorno confuso y diluido, perfilándose en el horizonte tan solo la figura del monstruo cancerbero. Rápidamente y sin pensarlo dos veces, montaron sobre Dulzura huyendo apresuradamente e irrumpiendo nerviosamente en el altozano.
Fue bajo el ciclo de la luna de Sangre[17] , a mediados de otoño. A partir de esa fatídica fecha se les prohibió bajar al bosque, sin dar más explicaciones de cuanto sucedía. El abuelo y Latia comenzaron los preparativos para marchar lejos del lugar que tanto bienestar les había ofrecido. Sin dar tiempo a nada, llegó una niebla que se instauró de manera permanente sobre Hersia, impidiendo ni tan siquiera, poder asomarse al bosque. Al atardecer, observaban confusos y sorprendidos, emerger la bruma desde lo profundo del bosque, rodeando la casa. Quedándose aislados como en una isla, en medio de un océano de niebla.
Latia anunció que la partida sería inmediata y que apenas disponían de tiempo, ni demora alguna, pues el invierno se acercaba y la oscuridad se establecería definitivamente sobre Hersia. En un principio nuestros jóvenes se regocijaron, ante la posibilidad de viajar lejos del altozano, abrazándonos jubilosamente ante tan sugerente noticia. Pero luego tomaron conciencia de cuanto significaba el éxodo y la partida, abatiéndoles cierta incertidumbre y tristeza. Madre Latia y el abuelo bajaron hasta la entrada del bosque a la mañana siguiente. Se engalanaron a conciencia y antes de que se levantase el velo de la niebla, se introdujeron entre las ruinas. Trazaron señales y simbólicos esbozos bajo los muros de Vania, intentando contener el avance de la bruma. Mientras nuestros jóvenes, se limitaban a observar tras los cristales. Viendo descender a la pareja con ansias y deseos de acompañarlos, y descubrir lo que realmente estaba sucediendo.
La niebla no cruzó el límite del bosque esa noche, pero irremediablemente se acercaba la hora de la partida, por lo que después de la cena, reunieron a nuestros jóvenes junto al fuego. Informándoles de los pormenores de la marcha y de los planes que habían concebido para ellos. A la mañana siguiente y sin demora alguna, habrían de partir en dirección al Valle y hacia el Powa[18] , que era el diminutivo con que se conocía al Bosque Padre.
Madre Latia manifestó el deseo de que la niña Mó, se entregara a la tutela de Casalún, y en cuanto escuchó las palabras de madre; Thyrsá se iluminó, sonrojándose como una rolliza manzana. Mientras el abuelo le explicaba a Ixhian la intención de acompañarlo hasta el País de la Roca, con el objeto de formarse como hombre y caballero. Celebraron y brindaron la buena nueva, más luego cuando fueron conscientes de una futura separación, les abatió la tristeza. El abuelo se sentó en medio de ambos, y percibiendo el maltrecho ánimo de nuestros jóvenes, se aferró a sus manos, cerró sus ojos y se quedó en silencio y recogimiento. Mientras Latia, algo más inquieta se adhería a la ceremonia, conformando los cuatro una especie de círculo. Sin dejar de observar tras la ventana.
Esa noche durmieron juntos, arropados el uno en el otro. Eran dos jóvenes inocentes que no entendían el alcance de cuanto sucedía, ni les aguardaba. Madre Latia lo hizo a sus pies, como una pantera que protege a sus cachorros. El viento susurró mucho en esa noche sin luna, mientras en la habitación de abajo, se oían los pasos impacientes del abuelo, delatando la inquietud que reinaba en la casa. El fuego no se apagó, al menos mientras persistió la oscuridad sobre la tierra.
A la mañana siguiente, sin mediar palabras y bajo una ligera llovizna, iniciaron la partida, evitando atravesar cualquier localidad y transitar por zonas boscosas y encubiertas. Haciendo un alto en la casita del cruce de caminos, con la intención de esperar a que la lluvia arreciara. Todo se hallaba como el día que partieron hacia Vania, sin embargo, habían sucedido tantas cosas desde entonces…
La lluvia no daba tregua, por lo que decidieron permanecer en la casa, hasta que el tiempo mejorase. Luego el abuelo les informó de que aguardarían hasta la llegada de alguien importante, que los conduciría y serviría de escolta durante el viaje. Así dejaron transcurrir los días bajo una persistente tormenta. El abuelo se deshizo de los animales vendiéndolos o intercambiándolos por alimentos en Astry, por lo que tan solo se quedaron con los caballos. En eso que llegaron los Nocturnos[19] y la temida noche del Both, era ya a mediados de otoño y el abuelo se hallaba especialmente nervioso esa mañana. Y aunque la amenazante niebla no había vuelto a hacer presencia, desde que se instauraron en la casa del cruce de caminos, continuaron demorando la partida, a la espera de la llegada del misterioso invitado. Se mantenían en alerta y abandonaban solo el tiempo imprescindible la casa, pretendiendo pasar desapercibidos el máximo tiempo posible.
