- -
- 100%
- +
Todo esto ocurría al mismo tiempo que el rey Carlos tomaba contacto con las ciudades de sus reinos peninsulares y sus oligarquías gobernantes. Las Cortes de 1518 en Valladolid fueron tensas. El vívido relato del toledano Diego Hernández Ortiz, muy cercano a los hechos, cuenta el tira y afloja entre los procuradores y los hombres del rey, la desconfianza mutua. Los representantes de las ciudades le recordaban a Carlos que debía respetar «sus privilegios, libertades y exenciones, buenos usos y costumbres y los capítulos de Cortes que el Rey Católico había concedido en las Cortes que hizo en Burgos, últimas antes de su fallecimiento, y las leyes y premáticas de estos reinos usadas y guardadas». Que no sacaría dinero del reino ni enajenaría rentas reales; que no daría oficios, beneficios, tenencias, embajadas, ni cargos de gobierno a los flamencos. Se trataba en este caso de defender las prerrogativas de la oligarquía del reino. Pero este primer pulso político de Carlos y su corte con las élites e instituciones castellanas no terminó bien: «Se acabaron las Cortes y ninguna cosa de las que tocaban aquellos capítulos, sobre que fueron las revueltas, se cumplía; porque muy pública se sacaba la moneda del reino y se daban los oficios a los flamencos, y ellos los vendían a quien se los pagaban mejor». Quien habla así de crudamente, Hernández Ortiz, permanecería fiel a los realistas, a pesar de todo, cuando estallara la revolución.14
En las Cortes de Aragón, donde Carlos pasó buena parte de 1518 y 1519, no le iría mejor. En una Barcelona asediada por la peste Carlos se entera de la muerte de su abuelo Maximiliano, emperador de Romanos. El joven rey de Castilla aspiraba a ser elegido también para ese trono. El Sacro Imperio era una constelación de principados, señoríos y territorios en el centro y el norte de Europa. Su titular era nombrado por unos pocos arzobispos y potentados alemanes, los electores, cuyo voto había que comprar. La corona imperial, además de requerir delicadas maniobras diplomáticas, costaba mucho dinero. En 1523, el banquero Jakob Fugger, que había prestado a Carlos parte de lo necesario, dejó meridiana constancia de este sistema de corrupción institucionalizada, así como de la articulación de los intereses de la gran banca y la alta política internacional: «Es de conocimiento público y claro como el día que vuestra majestad imperial no hubiera podido, sin mí, obtener la corona romana».15 Los castellanos se oponían frontalmente a las aspiraciones imperiales de Carlos. Por un lado, muchos consideraban que la elección imperial convertiría a Castilla en un reino periférico, con un peso político reducido en el entramado patrimonial de la dinastía Habsburgo. Por otro, la operación se costearía con nuevos e ilegítimos impuestos, pues supondrían la extracción de rentas castellanas para perseguir intereses completamente ajenos a los del reino.
Valencia se agitaba desde septiembre de 1519. La peste que arreció durante el verano había vaciado la ciudad de caballeros y autoridades y fue la excusa de Carlos para posponer repetidamente su ida al reino de Valencia para presentarse ante sus Cortes. Al vacío de poder en la urbe se unieron las disposiciones regias ordenando a los gremios armarse para hacer frente a los corsarios turcos y berberiscos, el llamado adehenament que terminó facilitando el levantamiento. Anglería, que parecería tener el don de la oportunidad, se halló en Valencia desde diciembre de 1519 hasta febrero de 1520 y pudo ver con sus propios ojos cómo se agermanaban los menestrales de la ciudad levantina. Su testimonio, como de costumbre, fue clarividente:
Dicen [los valencianos] que se sentirían defraudados y rebajados si el rey no los visita y celebra las Cortes ante ellos conforme a la antigua usanza. Los artesanos ya están expulsando a los nobles, y ninguno de estos se atreve a vivir en la ciudad. Contra el parecer del gobernador y de los magistrados del reino, en los días de fiesta cogen las armas, se ponen en formación y practican simulacros de batallas, como si hubieran de marchar contra el enemigo. Se lamentan de que hasta ahora han sentido demasiado la opresión de la nobleza. El pueblo reivindica sus libertades. No se someten a ninguno de los magistrados. Así pues, si no traéis al rey-césar hasta aquí, perderéis este reino con grave ignominia, y acaso esta peste contagiosa pase a los reinos vecinos.16
