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El abuelo aporta un cesto cargado de manzanas que devoramos con avidez, luego tumbados alrededor del fuego, pasamos la noche soñando que transitábamos por lugares lejanos e inhóspitos. Hasta que en un momento dado, siento a Ví abrazarme y refugiarse pegándose a mi cuerpo, quedando ambos enlazados y profundamente dormidos.
El amanecer de ese día es sin duda el más hermoso de la tierra y entre las lejanas montañas se deja traslucir la luz dorada de la mañana. El abuelo Arón y madre Latia elevan sus plegarias a orillas del lago, sin advertir que desde el suelo y bajo las mantas, somos testigos del rito. Más tarde refrescamos nuestros rostros en el agua del lago, a la vez que desenredo mis cabellos, al resguardo de la hoguera que aún se mantiene encendida. El Gris me ofrece una infusión que según dice vigoriza el cuerpo y despeja la mente. Nace un día más y cierto tono purpúreo se refleja entre las grietas y escarpados de las altas montañas, matizando sombras y penumbras en algunas zonas del lago y sin embargo… sobre las cumbres más altas resplandece en lontananza, el esplendor de una limpia y blanca nevada.
Pasados ya los tres meses de camino, al fin cruzamos El Cordón de la Díala, que no es más que una empalizada compuesta por una espesura retorcida. En principio, la carencia de espacio entre los árboles imposibilita un rápido avance, siendo realmente impracticable, abandonar la insignificante senda que retorcidamente se adentra en el bosque. Pasadas unas horas, los árboles negocian su propio espacio y poco a poco la floresta se va despejando. En un momento de la tarde, el grupo lanza un grito de sorpresa y asombro, ante la presencia de una manada de nóveles cervatillos que cruzan velozmente ante nosotros y en dirección hacia una loma elevada y abierta, desde donde se puede observar un cielo tremendamente azul.
Al día siguiente el paisaje cambia considerablemente, alcanzando los llamados Campos de Daflor, siendo pues la bondad de la madre tierra y sus frutos, cuanto se nos revela ahora. Nada malo puede surgir de este lugar, la fragancia del tomillo anega la campiña, los retorcidos robles quedaron muy detrás y ante nosotros, se extiende una dehesa conformada por alcornoques y frutales, que hallándose en flor; muestran un estallido de variopintos colores. Todo reboza en piedad y misericordia; la primavera debería permanecer siempre sobre la tierra, pensé. Deberíamos reivindicarla para que pasase a ser la estación natural del hombre.
A partir de ese momento del viaje, nadie se atreve en mencionar palabra alguna, ya que ninguno de nosotros desea interrumpir la magnitud que nos rodea. Era como si el sonido y la vibración que surgen del Valle lo envolvieran todo y no existiese la necesidad de comunicarnos. Bajo un roble milenario, encontramos diversos víveres y frutos a nuestra disposición, invitando a refugiarnos y a hacer un alto en el camino. Entre sus prominentes raíces, se levanta un pasillo que penetra hacia el interior del mismo. El abuelo nos recomienda pasar la noche bajo el árbol, que resulta ser como una pequeña caverna. Un manantial brota junto a sus raíces, por lo que aprovechamos madre Latia y yo para darnos un buen baño, en una cuba de madera que parece dispuesta para dicho menester. Entrada ya la noche recogemos el lugar, tan rápidamente como podemos, y entre risas y bromas dejamos entrar a los hombres que aguardan desesperados e impacientes, poder asaltar la sabrosa cena que nos aguarda.
La llegada al Valle de las Estrellas
Al despertar en el nuevo día, un enorme venado se asoma imponente, sobresaliendo por la delgada línea que marca el horizonte. Era el Magna Anta, la presencia más antigua del bosque que nos recibe y otorga el consentimiento para acceder al Valle.
Dejamos atrás los campos de Daflor y sus frutales, dando entrada al Valle de Tara, uno de los lugares nobles de la isla. Conforme descendemos, las huertas y sembrados van ganando lugar. Cercados y acequias nos señalan por donde proseguir y los naranjos al borde del camino, nos brindan el perfume del azahar. El viaje toca a su fin, suponiendo ello, la separación de Ví, mi amor. Ahora cada uno de nosotros tendrá que enfrentarse a una nueva forma de vida. El abuelo y Latia han decidido sobre nuestro futuro, quedando ahora, un largo trayecto por delante, comprometiendo una ardua y dificultosa formación.
