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Esta noche ha llovido y el embajador y Máximo están en la puerta del palacete de Quinta muy temprano. Me miran llegar y un poco antes de acercarme a ellos se ríen, pero siguen mirándome, y después el jardinero me pone su negro dedo sobre el hombro, muy dulcemente:
—¿Qué bolá, compañera? ¿Todo bien?
En el otoño del año 70 antes de Cristo, nació en un pequeño pueblo llamado Andes, y que ahora se llama Piétola, Publio Virgilio Marón, hijo de un alfarero al por mayor y de una liberta de nombre Magia. Su padre hizo un pequeño capital fabricando vasijas, y Virgilio pudo estudiar en Cremona, en Milán y en Nápoles a los clásicos griegos. En aquel tiempo no ocurría lo que ocurre ahora, así que además adquirió conocimientos de medicina, filosofía, astronomía y matemáticas. Virgilio era un portento, pero regresó entonces a su pueblo, cerca de Mantua, para administrar las tierras de su padre.
Allí escribió las Églogas, poco antes de tener que cruzar el río Mincio perseguido por soldados ladrones que ambicionaban su hacienda.
De modo que Virgilio fue a Roma y logró el favor del emperador Augusto y de su ministro Mecenas, que ordenaron le fueran devueltas sus tierras y además lo cubrieron de dinero. El poeta sabía lo que hacía y consiguió conmover a Augusto hasta las lágrimas con un poema dedicado a un joven muerto en la flor de la edad, Marcelo, de la familia Octavia. Este canto se llama Tu Marcellus eris, y al terminar el emperador regaló una suma escandalosa de sestercios al poeta. Un sestercio es una moneda romana de plata o bronce. La de plata vale dos ases y medio y pesa un scrupulus, es decir, 1 gramo con 137 milésimas. Otra cosa es el sertetium, campo al este de Roma, más allá de la puerta Esquilina, donde se daba muerte a los ciudadanos que habían caído en desgracia, cortándoles la cabeza, o a los esclavos rebeldes, crucificándolos. Siempre ha habido clases.
Como ser bondadoso tiene premio, Virgilio, que según todos además era sincero, agradecido y tolerante, recibió el sumo aprecio de su época. Parece que pertenecía al tipo de escritor maniático que nunca acaba, que pule, limpia, suprime, añade y rectifica lo escrito hasta que el texto está perfecto, aunque también se dice que sus versos eran espontáneos y llegaban sin esfuerzo.
Este hombre compuso una égloga dedicada a Galo, es decir, a su amigo Cayo Cornelio Galo. Este desdichado amaba desesperadamente a Volumnia, liberta de Volumnio Eutrapelo, a la que llamaba Lícoris, aunque antes había sido conocida por Cíteris. La verdad es que esta huyó con un nuevo amante que partía a la guerra contra los germanos en una expedición comandada por Agripa en el 716 (de Roma fundada). Galo también tenía tiempo para ser jefe del ejército del litoral, al que atacaba Sexto Pompeyo.
A partir de 714 Virgilio se dedicó en cuerpo y alma a componer la Eneida que habla del nacimiento, la grandeza y el esplendor de Roma. Para inspirarse, como podríamos hacer nosotros, viajó y vivió en Grecia, en Creta y Corfú, en Patrás y también en Atenas. De allí se lo llevó en mala hora por aguas turbulentas y traicioneras Augusto, que regresaba de sus campañas de Oriente, y al desembarcar en Bríndisi se encontró mal y subió al paraíso en el año 19 antes de que Jesús naciera en Belén.
Sus restos fueron llevados a Nápoles e incinerados cerca de Puteoli. En su tumba se colocó una inscripción que decía:
Mantua me genuit; Calabri rapuere; tenet nunc Parthenope. Cecini pascua, rura, duces, que se puede traducir como «Mantua me vio nacer, Calabria me retiene, ahora pertenezco a Nápoles. Canté a los pastores, a los campesinos y a los caudillos».
Virgilio está bajo un laurel que crece sobre la bóveda de ladrillo en la que fueron depositadas sus cenizas. No, aunque se arranque el laurel, vuelve a crecer espontáneamente. Es lugar obligado de peregrinación para los que quieren ser poetas. Está en el camino de Pansilipo, cerca de Nápoles. Cuando el Dante murió, el laurel se secó ese mismo día, pero Petrarca sembró otro, y Boccaccio en ese lugar decidió dejar el comercio y dedicarse a la lírica. En el nicho principal estaban en tiempos colocadas nueve columnillas de mármol representando a las musas, pero hace ya rato que han desaparecido.
