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El cardenal Adriano y el Consejo, escribe Anglería, «se han visto obligados a agachar la cabeza ante el pueblo». Valladolid ha estallado y la rabia se organiza: «Hay en esta ciudad trece agrupaciones llamadas parroquias, que se reúnen todos los días. La plebe ignorante se burla ya de la gente principal lo mismo que las zorras del león cuando lo ven encadenado y presa de la fiebre; la petulante gentecilla dirige ya sus torvas miradas contra el conde [de Benavente] y el obispo [de Cuenca, presidente de la Chancillería, Diego Ramírez de Villaescusa], lo mismo que contra los demás miembros de la nobleza». La Chancillería de Valladolid mantuvo una ambigua neutralidad durante el conflicto, pero todo parece indicar que de sus oidores y escribanos muchos fueron comuneros: tres fueron exceptuados del Perdón general de 1522 y la Junta respetó escrupulosamente su actividad judicial.34
Como había ocurrido en otras ciudades insurgentes, el pueblo elige como jefe de la Comunidad a un noble de sangre real que no se atreve a rehusar el puesto, «aunque siente de manera muy contraria al pueblo». En el caso de Valladolid se trataba del infante de Granada, hermano nada menos que de Boabdil, noble cristianizado de la más alta estirpe nazarí. No debe extrañarnos, como veremos luego en detalle, que los comuneros se congregaran a menudo en torno a liderazgos aristocráticos para una insurrección fundamentalmente popular y en gran medida antinobiliaria. Por un lado, dado que los comuneros elegían capitanes, tenía sentido nombrar a aquellos a quienes se les reservaba tradicionalmente la función militar. Por otro lado, una de las formas más seguras de garantizar el triunfo de la revolución era alistar el apoyo de patricios con poder, redes, propiedades y prestigio. La comunidad de Valladolid, sin embargo, no tiene ninguna intención de ceder el poder recién conquistado a un hijo de reyes: «Le ha puesto cinco delegados del pueblo, para que con su consejo rija la ciudad».
Al igual que Toledo y otras ciudades comuneras, Valladolid también organiza la defensa de la ciudad: «Montan guardia durante la noche, pues temen que inesperadamente caiga sobre ellos algún grupo de soldados al amparo de los nobles». La defensa se financia con la contribución de los ciudadanos, según Anglería: «Barrio por barrio y calle por calle, a título de préstamo van sacando dineros para mantener las guardias». A principios de septiembre se consolida el poder comunero vallisoletano, que desconoce la autoridad de Adriano y del Consejo Real.
Dos revoluciones hay ya en marcha: una quiere poner orden y gobierno en la situación caótica creada por la ausencia y la corrupción del monarca Habsburgo. Otra quiere alterar para siempre las relaciones sociales y la distribución del poder político: «Las tribus vallisoletanas no piensan en otra cosa que en derribar las casas de los regidores y en extirpar de raíz a todos los potentados, a fin de menear ellos con más libertad esta papilla». Acorralado en su palacio, como el resto de los imperiales, Anglería resume la situación en el reino: «Va cobrando fuerza en nombre de las Comunidades, mientras que al rey le va de mal en peor». El fuego de agosto había traído, tras la siega y a destiempo, una germinación desesperada.35
La Santa Junta
La conocida como Santa Junta fueron las Cortes de la revolución comunera, observó con rapidez Manuel Azaña en un lúcido trabajo sobre el asunto. Así lo reflejaba el nombre oficial de la institución: Cortes y Junta General del Reino. El humanista Juan Maldonado aporta una teoría sobre la popularización del apelativo de Santa: «Reunidos en Ávila los procuradores de veinte ciudades más o menos, se sancionó en principio, mediante decreto, que la Junta se llamara Santa, por darle mayor dignidad y autoridad, debido a que, según los propios procuradores, había sido muy piadoso el haberse reunido para aliviar la pobreza de los desheredados [ad sublevandam miserorum inopiam]». El impulso político que late en la apuesta comunera se conjuga, y a veces compite, con la aspiración de justicia social del pueblo insurgente.36
