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»Me jugué el pellejo por nada. Pero a otros sí les cayeron medallas, y bufandas, que son unas pagas extra que la Dirección General concede a los que han intervenido en esa clase de servicios. Desde entonces me he jurado que no volvería a pecar de capullo. Estos también caerán. Sólo que yo espero no estar de servicio ese día. No es mucho pedir. Que otros muerdan el polvo. O las mieles. No soy yo envidioso. A todo iluso le llega su escarmiento.
Pero Salva volaba con su imaginación desde que Goyo había aludido a la ingeniosa idea de ocultarse y acechar a los noctívagos malhechores. Emboscado por la noche, se amaga o repta por el labrantío, toma iniciativas en pro de la eficacia, es silencioso como un gato, rápido como una serpiente cuando llega la hora «H». Recibe felicitaciones de sus jefes y un mando le deposita una medalla en su pecho inflado por el espectacular servicio. Su hoja se llena de auxilios «Dignos de ser tenidos en consideración». Al terminar el año, el jefe de la Comandancia le propone, en un escrito dirigido al Director General, para que borren de su ficha «Valor se le supone» y en su lugar sellen «Valor Reconocido».
De golpe se retrotrajo.
—¿Te jugaste la vida y ni siquiera te dieron una felicitación? ¿Hubo medallas y no fueron para ti?
—Así fue.
—¿Y por qué no reclamaste?
—Pero, figura. ¡¿Dónde te crees que estás?!
Salva recordó la interpretación de Barahona: «Si esto funcionara con decencia, sería otro Cuerpo». Compuso una mueca de incomprensión.
—¿Vas cogiendo lo de «Sin Novedad»?
—¿Quieres decir, sin pena ni gloria?
—Más o menos. Mejor sin pena ni gloria que lisiado o muerto.
Ah, estos caimanes, excepto en la forma, en el fondo eran iguales.
Está claro que remontaré sobre todos ellos y sin reservas.
Goyo miró la hora.
—Nos toca Las Torcaces.
Durante el trayecto de vuelta, el caimán le fue poniendo en antecedentes acerca de la finca. Un complejo ganadero y también de recreo en cuyo interior se repartían, convenientemente separados, un matadero, criaderos de cerdos y de vacas, cancha de tenis, piscina y un picadero de caballos. Un complejo muy goloso, pero, al parecer, inexpugnable.
—Debe de ser por lo mucho que la vigilamos —apuntó Goyo.
La resaca, el pertinaz vulturno del motor, el revoco del humo del tubo de escape —no dejaba de dolerle la cabeza— no bastaban para frenarlo de ensoñaciones triunfales. Se ve apostado en las cercanías de Las Torcaces, tirado en una zanja o encaramado a un olivo, inmune al frío y la soledad de la noche, al tedio y a la fatiga, en acecho ansioso de la llegada de la banda de cuatreros, para detenerlos al fin.
Ojalá ocurriera con él estando de servicio. Su esfuerzo resultaría tan palmario y tan imprescindible que nadie podría escamotearle medalla ni recompensa alguna. Se bajó la visera del quepis —la única informalidad que se permitía—. La de su compañero apuntaba al cielo. El sudor que le escurría de la frente hacia el bucleado bigote infería a su rostro un folclórico fulgor. Refería las simpatías para con el Cuerpo del propietario, a quien llamaba respetuosamente «señor Moisés», cuando divisaron en el arcén del carril contrario un coche parado.
Un individuo pugnaba bajo el capó.
Goyo no parecía dispuesto a detenerse.
—¡Tenemos que parar! —exclamó Salva.
—Vamos un poco justo de hora —alegó Goyo, con inexplicable desasosiego.
—Pero ese hombre necesita ayuda —insistió Salva.
Entonces el conductor paró en el arcén. Dio marcha atrás y sin bajarse:
—¿Algún problema, jefe?
El hombre —en realidad un abuelete— se irguió, resoplando.
—¿Problema? —jadeó alborozado—. Son ustedes mi salvación. Tengo una rueda pinchada y no hay forma humana de sacar la de repuesto. —Se le veía que no tenía fuerzas ni para sostener la llave de los tornillos.
Salva se apeó en tanto Goyo parecía meditar con los ojos en el reloj; en seguida lo siguió, sin quepis y sin cetme.
