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En la segunda carta de san Pedro aparece un texto que algunos teólogos se han atrevido a calificar «como la expresión más enérgica de toda la Escritura sobre la gracia»: «Pues su divino poder nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad, mediante el conocimiento perfecto del que nos ha llamado por su propia gloria y virtud, por medio de las cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina, huyendo de la corrupción que hay en el mundo por la concupiscencia» (1,3-4).
El texto fue comentado en infinidad de ocasiones por los santos padres y lo ha sido a lo largo de los siglos, pero no es fácil precisar su verdadero alcance y contenido. ¿Qué quiso decir realmente el autor? Tal vez nunca llegaremos a comprenderlo en su sentido más profundo, pero, se interprete como se interprete, debe tratarse de algo verdaderamente grandioso. La gracia nos hace participar de la misma naturaleza de Dios, de su ser y de su vida; es algo que nos diviniza y nos hace «semejantes a él».
4. Entonces, ¿qué es la gracia?
Entonces, ¿cómo definir la gracia? ¿Cómo describirla? Las preguntas son inevitables. Pero sólo podemos hacernos una idea de lo que es, partiendo de los datos que hemos encontrado en la revelación. La gracia es Dios mismo derramado en nosotros, su vida y su amor, su misericordia y benevolencia, su grandeza y su belleza, el cielo mismo en nuestro corazón. La gracia de su presencia en nosotros nos hace amigos e hijos suyos, depositarios de todos sus bienes, herederos de la vida sin fin. La gracia es esa presencia divina que nos hace unas criaturas nuevas, como si acabáramos de salir de sus manos creadoras. Tal vez por eso los hombres nos hemos sentido asustados y hemos comenzado a hacerla algo más manejable y comprensible.
En la tradición cristiana la gracia ha sido definida «como un don sobrenatural», como «una cualidad sobrenatural que nos da una participación física y formal de la naturaleza divina», como «una cualidad divina inherente al alma», como «un ser divino que hace al hombre hijo de Dios y heredero del cielo»... Pero esas definiciones nos dejan hechos un mar de dudas e interrogantes. Porque, ¿quién las entiende? ¿Qué decimos de la gracia al describirla como una cualidad sobrenatural? ¿Qué atractivo podemos encontrar en ella? ¿Qué fibras del alma puede remover? ¿Qué deseo de vivir en gracia puede suscitar en nosotros si la palabra apenas nos dice nada?
Definir la gracia como una cualidad o como un accidente impreso en el alma, es decir, como algo en nosotros, me parece que es rebajarla al orden de lo creado, con lo cual perdería su carácter de presencia inmediata de Dios en nosotros y se convertiría, por decirlo de algún modo, como en un intermediario entre Dios y el hombre. Si la gracia fuera algo creado y regalado al hombre, entonces sería como un capital a nuestra disposición y, en ese caso, podríamos ganarla o perderla, aumentarla o disminuirla. Pero la gracia no puede estar jamás a nuestra merced, porque es algo gratuito, algo que no podemos ganar ni merecer, ni está sometida a nuestros caprichos y antojos. Así es como la hemos desfigurado casi por completo. Los teólogos deberían hacer un esfuerzo por tratar de explicar muy bien lo que ellos entienden por gracia creada, o jamás podremos escapar a las consecuencias tan negativas que ha tenido en la vida cristiana.
Pero la gracia no es un adorno en el hombre, sino la presencia de Dios en su alma, en su corazón y en sus entrañas, en sus pensamientos y acciones, una nueva manera de ser y de vivir, de amar y de servir. Los griegos pensaban que los dioses estaban arriba y los hombres abajo, de tal manera que ni ellos podían bajar hasta nosotros, ni nosotros subir hasta ellos. Pero gracia significa que las fronteras entre Dios y el hombre han sido abiertas de par en par, porque el que lo ha creado todo ama con un amor inefable a sus criaturas hasta llenarlas de su gloria y de su vida, divinizándolas en cierta manera. Por tanto, la gracia no es algo que Dios nos da, sino Dios mismo dándose al hombre; no es algo que él haya creado para nosotros, sino él mismo volcado sobre nosotros. Eso es lo que nos hace temblar.