El Both y la noche de los muertos
Se había echado la noche encima, cuando madre Latia sacó una pequeña lamparilla de barro que nunca habían visto con anterioridad. Frotándola con un paño la hizo prender, una pequeña llama azulada se asomó del cuello de la lucerna y madre Latia le habló mimosamente, como si esta entendiese cuanto decía. Se sentaron los cuatro alrededor de la mesa, la lumbre se hallaba encendida. Era una noche de perros y aunque en el interior de la casa se mantuviese una agradable temperatura, la inquietud prevalecía entre los mayores. Thyrsá e Ixhian se miraban de vez en cuando preocupados, extrañados de que el abuelo tartamudeara nervioso, durante la cena.
Ya entrada la madrugada, el abuelo les contó sobre la importancia que se le daba en el Powa al ciclo de los Nocturnos, como se denominaba la festividad dedicada al tránsito que une la vida con la muerte. Nuestros jóvenes le oían abstraídos, dejándose llevar por sus palabras, pues nunca antes habían presenciado tanto protocolo en el abuelo. Aunque puede que también ayudasen a ello, los reflejos del fuego sobre su rostro, lo que le configuraba de un aspecto sobrehumano y extraordinario. En un momento de la narración, Latia levantó la mirada, dirigiéndola hacia la ventana y el abuelo se percató de que algo extraño sucedía. Situándose rápidamente en pie, avanzó hasta el cristal, intentando observar que ocurría tras él. Seguidamente hizo señas de que apagasen las luces e incluso madre, se apresuró en amortiguar la luz que surgía de la chimenea, anteponiéndole una tela negra. Tan solo quedó la llamita azul que ganó presencia en la sala conforme se sumieron en la oscuridad.
—Ha cruzado una sombra —manifestó madre mirando hacia el exterior, mientras Mó pegaba su cuerpo asustado al de Ixhian.
—¿Estás segura? —madre Latia no le respondió, limitándose a decir:
—No preocuparos, ella nos hará invisibles. —Haciendo referencia a la llama que surgía de la pequeña lámpara.
Y en eso que volvieron la mirada atónita y estupefacta hacia la ventana, Thyrsá no pudo impedir abalanzarse aterrorizada sobre Ixhian, mientras Latia se volvió hacia ellos enfadada, llevándose el dedo índice a sus labios y haciéndoles señas para que guardasen silencio. El cristal se había empañado por el frío, sobre el vidrio se traslucían figuras tortuosas y retorcidas, que se estampaban de forma confusa desde el exterior.
—Agacharos y ocultaros —dijo Latia balbuceando.
—Los muertos nos buscan —agregó escuetamente el abuelo, a la vez que se le escapó un grito a Thyrsá.
El abuelo avanzó deslizándose a ras del suelo y muy lentamente corrió el visillo que apenas ocultaba el cristal de la ventana. Luego ya en pie, atrancó la puerta de entrada con un enorme tronco. Latia mandó subir a los jóvenes hasta el desván, donde arropados y temerosos pasaron la noche sin poder pegar ojo.
Nunca supieron que sucedió en el piso de abajo, ni yo soy nadie para relatarlo. Pero cuando las primeras luces del día, penetraron a través del tragaluz del tejado, supieron que lo peor ya había pasado. Con cuidado descendieron por la estrecha escalera de mano, el abuelo y Latia mantenían abierta de par en par la puerta de entrada, ambos presenciaban la salida del sol.
—Preparaos niños, iniciamos la partida. Aquí ya no queda nada más por hacer —los recibió gritando Latia.
[17] Segunda luna del otoño y penúltima del año.
[18] El Bosque Powa en el sur de la isla, albera dos grandes comunidades; El País de la Roca para los hombres y Casalún para las mujeres.
[19] Los Nocturnos del Aíte Mor o el Both, la semana de los muertos.