—No puedo aflojar esta maldita tuerca —palpó el pobre hombre una palomilla a la que le faltaban las aletas.
De inmediato, Goyo se fue para la herrumbrosa pieza y con la ayuda de una llave inglesa y una prisa exagerada comenzó a forcejear y a golpearla. Pero al cabo de varios y vanos intentos cesó, tan extenuado como su propietario.
—¡Jodo! —resolló—. Sí que está dura, sí —se retiró con gesto preocupado hacia la finca Las Torcaces, que desde aquel punto se avistaba parcialmente a la vuelta y declive de los taludes.
La granja esplendía sin que revelara catástrofe alguna.
—Será mejor que le llamemos a una grúa. Nosotros tenemos que seguir.
Salva consideró que no todas las posibilidades estaban agotadas, e intervino:
—Voy a intentarlo —y se puso manos a la obra.
La rota palomilla ni temblaba. Se hallaba soldada a la rosca a modo de pieza única. Salva se lo tomó como si la vida le fuera en ello.
Por fin, la tuerca giró; primero remisa; luego, entre chirridos, dócil y ligera.
El anciano dio unos cómicos saltitos de alegría.
—Ah, son ustedes lo más grande de España —intentó coger la rueda, pero Salva continuó con ella rodando hasta el neumático aplastado.
Una alegría la de aquel hombre casi tan inmensa como la que sacudía a Salva. ¡Qué gratificante la coincidencia de los sueños con la realidad!
Goyo sin dejar de mirar la hora.
—Gracias al cielo que aparecieron ustedes —proclamaba emocionado, al tiempo que Salva apretaba tornillos a golpe de maña y gozo—. Estaba desesperado. Con este sol, sin fuerzas y a estas horas que no circula nadie, no sabía qué hacer. Pero la Guardia Civil siempre en su sitio. No es por dar coba, pero ustedes son de lo poco que vale en este país. Y es que ustedes pagan con sus vidas los errores de los políticos, y nadie se lo reconoce. Por eso quiero hacerles un pequeño regalo. —Se echó mano al bolsillo de la chaqueta y tendió a Goyo un billete—. Para que se tomen un trago y…
—Por supuesto que no —rechazó el guardia, amablemente.
El hombre se lo ofreció a Salva, pero en vista del poco éxito los colmó de alabanzas y finalmente consiguieron que prosiguiera el viaje, tan encantado como Salva se quedaba.
Lleno de orgullo, se dio a recitar en voz alta:
—«En ninguna ocasión ni bajo pretexto alguno, recibirá el guardia civil, regalos, bien sean en dinero, alhajas, ropas o manjares, pues estas demostraciones son siempre el precio a que se compra la infidelidad. —Goyo lo repasaba entre conmiserativo y atribulado—. El Guardia civil no hace más que cumplir con su deber, y si algo le es permitido esperar de aquellos a quienes favorezca, es sólo un recuerdo de gratitud.»
—Fabuloso —resumió Goyo—. Ahora déjate de leches, que se nos ha echado la hora. Volvamos a la estufeta.
Pero el jefe de pareja no completó su intención. Con un pie dentro y otro fuera del Land, quedó agarrotado en ese movimiento, escudriñando la vacía carretera… No: se aproximaba un coche.
Uno pequeño… verde.
—¡Mierda! —Goyo se palpó la cabeza, se abalanzó a por el quepis y tiró del cetme.
—¿Qué pasa? —preguntó Salva.
El coche portaba distintivos del Cuerpo.
—Es el teniente de la Línea —farfulló Goyo—. Tranquilo, Salvador —añadió en un acongojado susurro, mientras del vehículo recién parado descendía un oficial joven, de mirada adusta e inquisitiva.
Salva se sentía del todo tranquilo, de hecho, casi eufórico; tan sólo le preocupaba que en la precipitación la visera del quepis le había quedado demasiado baja, como más bien le gustaba y no se atrevía a contravenir por respeto a las órdenes o las indicaciones de sus mandos.
Estaba tranquilo, sí, y también confuso; no alcanzaba a descifrar el espanto de Goyo. El teniente venía enfundado en una gabardina reglamentaria… de invierno, en cuyas hombreras dos estrellas despedían rayos de sol por sus seis puntas. El tricornio lo portaba un tanto inclinado sobre la frente y eso le gustó.
