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Antes de emigrar para el fasto, el brigada se dio a callejear, poniéndole al tanto de lugares y personas: el Balilla, un delincuente habitual, enclenque y desarraigado, que vaga de día y de noche, en verano y en invierno, ataviado siempre con una cazadora tipo piloto. Varios robos de poca monta eran obra suya, con el «único motivo de costearse la droga». Eufemio, el churrero; el holandés, que se casó con una española y puso un bar con el nombre poco original de El Holandés; Julia, la farmacéutica, por la que Velasco se devanaba los sesos con tal de ligársela: «en vano»; Gómara, un borrachín vejete y simpático que siempre que se topa con los guardias se empeña en invitarles a vino peleón; Salustiano, el panadero, que vino de guardia civil al pueblo, se casó con la hija de la tahonera y cambió el tricornio por la masa…
El brigada se detenía con todos y a todos presentaba a Salva.
Cuando se cruzaron con un ruidoso minitractor, el brigada anunció a Matías el Sordo, con quien intercambió un efusivo saludo sobre la marcha.
—Aunque bastante menos sordo de lo que aparenta —siguió detallándole—. Depende de lo que si escucha le interesa o no. Dado que más de la mitad de lo que se dice en la vida es producto de la tontería supina, es decir, no le sirve al hombre más que para preocuparse estúpidamente, Matías, que lo sabe, se conduce a su aire. Es el lugareño más feliz de todo San Juan. A poco que te descuides, te recita una poseía. Lo verás casi todas las mañanas yendo y viniendo a su huerta, lindante con la de la viuda del Sosa, Desideria.
Al mencionar a esta viuda, Salva quiso saber más de la historia de esa triste y huraña mujer que cuando se va a cruzar con ellos cambia de acera y, si puede, de calle.
—Es lógico —reconoció el brigada—. Perdió a su marido al saltarse un control del Cuerpo. Los confundieron con terroristas, o sabe Dios con quién; el caso es que saliendo una noche de Dosarcos les tirotearon el coche en el que iba toda la familia. Hará unos dieciocho años de eso. Viuda y con dos hijos, una chica y un chico, la pobre mujer los ha sacado adelante trabajando ella misma la huerta y algunos cerdos, que cría como puede.
Hizo una pausa, como traspasado por empático dolor, y concluyó con un reproche impreciso:
—Esperemos que sea verdad eso de un cielo justiciero y alguien llegue a resarcir a esa mujer por tanto penar, ya que en la Tierra nadie lo ha hecho.
Y de ese caso tan luctuoso, el brigada pasó a relatarle otros de diversa índole, algunos rocambolescos, como los referidos a temas de cuernos, peleas entre vecinos irreconciliables, casas donde vivían personas con antecedentes penales recientes y no tan recientes y con los que, sin embargo, solía congeniar. Después de casi tres lustros destinado en aquella población, presumía de amistades en todos los estratos sociales.
Hicieron parada en la plaza, en el Manola, un bar regentado por una simpaticona viuda, de curvas abultadas, la cual ponía cachondos a todos los guardias. Tras un par de cañas —invitación de la casa—, prosiguieron de paso por otros locales, como el restaurante y discoteca Bordaluna. O El Caballo Blanco, propiedad de Moisés júnior, el hijo del dueño de Las Torcaces, un garito brumosamente legal que Salva conocía, al igual que el bar El Holandés, por el desquite de Goyo.
—Hay que andarse con vista con algunos de esos negocios: son de los caciques del pueblo.
—Creí que ya no existían caciques —repuso Salva, inquisitivo en su eterna pregunta.
—¡Cómo que no! —exclamó el brigada, conmovido—. Existirán siempre mientras unos tengan más que otros y la ley sea hecha y aplicada por los que más tienen. No es lo mismo cerrar el local de un hombre como Moisés Torcaces o su hijo, que el de un pobre diablillo sin influencias. Con el segundo te apuntas un tanto y con el primero te metes en líos. Si no al principio, a medio y largo plazo, a no dudar. Esta tarde verás algunos de ellos con nuestros jefes. Muy recios «patriotas» todos ellos —apostilló con ácida ironía.
—Eso es bueno —dijo Salva.
—Ten cuidado: un patriota es siempre un aburrido siniestro.
—¡Ah, ya…!