Reconozco a la dama que nos aguarda, justo a la entrada de lo que parece ser un pequeño poblado. Es la simpática asistenta que me acompañó en el día de la muerte de Mamá la yaya, la reconozco al instante, ya que su cabello rapado no da lugar a dudas y miro si aún mantiene la ornamentada trenza oscura que llamara tanto mi atención. Efectivamente la trenza le cae sobre los hombros, superando incluso su cintura. Carita de porcelana, piel exquisita, delgada y alta de estatura.
Se halla al inicio de una calzada empedrada, justo donde concluye el camino de tierra y arcilla. Apeándome de Dulzura, me coloca una diadema rosada alrededor de mis cabellos y un precioso collar de orquídeas blancas, colgando sobre mi pecho.
—Bienvenida a Tara, la tierra de tu primavera.
Quedo atónita sin poder responderle, impresionada por las agraciadas doncellas que la rodean. Latia baja del caballo y besa a la joven en la frente, mientras esta se inclina ante ella. Entonces caigo en la cuenta, de que realmente desconozco a la persona que me ha cuidado y con la que he convivido los últimos años de mi vida.
¿Quién era en realidad Latia? ¿Qué relación mantenía con esta tierra?
La observo, advirtiendo el cambio producido en su aspecto desde la salida de Hersia y a pesar de haber soportado tan largo y fatigoso viaje, camina erguida, e incluso percibo la sensación de haberse rejuvenecido. Ahora debo montar sobre la yegua Dulzura y hacer la entrada al Valle acompañada solo de mujeres, así lo manda la costumbre.
[20] Primera luna de la primavera y cuarta del año.
[21] EL Valle, adherido en su conjunto y por la zona sur al Bosque Powa, conformando un único ecosistema.
IX -Ixhian
La llegada al País
Ixhian monta sobre Sumo, compartiendo el bello caballo azabache con el abuelo. Preferían que Thyrsá hiciese la entrada en solitario al Valle, sobre la orgullosa y blanca Dulzura, tal como mandaba la tradición; tan solo era una cuestión de géneros.
Desciende nuestro joven del caballo y se adelanta hasta Thyrsá que se encuentra junto a la agraciada Asia, besándola y aguardando una palabra que no llega. Con el corazón acongojado intenta disimular su turbación. Él sabe que de momento la historia hace un receso y la niña Thyrsá se ha de incorporar a Casalún, en donde habrá de formarse y pasar los próximos años. En esos instantes de incertidumbre, la mujer más hermosa de la tierra, se marchaba coronada por una diadema de flores rosadas, y cuando menos se lo esperaba nuestro joven, volvió su rostro ausente y dispuso su mejilla en espera de recibir un último beso. Hasta que definitivamente, la niña se decide por unirse al grupo de muchachas, emprendiendo la bajada hacia el Valle. Madre Latia le ofrece una toga de piel al joven para que se arrope durante la travesía.
—Arrópate y no cojas frío, mi niño. Ahora comienza tu historia, hemos pasado un tiempo de lo más hermoso, compartiendo nuestras usanzas y rutinas. Toca despedirse por un tiempo que deseo, no se prolongue en demasía. Continuaremos cada uno por nuestro camino, así es la vida; encuentro y despedida, tal como dice tu abuelo —hablaba sonriendo—. Deberás ser un gran hombre y para eso necesitas forjarte y endurecer ese carácter mantecoso que todavía se conserva en ti. En suma hijo mío, aprende a conocerte y a tener fe en ti mismo, que es sin duda lo que más importa en la vida de uno. Adiéstrate y prepárate para lo que ha de venir, y que dicho sea de paso; intuimos el abuelo y yo no será nada fácil de afrontar. Llévate mis bendiciones y todo el amor que te he podido ofrecer, aunque ni que decir tiene que te hubiese dado mucho más.