La peste de la rebelión acabaría de hecho infectando al reino vecino. Los rumores asolaban Castilla, alentando la llama de la subversión. Se decía que el emperador impondría tributos sobre cada alumbramiento. Si la mujer pariese hija, el pago sería doblado. En cada pila bautismal habría un recaudador. Se cobraría por cada cabeza de ganado. Los oficiales del rey contarían las tejas de cada casa para que tributaran según su número. Se pagaría por el agua de las fuentes y por el aire respirado en las plazas. Los rumores eran falsos, pero descansaban en temores reales que habían sido cuidadosamente cebados por el mal gobierno de Carlos y su corte corrupta durante los últimos dos años.17
La tensión acumulada de estos años terminó por quebrar la paz en las Cortes de Santiago y A Coruña, en abril y mayo de 1520. El principal objetivo de Carlos era, en efecto, financiar su coronación imperial, y para ello necesitaba un servicio. El servicio era un impuesto extraordinario, una concesión financiera que debían aprobar las Cortes y cuyo coste solo recaía en los pecheros, la inmensa mayoría de población no privilegiada, definida precisamente por sus obligaciones fiscales. Los hidalgos estaban exentos de contribuir. Los procuradores de varias ciudades se opusieron, indignados por el hecho de que se pidiera otro servicio antes de que el concedido en 1518 se hubiera hecho efectivo. Los hombres del rey incrementaron la presión. Y acabaron por sobornar a los representantes del reino. A algunos de ellos la traición les habría de costar cara al regresar a sus ciudades.
Toledo, ya en abierta oposición al monarca, no había enviado procuradores a las Cortes de Santiago, pero sí mandó una embajada para negociar directamente con el rey. Trataba de detener las Cortes, argumentando que faltaban procuradores de varias ciudades. Le pedían que por favor escuchara; que la sordera de los malos consejeros podía terminar de soliviantar al reino. La respuesta de Chièvres a uno de los emisarios toledanos, Alonso de Ortiz, es representativa de cómo estaban los ánimos en ambos bandos: «¿Qué liviandad es esta de Toledo? ¿Qué liviandad es? Qué, ¿este rey no es rey, para que nadie piense quitar reyes y poner reyes?».18
La decisión de celebrar Cortes en Santiago y terminarlas en A Coruña se le atribuía, como todo, al privado Chièvres: la corte de Carlos debía estar «a la lengua del agua» para salir del país en cuanto consiguieran asegurarse el servicio de las ciudades. A estas alturas los lobos flamencos temían por su vida. Carlos de Gante se embarcó en A Coruña el 20 de mayo de 1520, «torciendo el rostro a las desdichas de Castilla» y después de haber incendiado el reino.19
Las causas que explican el levantamiento comunero son múltiples y venían de más atrás, como tendremos ocasión de ver. Pero la revolución debe verse en parte como resultado de esta particular coyuntura: un intento de poner orden en las finanzas y la política del reino frente al pillaje de un grupo de poder extranjero y corrupto que veía España como botín de conquistador. «Esta era la queja, este el llanto general de Castilla», dice una fuente anónima del cronista Sandoval. Como rematará poco más tarde la Santa Junta, órgano triunfante de la revolución comunera, el reino había sido despojado y tiranizado.20