El brigada lo miró un instante, escéptico.
—Es en serio, Salvador. Esta gente siempre acaba trayendo problemas. Mantente alerta, hijo, antes de que caigas en sus redes o te conviertas en su galeote. Se trata de la realidad subyacente. Y ya que te va a sobrar tiempo y oportunidades para comprobarlo no quiero dejar de recordártelo. En otros pueblos apenas si ven un teniente coronel al año; en cambio, aquí los tenemos muy a menudo. Demasiado a menudo. Y el que más nos frecuenta es el general jefe de la Zona. El Gran Jefe Monipodio, lo llamo yo. De Lasheras, Arteaga y otros que ya te iré diciendo, son sus íntimos. Caballeros de mohatra, truhanes modernos y majaderos antiguos, que bien podría hoy volver a referir nuestro don Quijote de la Mancha. Ya te acostumbrarás.
Acostumbrarás, acostumbrarás…
A Salva oír aquellas afirmaciones le trastornaban por lo que tenían de peregrino y de tópico. Pero él era un novato restringido a ver, oír y callar, donde fueres, haz lo que vieres, ya te acostumbrarás, todo está inventado…
—Y ahí tienes la discoteca Bordaluna —le polarizó el brigada, invadiendo la 215—. ¿Has estado ya? —Salva contestó que no—. Pues baja y verás qué chicas más bonitas tiene este pueblo.
Tomaron la carretera a Villarjo, pasaron el puente del molino: malos recuerdos le traía aquella ruta. Buen susto le había metido el histriónico del teniente. Tal vez para hacerle saber que no debía imitar al consuetudinario y remolón guardia Goyo. Dentro de unas horas le demostraría que su talante era bien distinto, irreprochable.
Lo había relegado al trastero mental, y ya casi lo tenía olvidado. Torcieron al camino de Las Torcaces.
—Pobre manolito —se lamentó el brigada, rodeando el monolito de hormigón, arropado por una bandera nacional y una corona de flores.
Por el portalón de hojas abiertas de par en par entraron al corazón de la finca, un complejo con diversas instalaciones compartimentadas. La zona habitable y de recreo al principio, y al fondo la parte pecuaria: vacas, ovejas, caballos, cerdos… Estos últimos hozaban en gran número en un redil donde el capataz les arrojaba brazadas de dulces y pastelitos caducados, según le informó el brigada.
—Tienen buena pinta, ¿eh?
—Ya lo creo que sí.
—Pues no son más que carnuza. Las apariencias engañan, Salvador.
Gracias a que el viento soplaba de levante, el olor de los animales enfilaba el pueblo, aliviando sensiblemente la estancia del medio centenar de personas allí congregadas.
Bordearon dos grandes depósitos de combustible y frente a las cuadras de caballos estacionaron entre el coche oficial del general, un Renault-21 de color gris sin distintivos, y un original camión Ebro, modelo 2000. Tan pronto se bajaron, el comandante de Puesto buscó al teniente para darle novedades. Entretanto, Salva debía aguardarlo con su respectivo armamento, cerca del pepito, por si se le requería, pero «reconociendo el panorama por tu cuenta».
Salva reparó en la continua atención que el brigada le dedicaba. Él le correspondería con su empaque desenvuelto y buenos modales. No le defraudaría. Tampoco a sí mismo. Estaba en el centro del fulgor y no dejaría pasar su oportunidad.
Después de admirar el camión —especie de vehículo ligero con grandes ruedas todoterreno y caja cerrada con lona—, dirigió su interés hacia los corros de gente, hombres y mujeres reunidos en animosa charla alrededor de las mesas mejor servidas.
Tablones sustentados por caballetes, colmados de fiambres y bebidas, se empalmaban hasta componer un cuadrado, en cuyo centro, sobre un pódium recubierto de lustroso terciopelo rojo, se alzaba una lustrosa y enorme bandera nacional. Una ráfaga de viento la hizo ondear, y fue entonces cuando se percató del detalle: el escudo era el del antiguo Régimen.
—… ondulando igual que el agua serena de un estanque agitada por el vuelo de una golondrina —captó que recitaba una voz remilgada, conocida.
Envuelto en aplausos, Urbano Arteaga cabeceaba con ufana y dilatada sonrisa. Su numen era especialmente elogiado por mujeres peripuestas como de boda.