Desde principios del verano, antes del incendio de Medina, Toledo había convocado a las ciudades del reino a una reunión absolutamente ilegal en ausencia del rey, el único con capacidad de convocar Cortes. En Ávila, desde el 1 de agosto, se reunieron los procuradores de Toledo, Salamanca, Segovia, Toro y Zamora en la primera Junta comunera. Las deliberaciones habían comenzado y la restauración del buen gobierno pasaría por anular el servicio fiscal aprobado corruptamente en las Cortes de A Coruña, volver al viejo sistema del encabezamiento de la alcabala (es decir, estabilizar y retornar los ingresos del principal ingreso ordinario a la Hacienda pública), garantizar que los oficios se otorgaran a naturales, prohibir la salida de dinero del Tesoro y nombrar un gobernador castellano que sustituyera al cardenal Adriano. Estas medidas disfrutaban de un consenso casi absoluto en Castilla a pesar de lo exiguo de la representación ciudadana en la primera Junta. El ímpetu abiertamente revolucionario que fluía por abajo, sin embargo, no era unánime. Tras oír acerca del incendio de Medina, las ciudades de Valladolid, Zamora y León anunciaron que enviarían procuradores a la Junta de Ávila. Los diputados de las ciudades confederadas se eligieron en asambleas populares.37
La Junta pronto se trasladaría a Tordesillas. La razón: Juana, madre de Carlos y reina legítima de Castilla junto con su hijo, residía en la ciudad del Duero en un régimen que algunos percibían como carcelario, gobernado por un marqués de Denia que hacía las veces de tutor. El ejército comunero, saliendo de la Medina calcinada, se dirigió directamente a Tordesillas para tener audiencia con la reina. El encuentro con Juana supone un espaldarazo a la causa comunera y un momento de gloria para su capitán: «Juan de Padilla —decía uno de sus enemigos— sueña que allí es un gran general de un grande ejército. Cercado de centuriones y tribunos, come y negocia».38
Seguramente Juana no estaba tan loca como sus enemigos querían ni tan cuerda como les habría gustado a los comuneros. La relación entre la reina madre y los procuradores de la Junta estuvo marcada por la ambigüedad y la frustración. Por un lado, estar a su lado y ser sus custodios suponía un enorme capital político para el bando comunero. Por otro, a pesar de su cordialidad y una aparente buena sintonía, la reina se negó a firmar nada que sancionara la política revolucionaria de la nueva Junta de Tordesillas, convertida ya en órgano triunfante de la revolución en Castilla. «Si firmase su alteza —le escribe Adriano a Carlos—, sin duda todo el reino se perderá y saldrá de la real obediencia de vuestra majestad».39
En realidad, la obediencia a Carlos, y su legitimidad sucesoria, estaban en el centro de varias disputas que tuvieron lugar durante las deliberaciones de la Junta. En Tordesillas se reunían los procuradores de trece de las dieciocho ciudades con voto en Cortes. Burgos se oponía frontalmente a considerar a Carlos un usurpador —como querían Segovia, Salamanca y Toledo— y consideraba que la Santa Junta debía apenas reiterar las justas demandas que se le habían presentado al monarca para que este, graciosamente, las atendiera. Para la mayoría de los junteros, sin embargo, la asamblea de las ciudades no era un órgano consultivo, sino el gobierno provisional de la revolución comunera y el legítimo del reino en ausencia de Carlos. El objetivo era «que las leyes de estos reinos y lo que se asentare e concertare en estas Cortes e Junta sea perpetua e indudablemente conservado e guardado».40
A pesar de la firme oposición de Burgos, y menos consistentemente de Valladolid, la estrategia de la Junta estaba escalando. Frente al tira y afloja de la súplica, frente a la idea de la Santa Junta como unas Cortes simbólicas en ausencia del rey y compatibles con la autoridad del Consejo, avanza un proyecto en cierta medida constituyente: «Los fautores de alteraciones populares maquinan nuevas cosas: hablan de quitar al Consejo Real la autoridad, de crear nuevos magistrados y de cobrar ellos las rentas», resume Anglería desde los mismos salones donde residía tal Consejo.41