Después de años de crueles guerras civiles, Virgilio compuso por sugerencia de Mecenas las Geórgicas, cantos que incitaban al regreso de los guerreros al cultivo de la tierra. De estas es aquel principio:
«Ara desnudo y desnudo siembra
en el invierno el labrador descansa».
Hablé con mis padres: ellos estaban bien, mi hermana estaba bien, ahora salía con un compañero de trabajo, las amigas estaban contentas, Pepe Madero y Jacinta estaban en Dinamarca; Emiliano estaba bien, la primavera había sido muy lluviosa, ¿cuándo iba a volver con vacaciones? Todos me echaban de menos, ¿y qué tal Mudito? Mi padre estuvo bromeando conmigo, ¿por qué en todas las fotos de las playas aparecía con un bikini tan pequeño? Luego hablé con Marisol, y después mi madre me fue dando consejos. Quería hablar con ellos y también pensar en otras cosas, España parecía estar muy lejos. Al rato se cortó y me fui dando un largo paseo por el Malecón bajo la lluvia hasta el Hotel Deauville, más tarde por Galiano hasta San Rafael, pasé al lado del Capitolio que tenía la cúpula llena de andamios, crucé la calle hasta el cine Payret, que está abandonado, y me tomé un café cerca del museo de Bellas Artes y el edificio Bacardí. Sonaba Benny Moré.
Patricia era muy amiga mía y me contó su vida o más bien algunas cosas de su vida:
—Algunas veces estoy un poco harta; yo soy una persona normal, optimista, también soy sensible, ¿sabes?, nunca he sido torpe.
—¿Entonces? —le pregunté.
—Bueno, he tenido algunos problemas.
–¿Qué problemas?
—Tonterías. Bueno, no. Cuando era pequeña era disléxica y leía muy mal, y eso me ponía rabiosa. Luego, en la adolescencia, más bien cuando tenía veinte años, ¿a que no te imaginas una cosa?
—No sé.
—Me dio por robar cosas, cosas pequeñas, sin importancia, algunas veces con importancia, en muchos sitios.
—¿Cómo?, ¿robabas?
—Sí, en las tiendas, en muchos lugares, en casa de mis amigas, en cualquier sitio. Robé una cubertería de plata y la guardé en mi habitación, debajo de la cama; también un cuadro muy bonito que descolgué de un portal en el barrio de Salamanca, muy grande, no te rías. También dinero y una cámara de fotos y un ordenador portátil. Y así bastantes cosas.
—¿Y qué te pasó?
—Mira, Violeta, es muy raro, nunca me pillaron. Se lo conté a mi padre porque quise, porque estaba muy agobiada, y fuimos a una psicóloga por Cuatro Caminos, una mujer mayor. Nos dijo que yo era cleptómana o algo parecido, que tenía como un trastorno; después se lo contamos a mi madre. Fui muchas veces a ver a esta mujer. Luego ya no robé nada, ni ahora tampoco, no te preocupes. —Rio—. Pero poco después me encontré muy deprimida. Yo no soy un bicho raro, pero me pasaba de todo, me encontraba muy mal, no triste, sino desesperada, aburrida, apática. Esta vez volví a la psicóloga con mi madre, que estaba muy disgustada. Aquella época fue muy mala, Violeta, no te lo puedes imaginar. Y fíjate, ahora estoy muy contenta, antes de venir aquí ya lo estaba, como todo el mundo, creo que eso nunca volverá, ¿verdad que no?, ¿qué sentido tendría?, ¿no?
—No, claro que no.
Fuimos a una cafetería de la calle L y nos tomamos un daiquiri cada una, granizados, muy fríos. Se fue la luz, pero volvió enseguida.
Parece ser que en el año de 1527 apareció en el cielo un cometa del color de la sangre de forma alargada, y de la punta sobresalía un brazo con una larga espada. Por lo menos eso dijo Simón Goulard, que era astrónomo; más allá de la espada se veían tres estrellas, de las que una era la más brillante. Este cometa fue contemplado por miles de personas, que además vieron en el cielo puñales, hachas y cabezas cortadas; naturalmente tenían los cabellos de punta.
Otro cometa tenebroso es citado por Ambrose Paré, y la noche del asesinato del rey Enrique IV una multitud de parisinos vio manchas de sangre en la luna blanca.
Se puede llamar a esto visiones. De otro tipo es la que tuvo aquella señora citada por Richet, que vio en Menton a su perrito Judy correr por la sala en el mismo momento en que este moría en Inglaterra. Otra señora, de apellido Telechoff, acompañada de cinco niños y un perro (otro) vieron aparecerse a un muchacho vecino suyo que se paseó por la habitación cuando al parecer acababa de morir en su casa.
