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Todos en la Unidad le aseguraban que semejantes anomalías carecían de auténtica importancia si lo comparaban con patrullar en el Land en invierno: ubicados sobre un base ingrávida y roída, exento de calefacción, ensordecedor, azaroso y temible si el motor se paraba en campo abierto, manejarse con él en épocas de bajas temperaturas suponía un riesgo tremebundo, no menos que embarcarse a merced del albur.
El pepito, por lo tanto, era un lujo.
Y es que a excepción de la luz larga, le funcionaban todas las demás, la batería solía responder a la llave de contacto y como la carrocería se conservaba decorosa, entonces pasaba por ser un coche policialmente decente. Algunas personas recelaban de su frágil apariencia y osaban insinuar que, siendo ellas muy agudas o suspicaces, en realidad conocían que se trataba de una soberbia artimaña a fin de confiar y confundir a los delincuentes, ya que debajo del capó seguro que se escondía un motor bestial al estilo de Mad Max. El panzudo y guasón Félix les contaba que, lamentablemente, se les había visto el plumero y que, en efecto, en las entrañas del vehículo podía, en un momento dado, rugir un biturbo con veintitantas válvulas capaz de lanzar aquella débil y falaz estructura como si fuera un cohete supersónico. Por supuesto, no lo mostraba porque era secreto de Estado, y los enterados asentían y otros se quedaban boquiabiertos, aunque algunos enarcaban las cejas, no del todo convencidos.
Porque daba el pego y arrancaba con llave se le reservaba para actos de relevancia social. Como el de aquel día.
El brigada correspondía a una invitación oficial cursada por un grupo de influyentes locales, en celebración privada, donde asistirían importantes autoridades, entre las cuales figuraban la Guardia Civil de San Juan de la Sierra y en cuya representación iba el comandante de Puesto, y Salva de acompañante: una especie de respetable y apuesto edecán sin otro objeto que ensalzar el uniforme. Y él se deshacía de ganas.
Bajó el brigada y, sentándose al volante, le pidió que prestara atención: conducirlo era algo más que poseer un pertinente permiso de conducción.
—Requiere oficio —dijo. Y lo alentó a no dejarse intimidar por tan nimio detalle, el de los frenos.
Salva no terminaba de creerse que fueran a salir con un vehículo sin frenos.
—Hombre, tampoco es eso; tiene el de mano.
—¿Volveremos vivos?
—Eso espero —dijo el suboficial muy serio, girando la llave—. A la vuelta lo conducirás tú.
A Salva se le demudó el rostro.
El coche bajó a la calle cuando el guardia de Puertas, el recio de Carrasco —que a Salva le recordaba al cabo de su pueblo: amplio pecho, musculosos brazos, ancha cintura sin barriga— les hizo una seña sobria y contundente con la mano en alto. Con la excepción de los más jóvenes —Velasco, Jorge y Monti—, era el único con el que aún no había salido de servicio. Nadie se lo recomendaba. Se conducía enigmático y taciturno, y salvo un par de frases de puro trámite cruzadas en el pabellón, no habían conversado.
Dio paso al pepito con resuelta indiferencia y tornó a subir las escaleras sin dedicarles el habitual gesto de despedida que se intercambiaban el resto de compañeros.
El pepito rodaba, en comparación con el Land, suave y silencioso. Que ambos vehículos tuvieran que partir del cuartel de la misma guisa era debido en el caso del pepito a que si éste tenía que frenar al invadir la Mural, la maniobra sería impracticable por causa de la pendiente y la ausencia de frenos. Funcionaba el de mano, pero se corría el riesgo de no detenerlo a tiempo o de hacerlo culebrear, para acabar restregándose contra la cancela.
—Cuando quieras parar, pisas a fondo el freno de pie (que algo hace) y, a la par, el de mano —explicaba el brigada—. Suele funcionar.
Salva tragó saliva.
—Sin práctica, me temo que podríamos tener problemas… —dejó caer, intentando hacer ver al superior que debía reconsiderar su postura de ser él quien lo condujera al regreso.
—Tú mira y aprende —fue la respuesta del comandante de Puesto, mientras se acercaban a la señal de STOP. Al llegar, redujo a segunda, aplastó el pedal del freno tres veces consecutivas, tiró del de mano y lo soltó al instante, como si quemara; a continuación metió la primera, repitió el trajín con los distintos frenos, y el pepito se detuvo dócil y preciso.