Por tanto, la gracia no significa «tratar a una persona de acuerdo con lo que se merece, sino que equivale a un trato de amor y de bondad por parte de Dios, sin la más mínima referencia a sus merecimientos». La gracia es don y favor inmerecido, lo que se da sin que nadie pueda exigirlo ni merecerlo. La gracia es Dios mismo haciéndose presente amorosa y misericordiosamente en el hombre. La palabra justicia hace referencia a lo que podemos ganar, pero la gracia es precisamente lo que no se puede merecer ni conseguir. La gracia lleva en sus mismas entrañas la idea de lo regalado, precisamente porque Dios no está a disposición del hombre. Nadie puede merecer ni su amor ni su vida. En ese terreno el hombre no tiene derecho alguno, sino que todo es gratuito.
Pero, ¿cómo entrará el Señor en contacto con nosotros? ¿Qué pasará cuando entra en el hombre? ¿Cómo estará Dios en el alma? ¿Por qué se manifiesta tan claramente en unos y por qué se esconde tan celosamente en otros? ¿Cómo estará Dios en un santo y en un pecador? ¿Qué diferencia habrá entre un alma en estado de gracia y otra en estado de pecado? ¿Por qué unos se abren a la gracia y otros no? ¿Cómo verá Dios a los hombres? ¿Cómo nos verá?
No podemos responder a esos interrogantes. Seguramente la diferencia que existe entre un hombre que está en gracia y un hombre que está en pecado es muy grande. ¿Cómo estará en uno y en otro? No lo sé. Pero lo que es seguro es que Dios está por nosotros, estemos como estemos: sanos o enfermos, ricos o pobres, fuertes o débiles, llenos de buenas obras o vacíos de ellas. Dios no puede abandonar al hombre, porque si lo hiciera se desplomaría en la nada. La gracia se hace resplandeciente en los santos, pero en la mayoría de los hombres está como un tesoro escondido en la tierra. Sin embargo, Dios está en ellos, de una manera que nosotros no podemos ni imaginar. Porque si la gracia es gracia, no puede estar a expensas ni de nuestras obras buenas ni de nuestras obras malas. Por ahí camina el misterio y el asombro de la gracia.
Pero la concepción de la gracia como algo creado, como una cualidad o como un ser divino, es la que ha dominado por completo, como iremos viendo, en la teología, en la predicación y en la vida de la mayor parte de los fieles.
5. Como punto de partida
Antes de comenzar nuestra aproximación a la gracia deberíamos tener en cuenta una serie de principios que, a mi juicio, son innegociables, a saber: que la gracia no es algo natural o debido al hombre; que el hombre ha sido elevado por Dios al orden sobrenatural; que Dios es amor y que ama al hombre; que en Jesús ya le ha salvado y redimido. Por ahí debería comenzar cualquier acercamiento a la teología de la gracia que, tal vez, haya que rehacer por entero[6].
5.1. La gracia no es «natural» al hombre
Dios ha creado todas las cosas según su voluntad. Como tal no tiene deudas con nadie. Pudo crear o no crear, crear de este modo o del otro, estos seres o los otros, aquí o allá, en este momento o en otro. Ni las cosas podían exigir su creación, porque no existían, ni Dios tenía obligación alguna de hacerlo, porque él se basta a sí mismo. Por tanto, no hubo más motivo para la creación que el amor de Dios. El que lo tiene todo no quiso guardar para sí mismo su vida, sino que la repartió a manos llenas. Toda la creación podría desaparecer en un instante y nadie la echaría de menos, porque «existiendo él, existe todo». Por tanto, la gratuidad de la creación es absoluta.
Pero al dar su existencia a los seres, Dios les ha dado todo lo que exige su misma naturaleza. Por tanto, para poder entender lo sobre-natural debemos partir de lo natural, es decir, de aquello que pertenece a la esencia de una cosa (de una planta, de un animal o de un hombre) y que es exigida por ella para existir y obrar. Pero lo que es natural para una cosa no lo es para otra. Así, por ejemplo, no es natural para una piedra sentir, ni para un árbol ver, ni para un animal pensar, mientras que para el hombre es natural pensar, elegir, amar, reír, pero no lo es volar, ni estar al mismo tiempo en dos partes.