—Es tan larga como la piscina lo es de ancha: seis metros —detalló una fémina que, sin advertirlo, se había situado a su lado.
Salva se giró con un leve sobresalto.
—Perdón, no la había visto —se disculpó; y no tardó en reconocerla.
Tras ella, el busto del caudillo, que unas horas antes había visto en La Pequeña Arteaga, le cuadraba con severidad.
—No te preocupes —le tranquilizó la rubia, con pronunciación melosa—. ¿Eres nuevo? —Salva afirmó con la cabeza—. Yo soy la que iba con el chico que tu compañero paró cuando bajábamos de Maracaibo, porque decía no sé qué de un STOP. ¿Lo recuerdas?
—Sí, un descapotable que no respetó…
—Ese mismo —confirmó ella con una risa breve—. Qué gracioso, el guardia viejo: nos quería denunciar; pero en cuanto nos conoció, nos dejó marchar. ¡Uy, si no me he presentado! Mi nombre es Marisa y soy la hija de Moisés Torcaces —se arrojó a las mejillas de Salva, estampándole sendos gomosos besos.
Salva sintió que se ruborizaba formidablemente.
—Bueno, y tú, ¿cómo te llamas? —continuó ella.
El interpelado balbuceó:
—Salva. Salvador.
—Pero te gusta que te llamen Salva. ¿A que sí?
—Me da igual.
—Qué bien te sienta el tricornio.
Salva no sabía qué responder.
—Ven, Salva, vamos a tomarnos algo. —Le agarró con apabullante descaro de la mano libre (la otra la tenía agarrotada a la correa del cetme) y lo remolcó hasta la mesa más próxima.
—¡Coge! —le alargó un vaso de sangría.
Salva lo tomó con rapidez para disimular así su aturdimiento; y ella, que sin duda se daba cuenta, parecía gozar. ¿Criticarían su conducta? Si acaso el que pasaba cerca le dedicaba una fugaz mirada de simpática aprobación.
Tenía que reponerse. Con donaire y creyendo que sería mínimamente original, dijo:
—Después de haber conocido a la hija de Moisés Torcaces, no creo que me suceda nada mejor en todo el servicio.
Ella risoteó el halago.
—Tengo que atender a unos amigos y arreglarme estos pelos —pegó un sorbo al vaso y lo dejó—. Nos vemos luego, ¿vale? —y se alejó airosa, intrépida. Descocada.
Marisa contoneaba las caderas ceñidas por una mini tan corta que Salva creyó ver que le asomaban las bragas entre los espesos muslos, y bajó los ojos con cierto sofoco que le sobrevino tontamente…
Sí: sus zapatos brillaban como espejos, que reflejaban una inopinada e incontrolable fatiga.
Se sujetó el sombrero con una mano y con la otra volcó el vaso de sangría en su boca hacia el cielo.
Al punto, su estómago —su soma entero— se sublevó.
Se había pimplado algo que en otras circunstancias jamás habría hecho. Ag.
Era un uniformado de la Ley y el Orden. Un guardia civil cabal. Soltó el vaso como el asesino que de pronto se descubre el arma homicida en la mano, y con el pulgar trabado a la correa portafusa, se dedicó a observar los diversos corros: Urbano Arteaga, el brigada y el jefe de Línea y otros desconocidos charlaban animados en un mismo grupo; muy cerca, el odioso chófer del teniente bebía risueño y repulsivo con otros dos guardias a los que identificó como conductores oficiales. Supuso que dejaría de caerle tan mal si a lo largo de la tarde entablaba conversación. Los mandos que pululaban eran un general de caqui, y del Cuerpo un general y un coronel. Los veía beber y gesticular con gran desparpajo y, al recordar el Reglamento, con ademanes, a su modesto entender, más que descompuestos. Sólo era un novato.
El brigada venía hacia él.
—¿Cómo te va, Salvador? —Y sin dejarle responder—. Ya veo que has hecho amistad con la hija de Moisés, nada menos. Eso está bien —le incitó con un guiño—. Me recuerdas a mí. Te deseo lo mejor, qué puñetas. Bien, a lo que venía: el general de la Zona quiere que un guardia se encargue del control de los coches que entran al recinto, según este listado —le entregó un folio—. Quédate en la entrada y los mandas a estacionar por detrás de las cuadras de caballos.