—Lo ves: fácil —se ratificó—; peor están en Villarjo, que van a pie.
Salva se maldijo por haber deseado conducirlo. Lo mejor que se le ocurría era no darle vueltas. Si los demás consideraban normal circular en aquellas pavorosas condiciones, no sería él quien diera la nota. De las deficiencias se habían cursado varias órdenes de trabajo en las que se daba cuenta de las averías y se solicitaban repuestos indispensables. Todas postergadas.
—¡No las consideran urgentes! ¿Qué te parece, Salvador? Todas las órdenes, tan pronto les llegan, son indizadas en Pendiente. Y ahí se pasan las semanas, los meses y hasta los años. Y en lo del consumo me responden que acabada la partida presupuestaria, la fuerza saldrá a pie.
—Pero a pie sería un servicio casi inútil —se atrevió a enjuiciar Salva.
—Sí; pero a ver quién le pone el cascabel al gato.
En lo del cascabel se perdió. El brigada no dilucidó al respecto. Había retrotraído la conversación a ciertas mañas en el manejo que rayaban en lo inverosímil y él no quería pasar por impertinente o necio. Dejando atrás el pueblo y la gran curva que lo ocultaba, el brigada torció a un camino perpendicular, de gravilla, flanqueado por dos hitos, en ambos de los cuales estaba escrito: CAMINO PARTICULAR. PROHIBIDO EL PASO. Penetraron en un túnel de arbustos, rosales y arcos de hierro recubiertos de hiedra y madreselvas, y medio centenar de metros después se hallaron frente a un chalé octagonal, cuya fachada aparecía protegida por una marquesina, talmente que la de un cine. Grandes eucaliptos lo envolvían en sombra. Media docena de casas independientes, con amplias parcelas valladas, componían aquella urbanización que el brigada mencionó como la colonia Machaquito.
Y señalando al monte agrietado de zanjas y mondo como una calva que se alzaba por detrás, explicó:
—Porque esa es la serrezuela de Machaquito. La misma que manda otra de sus estribaciones hasta la trasera del cuartel. Y esta es la casa de don Alfonso De Lasheras, dizque un veterinario de mucho prestigio, o eso dice él.
El brigada paró el motor, y por un instante Salva experimentó la inquietud de que pudiera tratarse del Land. Pero era el pepito, que arrancaba con llave y por eso lo llevaban ese día de actos públicos.
El brigada pulsó el timbre.
En el borde de la marquesina descollaba una caja de alarma con un bulbo naranja. Un Nissan Terrano, personalizado con anchas ruedas y laterales decorados por un rayo irisado, relucía flamante a la sombra.
Dicho veterinario, un cincuentón bronceado y tonsurado, les recibió con atentos saludos. Enseguida trabó animada charla con el brigada acerca del calor veraniego y los preparativos de la ceremonia. Tras las puertas de vidrio del salón, las aguas de una piscina con forma de riñón ondulaban salpicadas de resol por el paseo submarino de un robot acuático de limpieza. Recostado en una hamaca, tomaba el sol un muchacho al que el veterinario refirió como su sobrino «Nachito», aunque sin duda era bastante mayor que Salva.
Cuando a los pocos minutos el brigada dio por concluida la visita, el veterinario le pidió un favor que tenía que ver con llevar a un tal Urbano un cachorro de perro que, al parecer, le tenía prometido. Aceptó el brigada sin afecto y sin reparos y ya en el pepito convinieron en que la misteriosa ceremonia sería, un año más, «una gran conmemoración de leales».
Con el animalillo acurrucado en el asiento posterior, reanudaron el circuito protocolario.
—A juzgar por la casa y el coche, no le deben de ir nada mal las cosas —comentó Salva, con los ojos en el espectacular todoterreno que se empequeñecía en los retrovisores del pepito.
—No marcha mal, no. Este chalé lo utiliza en verano y fines de semana —entró en la C-215 y le siguió informando—: Pero los hay con más dinero. Por ejemplo, el que vamos a visitar ahora. Otro que ha tenido muchos negocios. Hasta hace poco fue constructor y antes tuvo ganado. Fracasó en ambos y ahora desconozco a qué se dedica. También está Moisés Torcaces, y Parra, el de las grúas. Gente de dinero en San Juan. Y mucho poder —resumió con críptica dicción.