Alfonso de Zamora (c. 1474-c. 1545) había sido testigo del expolio desde su cátedra de Alcalá. Converso y quizás hijo de rabino, Zamora fue el primer gran hebraísta del Renacimiento español y participó en el proyecto de la Biblia Políglota del Cardenal Cisneros. No le gustaban los reyes y parece que antes de catedrático había sido zapatero. En una excepcional nota en hebreo, escrita a vuelapluma en 1520, Zamora nos dejó una «Noticia de cómo se perdiera el tesoro de Sefarad, esto es España». El relato de los robos no difiere de los que hasta aquí hemos visto, pero expresa con contundencia y estilo esa devastadora conjunción de despojo y tiranía, de violación de las leyes y atraco fiscal: «El malvado Chièvres […] agravó el yugo del reino y nos impuso tributo y hurtó a los pobres, sin que fuera otra su intención más que hacer rebosar los cofres de plata y oro para mandarlos a su tierra y lugar, para comerciar con prostitución, comer cerdos gordos rostizados, rellenos de aves gordas cebadas, beberse su jugo para nutrir su cuerpo y darse a la fornicación y la embriaguez». Los sediciosos, dice Zamora, son Chièvres y el monarca, no los rebeldes: «Levantáronse todas las gentes del reino en contra del rey y hubo de volverse este a su tierra con gran escarnio». Los nobles no supieron hacer nada, dice. El remedio del reino estaba en manos del pueblo alzado.21
Las ciudades insurgentes
La primavera comunera comenzó en Toledo a mediados de abril de 1520. La ciudad, «cabeza del reino», habría de ser principio y fin de la revolución de las Comunidades. Una vez prendida la mecha, Sandoval se sorprendía de la rapidez de los hechos y de la coordinación de los rebeldes: «En los demás lugares iba cundiendo el fuego furiosamente, como si se hubieran concertado o se entendieran por atalayas y ahumadas, como suelen hacer en las costas y fronteras: así se movieron casi a un tiempo muchos lugares».22
Desde finales de 1519, con Valencia ya levantada en Germanía, Toledo maniobraba para movilizar a las otras ciudades con voto en Cortes en contra de la salida de Carlos, el saqueo del Tesoro de Castilla y la venta de oficios a extranjeros. En las deliberaciones del ayuntamiento se habían destacado algunos de los caballeros que capitanearían la revolución: Hernando de Ávalos, Pedro Lasso de la Vega (1492-1554), Juan Carrillo, Gonzalo Gaitán y Juan de Padilla (1490-1521). Poco a poco se iban imponiendo al bando leal, encabezado por Hernando de Silva y Juan de Ribera. «Sin duda prevalecía mucho la parte de los que querían Comunidad», dice una relación anónima. Los rumores se derramaban con rapidez y salían de los espacios oligárquicos para circular «en el vulgo, contándolo la gente baja y las mujercillas».23
El emperador, por su parte, también había intrigado para controlar a la ciudad más díscola. Quería sustituir a algunos de los regidores de su ayuntamiento y facilitar el envío a Cortes de procuradores dispuestos a transar. Para ello, al tiempo que rechazaba las embajadas que le enviaba la ciudad para negociar el bien público del reino, mandó a principios de abril una cédula llamando a Padilla, Gaitán y Ávalos: debían salir inmediatamente de Toledo camino de Galicia. Era la mejor forma de descabezar lo que la corte de Carlos ya auguraba como una rebelión incipiente.
El pueblo toledano, sin embargo, en un acto tal vez coreografiado con el beneplácito de sus propios líderes, se congregó para impedir la salida de los caballeros, escenificando así la ruptura con su soberano en un acto multitudinario. Los toledanos, cuenta Juan Maldonado en su excelente crónica latina, «corrían gritando por aldeas y plazas: “¡Viva, viva el pueblo!”, grito que representaba por entonces para el común el símbolo de la guerra civil en las ciudades». Vivat populus era la voz del común, vox plebeis. Si en todas las revoluciones hay un punto de no retorno, una acción a partir de la cual ya se vuelve imposible moverse dentro de la legitimidad previamente constituida, seguramente este es el momento más emblemático del desafío comunero, el umbral del desacato. «Estos señores —se dijo entonces— se habían puesto por la libertad de este pueblo». Y el pueblo, según el cronista Sandoval, correspondía con gritos multitudinarios: «¡Mueran, mueran Xevres y los flamencos que han robado a España, y vivan, vivan Hernando de Ávalos y Juan de Padilla, padres y defensores de esta república!».24
Unas Coplas a Juan de Padilla, escritas en el verano de 1520, corroboran la excitación popular del estallido toledano del 15 de abril. Los versos celebraban a un capitán que, a pesar de su alcurnia, se comprometía con sus conciudadanos:
Viendo a la Comunidad
que comienza de llorar
la cubija con su manto;
y queriéndonos cubrir
con ropas de libertad
él acuerda de morir
por nosotros.