VIII - Thyrsá
Camino al Valle de Tara
Un apuesto caballero se ha unido a nosotros. Llevamos dos días de marcha y me quedaría aquí, en este momento de mi vida, para siempre. Si le diesen a elegir a una no avanzarían los años, y haría este camino junto al niño Ví, eternamente.
Montamos ambos sobre Dulzura, mientras los días pasan a ser predominio de las nubes y de un constante aguacero que no nos abandona. Más yo me aferro con verdadera efusión a la cintura de mi caballero y así me siento una sola con él, constituyendo ambos un solo cuerpo. Estoy enamorada, locamente enamorada.
El caballero Gris se une a nosotros, es un tipo simpático que va extrañamente vestido, aunque deje entrever alguna que otra sombra abatiéndole el rostro. Conversan nuestros preceptores cabalgando algo adelantados, mientras nosotros nos rezagamos a conciencia, no obstante el abuelo se vuelve de vez en cuando, asegurándose de que le seguimos la pista. Desde aquí observamos como frunce el entrecejo, mientras el caballero Gris no para de hablar, narrando las experiencias percibidas a través de sus variopintas travesías. Es fácil deducir por nuestra parte que un asunto trascendental y apremiante, ha despertado el recelo en nuestros mentores. Acelerando la partida y el abandono de nuestro apacible hogar en el altozano, sin ofrecernos la posibilidad de intervenir, ni opinar sobre una decisión de tan atrevida trascendencia. Ya en el camino, eso sí, nos dejan disfrutar del viaje a nuestras anchas, envueltos ambos por un halito rosado y sin más preocupación que cubrirnos de las rachas de lluvia y un gélido viento, que de vez en cuando nos sorprende.
Han pasado dos meses desde que iniciamos la partida y por nada del mundo cambiaría este presente, ni por todos aquellos momentos irrepetibles vividos en el altozano.
Allí quedaron subscritos mis primeros besos y mis primeros arrebatos apasionados, frutos del deseo y del entusiasmo de una joven enamorada. Con él he aprendido a fluir, aparcando el peso y la desolación que supuso, dejar partir a mi hermana.
Encontré al fin una familia donde refugiarme, aunque de vez en cuando se manifestase el fantasma de Mamá la yaya, deambulando entre las ruinas de Vania para recordarme que su alma, aún habitaba allí.
Supe al instante de verlos llegar, que este sería el núcleo familiar en el que me sustentaría durante el resto de mi vida. Quiero a madre Latia con locura, a pesar de sus delirios y lo difícil que a veces me resulta soportar su carácter dualista. Sin embargo y a pesar de ello; en el espejo de su alma me reflejo como mujer, ya que aún y a pesar de sus desmanes, conserva una permanente presunción femenina.
Evoco ese tránsito, ese camino con mi amado, los momentos más dichosos y afables donde ambos olvidamos todo tipo de temor y duda. Muy detrás queda la casita del altozano, sus ruinas y los bosques de Hersia, para ello ha sido necesario dar un largo rodeo, evitando los parajes brumosos y salvajes. Desde el cruce de caminos, hemos atravesado la triste tierra de los Marjales, un sendero evitado siempre debido a lo inhóspito y desapacibilidad del terreno. Nos dirigimos hacia el encuentro con el paso de Lara, una garganta sumergida entre las altas montañas que conforman la cordillera de las Díalas, sorteando así sus escarpadas cumbres y desfiladeros. Tras el largo recorrido por el corazón de las Díalas se alcanza una sorprendente pradera, en cuyas orillas se baña el primero de los siete lagos de Conanza.
El oscuro y frío invierno va dejando paso a un clima más suave, pues conforme avanzaba el ciclo lunar de los Fuertes Vientos[20] , más nos adentramos en la primavera. Él me rodea con sus brazos, mientras una corriente helada cruza el paso de Lara. Avanzamos y la superficie de la montaña se anega de un mar de campanillas blancas, inclinadas a merced de su peso y mesura. Desde la pradera se divisa un paisaje imposible de dibujar; mezcolanzas de contrastes y tonalidades se reflejan, originando que todas sus discordancias se perfilen y esbocen simultáneamente, brindándonos así un espectáculo visual irrepetible.
Nos han dejado a solas por un breve intervalo de tiempo, retozando sobre la frondosa ladera. Abajo, aquellos que necesitan de calor y comida, rodean una pequeña hoguera, desde aquí arriba se les ven dialogar acaloradamente entre sí.