Creí que era un guardia civil, no un aparcacoches privado.
—A la orden, mi brigada.
XIII. EL PIPIOLO NO SE ENTERA
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Pasados cien minutos, el cupo de la lista de convidados con coche se había cerrado. En el camino exterior se arremolinaban curiosos: niños con sus bicis, hortelanos camino del riego vespertino, gordas y fondonas en paseos de adelgazamiento y cotilleo…
Salva se fue para el comandante de Puesto, y éste, a su vez, le fue a su encuentro empuñando una lata de refresco: era como si el brigada deseara absolverse y a él indemnizarlo simbólicamente de la degradación que suponía el haber sido tratado como un mero lacayo.
No prestó atención a la cantinela de sin novedad y, tomándolo del brazo con campechanía, con un puntillo de ron en el aliento, le puso al tanto de los distintos personajes. El tipo achaparrado y frente oblicua —monoide— era Lucas Parra; dueño de la gasolinera de Morratal y de un negocio de grúas: las únicas que por orden del general se podían solicitar para el traslado de vehículos auxiliados durante el servicio. Moisés Torcaces, el esquelético anfitrión, ganadero y comerciante de carnes vivas y muertas, receloso y avariento con sus tratos; muy aficionado a montar a caballo, de ahí las carreras con piernas de jinete —ahuecadas— con que recibía a sus invitados. Los hermanos Berchina, ambos dedicados a la venta de turismos de importación. Los ya conocidos De Lasheras y Arteaga. El cura y Juan el médico del pueblo, Carmelo el alguacil, y un reparto de otros nombres que Salva no tardaba en confundir y olvidar.
El elenco de autoridades militares, con sus respectivos uniformes y pasadores de medallas, lo componían el general Llopera, jefe de la Primera Zona del Cuerpo —Gran Jefe Monipodio— y sus compañeros de promoción: un general de división del Ejército de Tierra y el coronel Benito, éste destinado en la Dirección General en uno de esos gabinetes rotulados con pomposas siglas.
—Estos andobas son los que menos nos pueden ayudar —le reveló el suboficial, como si de un tenebroso secreto se tratara—. Unos hijos de puta, vaya. —Salva contuvo un visaje de espanto—. Tienes que aprender que es más importante la confianza con los paisanos influyentes que con los propios mandos: los primeros te respetan y los segundos viven de joderte —se echó al coleto el poso de una copa y se fue a buscar otra.
Salva lo esperó un minuto, en cuyo ínterin se distrajo con las rebuscadas poesías de Arteaga y los estribillos militares que un gorderas con una chapela roja expelía a voz en cuello. Regresó el brigada diciéndole que el general y el anfitrión, al parecer, habían quedado muy satisfechos con su excelente labor de aparcacoches.
—Así que, ahora, a tu aire. Y si te «pierdes» con alguna muchacha, por mí no te preocupes. Je, je —se marchó cojeando un poco—. ¡Este principio de gota! —se quejó como para sí mismo.
De gota espirituosa, pensó Salva, un punto azarado. La tarde expiraba quitando grados de calor al aire, pero no a las cabezas. Un tipo se paseaba cantando y brincando envuelto en una bandera nacional; si bien más pequeña que la del fúnebre pódium no menos anticonstitucional.
Entre actitudes extrovertidas, bullía un jolgorio que le producía cierta desubicación, pese a hallarse en un servicio tan codiciado y pintoresco.
Pintoresco. Era la palabra que se le ocurría, y sin embargo la exactitud categórica del entorno, en el que medraba una soterrada sugerencia de impudicia, le hacía sentir una compulsión incómoda, un paulatino deseo de deserción por algo de vergüenza ajena.
Afuera patrullaban Jorge y Gregorio, abrasándose en la estufeta. Ellos sí que lo estarían pasando bochornoso, se consolaba errátil y vacilante, rehuyendo el meollo festivo, captando intemperantes brindis y vivas. Un corrillo comentaba la situación política —desastrosa, por unanimidad—; otros se referían al caluroso verano, como si todos los anteriores hubieran sido muy distintos.
—Eh, joven —lo llamó alguien—. Tenga —el señor De Lasheras le alargaba un botellín de cerveza—. Y pique, pique —añadió solícito, invitándole a que se acercara a la mesa.