Padilla es paladín del pueblo y padre, pero se conduce «llamando a todos hermanos». Como capitán es mejor que Carlomagno y los doce pares,
porque estos hicieron guerra
con corazones muy crudos
por ganar siempre más tierra
y aqueste siempre con pena
volviendo por los menudos.
Frente a la guerra de conquista, esta es una empresa defensiva y libertadora. Los primeros compases del movimiento sonaban a revolución protagonizada por el pueblo menudo.25
La insurrección se transforma rápidamente, de hecho, en poder popular. Los barrios envían diputados para formar un nuevo consejo municipal. Comienza a apellidarse comunidad. Así lo declara un testigo en el juicio posterior contra el comunero toledano Juan Gaitán: «¡Comunidad! ¡Comunidad! ¡Libertad! ¡Libertad! Esto decían los cardadores e zapateros e un Borja, hilador de seda».26 La multitud comunera fuerza la renuncia del corregidor —máxima autoridad local designada por el rey y que dirigía en su nombre el gobierno municipal—, quien acabará abandonando Toledo a finales de mayo. Mientras, el principal patricio del bando realista, Juan de Ribera, se refugia en el alcázar con unos pocos fieles. Los comuneros lo rodean y los obligan a rendirse. Con la destitución de las autoridades reales, la constitución del poder comunero y la organización de la autodefensa, se consuma la ruptura. La revolución ha triunfado en Toledo.
La escena se repite, con mayor intensidad, en otras ciudades de Castilla. En Guadalajara, ciudad sometida al poder descomunal del duque del Infantado, Diego Hurtado de Mendoza de la Vega y Luna (1461-1531), una masa de pecheros se planta en el palacio del señor para exigir responsabilidades por el comportamiento de los procuradores de la ciudad. La mayoría eran artesanos —sastres, alabarderos, tejedores— y tenderos. También estuvieron presentes «muchos labradores del común de la tierra». La entrevista no resuelve nada y la multitud, como hará en otros lugares, terminó quemando las casas de los dos representantes. El carpintero Pedro de Coca, el albañil (solador) Diego de Medina y un letrado llamado Francisco de Medina se contaban entre los líderes de las primeras agitaciones populares. A la hora de elegir a su capitán, la ciudad se decantó por el primogénito del propio duque del Infantado, que acabaría cortando la cabeza a quienes encumbraron a su hijo. A uno de los agitadores populares que se salvó de la horca del duque le decían el Gigante: quizás Castrillo no iba tan desencaminado con su analogía ovidiana sobre los titanes.27
En Zamora, un tribunal de cuatro regidores organizados por el magnate local que tomó partido inicialmente por la revuelta, el conde Alba de Liste, condenó a sus procuradores corruptos, cuyas casas trató de quemar la multitud. En Burgos, el pueblo respondió a las amenazas del corregidor destruyendo en la plaza las cántaras usadas para calcular la alcabala del vino. La alcabala era un impuesto indirecto prácticamente universal sobre la venta de determinadas mercancías; la reforma de su administración y recaudación sería una de las principales demandas comuneras. El pueblo se dotó de un nuevo corregidor, ignorando ya abiertamente la autoridad real, y asaltó las casas de varios recaudadores de impuestos y patricios locales, incluida la de Garci Ruiz de la Mota, procurador y hermano del obispo Mota, fidelísimo imperial, «sacándolo [todo] a la plaza, donde hicieron la hoguera, a la cual llevaron todo el mueble que se halló en su casa de ropa blanca y tapicería muy rica y vestidos y cuantas arcas había en ella. Y lo sacaron y lo quemaron públicamente sin se querer aprovechar de cosa alguna, que es harto de maravillar, considerada la condición de la gente baja». Algo parecido ocurrió en Valladolid con las casas de varios procuradores, incluido Pedro Portillo, «opulento comerciante» que «había accedido al cambio de la primitiva ordenación de los tributos de la alcabala».28 En lugar de apropiarse del botín, el pueblo prende fuego a los signos ostentosos de la riqueza y el poder. Al mismo tiempo, las ciudades castellanas, en aquellos días encendidos de 1520, gritaban un sonoro «No nos representan» —valga la analogía— contra los procuradores que volvían vencidos o comprados de las cortes de Galicia, habiendo traicionado el mandato municipal. Lo que siguió fue una más o menos radical impugnación de la institucionalidad previa al levantamiento y la constitución de nuevos mecanismos representativos y decisorios.