Pero al entrar en el terreno de la gracia pisamos un terreno que no es natural al hombre. En él no somos autónomos y autosuficientes. Lo sobrenatural implica una realidad que sobrepasa todas las exigencias de este ser hecho de barro. «Lo que el hombre es por creación no le basta para llegar a lo que debe ser según el propósito del Creador». En efecto, ¿le debe el Señor la revelación de su amor y de su gracia, de su salvación y de la vida sin fin? ¿Se la debe o es algo que le ha concedido gratuitamente? El hombre jamás podría aspirar a participar de la vida divina, pero Dios le ha regalado una suma de gracias que no podían ser exigidas ni merecidas por su misma naturaleza, tales como la filiación adoptiva, la resurrección, la inmortalidad, la vida eterna... Todo eso entra en el campo de lo gratuito, es decir, de lo no debido. Y eso quiere decir que lo sobre-natural está construido sobre la gratuidad. Por eso, al hablar de la gracia, lo primero que hay que poner en evidencia es su absoluta gratuidad.
Pero habría que añadir inmediatamente que el ser humano, a quien ha sido concedido ese don, es capaz de recibirlo. Se diría, por tanto, que la gracia no es algo natural, pero tampoco algo anti-natural o extraño a él. Dios no debe nada al hombre, pero le ha creado «a su imagen y semejanza» y, por consiguiente, le ha hecho capaz de entrar en una relación muy especial con él, le ha elevado gratuitamente para poder participar de su vida. La gracia no nos introduce en el campo de la justicia, sino en el de la gratuidad más absoluta.
Pero, ¿qué relación puede existir entre lo natural y lo sobrenatural? Porque si la elevación del hombre al orden sobrenatural fuera algo debido, entonces Dios estaría obligado a comunicarle su vida misma y, en ese caso, no tendría sentido alguno hablar de la gratuidad; pero si la gracia fuera una exigencia del hombre, entonces perdería su libertad y su autonomía.
Los teólogos han dado todo tipo de explicaciones, para tratar de salir de ese callejón sin salida. Santo Tomás defendió la absoluta gratuidad del orden sobrenatural, pero al mismo tiempo habló de la capacidad natural que el hombre tiene para la visión beatífica, y de un deseo natural de ver a Dios. Pío XII dejó asentado «que Dios podría haber dejado al hombre sin elevarlo al fin sobrenatural», y así puso de relieve que la «gratuidad de lo sobrenatural es la gratuidad de lo que podría no haber sido». En efecto, Dios podría no haber creado al hombre y podría no haberle llamado a tener una relación personal e íntima con él, porque no estaba obligado ni a darle la existencia ni una finalidad sobrenatural. Pero si en el hombre no hubiera algún tipo de apertura hacia lo sobrenatural, ese mundo sería totalmente ajeno a él y, en ese caso, carecería de sentido para él. De esa manera, el orden natural y el sobrenatural aparecen como distintos, pero, al mismo tiempo, como inseparables. Porque si la gracia no tuviera un punto de anclaje en el hombre, entonces no podría echarla de menos ni agradecerla. Todo el debate sobre lo natural y lo sobrenatural se desarrolla entre esas dos alternativas.
5.2. Dios ha elevado al hombre al orden sobrenatural
Pero el hombre es una criatura hecha «a imagen y semejanza de Dios». No es Dios, pero se le parece en algo. El hombre es lo que Dios ha querido que sea. No existen otros hombres más que estos, a los que él ha llamado a la filiación divina y ha destinado a una vida sin fin. Pero esa gracia ha sido totalmente gratuita. Dios no tiene deudas con el hombre, ni el hombre puede reclamar derechos ante él. El hombre ha sido creado por gracia, vive por gracia y está destinado a vivir eternamente por pura gracia. No sé cómo se podrá conciliar perfectamente la libertad y la gracia. No lo sé. Lo único que sé es que esta criatura humana ha sido elevada a una dignidad que jamás hubiera podido imaginar. Por eso, ni el Creador sin sus criaturas, ni las criaturas sin su Creador. En la encarnación de Jesús se ha producido la divinización del hombre. En su humanidad santísima se han unido el cielo y la tierra para siempre. Sin dejar de ser lo que era, asumió lo que no era y se rebajó hasta nosotros para ensalzarnos hasta él. Ya no será posible que Dios exista sin el hombre, ni que el hombre exista sin Dios. Toda su vida se mueve en una dimensión sobrenatural.