Poder, conmemoración de leales. Ah, gente importante.
Y yo voy a lucirme, dedujo Salva, impaciente.
Llegaron a la plaza por la Mural, cruzaron bajo un panel publicitario —tal que el reloj del pabellón de solteros: CÁRNICAS MOISÉS— y tomaron una calle empinada. En seguida se hallaron en las afueras, entre eras antiguas, desdentadas de cantos y erizada de yerbajos.
El brigada fue a detenerse al único edificio extramuros en aquella parte del pueblo, un caserón rodeado por un zócalo de piedra agregado de setos y arizónicas. Frente a una verja ciega, hizo sonar el claxon. Respondieron ladridos, el cachorro humilló la cabeza.
Engastada en una de las rocosas jambas, coronadas por artísticos faroles, una cámara de TV se puso en movimiento, silenciosa, secreta y ostensible a la vez. En la otra jamba y con letras doradas por sobre un buzón gárgola, se leía: LA PEQUEÑA ARTEAGA.
La verja se desplazó lateralmente. Apareció un sendero enlosado en forma de Y. El ramal izquierdo conducía hasta un porche sostenido por tres arcos; el otro hacia un lateral de la vivienda donde se derramaba en una especie de elegante terraza de bar, tomada por sillas y mesas de hierro forjado pintadas de blanco.
El tamaño de la casa, de una sencillez imponente y excelente estado de conservación, doblaba a la del veterinario. Entre árboles frutales, protegido por una caseta de madera, un BMW rojo de afilado morro asomaba como un hurón en la boca de su madriguera.
En batín y babuchas surgió un individuo de cabello ralo —largos y escasos pelos le partían de una oreja, le cruzaban la calva esplendorosa y se confundían en la contraria con pelusa retorcida—, se apoyó sonriente en un busto que presidía el centro de la arcada y les blandió la mano con aspavientos un punto amanerados.
—Urbano Arteaga —dijo el brigada, clavando el pepito con un suave tirón del freno de mano.
El anfitrión se despegó del pulimentado busto —era del general Franco y tenía una inscripción en la que Salva, por una sensación de pudor, no quiso distraerse en descifrar—, pasando a enredar sus blancuzcas manos con el cinto del batín, cuyos faldones ondeaban tras él.
—¡Mi casa para la Guardia Civil! —exclamó. A las espaldas de los recién llegados, el zumbido electrónico retabicando.
El brigada le mostró el porte gratis, sin llegar a bajarse por temor a lo imprevisto de la manada de perros que, babeantes y frenéticos, se apiñaban en torno del pepito.
—¡Ohi, ohi, muchísimas gracias! —celebró el anfitrión con dos palmadas, y se inclinó a la altura de la ventanilla de Salva; su rostro ovoide y abotargado brillaba de grasa. Salva contuvo un visaje de repulsión física—. El muy sinvergüenza prometió traérmelo hace tiempo y gracias a ti, brigada y… al pipiolo —precisó al percatarse del joven guardia—, al fin lo tengo. Porque es nuevo, ¿verdad?
—Sí: Salvador, nuestro nuevo fichaje.
—¿Y crees que habremos acertado?
—Me da que sí —contestó el brigada en un tono de firmeza exento de retórica.
El suboficial trasladó el animal a su dueño.
—Cualquiera sabe —repuso Urbano—. Esta juventud no quiere más que música y cachondeo —depositó dos amorosos besos sobre la cabeza del animalillo—. ¡Ohi, ohi, qué lindo! —chilló y levantó una oleada de ladridos celosos en los otros perros—. Yo lo veo por mi hija Yénifer. Se pasa la vida de fiestas y las semanas enteras sin saber de ella. ¡Contentos nos tienen!
Acunó al cachorro en los brazos y ordenó a los demás que se alejaran: ni caso. Se repitió con voces afectadamente severas, y como tampoco le obedecieron, se recalcó con un puntapié a un cocker. Los animales cogieron la idea y los guardias bajaron del pepito.