—A sus órdenes, mi teniente. Sin novedad en el servicio —participó Goyo, golpeándose el pecho con el canto de la mano extendida.
Salva le duplicó el gesto con vigor y expectación.
—«¿Sin novedad en el servicio?» —retrucó el oficial, frente al mostacho del guardia; de soslayo, marcando al guardia joven.
Del coche salió un guardia segundo con gafas de culo de vaso, detrás de las cuales sus pequeños y achinados ojos miraban al desgaire. Sacó un trapo y se puso a limpiar los cristales con exquisita solemnidad.
—Nos hemos retrasado por culpa de un señor al que tuvimos que ayudar a cambiar una rueda pinchada…
—¿Me cree idiota, guardia? —le cortó el teniente—. Desde hace diez minutos ustedes deberían estar prestando servicio en otra parte. —El oficial encerrado en la gabardina se estiró, le apuntó con el mentón y resolvió—: La papeleta es sagrada. Démela.
Goyo suspendió momentáneamente el saludo para entregarle el documento.
Inclinado sobre el parabrisas, el conductor les espiaba con una especie de mueca corrosiva. Tenía los labios contraídos y dejaba ver unos dientes tan desatinados que a Salva se le antojó una cara singularmente molesta.
Aunque para molesto, la absurda permanencia con el cetme en el primer tiempo del saludo.
Una ranchera que se acercaba redujo velocidad, quizás temiendo un radar. Salva captó a los pasajeros enredarse con el cinturón de seguridad. La niña, con la frente pegada al cristal trasero, les miraba sonriente y embobada.
Y es que unos uniformados, rígidos como estatuas, la mano en el pecho, tenía que resultar harto llamativo. Ridículo.
—Usted: no se mueva, y súbase la gorra de las cejas.
Tal admonición fue proferida sin que el oficial despegara la vista de la papeleta. Pero Salva supo que se refería a él.
—Y sus botas no están limpias —agregó con idéntica desatención.
—Es por el trajín del auxilio prestado —repuso Salva con espontánea naturalidad.
El oficial despegó los ojos del papel con lentitud teatral, hasta cuadrar al guardia.
—¿Có-mo ha di-cho? —silabeó.
Salva fue a comenzar su explicación, pero se lo impidió la irrefutable réplica del superior:
—Cállese —y tornó a escrutar la papeleta tal que un criptograma interceptado el enemigo.
Salva, menos apocado que aturdido, enmudeció.
¿De qué iba aquel oficial con un gabán de invierno a treinta y tantos grados de temperatura? ¿Acaso no era antirreglamentario semejante prenda en semejante estación del año, por no decir que era una sandez?
¿Por qué no les permitía bajar la mano?
El sol rebotaba en el sombrero del oficial, cuya acendrada piel fosca daba la impresión de hallarse a punto de derretirse.
—¿Por qué estaba usted sin el quepis? —alzó la cara, ahora marcando a Goyo: el efecto visual se disolvió con el cambio de perspectiva—. ¿O también me lo va a negar?
Las caladas puntas del mostacho de Goyo oscilaron con laxitud.
—Sólo fue un segundo, para secarme el sudor.
—No me mienta. Le vi con los prismáticos, y sé que en ningún momento mientras estuvo fuera del vehículo llevó puesta la prenda de cabeza. Eso es una falta recogida en el Régimen Disciplinario. Voy a tomar medidas por su evidente incumplimiento del servicio.
Las estrellas de la gabardina relumbraban como inmersas en una jovial escaramuza de sables. En cambio, el cuello de la prenda, rezumado de sudor, cresteaba oscuro y repulsivo.
—Entienda la situación, mi teniente —se expresó Goyo en tono desesperado—. El paisano nos lo agradeció un millón de veces…
La patética hipérbole del guardia hizo sonreír al oficial.
—Cuando uno asevera tanto es que miente —dijo—. Lo que han hecho es Abandono de Servicio. La papeleta lo dice muy claro: «Vigilancia exterior de Las Torcaces». Y allí es donde tenían que estar, no en el arcén de una carretera. Para eso se les dan las órdenes: para que las cumplan; no para que tomen iniciativas.
El chófer terminó de limpiar y se los quedó mirando con descaro de idiota: sacaba la punta sanguínea de su lengua y la escondía, la sacaba… como un juguete lascivo. ¿Se burlaba de ellos?