Tras el primer relámpago de la revuelta, los magnates de Zamora, Guadalajara y Burgos se las arreglaron para contener momentáneamente las llamas populares. En Segovia, sin embargo, las malas noticias de las Cortes llegan mientras «el común de la república», según el cronista local Diego de Colmenares (1586-1651), se reúne a las puertas de la iglesia del Corpus Christi para elegir a sus cargos representativos. Se intercambiaban pareceres sobre los ministros de justicia de la ciudad, alguaciles y corchetes (lo más parecido a la policía municipal en el Antiguo Régimen). Uno de ellos, llamado Hernán López Melón, afeó a los vecinos el tono con que hablaban de los oficiales del rey y amenazó con tomar medidas. «El fuego, hasta entonces lento, levantó llama; y con ímpetu furioso comenzaron algunos a vocear que era un traidor, enemigo del bien común». La rabia popular acabó con su vida y con la de otro corchete, Roque Portal, que anotaba en un papel los nombres de los alborotadores: después de arrastrarlos por las calles, la multitud los colgó, boca abajo como a los traidores, de una horca levantada de improviso junto a la Cruz del Mercado. Con leños de los pinares de Valsaín, coto de caza de los reyes castellanos.
Mientras, los procuradores segovianos habían regresado a su ciudad. Ya se sabía que habían votado el servicio de Carlos en las Cortes de Santiago y A Coruña, en contra de los deseos y las órdenes de Segovia. Uno de ellos logró librarse de la furia. Rodrigo de Tordesillas, sin embargo, cuyo voto en Cortes había comprado el rey por 300 ducados, decidió presentarse en el ayuntamiento para dar cuenta de su procuración. Ya era tarde. El pueblo «levantó una vocería tan confusa, que nada se entendía: unos que le oyesen, otros que le llevasen […] a la cárcel; otros que le matasen por enemigo de los pobres». Al parecer ganaron los últimos y Tordesillas fue colgado de la misma horca que los dos corchetes. La multitud, acto seguido, puso fuego a su casa.
El cronista Colmenares seguramente exagera al aseverar que «constaba no haberse hallado en el alboroto no solo persona noble, pero ni aun ciudadano de mediano porte», pues así exoneraba a la oligarquía municipal de acciones seriamente reprobables. Pero sin duda tenía razón cuando identificaba el motor principal de la revolución: «El furor repentino de mil o dos mil pelaires y cardadores, cuyo respeto está en sus manos y cuya hacienda está en sus pies». Los artesanos arrebataron las varas de mando a los tenientes y «nombraron alcaldes ordinarios al modo antiguo». Los titanes que asaltaban los cielos eran fundamentalmente los trabajadores de la industria lanera segoviana, en su mayoría extranjeros avecindados. Como para el gigante Anteo, su fuerza radicaba en la tierra que pisaban, pero que nunca poseerían. La radicalidad de la comuna segoviana de 1520 inspiraría cuatro siglos después al escritor socialista Rodrigo Soriano para imaginar un relato sobre aquellos hechos. Lo tituló Un soviet en el siglo XVI y apareció en la revista Siluetas en 1924.29
Los hechos de Segovia eran graves, y motivaron la reacción inmediata del gobierno de regencia. A su partida, Carlos había dejado al cardenal Adriano de Utrecht (1459-1523) para gobernar el reino junto a un Consejo Real formado por grandes y prelados. Desde principios de junio estaban instalados en Valladolid y deliberaban cómo hacer frente al desafío comunero. Se impusieron los partidarios de la mano dura: el juez Ronquillo, que precisamente había sido corregidor de Segovia, debía presentarse en la ciudad para hacer las pesquisas correspondientes, como preludio a una expedición de castigo. Los segovianos, como esperaba el Consejo, no colaboraron, y las tropas de Ronquillo a principios de julio ya cercaban Segovia. Pero la ciudad castellana se mantenía recia: «Que ya había pasado el tiempo —dice Maldonado que decían desde dentro los segovianos— en que unos alcaldillos con sus varitas aterrorizaban al miserable pueblo menudo [miseram plebeculam]».30