La Junta, en efecto, estaba dando pasos decisivos para constituirse como única autoridad legítima de Castilla. Además de declararse como tal, los junteros iniciaron desde Tordesillas una agresiva campaña para acorralar en Valladolid al Consejo Real, privado de prácticamente todo margen de maniobra desde finales del verano de 1520. Los comuneros reclaman que varios oficiales del Consejo vayan a rendir cuentas por su gestión de los asuntos públicos durante los años del saqueo. Se envían cartas y mensajeros a Adriano para que ceda las insignias y los sellos del poder real. El último día de septiembre, el ejército de Padilla se apoderó de los sellos y los libros de contaduría. Ese mismo día los comuneros detienen a los consejeros que no habían huido de Valladolid —«Los amigos los pusieron sobre aviso de que la plebe había determinado asaltar sus casas aquella noche»—. Adriano y el resto de los que consiguieron escapar se dirigen a Medina de Rioseco, ciudad perteneciente al señorío del almirante de Castilla, y desde donde se dirigirá la guerra contra la Comunidad. «Yo —dice Anglería— quedo aquí, sin saber dónde dirigirme en medio de esta hoguera encendida».42
La línea oficial de la Junta fue siempre más prudente que las masas plebeyas que la apoyaban. Pero su acción de gobierno y su músculo intelectual tienen un inconfundible sabor republicano. Las primeras provisiones tuvieron que ver con el saneamiento de las finanzas del reino: se trataba de ponderar la medida del saqueo y tratar en lo posible de remediarlo. La Junta quería que todos los miembros del Consejo Real hicieran rendición de cuentas sobre su gestión y sus bienes personales, pues «sus haciendas manifestaban sus culpas».43
Una decidida operación anticorrupción acabó, por ejemplo, con la confiscación de 4000 ducados que el secretario Alcocer había hecho con la venta de cargos públicos. La Junta decretó además pena de muerte para quienes no denunciaran este tipo de tráfico teniendo conocimiento de él. Requisó libros de cuentas e inició una agresiva auditoría de las finanzas públicas, fiscalizando a todos y cada uno de los contables que podían haber tenido parte en el expolio sistemático del reino. Se formó una comisión para revisar cuidadosamente los libros de la contabilidad real. Cada uno de los oficiales diputados para llevar las cuentas era supervisado por varios procuradores. El licenciado Bernaldino, famoso abogado y uno de los principales letrados de la Junta, instruyó los procesos contra el pillaje de la administración carolina.44
Las cuentas de la Junta se llevaron con pulcritud espartana y se establecieron mecanismos contra la corrupción. El primer contador mayor del gobierno comunero, el converso Íñigo López Coronel, fue fulminado del cargo tan pronto como se supo que había malversado para uso propio algunos fondos de la Junta. Las cuentas del ejército de Girón y Padilla fueron rigurosamente auditadas, como lo fueron los pagadores y otros oficiales encargados de llevar la contabilidad de la guerra. La camarilla flamenca y castellana del joven emperador había esquilmado el Tesoro, vendido cargos, enajenado rentas reales y cometido todo tipo de cohechos en el control del comercio de Indias. El recuerdo del saqueo flamenco del Tesoro público estaba demasiado fresco y había sido una de las principales causas del levantamiento. Para garantizar la legitimidad de la Santa Junta era fundamental controlar hasta el último maravedí. El fisco comunero, por otro lado, fue tan implacable con deudores y evasores como lo habría sido la propia Hacienda real.45
La Junta sustituyó a los oficiales encargados de recoger las rentas reales en todas las ciudades que le debían lealtad. Las ciudades, por su parte, enviaron a la Junta fondos de la hacienda propia cuando se requirieron. Además, algunos impuestos de los que el órgano comunero se había ya apoderado, como los servicios y alcabalas de Toro, Zamora o Medina del Campo, proporcionaban alivio financiero. Las cuentas del tesorero de la Junta, Alonso de Cuéllar, también registran modestas aportaciones de pequeños pueblos y lugares comuneros. Pedro Ortega, otro de los tesoreros de la Comunidad, también obtuvo préstamos de algunos ricos mercaderes de Medina del Campo. El grueso de los gastos iba fundamentalmente a mantener el ejército comunero.