—¿Cuántas denuncias han puesto?
—Todavía ninguna, mi teniente —respondió Goyo.
—Y usted qué hace moviéndose —pronunció el oficial, encarándose a Salva—. Está usted en el primer tiempo del saludo.
—Yo sólo…
—¡Cállese!
—A la orden.
—A la orden, ¿qué?
—A la orden, mi teniente.
—Ah, bueno. Estudiaré corregir tantas negligencias. Goyo volvió a la carga.
—Si me permite, mi teniente, creo que no tiene razones para…
—¿Cómo dice? —acercó el superior su rostro prepotente hacia el del contrito guardia, que, consciente de haber ofendido a aquel dios rocambolesco que tenía absoluto poder sobre el cuidado de sus melones, casi temblaba—. Has de saber que tengo dos muy claras —dijo, e inclinando el hombro izquierdo llevó los dedos índice y corazón de la mano contraria a golpearse sendas estrellas; acto seguido se enderezó agarrándose las muñecas a la espalda, para concluir con gravedad—: Estudiaré la providencia.
El conductor, atento como un can fiel y grotesco, rodeó el utilitario, abrió la puerta con ademán sibilino al superior y, tras cerrarla con exquisito cuidado, trotó a su asiento. Dio media —e ilegal— vuelta en plena calzada y se alejó como boyando en el asfalto rielante.
—Espero que no sea más de una semana —rogó Goyo con un temor ajeno—. Porque si no… Jodo, no podré bajar a regar. —Y aquí sí que se le descompuso el bigote sin que reparara en ello—. ¡Ay, Dios mío, mis melones!
Salva se creyó por un instante sumido en un delirante sopor.
Murmuraba y lo seguía creyendo porque nadie le respondía.
—Me van a corregir, me van a corregir…
Pero el manotazo de Goyo vino a corroborarle el golpazo de realidad. ¿Subyacente?
—Baja la mano ya, chacho. Lo que tenga que ser ya se verá. Mira que me estaba temiendo alguna jodienda con Las Torcaces. Pues justamente ha aparecido el tontopollas este y nos acaba de dar la tarde. Un correctivo esta semana me va a joder, pero bien jodido. ¡Cómo que tengo una fanega a punto!
Salva bajó la mano, pero no se subió la visera de los ojos. Sólo pensaba en que les habían dejado sin la papeleta de servicio. «Todo servicio será ordenado bajo papeleta…» Algo que recogía de forma taxativa el Reglamento, y sin embargo aquel oficial se permitía atropellar sin respeto ni pudor.
Barahona tenía razón.
En cuestión de segundos, su estado de ánimo había girado ciento ochenta grados, pasando bruscamente de la exaltación al estupor.
Con pasos tambaleantes, entró en el Land. Forcejeando contra el cristal y un acceso de náusea, logró cerrar la puerta y que el vidrio siguiera por entero en su sitio.
—Veo que ya sabes lo de la puerta. Con eso y lo de hoy y poco más, no tardarás en aprenderlo todo.
—¡Pero qué hemos hecho mal, joder! —estalló Salva, entre dientes. Experimentaba su ánima escocida como la sentiría un cañón tras el disparo, si fuera un ser vivo—. ¿Cómo es posible algo así si cumplíamos con nuestro deber?
¿Y cómo es que no recuerda que en la Academia le mencionaran contingencias de ese calibre?
Inmersos en un aliento de fuego, reanudaron la marcha.
—Tranquilo, figura: un guardia civil sin un correctivo es como un jardín sin flores —refirió Goyo con simplicidad irritante.
—¡Y una leche!… —se desesperó el guardia cuyo jardín iba a florecer—. No quiero que me arresten por una injusticia. Qué quería que le hubiéramos dicho a ese hombre: ¿que se las apañara solo o que nos teníamos que marchar a vigilar rutinariamente una granja?
Y su mente siguió por su cuenta: ¿Cómo es que es tan importante ese lugar? ¿Qué tiene de especial? ¿Cómo es que no admite un retraso de minutos? ¿Qué pasa con el orden de preferencias de los servicios?
Las Torcaces… Las Torcaces.
—Salvador, voy a decirte lo que haré en cuanto llegue a casa: me quitaré la camisa, la pondré en la percha y le diré: anda la que te ha caído hoy, querida. Cenaré y después meditaré tirado en el sofá, frente a la tele, y mañana, si es que no estamos arrestados, iré a mi huerto a cortar melones. Eso es lo que cuenta.