El pueblo segoviano prepara la defensa y se congrega en torno al nuevo jefe de la Comunidad, el regidor Juan Bravo. El armero Juan de Marquina no da abasto con las picas y los coseletes. Los comuneros de Toledo y Madrid envían columnas de infantería en apoyo a sus hermanos segovianos. Al mando van ya Juan de Padilla y Juan Zapata, cuyo prestigio popular solo iría en aumento a partir de entonces. Al enterarse del socorro comunero, el Consejo envió a Antonio de Fonseca, capitán general de Castilla, para asistir a Ronquillo. Debían sacar la artillería de Medina del Campo para bombardear a los segovianos. Los medinenses resistieron la entrada y Ronquillo y Fonseca le prendieron fuego a la ciudad. «Rayo es del cielo cuando con la potestad reina la ira», dirá Sandoval respecto al fatal error de los de Carlos. Su primera acción militar tendría consecuencias catastróficas para el bando real.31
«No creo que fuese más devastador el incendio de Troya del cual hablan los poetas», dice Anglería. Puede parecer exagerado. Pero la quema de Medina el 21 de agosto de 1520 dejó una impresión imborrable en la memoria de los castellanos y acabó de inflamar el reino a favor de la causa comunera. «Quemose el monesterio de San Francisco y aquella calle y la Rúa y las Cuatro Calles y la calle de Ávila y mucha parte de la plaza, por manera que se quemó todo lo más principal del lugar», reporta un cronista anónimo. Medina era la capital financiera y mercantil de Castilla, gracias a sus ferias de mayo y octubre, de manera que con la quema «ardió aquel emporio del comercio, donde se conservaban tantas mercancías traídas de las más diversas partes del mundo» y que se guardaban precisamente, de feria en feria, en el convento de San Francisco. La cifra que da Anglería no se aleja de la que estiman los historiadores posteriores: «Se dice que este incendio arrebató a los comerciantes más de trescientos mil ducados». El ataque, «turbión de fuego», situaba al gobierno de regencia como frontal enemigo del reino: «Nunca se vio ni oyó contra infieles tan grande inhumanidad y crueldad», dirán los propios vecinos de Medina en una carta a la Junta de Ávila. La defensa popular de los cañones de Medina en agosto de 1520 tuvo en la imaginación revolucionaria un impacto similar al que tendría la defensa del parque artillero de Monleón en Madrid el 2 de mayo de 1808.32
El ejército real se licencia y Fonseca huye de la rabia castellana exiliándose a Portugal. Bravo, Padilla y Zapata, con las milicias comuneras de Segovia, Toledo y Madrid, entran triunfantes en Medina. Quedan en pie solo muros, calcinados. Traían orgullo y esperanza para un pueblo postrado, pero que ya se organizaba: «Los vecinos de Medina, quedando más encendidos en su furia que la villa con el fuego, apellidaron luego Comunidad y tomó el pueblo la forma de regimiento que las otras habían tomado». Ya en Las siete partidas (1256-1265) de Alfonso X el Sabio, cimiento legal del reino de Castilla, apellidar quería decir «voz de llamamiento que facen los omes para ayuntarse e defender lo suyo».33
Pronto la noticia corre y no tarda en llegar a Valladolid, relativamente tranquila hasta entonces por ser sede del gobierno de regencia. En el corazón imperial de Valladolid también vive Pedro Mártir de Anglería, el cronista italiano que dio noticia puntual, como vimos, de la crudeza del expolio. Cuando triunfa la revolución en la ciudad, el humanista vivía en «el dorado palacio del comendador Ribera», que había sido corregidor hasta que, en los días que vamos a relatar, lo depuso la Comunidad y tuvo que exiliarse. Desde que los vallisoletanos oyen lo de Medina, la capital castellana se convertirá en el más firme y radical bastión de los rebeldes.