Durante los últimos cuatro meses de 1520, la esperanza comunera alumbraba la posibilidad de la victoria. La Junta había logrado acorralar al poder real y proveía eficazmente en los asuntos de gobierno. La revolución contaba con un pueblo organizado y con unos dirigentes comprometidos. El ejército estaba razonablemente financiado y gobernado por capitanes de enorme prestigio popular. Los grandes, que iban poco a poco tomando partido por lo que quedaba del poder monárquico, estaban escandalizados y a la defensiva. De hecho, tal vez la mejor manera de calibrar el éxito de la revolución durante el prometedor otoño de 1520 sea precisamente explorar el miedo de los dioses menores de Castilla, esos nobles encaramados a su particular cielo señorial que veían cómo les crecían los titanes bajo los pies.
Francisco López de Villalobos (1473-1549) había sido médico de cámara de Carlos de Austria, como lo había sido antes de su padre y de su abuelo. Sin embargo, cuando Carlos abandona España desde A Coruña, López de Villalobos es de los que permanecen en Castilla, muy cercano siempre al entorno de los nobles realistas y del Consejo. Fue un humanista gigantesco, de esa generación única de intelectuales conversos que cabalgaron el otoño de la Edad Media y el invierno de la primera modernidad. Tuvo muy mala lengua y una habilidad inigualable para navegar el laberinto de la corte. Sus cartas son obras maestras de la retórica familiar del poder y de la facecia cortesana. La persona que más de cerca conocía el cuerpo del joven emperador fue también testigo excepcional de la revolución comunera. López de Villalobos se hallaba en la corte vallisoletana cuando los miembros del Consejo tuvieron que huir de la ciudad, acorralados por los comuneros, en octubre de 1520. Las cartas que escribe desde Medina de Rioseco, sitiada por las tropas de Girón y de Acuña, se cuentan entre los más vivaces testimonios del poder comunero.
«Tenemos cobrado tan gran miedo a la Comunidad que no pensamos que anda por los caminos, sino que vuela su ejército por los aires y que es una alimaña encantada que traga los hombres vivos». El dragón comunero «ha traído los días pasados arrinconados los grandes en sus barreras». Resuena en estas palabras la literatura caballeresca que había multiplicado la imprenta por las ciudades castellanas, las historias de Amadís y Esplandián, con sus endriagos, sus encantamientos y sus ínsulas; un régimen narrativo hiperbólico que parece adecuado para dar cuenta de la dimensión del órdago comunero. El obispo Antonio de Acuña (1453-1526), que había emergido rápidamente como líder comunero de Zamora, era una especie de gigante que, como en la fábula de Alonso de Castrillo, se enfrenta a los nobles, dioses crepusculares de un Olimpo fortificado pero asediado por la llama comunera:
Trae la Santa Junta un obispo que sus hazañas son dinas de perpetua memoria. Dos días ha que no se desarma ni de día ni de noche y duerme una hora no más sobre un colchón puesto en el suelo, arrimada la cabeza al almete. Come las más veces caballero en un caballo saltador que trae. Ármase de tantas armas que el peso de ellas es incomportable. Ha combatido tres o cuatro fortalezas y él es el primero que llega a poner fuego a las puertas. Va entonces su excelentísima señoría debajo de un carro, y sobre el carro trillos o puertas […], pónese a gatas con todo el peso y ocupación de sus armas, tirando del carro más que cuatro hombres […]. Pone su fuego y después, por desviarse presto de la llama, toma el trillo a cuestas y así vestido en pontifical sale afuera y santigua la fortaleza con su artillería.46