5.3. Dios ama al hombre
Dios es amor, amor que se comunica y se entrega. Desde toda la eternidad Dios ha echado sobre nosotros su manto de amor y de ternura. Antes de que la tierra comenzase su andadura, ya habíamos sido elegidos; antes de que pudiéramos decir una sola palabra, ya fuimos amados. Por tanto, ¿qué catástrofe tendría que suceder para que Dios dejara de amarnos? Que Dios dejara de ser Dios. Pero como eso es imposible, es imposible que dejemos de ser amados. «Ni la vida ni la muerte, ni el pasado, ni el presente ni el futuro, podrán separarnos del amor infinito de Dios». Ese es el descubrimiento primero que Dios ha hecho de sí mismo.
El amor de Dios es eterno, gratuito e incondicional, infinito y personal. Se trata, por tanto, de un amor sin fecha de caducidad, no ganado ni merecido, ni sometido a ninguna condición. Vivamos como vivamos, seamos como seamos, estemos como estemos, hayamos hecho lo que hayamos hecho, somos amados por el Señor. Un amor que no fuera eterno, infinito, gratuito y personal... no sería digno de Dios. Cuando Dios ama lo hace sin posibilidad de arrepentimiento. Por eso, si no pudimos hacer nada por merecerlo ni ganarlo, tampoco podremos hacer nada por perderlo definitivamente. Los pecados pueden herir al amor, pero no destruirlo. No hay nada que temer. Nada podrá hacernos daño, porque Dios nos ha envuelto en un manto de amor. Eso es lo que tenemos que poner en evidencia desde el primer momento: que el amor de Dios no es negociable. Ese es el hilo conductor de nuestra historia: Dios ama al hombre, Dios me ama, él a mí, Dios a mí. ¿Qué sería de nosotros si nos abandonara un solo momento? Nos desplomaríamos en la nada más absoluta. No hay nada más gratuito que el amor. ¿Cómo merecerlo? ¿Cómo ganarlo?
5.4. Jesús nos ha redimido y salvado
Dios ha apostado descaradamente a favor del hombre al hacerse una carne mortal en Jesús. Lo hecho una vez está hecho para siempre. Su obra está realizada: el pecado ha sido perdonado, la reconciliación ha sido efectuada, la muerte ha sido vencida, las puertas del cielo han sido abiertas de par en par, los esclavos han sido convertidos en hijos, los desheredados han recibido la herencia, el amor y la gracia han sido derramados a manos llenas. Aunque todo se desmorone en torno a nosotros, eso es lo que nadie puede derrumbar. Jesús está ahí, vivo y glorioso. En él hemos sido amados «amor sobre amor». Sólo lo que Jesús ha hecho por nosotros es decisivo. Lo que nosotros podamos hacer por él apenas cuenta para nada. Lo quiera o no lo quiera, lo admita o no lo admita, lo sepa o no lo sepa, el hombre se mueve en un mundo marcado por la presencia y la gracia de Jesús como Señor y Salvador. Su obra redentora ha afectado vitalmente a todos los hombres. Eso es lo que precede a cualquier opción o decisión que nosotros podamos tomar. Por tanto, nada de lo que hagamos o dejemos de hacer podrá invalidar lo que Dios ya ha hecho en nosotros y por nosotros, pero sin nosotros, si se me permite hablar así. Ese es el misterio que tenía oculto desde toda la eternidad y que nos reveló en la plenitud de los tiempos: «Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo para que ninguno perezca». Esa ha sido la exhibición más portentosa de su amor por nosotros. El proyecto creador de Dios incluía la salvación de todos. El hombre fue creado por gracia y será salvado por gracia. De otro modo la gratuidad de su acción se derrumbaría como una pared ruinosa. La obra de Dios por nosotros ha sido realizada antes de que nosotros hayamos podido pensar, decir o hacer nada, y sin esperar nada a cambio. Todo ha corrido «por cuenta de la casa». Y todo eso sin que el hombre haya perdido su libertad ni haya sido coaccionado por Dios. Por eso podemos hablar de la gratuidad absoluta de la salvación.