—Cuídate madre, cuida de Thyrsá, nos volveremos a ver pronto, supongo…
—Y no te preocupes por tu niña que estará bien cuidada, déjanos hacer a nosotras. Lo demás que decirte… esta tierra y sus habitantes necesitan de gente como vosotros, entiéndelo. Ningún camino llano y sin recodos atrae a los valientes. La vida es misteriosa y seductora a su vez. Vívela así y nunca des nada por concluido, pues ten en cuenta que a nadie más que a tu madre le duele esta separación —diciendo esas palabras, madre Latia se marchó junto a Thyrsá, rodeada por al séquito de jóvenes muchachas y emprendiendo a pie el camino de bajada hacia Casalún.
En esos momentos Ixhian, aún era muy joven para entender cuanto acontecía a su alrededor, pues apenas había sucedido el tiempo desde que dejó la Sidonia y la oscuridad en la que creció. Quedó nuestro joven como paralizado y sin fuerzas para ni tan siquiera, poder montar sobre Dulzura. El abuelo y el Gris le observaban inmunes sin querer intervenir. Hasta que el Cabalganieblas, el caballo mágico del Gris, comenzó a vaporizar y el camino empedrado fue deshaciéndose a la vista, Thyrsá volvió para mirarle por última vez y entonces una profunda niebla cubrió el Valle.
Habían pasado casi cuatro meses desde que abandonaron Vania y ahora el destino dirigía sus pasos hacia el País de la Roca, la casa originaria del abuelo, un lugar poblado en leyendas. Después de casi dos años colmados de plenitud y regocijo; viviendo más cerca del cielo que de la tierra, se desplomaba cayendo hacia un vacío inexplorado. Quedaba solo y sin ellas; las mujeres que de una manera u otra le habían sostenido. Llegaba a un mundo forjado por hombres al igual que en la Sidonia y eso le inquietaba profundamente, produciéndole cierta desazón, pues se había hecho a la dulce y apacible presencia femenina. Quedaba a merced y bajo la custodia de un extraño, aunque fuese este la persona que le apartara de la oscuridad y le ofreciera la posibilidad de una nueva existencia. A pesar de todo ello y desde el fondo de su alma, sentía que el abuelo le era un total desconocido. Aunque, por otro lado, deseaba demostrarle su gratitud y probarse a sí mismo, pues comenzaba a correr por sus venas sed de acontecimientos y aventuras. Anhelaba convertirse en alguien importante y llegar a ser como el abuelo o el brujo Dewa. Tener la posibilidad de vivir una vida propia y poder así recorrer el mundo.
Se introdujeron en el interior del Bosque Powa, cruzando multitud de retorcidos senderos y dando la sensación de entrar en un laberinto sin final, donde un penetrante olor a hinojo y enebro, le invadían los sentidos. Riscos y grandiosas vetas de piedra, emergían súbitamente de la tierra, arropadas por plantas trepadoras que ocultaban peligrosas pozas de agua. Un lugar virtuoso en el que los árboles y sus sombras atesoraban el tesoro de un conocimiento inaccesible para el resto de los habitantes de la isla.
Llegaron a un claro encubierto y rodeado por tejos centenarios de raíces retorcidas, en donde confluían varios senderos. Una enorme barca de piedra, ofrecía en su interior el agua que manaba de un manantial y en donde su sutil vibración, no superaba las paredes del contenedor de piedra. El abuelo bebió primero, ayudándose con la palma de la mano, seguidamente le imitaron el Gris y nuestro joven. En la profundidad del estanque, se manifestaba un diverso ecosistema vegetal en donde jugaban a esconderse pequeños pececillos de plata, entre plantas acuáticas y piedras de colores.
Pasaron un par de días inmersos en el interior del Powa, sin apenas cruzar palabra alguna. Hasta que al fin se decidieron por acampar bajo unas colosales ruinas, resguardadas por la sombra de los robles y del musgo. El abuelo Arón mandó al joven a buscar leña y encender el fuego, mientras que el Gris no le perdía de vista, a la vez que levantaba su particular campamento.
—Esta noche la pasaremos bajo el refugio de la fortaleza de Ínsula, y ya mañana, pasado el mediodía, alcanzaremos el País, pues se dice que es de buen augurio entrar en la Roca, al atardecer —dijo el Gris.