Tal vez todo se deba a estados anímicos determinados, a ambientes enfermizos, a consumo de narcóticos y drogas. Tuvieron visiones, que se sepa, Sócrates, Bruto, Mahoma, Lutero y Saint Germain. En una enciclopedia bastante espesa se dice que el caso de Mahoma es normal pues era epiléptico por vía materna, y Lutero, como todo el mundo sabe, sufría manía persecutoria. Entiende también que Sócrates tuviera alguna visión, «pues a pesar de su innegable genio, parece que fue homosexual». De ahí a tener visiones hay un paso.
Robespierre, que no era un feligrés asiduo, creyó en un visionario mentiroso, Dom Gerle, y en Catalina Theot que inventaron un disparatado culto esperando la llegada del nuevo Mesías; otros visionarios como Kulmann acabaron en la horca.
Muchas brujas tenían visiones; para tener una buena, debe ayunarse al menos quince días y tomar luego libaciones de adormideras, especias y cáñamo. Más tarde se pasa la modorra en una habitación llena de humo de incienso, alcanfor, aloes y estoraque. Al despertar, una bruja hermosa y sensual que se precie se untará por todo el cuerpo desnudo ungüentos de beleño y estramonio. Así, en el aquelarre será inevitable entregarse a los mayores excesos con parejas o grupos ocasionales.
Alguien que producía visiones que no podían distinguirse de la realidad era el Viejo de la Montaña, Seik al Yebel, que desterrado de El Cairo recorrió Persia predicando la doctrina sectaria de una rama de los ismaelitas hasta apoderarse del castillo o fortaleza de Alamut, que significa «Nido de Buitres», en las montañas entre Irak y el Dilem.
Según la leyenda repetida, este gran malvado, que en realidad se llamaba Hassan-ben-Sabbah, sembró unos perfumados jardines entre pabellones recónditos y ocultos entre arrayanes, y allí trasladaba a los aspirantes (lazsida) a integrarse en la sociedad secreta en la que él era el Sumo Sacerdote. Drogados con haschisch disfrutaban de «todos los placeres que la más voluptuosa imaginación puede soñar». Más tarde y tras ser de nuevo drogados, salían al mundo, es decir a la guarida del jefe, y este les contaba que habían disfrutado de las dulzuras del paraíso y para regresar al edén debían matar a quien él ordenara o bien matarse por él. Estos fueron llamados fedauris, y por el haschisch, haschichins, asesinos. A mí lo que me interesa es lo que vieron e hicieron en el paraíso, y algo menos los crímenes que cometieron.
Con el Viejo de la Montaña y las visiones de sus seguidores no se acabó en un momento; mataron a traición a los cruzados Raimundo de Trípoli y Conrado de Monferrato y a los príncipes de Asia Orkan y Nizá-Molmuk el Valiente. Se cuenta que a órdenes de Hassan y para impresionar a los embajadores de sus enemigos, centinelas se arrojaban desde lo alto de la torre o bien se degollaban en el acto. Después del Viejo reinaron su hijo Kia Buzurgumid y su nieto Kia-Mohamed I. Más tarde Rokn-ed-Din mandó decapitar a su padre Alá-ed-Din en 1237. Así estaban las cosas.
Por fin los mongoles arrasaron cuarenta castillos de la secta y quemaron sus libros en Alamut; no sabemos qué ocurrió con los jardines del paraíso, que viene del persa faradaiça, ni dónde se encuentran sus restos.
Desde luego en el paraíso que disfrutaron aquellos fanáticos enardecidos vivían las huríes o bien hur, que es plural de hawra, femenino de ahwar, que significa «las blancas», las vírgenes de ojos negros. Miran tan solo un momento a su marido o a su amante, y son semejantes al jacinto y al coral, y han sido criadas entre azafrán, almizcle, ámbar y alcanfor. Son tan hermosas y tienen tanta luz que a través de setenta pliegues de seda aún se pueden vislumbrar sus muslos.
Al entrar un creyente en este paraíso, muchas a un tiempo se ponen a su disposición, y el afortunado puede gozar de ellas tantas veces como días ayunó en el Ramadán o llevó a cabo buenas obras. No se sabe por qué, pero todas las huríes tienen treinta y tres años y, por raro que parezca, todas conservan la virginidad.
Entre el ruido del agua de los jardines umbríos no sabemos ahora si hay «blancas» esperándonos, seguramente no, todo eso ha terminado.
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