No le apetecía, pero no quiso ser descortés. Con gesto grave se recolocó la correa portafusa del cetme y avanzó a por la bebida.
—Gracias —dijo, llegándose al hueco que le ofrecía el veterinario. De Lasheras le dio una suave palmada y luego la espalda.
Salva se vio solo, descartado. Absurdo. El veterinario escuchaba a un individuo grande y vocinglero que, en medio del corro, peroraba jactancioso.
Vestía pantalón y camisa del Cuerpo en cuyas hombreras Salva alcanzó a distinguir el aspa del bastón y la espada con la estrellita de general de brigada en el centro. Era vuecencia, el general jefe de la Zona. El pecho lo exhibía alicatado de pasadores de medallas. En la mano sostenía un largo vaso, que se rellenó con una botella de Johnnie Walker.
Salva experimentó un poderoso desasosiego. Estar tan cerca de su infinito superior acuciaron sus ganas de evaporarse. Podría reparar en él y llamarle la atención por entrometido.
Pero extasiado en sus amigos y la priva, vuecencia seguía a lo suyo. No obstante, Salva agarraría un puñado de pistachos, se desprendería de la cerveza y se abriría.
—Este Gobierno no para de jodernos —escuchó de un tipo rechoncho: Parra, el de las grúas.
El general bufó desdeñoso. De pronto, la curiosidad ganó al deseo de escabullirse.
—Os complicáis demasiado —dijo Urbano Arteaga, a quien por la voz reconoció en seguida—. Con dinero se arregla rápido. Estos políticos socialistas, que no son más que unos muertos de hambre, tienen tantas ganas de meter la mano que en cuanto trincan se callan. Ni tacto tienen. Su atropellada codicia es un insulto a la educación y a las formalidades inherentes a todo negocio. Pero estos tahúres tienen prisa y van directos al grano. Les suenas la bolsa y babean.
—Pues no te está dando mucho resultado —comentó un puntazo malicioso el general—. ¿Qué me dices de los adosados de la segunda fase de Maracaibo-Park y Residencial Machaquito?
—¡Bah, bah! —se expresó melindrosamente despectivo Arteaga—. Eso es porque a la otra constructora le sacaron más comisiones. Pero desde que se declaró en suspensión de pagos sólo me tienen a mí. Así que si quieren terminar las obras, tendrán que darme en exclusiva la Licencia de las nuevas recalificaciones. O de lo contrario se le arrima otra cerilla al monte de La Loba, y luego ya veremos. Y entonces se tendrán que joder, porque no les daré ni la mitad de lo que les ofrecí con lo de Maracaibo, al alcalde y al soplagaitas de Urbanismo. Los muy avariciosos de mierda quieren ahora el doce por ciento. Alegan que desde el partido se lo piden, pero que su parte es su parte. Y eso sí que no. Uno tiene sus principios. Les unto a ellos, pero engrasar un partido de rojos, eso es pasarse. —Apuró el vaso que sostenía en la mano y, con remilgada animosidad, continuó—: Y parecían tontos… Deberíamos montar algún guirigay como aquellos del 78, cuando llenamos de pintadas comunistas el Cristo del cerro de Los Ángeles. Aquello encendió mucho a nuestra gente. ¡Qué tiempos! Otra Cruzada es lo que está haciendo falta —sentenció. A su alrededor todos asintieron con diversos y patrios descalificativos de apoyo. También el general.
—No sabemos a dónde vamos a llegar —intervino un desconocido—. No hay más que ver la facilidad con que se hacen atentados. Fue una desgracia lo del 23-F, ¿verdad, LLopera? —se dirigió a vuecencia—. A ti que te pilló de refilón debes de tener amargos recuerdos.
—¡Ya lo creo! —exclamó el general—. Una desgracia, y grande. Tíos con pocos cojones que se rajaron cuando hicieron falta. Y así salieron las cosas. Pero he alcanzado el generalato y soy Dios —rio breve y colosal.
—Lo que está claro es que no ocurrirían atentados como el asesinato de guardias en Vascongadas —intervino otro.
El general esgrimió el vaso de güisqui.