Ixhian se mantenía sentado sobre la toga que le proporcionara Latia, masticando un trozo de pan endurecido, mientras se sumía en la nostalgia. Recordaba a la niña Mó, a la que echaba mucho de menos. Hacía tan solo unas horas que se habían separado y ya se le hacía insoportable su ausencia. El fuego iluminó la noche, y las estrellas se dejaban ver pretenciosamente bajo el cielo. Las viejas ruinas les hablaron de otros lugares, de un tiempo perdido plagado de personajes insólitos, nacido de las fábulas y las ficciones.
—La vida del hombre es similar al río que desciende, sin que nada sea capaz de interrumpir su corriente. El agua no se detiene nunca, continúa bajando y sorteando pacientemente sus trances y dificultades. Mientras nosotros actuamos inversamente al río, sin saber dejar atrás nuestros apegos ni compromisos y con un tremendo temor a deshacernos de ellos ¡Cuán difícil es navegar solos y en libertad! ¡Cuánto nos cuesta desprendernos! El transito es corto y apremia, dedícate a reflexionar en ello, hijo.
Ixhian, se hallaba fascinado oyendo las palabras del abuelo que parecía realmente inspirado, mientras el Gris permanecía callado, como si no estuviese mirando al cielo y tumbado sobre la hierba.
La Roca
Ascendieron al País de la Roca a través de una enorme escalinata de piedra, cubierta en su totalidad por una alfombra vegetal que rodeaba la gran montaña, al abrigo de unos cedros altos y majestuosos. Musgos y líquenes componían el resbaladizo pavimento de la Escalada de Roa que aparecía y desaparecía, cubierta por una gruesa capa de sustrato vegetal. Afortunadamente sus peldaños eran lo suficientemente anchos para que nuestros caballos, pudiesen acceder sin dificultad hasta la cima. El pueblo de la Roca se hallaba abrigado y protegido por una especie de celaje azulado que parecía sostenerlo entre las nubes. Antes de llegar a la cumbre, el abuelo torció hacia la derecha señalando hacia un mirador natural, desde donde se podía presenciar el Powa y su selva, en toda su magnitud. Un viento tremendamente húmedo arrasaba la montaña, calando la piel y los huesos, dando la sensación de no llevar nada puesto.
Desde aquellas alturas, se apreciaban unas enormes y picudas piedras que señalaban el borde de un camino, sorprendiéndole la posición horizontal de las rocas. Aunque al instante de percibirlas, se diera cuenta que establecían una perfecta composición con el paisaje, manteniendo un sorprendente equilibrio entre los árboles y la montaña.
Gigantescos peñascos de roca oscura, dibujaban el contorno del círculo que se asentaba en lo alto de un cerro llamado la Mesa de Tinda. Era una vista única, incomparable a cualquiera de las que hubiese presenciado con anteriormente y que obviamente le hacía recordar el altozano de Vania. Sin embargo a diferencia de este, la altura aquí era tan privilegiada que el bosque entero no cabía en su mirada, mientras que desde el altozano casi se podían rozar las ramas de los árboles con las manos. Al fondo y en una lejana montaña, se divisaba lo que antaño debiera de ser una gran fortaleza o castillo, y en lo más alto, justo tras ellos y al borde mismo de la más grande de todas las montañas; suspendido como si fuese un cuento de hadas, se abría la Roca, el misterioso pueblo de los magos.
Oscurecía la tarde, por lo que se dirigieron apresuradamente hacia el poblado, mientras el camino se volvía animado y concurrido. Alguien les cerraba el paso a la entrada de la aldea; era Dewa, el loco de la Nanda que larguirucho y mal doblado, como un clavo torcido, les aguardaba en medio del sendero. Tras él, permanecía Noru, el garante de la Roca, conocido como el último gran mago. Todos quedaron en silencio, la oscuridad reinaba sobre la selva, comenzaron a replicar las campanas en el blanco campanario de la Roca y nadie se atrevía a decir nada… hasta que el brujo Dewa rompió un dilatado y sostenido silencio.
—Habéis tardado una inmensidad en traerme al niño, ya salía a buscaros y a decir verdad, llegáis justo a tiempo para la cena. Lo teníais previsto ¿verdad? ¿Creíais que no me daría cuenta? Pues vamos que la mesa se halla dispuesta ¿Habéis cuidado bien de mi chico?