Torció por un camino entre cañaverales, y cuando llegó junto a una especie de obelisco o monolito de hormigón incrustado frente a un portalón, se apartó y se detuvo. Estaban en Las Torcaces.
Ante la vista del oficial, que charlaba con el propietario Moisés Torcaces, Goyo renovó su cabreo:
—¡Jodo, cómo no los pueda cortar!
¡NO! Yo no quiero ser así. Otra vez el eco en la calavera.
El guarda les saludó de pasada; no tenía tiempo para atenderles: hacía señales a un camión cargado de reses, que partía con prisas. Salva se percató de la vehemente conversación entre el señor Moisés y el oficial.
Aquél gesticulaba y éste asentía, quieto, mudo. ¿Cohibido?
La patrulla continuó por el sendero perimetral.
—Mierda de caciques —refunfuñó el guardia jefe de pareja.
—Creí que ya no quedaban.
—¿También crees que los niños vienen de París?… Bah, ya te acostumbrarás.
Salva bufó desalentado. Goyo igual que el guardia primero Barahona. Le ardía la cabeza. Si sufría un correctivo, qué pasaría con su carrera de guardia civil, de cabo, sargento… Quizá no llegara ni a guardia segundo. Hasta cumplir el primer año sería un eventual, y en situación crítica. Conjeturas aciagas como trallazos al corazón de la ilusión. Sentía nublados los sentidos, revuelta las tripas. Se bajó en marcha.
El coche del oficial abandonaba la finca. La desmesurada polvareda que levantaba era porque se llevaba una colosal carga de leales ambiciones. Las suyas.
La furiosa estridencia del motor, el bochorno enervante, la sístole remanente de los canutos con Velasco, la sensación de estar de bruces en la dimensión del absurdo, le hicieron llevar las manos al circundante muro coronado de cristales rotos y vomitar.
—¿Estás bien, figura?
Salva afirmó con la cabeza.
—Y es que primero son los amigotes de los jefes. Una costumbre sin papeles, ya ves.
¿Una costumbre caciquil inmune al fin del milenio y las transmisiones vía satélite?, discurrió Salva con un puntazo de vértigo, físico y moral.
—Y ya que este mamón se ha despachado a gusto con nosotros, nosotros nos vamos de tripeo —marcó Goyo con acento de revancha—. Al Caballo Blanco, casualmente del Moisés hijo.
Y así es como pasaron el resto de la tarde, para acabar en El Holandés, una cafetería de infinita mejor categoría que el garito del tal Moisés júnior, tal como el imberbe veinteañero se presentó ante Salva. En este segundo local, Goyo se apalancó en una mesa de mus, de la que no remontó los bigotes hasta cinco minutos antes de la hora en que finalizaban el servicio.
—Total, nos ha dejado sin papeleta. Según el Reglamento, sin ella podríamos habernos marchado a casa si hubiéramos querido —exponía con supremacía moral, de regreso a la base—. Con mis compadres el Tripas y Juan el médico hemos ganado casi todas las partidas. Diez rondas por la cara, Salvador. Ves, es lo que yo digo: que no hay mal que por bien no venga.
Salva consideró que semejante dicha tenía algo de innoble… Claro que, comparado con lo del oficial, lo de su compañero no pasaba de ser un mero y banal resarcimiento.
El vozarrón de Velasco saliéndoles al rellano, colmó de escarnio la indeleble tarde.
—Os acompaño en el sentimiento. Ha estado aquí vuestro teniente y os ha metido un cuerno de cuatro días a uno, y al otro ocho. Bigotes: adivina a quién le han metido los ocho —sonrió como si se le hubiera desgajado la boca.
En el interior de las dependencias retumbaba el futbolín y los gritos de júbilo del Polilla. Había algo inconcebible en aquella realidad. Realidad fragmentada. Subyacente, sí.
Goyo se mesaba el mostacho, se retorció las puntas hacia las mejillas. ¿Sonreía? Salva reparó en su futuro y se agarró la cabeza, y los dos guardias veteranos rieron ruidosamente.
—Que no, Salva, que ha sido una verónica de acojone —terminó por aclarar Velasco.