¡A quién le puede importar cuánto suceda en el mundo! Me quedaría aquí abrazada a mi amor por toda la eternidad, poco me importan las flores, ni la necesidad de alimentarme, ni los lugares hermosos de la tierra, ni siquiera era esta luz mortecina y brillante que se refleja con impertinencia sobre el lago; tan solo Ixhian me importa, tan solo Ví, mi amor.
El Valle de Tara[21] debe hallarse cerca de nosotros, por lo que se decide pasar la noche y acampar a orillas de este hermoso lago, donde las cumbres nevadas de las Díalas se proyectan sobre sus aguas cristalinas. Y yo le besaré una y mil veces, hasta que mis cabellos aniden en los suyos y el sabor de sus labios no contenga diferencias con los míos.
—¿Visteis un espectáculo semejante, Ví? —le pregunto abrazada a él, mientras las luces anaranjadas del ocaso se filtran entre las montañas.
—No me preguntes eso Mó, tú sabes que viví desde pequeño entre luz y oscuridad, nunca estuvo al alcance de uno tanta abundancia y hermosura; ¿Y tú? —me devuelve la pregunta, mientras mantiene su mirada puesta en el ocaso.
—Lo mismo te digo amor, ya lo sabes todo de mí. Siempre viví al borde del altozano en Vania, sobre sus viejas ruinas. Y mi único camino frecuentado, fue aquel que transita desde Vania hacia Jissiel.
—¿No te preguntas quienes somos en realidad? ¿Por qué nos sucede todo esto? Jamás pensé que podría existir un lugar, donde uno mira al frente y no sabe el punto exacto donde poner su mirada.
—Pues ponla en mí amor, mientras puedas dirígela hacía mí. —Y haciéndole girar el rostro, le besé con una pasión incontenida…
El Caballero Gris y sus mil historias
El Gris aprovecha para enseñarnos cómo levantar un refugio, tal como se hace en la tradición del Nómada, haciendo referencia sobre las largas estacas que porta a ambos lados, de su extraño caballo llamado Cabalganieblas.
—Son las varas de Aral, es el signo de mi orden y de todo buen caballero errante. No significa más que aquel quien las carga, no posee hogar ni patria, y que en cierto modo se halla condenado a vagar de un lado a otro, sin destino ni rumbo fijo. Es y ha sido nuestro salvoconducto para poder caminar en libertad. Era la primera vez en todo el trayecto que el enigmático personaje se dirige a nosotros, obviando la figura de nuestros mentores.
Sentándonos alrededor del fuego, la noche oscura y fría transcurre velozmente, escuchando viejas historias en boca del Gris, que no para de hablar en ningún momento. Departiendo con nosotros las maravillas y los prodigios vividos a lo largo del nómada, que era el nombre con el que se identificaba la orden y las experiencias percibidas en su camino.
—El nómada no significa más que la sabiduría y cuantos conocimientos vamos atesorando a lo largo de nuestra vida —añade el abuelo.
Y por primera vez oímos mencionar a las tribus del norte, la raza de los mowai y de los fieros abdul. Nos cuenta de una pradera donde una se pierde y halla el anhelo, llamada la Arami, la puerta de la esperanza; también de la selva del Urbian, el País del Quicio y de la singular Urshulá, la ciudad de Melodía, protegida por sus valerosas guerreras tukumanas. Dándonos la sensación de nacer en un mundo nuevo y distinto, que nada tenía que ver con la calma de Hersia ni su altozano.
Junto a nosotros, disfrutan de lo lindo madre Latia y el abuelo Arón, que se les ve dichosos, oyendo las palabras surgidas en boca del Errante, dejándolo relatar a su aire. Sin apenas interrumpir su extensa y a veces cansina narración, oímos por primera vez hablar de las blancas arenas de playa Nardos y del mar del Estío en Mirás, y cruzamos nuestras miradas a un mismo tiempo, pues aunque siempre nos habíamos hallado cerca, nunca vimos el mar. Entonces Mó promete llevarme y descubrir juntos esa inmensa llanura de agua, donde según se cuenta; el horizonte se convierte en una elevación ondulante salpicado de espuma blanca. Luego, tras un inciso nos habla de la batalla en playa Arenas donde se sellaron las pautas que conforman el nuevo mundo, narrando este episodio con mucha pena en sus ojos. El Errante parece haber surgido de un cuento, su rostro es lánguido y caído, la dentadura algo notoria y sus cabellos dilatados se enmarañan como una selva. Es un Nómada y se encuentra aquí, en este mundo, principalmente para describir y dar testimonio.