Pero, ¿cómo se hará presente el Señor en su vida? ¿Cómo se manifestará en aquellos que nunca han oído hablar de él? ¿Cómo estará en lo más profundo de su corazón? ¿Cómo llevará esas vidas hacia su fin? ¿Cómo llevará el Señor ese plan de salvación universal? ¿Cómo irá salvando a cada uno de sus hijos? ¿Cómo salvará a todos aquellos que, al menos a nuestro juicio, han vivido una vida horrible, de espaldas a él, pisoteando todos los derechos de sus criaturas? No lo sé. Pero lo que no podemos ni imaginar es que el hombre sea capaz de conseguir la salvación por sus propios esfuerzos y obras. Eso significa que el Señor está actuando sin cesar en ellos, incluso en los más alejados, en los que nos parecen más pecadores, en los que le niegan y le combaten. El Señor va llevando su vida a su manera, como sólo él sabe hacerlo. Por eso podemos mantener viva la esperanza de una salvación universal, porque el amor de Dios manifestado en Jesús es para todos los hombres.
Ese tiene que ser el punto de partida de toda nuestra reflexión sobre la gracia, eso es lo que hay que mantener desde el principio hasta el final. Lo que no puede ser es que lo que afirmamos en un momento lo atenuemos o lo neguemos a la vuelta de la esquina. No es de recibo afirmar ahora que Dios nos ama con un amor eterno y gratuito, infinito y personal, para declarar a continuación que tenemos que tratar de hacernos amables a sus ojos y trabajar con todas nuestras fuerzas para conseguir la salvación.
Esos principios son el anclaje seguro de nuestra existencia y el punto de apoyo de toda la esperanza cristiana. Si en algún momento se nos turbara el corazón y algo nos hiciera temblar, deberíamos volver los ojos hacia esos pilares fundamentales: pero Dios es amor, pero Dios nos ama, pero Dios nos ha salvado ya en el Hijo de su amor, nuestro Señor Jesucristo. Todo ha sido gracia derramada, gracia inmerecida. Nada pudimos hacer para ser creados, ni para ser amados, ni para ser salvados, ni para conseguir una vida sin fin. Ni el amor ni la salvación están sujetos al hecho de que el hombre cumpla algunas condiciones o requisitos. Si eso fuera así, adiós para siempre a la gratuidad, adiós a toda esperanza. Si el hombre tuviera que ganarse su salvación, estaríamos condenados al fracaso más absoluto. Por tanto, todo lo que digamos en torno a la gracia tiene que ser comprendido por referencia a esos principios. Todo lo que no esté de acuerdo con ellos tendrá que ser revisado, corregido o rechazado sin miramientos de ninguna clase.
Gracia es la palabra clave en la relación de Dios con el hombre. Pero nunca debería perder el sentido que tuvo desde el principio. Lo que es debido se mueve siempre en el campo de la justicia, pero la gracia se mueve siempre en el campo de lo gratuito, es decir, de lo no merecido ni ganado. Por tanto, cualquier intromisión de lo debido, de lo ganado o de lo merecido en el campo de la gracia sería un atentado inadmisible contra su misma esencia. Con esa noción de gracia vamos a movernos en todo momento. Estoy dentro de la Iglesia y sé que puedo expresarme con libertad, como lo han hecho a lo largo de los siglos tantos místicos, teólogos y escritores eclesiásticos. No siempre tenemos a nuestra disposición el lenguaje exacto para expresar lo que queremos decir. Sólo espero que el Señor me lleve de la mano para lograrlo y me perdone si no lo he logrado.
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