—Calla viejo loco, apártate y déjanos continuar —le grita el Gris.
—¿Cómo te va fuera de la cueva, niño? ¡Vaya si le ha salido barba! —hablaba sin detenerse, a trompicones y nervioso, sus ojos traslucían ironía y sarcasmo a la vez.
—Sobreviviendo a estos —le contestó Ixhian con cierta picardía, echándose a reír el Gris y el abuelo.
—El abuelo no es más que un viejo chocho y el otro es un chiflado que se no calla nunca —contestó Dewa.
—Desde que se quedara solo y sin su amada, no para de quejarse. Se la quitamos por un rato y ahora le toca hacerse un hombre, entre hombres —replicó el abuelo.
—Es cierto hijo, haz caso a tu abuelo, que muchas mujeres hablando juntas y a la vez, fatigan al más poderoso de los caballeros. No te convenía aquello. Bienvenido seas al círculo de los varones locos, la mesa está dispuesta así que apresuraos que os aguardan con impaciente curiosidad y desesperación, una panda de desquiciados.
—¡Esa lengua viejo! Cualquier día te buscas un disgusto —le vociferaba el Gris.
—Bienvenido seas a mi casa y ahora tu nuevo hogar, joven Ixhian —dijo el abuelo, mientras desmontaba de Sumo y abrazaba a Noru que se había mantenido al margen y en silencio.
—Ven hijo, desmonta de la yegua y acompáñame hasta la Roca. Así lo exige la tradición.
Sorprendiéndole el delicado tono de voz de Noru, marchó junto al más pequeño en estatura de los tres magos, pero el más grande de corazón. La aldea colgaba literalmente al borde de una gran montaña y sobre ella se percibía un sorprendente salto de agua que caía en forma de torrente. El sonido de la catarata era atronador, llenaba todo el espacio.
—Ese es el salto del Ánima y su hijo es el Sión, el río que nace de las altas cumbres. Aquí se guarda todo nuestro saber. Cuida con mimo de cada uno de tus actos, ya que esta tierra que pisas es sagrada. El espíritu de la isla habita en esta montaña y en el agua que cae de ella. La isla de Erde no sería nada sin este río, este elemento que otorga la vida y a su vez se la lleva… Este es el porqué de nuestro pueblo, los encantados; la orden que guarda y venera el Powa, padre y señor de todos los bosques. Siempre hemos estado aquí, escondidos y furtivos de la razón y lo ordinario, velando y viviendo a la sombra de la montaña. Sirviendo a su sangre que es el Ánima —hablaba Noru muy despacio y con delicadeza, pronunciando cada sílaba a conciencia, mientras el abuelo le aferraba del brazo.
—No comprendo nada de cuanto me dices mago Noru, acabo de llegar y supongo que tardaré en hacerme a todo esto, soy bastante lento en asimilar. Es muy diferente a como lo imaginaba, aunque este paisaje parezca haber surgido de uno de los libros del abuelo.
—Conoces mucho más de lo que crees hijo, no te hagas el humilde, aquí no te hace falta. No te preocupes por nada, te curtirás y madurarás lo suficiente, nosotros nos encargaremos de ello. Comenzaba a lloviznar, por lo que Noru se cubrió su cabeza rapada con parte de la túnica.
—Desde la opacidad, nos toca pulir y sacar brillo a esa luz que lucha por salir al exterior. Tenemos que darle la forma y asegurarnos de que toma la dirección correcta —intervino el abuelo, aunque no entendiera el joven sus palabras, pues daba la sensación de que sus embrolladas frases, constituían acertijos o ciertas adivinanzas.
—¿Cuándo volveré a verla? —le preguntó Ixhian.
Manteniendo su semblante inerte y sin moverse no le respondió, pues daba la sensación de haberse solidificado. Como si estuviese esculpido en piedra, miraba absorto hacia el Ánima, mojándose y contemplando caer el salto de agua.
—Le llaman el salto del Ánima, siempre estuvo aquí y siempre estará… —esa fue la contestación del abuelo hablando para sí y obviando su pregunta, por lo que no volvió a sacar a relucir el tema.