Acuña, como veremos, fue un descomunal líder revolucionario. El obispo fue soldado antes y después de fraile. Sus discursos y sus acciones inflamaban a las bases comuneras. Una especie de Lenin togado, Trotsky del Renacimiento. Sus columnas recorrieron triunfantes los caminos de Castilla, prendiendo fuego a torres nobiliarias y requisando abundante parafernalia eclesiástica para financiar a la Junta. Pocos personajes llegan a alcanzar la dimensión mítica de este Robespierre zamorano que para los nobles castellanos representó una especie de Terror comunero. «Sobre todo temían —dice el cronista Juan Maldonado— las decisiones bruscas y precipitadas de Acuña y su incansable afán, que no permitía ningún tipo de seguridad y en todo momento y lugar le temían y les daba pavor». A diferencia de Girolamo Savonarola (1452-1498), el profeta dominico que había gobernado Florencia veinte años antes, Acuña tenía un ejército. Para Maquiavelo (1469-1527), cuidadoso analista de los hechos del primero, esta había sido la principal razón del fracaso de su populismo milenarista. El miedo en la corte castellana del emperador tenía, por tanto, profundas y poderosas razones.47
El doctor Villalobos ridiculiza las aspiraciones comuneras, pero tras la chanza se advierten los afectos y las ideas de los revolucionarios. Los curas que han tomado partido por la Comunidad sacuden al pueblo con sus sermones, en contra de los grandes, pero enaltecen a los caballeros, como Padilla, «que han olvidado sus casas y patrimonios por sostener y amparar los vuestros» y que «se ternán por muy dichosos en morir por la patria» y «por libertad común». La multitud, nos dice Villalobos, asiente fervorosa a la oratoria no tan sagrada de los curas comuneros. «Predican en los púlpitos y por las plazas el santo propósito de la Santa Junta». La redundancia respecto a la santidad de Junta es obviamente parte de la burla: «No sé cómo pueden ser santos todos juntos siendo cada uno de ellos hereje y traidor y ladrón y puto y cornudo y pobre, o en qué hallan que es santo el cuerpo que se compone de tan bellacos miembros». La arrogancia de Villalobos enciende la retórica de sus cartas en los momentos más tensos de la guerra en Castilla. Pero no son ni la soberbia ni la ira: es el miedo, como decía, el sentimiento que domina los círculos más íntimos del poder imperial.
El humor del médico —que recuerda a la imaginación grotesca que trabajaba por esos mismos años el gran novelista François Rabelais (c. 1490-1553)— condensa la situación política de Castilla con la siguiente escena. López de Villalobos posa como un antepasado de Sancho Panza, literalmente cagado de miedo, en una Medina de Rioseco asediada por las nuevas sobre el poder comunero. «La otra noche», dice,
andaba por la ronda en la ordenanza de un capitán y porque no le entendí cuando me dijo que calase la pica, llamome cabrón […]. Yo, señor, no tenía culpa, porque cuando él me dijo «cala esa pica», como no entiendo bien este lenguaje de guerra, en verdad que pensé que decía «caga esa pica». Y este ardid de guerra hiciéralo yo entonces de muy buena gana, porque tenía gran miedo; que nos habían dicho que a media legua llegaba ya todo el ejército de la Junta con tres culebrinas gruesas y un cañón pedrero y un obispo de Zamora y otros diez tiros medianos […]. Plugo a Dios que fue todo mentira y así escapamos aquella noche de tan gran peligro.
En Castilla, en la otoñada de 1520, el miedo estaba del lado de los imperiales. Tras la canícula revolucionaria, el órdago comunero amenazaba con cambiarlo todo. Y el reino era, en palabras de Anglería, «una hirviente olla popular».48
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