Goyo se echó mano a la entrepierna y prorrumpió:
—Esto, pa’tu teniente.
—Una leche —respondió el otro—. Si fuera mío ya lo habría tirado.
Salva les miraba sin comprender. Goyo tomó la papeleta que le tendía Velasco; se apoyó en la barandilla y, con fruición y lenta caligrafía, escribió:
Sin Novedad
Para curarle del susto, Goyo le trajo un melón.
—¡Eh, mariquitas! —gritó Velasco para los del futbolín—. Susaneger y yo contra vosotros dos. Los que pierdan se pagan unas latas de cerveza.
—¡Os vamos a arruinar! —exclamó Jorge.
Perplejidades, pasmos y rutina demencial. A jugar.
XII. EN EL FULGOR
1
Sobrepuesto a la conmoción moral de los primeros días, Salva se esforzaba por asimilar con rapidez acerca del insospechado y peculiar entorno en que tenía que desenvolverse. Poco a poco iba conociendo a sus compañeros. Analizaba sus comportamientos y sus variopintos consejos de los que a toda costa procuraba extraer lecciones para su anhelante superación.
Como una joven gaviota que prueba sus alas (poseída por «un devastador deseo de aprender a volar»), hacía salidas en busca de conocimientos, de pericia. De explicaciones. Y las imperfectas respuestas con las que topaba excedían con mucho las satisfacciones previstas.
Era 18 de julio.
Y su primer servicio con el comandante de Puesto: relaciones públicas.
A esas alturas del rodaje ya tenía claras unas cuantas cosas, entre otras que de algunos compañeros tenía muy poco que emular. En cambio, del brigada, un hombre de carácter introvertido al que le quedaban pocos años para el retiro, cauto, sobrio, de mirada cansada y distante, al mismo tiempo que inteligente y comprensivo, uno de los que más.
Desde hacía una hora, Salva tenía todo listo para la salida: uniformado con camisa sin guerrera, y tricornio y zapatos y cetme bruñidos como espejos; también el pepito, el cual había limpiado con entusiasmo y refocilo. Como solía expresarse Monti «entero y a base de bien».
El R-4 o pepito era el coche de protocolo y de servicios nocturnos en los que no arrancaba el Land Rover.
Pero entre uno y otro existía menos diferencia de la que pudiera suponerse a simple vista, a pesar de que uno arrancara haciendo uso de la llave y el otro no.
En el Land el cierre de la portezuela trasera consistía en un cordel que se amarraba a los asientos posteriores. Cuando no quedaba más remedio que abrirla, había dos opciones: o se aflojaba desde dentro o se daba un tirón y más tarde se reponía otro cordel. El cristal de la ventanilla del acompañante requería de continuo atenciones malabares, sólo para quedar intacto a la hora de finalizar el servicio y no verse uno atosigado por un sinfín de papeles con los que defenderse de la acusación de «Negligencia en la prestación del servicio». Tenía vetas de herrumbre que horadaban los bajos con sazonada lentitud en memoria de su peregrino pasado costero en las provincias del Levante. Por el calor que metía en el interior le llamaban la estufeta —calificativo de verano, porque en invierno lo rebautizaban con el de locomotora o cafetera, una época del año en que, por lo que comentaban, atronaba como si las bajas temperaturas lo hicieran tiritar terriblemente—; carecía de luz en uno de los pilotos traseros y de noche a la placa de matrícula la iluminaba la luna, incluso la nueva.
El pepito era otra cosa. Limpio pasaba por ser un coche seminuevo y a cierta distancia nadie podría sospechar qué pegas eran las que lo hacían impresentable.
Sí: por fuera parecía otra cosa.
El vehículo no habría pasado nunca una ITV ni por equivocación. Para empezar, los coches oficiales no estaban obligados a pasarla.
Salva advertía en ello una paradoja más dentro del insospechado desbarajuste en que se movía la Institución.
Con cerca de cuatrocientos mil kilómetros recorridos, hechos a base de trayectos cortos y constantes paradas y arranques, manejados por manos innúmeras, el enclenque motor aguantaba de milagro; el dibujo de los neumáticos —en coincidencia con los de la estufeta— apenas si se reconocía; el palier derecho chasqueaba en las curvas como un pato chiflado; la luz larga no funcionaba, tampoco las de frenado; gastaba 19 litros de media a los cien… Y el freno de pie no servía.