—Eso es lo de menos —respondió, cortante—. La verdad es que si nos dejaran, exterminaríamos a los de ETA en menos de un año. Como hicimos con el maquis. Pero para qué nos vamos a engañar, lo de los atentados es lo de menos: números muertos de vez en cuando son la única táctica que nos queda para evitar intromisiones de políticos y periodistas, qué hostias.
Alzó el vaso en señal de brindis y todos los que le habían escuchado le siguieron en el ofrecimiento, entre ellos un tipo cejijunto que masculló:
—¡Ay, qué perillán!
Y, entretanto, Salva, conmocionado, ni gesticulaba.
Como si hubiera recibido un fuerte golpe en la cabeza y la rueda dentada de sus nociones se hubiera desajustado para hacer coincidir inverosímiles causas-consecuencias-efectos, Salva, con mirada baja y huidiza, deseando no ser visto, depositó la asquerosa cerveza sobre la mesa y se dio a recular con disimulo.
Era como si el altavoz de tan atroz maquinación hubiera sido él mismo y todos le señalaran aguardando la puntualización cabal de aquella apología inconcebible.
La espuria bandera le izó los ojos; el águila okupa aleteaba recamada en primorosos hilos tornasolados. Necesitaba sustraerse de la maldad arrolladora de aquellas palabras. Las tiras de vivísimos colores flameaban a los rescoldos de la puesta de sol. No hubo puntualización. Nadie rebatió al uniformado con bastón y espada armado de alcohol y arrogancia. Hay estrategias que cuestan ser comprendidas y asimiladas, incluso por los de su propio cuadro político. Un cuadro abominable. Salva seguía lenta e imparablemente retrocediendo. El corro —atónito primero, luego sugestionado—, se reanimaba.
Alguien azuzó a vuecencia para que se dejara de «mariconadas».
El gordo de la chapela roja y Urbano Arteaga canturreaban con achispado compás un himno militar que disonaba broncamente por los megáfonos. De súbito, el dueto se arrancó en dirección al busto del Generalísimo: se clavaron a dos pasos, compusieron una grotesca reverencia y, ya erectos, brazo estirado al cielo, gritaron al unísono:
—¡VIVA FRANCO!
—¡VIVAAA! —se repitió un eco envuelto en aplausos febriles.
—Es bonita, ¿verdad? —le frenó el palique de un viejo, glabro hasta lo patológico, rayado con un bigotillo hirsuto y cano, absorto en la rancia enseña como ante una manifestación divina.
—Sí —contestó Salva—. Es bonita y siendo tan nueva, da gusto mirarla —añadió, perplejo, ignaro de cómo mantener una digerible conversación con tal argumento.
—Es de raso y está bordada a mano —explicó, emocionado, el carcamal.
A continuación zanqueó hasta el pódium, se cuadró y, levantando con exageración brazo y mentón, profirió con dicción clueca:
—¡VIVA EL ALZAMIENTO!
Emulando el saludo fascista rugió un coro espontáneo.
—¡VIVAAA!
—¡VIVA JOSÉ ANTONIO! —más rugidos, más vivas.
Lo siguiente que Salva ve es al general LLopera que se encarama, en equilibrios malabares, sobre un taburete, la camisa desabotonada hasta el ombligo —la cual, debido al peso de los pasadores, le dejaba la tetilla al descubierto—, abre los brazos en cruz; en la izquierda aferra por el cuello una botella de Johnnie Walker y en la otra no tiene nada, es sólo una mano abierta, grande y adiposa como de obispo camastrón. Vocifera:
—¡Y VIVA ESPAÑA! ¡UNA, GRANDE Y LIBRE!
Una ovación cacofónica tembló los mofletes de la concurrencia.
—¡VIVA LA GUARDIA CIVIL!
—¡¡VIVAAAAA!!
Vítores, aplausos, frenesí. Con la panza saltándole por sobre el caído cinturón, Llopera se arrancó monstruoso y vociferante:
Cara al sol
Con la camisa nueeeeeva
Al punto se alzó un canto unánime y exaltado que le coreaba pero no le silenciaba:
Que túuu bordaste
En roojo ayeeeeer
El general Llopera se retorcía en acrobatismos que le cortaban la letrilla, enlazaba al poco con un mugido grave, pero no tardaba en interrumpirse, braceando para no caerse. (De no haber sido por De Lasheras, que lo sujetó a tiempo, se habría estampado de bruces contra el suelo.)