—Joven, te daré un buen consejo —Salva supuso que le hablaba a él y apremió la zancada—: «Donde fueres, haz lo que vieres». Regla de oro para no meterse en problemas. ¿Verdad, Ramón? —consultó ladeando un tanto la cabeza, como poniendo el oído hacia el brigada, que les seguía.
Éste no le contradijo.
—Así es.
—Bueno, ya verás como te va bien por aquí, joven —besuqueó al cachorrillo, que entornó los ojos, rendido a las caricias de su nuevo amo—. Ohi, ohi, mi chiquitín, que de no haber sido por la Guardia Civil todavía lo estaría esperando. Y es que la Benemérita es la gran tradición de este país —profirió pasando bajo el arco que coincidía con la puerta de entrada a la vivienda; de reojo, Salva leyó a su derecha la inscripción del busto: YO HICE UNA, GRANDE Y LIBRE—. Ahora que estos rojos de pacotilla se lo cargan todo. En fin: nos tomaremos un piscolabis; aunque con el fiestorro que hemos preparado en Las Torcaces nos vamos a hartar.
Nada más poner el pie en el interior, Salva se vio bajo una grandiosa araña de cristal y ante un salón enorme, espléndido, estrambótico: un reparto de muebles rococós, graneado de ingenios electrónicos.
Una barra de bar forrada de cuero, fosca y globulosa, se alargaba hacia una alta y gigante pantalla de televisión, la cual colgaba o partía la barandilla de una escalera; por debajo, un apaisado cuadro de caza salvaje —una jauría ensañada con un ciervo herido— se enmarcaba en una moldura ancha, profusa y dorada, y todo ello untado de luz por una lámpara ex professo. Y del suelo al cuadro se alzaba una cadena musical cuyo ecualizador gráfico danzaba al compás de unas sevillanas escandalosas.
Pantalla, cuadro y cadena eran flanqueados por columnas de fuste retorcido rematadas en plantas de anchas hojas. El conjunto se le antojó a Salva un retablo de iglesia ultravanguardista.
Por encima de las ventanas, que coincidían con los arcos del porche, se alineaban cuatro monitores en blanco y negro, encastrados en cajones tallados con motivos vegetales. La claridad de las ventanas se derramaba sobre un largo sofá y dos sillones de orejas, los tres alrededor de una sirenita, la cual, mineralizada en verde, aguantaba un grueso cristal ovoide.
Un reloj de cuco dio la hora con horrísona cadencia junto a la escalera. A su lado, una bandera nacional enrollada resplandecía; por entre un pliegue asomaba, en un fino y oscuro bordado, la cabeza de un águila. Por detrás arrancaba una mampara plegable, especie de biombo chino con cristales en relieve, que aislaba o delimitaba parte del inmenso salón.
El anfitrión flameó su bata y se colocó tras la barra. Espejos iluminados duplicaban copas y botellas. El suelo de oscura y brillante madera hacía lo propio con la fila de taburetes dorados y los allí presentes. Urbano enarboló un mando y el jaleo de sevillanas descendió drásticamente.
—¿Un botellín, Ramón? —ofreció para el brigada, a quien volvió a llamar por su nombre.
Éste aceptó, pero al ver que plantaba tres, le paró los pies:
—Para nuestro nuevo fichaje, un zumo; es un deportista.
Urbano, impresionado, exclamó:
—¡Vaya! Qué bien. Le veo embobado con mis maquinitas. ¿Le gustan, joven?
Salva confirmó reparando en los monitores: el primero de los cuales enfocaba la verja electrónica; el segundo, una panorámica general del pueblo —por efecto del desastroso contraste todo emblanquecido—; el tercero, como un testimonio de irreprochable inutilidad, su correspondiente soporte, ya que nadie se había preocupado de restituirla a la posición idónea. Y el cuarto subía y bajaba rayas.
Con amanerada diligencia y sin desprenderse del cachorro, Urbano manipulaba una consola entre licores.
—Nada. Que no funcionan bien. Si los conservo es más por simple placer que por propia seguridad. Y por el efecto disuasorio, claro. Están caducos, los pobres cacharros. Los años Ramón, los años, ¿verdad? —el brigada le respaldó con un gruñido—. Pero si tanto le gustan las nuevas tecnologías al joven, venid —los invitó a seguirle por las escaleras, chucho en brazos.