Se acomodó junto al Gris en una choza redonda de piedra y adobe. En principio, le daba la sensación de que su compañero era un hombre de carácter taciturno y de poca conversación, nada más lejos de la realidad. Su cabello le caía en forma de gruesas y retorcidas trenzas sobre los hombros y su escuálido pecho era adornado con collares de hueso y colmillos. Aunque era un nómada errante, a nuestro joven le parecía más bien un personaje salido de un linaje mucho más primitivo. Se reflejaba en él un soplo de las tribus indias del norte, tal como se representaba en los grabados de los libros del abuelo. Sin duda que el Gris debería pertenecer a una raza de origen muy antiguo y remoto, pensó Ixhian.
Se mantuvieron en silencio, mientras organizaban sus escasos enseres en el interior de la cabaña. Aseándose en un cobertizo contiguo, en el que caía un formidable caño de agua helada que les hizo expresar barbaridades, al mojarse.
Pasada la tarde, marcharon para la cena y allí lo volvió a ver de nuevo; de baja estatura, mostacho oscuro y grueso pero bien definido, cabeza limpia y brillante sin un solo cabello, voz dulce y afeminada, amable e intensa a la vez. Frente a nuestro joven, se encontraba Noru, cuyo nombre significaba algo así como «el rayo en la tormenta».
La última leyenda de la orden encantada y «el último de los magos», compartieron mesa, dedicándole a nuestro muchacho palabras de ánimo y consuelo. A su alrededor, se sentaba una gran comitiva de presumidos encantados que vestían de manera coloreada y llamativa, los cuales discutían en voz alta, sintiéndose nuestro joven incómodo, ya que no le quitaban los ojos de encima. La cena le supo a gloria, pues ya ni recordaba lo que era una comida decente; una sopa de hortalizas, pescado asado y algo de jabalí.
Concluida la cena y retirados los comensales, se dedicó nuestro joven a recorrer e indagar las callejas de un poblado, iluminado bajo unas mortecinas luces amarillentas. No habitaba ninguna mujer en el País de la Roca; ya que al igual que Casalún era un lugar destinado y dirigido exclusivamente hacia lo femenino, así lo era la Roca para lo masculino. Ambos lugares se mantenían bajo el imperativo y la custodia de una vieja ley, de la que apenas había tenido tiempo de oír; la llamada Ben Ziryhab.
El abuelo se quedó junto a Noru y Dewa, hablando animosamente los tres. Se oían tambores en las cercanías, por lo que prosiguió paseando, dejándose llevar he intentado descubrir de dónde provenía dicho alboroto. Alcanzando el extremo opuesto de la aldea, se agrupaba un grupo de jóvenes que vestían ropajes exiguos y desteñidos, lo que inmediatamente le trasladó al mundo de la Sidonia. Sentados sobre las piedras, tocaban una especie de bombo o tambor que mantenían sujeto entre las piernas. De fondo impresionaba el impetuoso estruendo del Ánima, acompañado de gruñidos y aullidos, procedentes de animales salvajes de la montaña. Se mantuvo entre ellos, saludándolos y recordando los viejos tiempos de la Sidonia, hasta que un anciano dio el aviso de que había llegado el momento de retirarse. Por lo que nuestro joven se dirigió de nuevo hacia la aldea y haciendo caso omiso al vigilante, continuó paseando e inspeccionando el lugar.
El País de la Roca era un reducido poblado, compuesto por unos pocos y estrechos callejones, donde pocos edificios sobresalían. Tan solo un par de ellos presentaban unas dimensiones realmente importantes. Debía de ostentar la Roca, menos población incluso que la vecina Astry en Hersia. Calculando que no debiera de alcanzar, ni tan siquiera el número de cincuenta habitantes. Percibió un pozo de piedra, curiosamente labrado que se hallaba justo en el centro de la plaza, y el cual le había pasado inadvertido en su llegada. En el interior del pabellón comedor, se traslucía la luz y aún se oían voces. Apoyando su cuerpo en la pared del pozo, se quedó observando los viejos y humildes edificios que se levantaban rodeando el hemiciclo, sobresaliendo como si señalase al cielo, el blanco campanario.
La voz de Bhima
—Si hablas dentro del pozo tu voz se escuchará en Casalún—. De un salto se volvió asustado, ante la inesperada voz que sonaba tras de él.