A llegar al descansillo de la primera planta se metió en una habitación copada de cachivaches y de unos cuantos aparatos de radio.
—Pasad. Esta es mi Sala de Transmisiones. ¿Qué os parece? —y se inclinó a girar un conmutador que puso a soplar un altavoz.
—La leche —opinó el brigada con indiferencia.
Salva no pudo evitar un suspiro de fascinación.
—Esta fue la última emisora que compré —reveló Urbano Arteaga, manejándose con una mano mientras que con la otra sostenía y acariciaba al perrito. Dio un capirotazo al micrófono y probó a establecer comunicación.
Pero algo le fallaba. En tanto que el señor Arteaga insistía, Salva se distrajo con la modesta colección de radios antiguas repartidas por las estanterías; una colocación tan caprichosa y abigarrada que resultaba imposible seguir un orden cronológico. Como la futilidad del operario se dilataba, reparó en un grabado de húsares y luego en una pata de ciervo de la que colgaban media docena de llaves con sus respectivas etiquetas, las cuales leyó con una concentración absurda sin otro beneficio que culminar algo enteramente trivial.
De repente, el operario tumbó el micrófono con un manotazo.
—Mala suerte —se hartó—. Pero el no va más es lo que tengo en la buhardilla. Seguidme, que eso, tú Ramón, tampoco lo conoces.
Salva se sentía importante por conocer a un personaje tan original (hasta lo grotesco, pensó impíamente) y tan amigo del Cuerpo: no se le pasaron por alto un par de cuadros o metopas en relieve con escenas de guardias civiles.
En esa otra planta lo primero que atrajo su atención fueron las innúmeras cabezas y cuernos clavados a las paredes. A continuación, el magnífico telescopio que el propietario arrastraba al centro de la pieza.
—¡Vualá!
—La leche —confesó el brigada, con tan aburrida dicción que un expositor inteligente habría interrumpido su despliegue de vanidad y olvidado el asunto con inmediata repulsa.
Pero aquel tipo poseía una severa sandez que el brigada parecía conocer hasta el punto de saber que no corría peligro, y Salva atisbó en su superior una actitud de mero compromiso.
No quiso penetrar más y se dedicó a acariciar el artilugio.
—¿Qué le parece, joven?
—Fascinante —respondió Salva, de corazón.
—Lástima que no sea de noche. ¿No lo conocías, verdad, Ramón? — extendió la palma de la mano como si pidiera algo, para en el acto seguir manoseando al animal, el cual, dichoso y ajeno, adormecía en su pecho.
—No —contestó el suboficial—. ¿Para qué sirve?
Urbano Arteaga sonrió con suma pulidez.
—Ay, Ramón, Ramón. Así no va el Cuerpo a ninguna parte. Es para ver las estrellas.
—Oh —dijo o bostezó el brigada.
—Una noche os pasáis, salimos al solárium —señaló a la azotea, luminosa tras la puerta abierta— y disfrutamos mirando el cielo.
Salva se acercó a una vitrina donde destacaba un curioso artefacto con correas y forma de catalejo capado. Urbano se apresuró a ilustrarlos.
—Tampoco tú has visto esto, Ramón: es un visor de infrarrojos.
—La leche —contestó muy serio el brigada, confirmando que se la traía laxa.
El propietario rio entre dientes, y refirió el invento.
—Lo uso cuando voy de caza. Es un aparato para poder ver de noche, sin luz, pero con el que se puede ver como si fuera de día.
El brigada murmuró, casi imperceptiblemente:
—Lástima que no sea de noche.
Urbano dijo:
—Lástima que no sea de noche.
Salva no dejaba de contemplar el fabuloso ingenio. Le parecía un invento dotado de una eficacia y un gozo casi sobrenatural. En letras góticas resaltaban las iniciales U.A.
Sonó un timbre. Y el brigada, desde la terraza, adonde había salido a pasearse al sol, avisó al propietario de que se trataba de su esposa. Salva escoltó a Urbano, divertido por el trote con que éste se llegaba a la balaustrada de formas exuberantes y prorrumpía en un chillido bufo, al tiempo que alzaba el animal por encima de la cabeza, como si fuera a ofrecerlo en sacrificio.
Abajo, al otro lado de la verja, dos mujeres levantaron las manos.
—La esposa y la señora Carmela, la mujer encargada del cuidado de la casa cuando ellos se ausentan, que, al igual que Alfonso De Lasheras, es la mayor parte del año —le puso al corriente el brigada cuando bajaban.
Salva no dejaba de admirar la sobrecargada decoración por toda la vivienda. Hasta el busto del Generalísimo presentaba un profuso acabado en la zona de la pechera.
—Mirad lo que nos ha traído la Benemérita de parte de Alfonso —corrió Urbano hasta la bifurcación del sendero.
La esposa agarró la animalada adquisición con una extraña ausencia de muecas, si bien con la cabeza aprobando complacida.
—Es que acaba de hacerse la cirugía estética —le sopló el brigada.
Se acercaron las mujeres y se saludaron. El suboficial presentó al guardia joven y acto seguido el perrillo recuperó el centro de atención. A la andanada de arrumacos, el cachorro respondió agitando una lengua pequeña y roja.
—Puede que esté sediento —se alarmó la esposa, y ambas mujeres corrieron a buscar leche.
Urbano las siguió; regresando con dos botellines y un refresco de naranja, uno tan malo como otro cualquiera, saturado de conservantes, azúcar y potenciadores de sabor, cuya diferencia sustancial radicaba en el color.
—Pero este joven es muy raro —estimó Urbano, recogiéndose los picos de la bata con minuciosa delicadeza, para tomar asiento en la terraza, junto a sus invitados—. Quiero decir, que nunca he conocido un guardia que no tuviera buen «saque».
—Cosa rara, sí —admitió el brigada—. Y además, le gusta leer. Los días de Puertas acostumbra a hacerlo. Y yo le tengo preparado una estupenda biblioteca —añadió con una especie de orgullo paternal.
—¡Ohi! ¡Ohi! ¡No me digas! No me digas que no es de esos que oyen música todo el día.
Salva recordó que unos días atrás había comprado una cinta recopilatoria con los éxitos de una banda de rock, que pensaba escuchar a volumen brutal, tan pronto acabara el servicio… después de haber asombrado a todos los asistentes al evento con su bien llevado uniforme, su porte atlético, su incansable gentileza…
Mientras los dos viejos conocidos intercambiaban insulsa conversación acerca de amistades comunes, Salva se abandonó al promisorio lucimiento en el que dejaría bien alto el pabellón. Nadie como él para enaltecer física y espiritualmente las fasces pasantes en aspa con espada. El comandante de Puesto sería felicitado, murmurarían elogios…
Un cocker vino a olfatearle. Salva lo acarició por deferencia a su dueño; los perros no le inspiraban gran simpatía.
Una pelota que había cerca la usó para quitárselo de encima.
La pelota fue a incrustarse entre un cúmulo de macetas exuberantes de flores rojas y blancas, y el animal, que había saltado lleno de contento, se quedó mirando a Salva con tristeza casi insoportable.
Salva se levantó. La pelota se hallaba tras las macetas, pegada a una puerta de malla de hierro que, abrigada por los vigorosos setos, apenas si se distinguía. Corrió el cocker ahora en dirección al porche y el suboficial, en vista del anodino incidente, aprovechó para cambiar de tema.
—¿Y esa puerta? —preguntó con la misma falta de interés que hasta entonces.
Urbano explicó que fue construida en su día para facilitar el acceso a la trasera de la casa al objeto de recuperar las pelotas en la época en que la terraza era una pista de tenis. Llevaba años sin usarse. Regresó el can; Salva prosiguió con el juego. La pelota —un balón de goma desinflado— tres veces más lejos. Apuradas las bebidas, Urbano propuso traer más, pero el brigada alegó que le requerían otros asuntos. Se verían más tarde. Arteaga les acompañó hasta el pepito, musitando a la vera del suboficial una letanía en tono de quejumbrosa añoranza.
—Qué malos tiempos estos, qué malos tiempos.
Con un chillido alejó al perrerío; con otro asomó Carmela y al poco la verja ciega comenzó a deslizarse. Alargó las manos con ceremonioso ademán clerical en señal de despedida; gesto que repitió para con el novato y a Salva le pareció de un ascenso social inimaginable y elitista.