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Por ejemplo, los endémicos e infalibles robos de ganado que la superioridad desatendía, apreció tangencial, suspicazmente.
Ciegos de algún estupefaciente, los escandalosos detenidos reclamaron toda su atención.
—Que os estéis en silencio, y separados —se oyó demandando con afectada voz autoritaria.
—Salvador, que te están chuleando —le canturreó Félix, seguido de Velasco, ambos entrantes de servicio.
—Hola, Gordo —le saludó en confianza—. Tranquilo, que como me cabree se van a enterar… —Ni caso: los sujetos escupían y cuchicheaban, con hilaridad insolente, acerca del último tripi en chirona: «Mucho mejor que el pillado en la calle durante la provisional».
A Velasco, que jugueteaba con Rufo en el pasillo, aquel cachondeo le llevaban los demonios; penetró rápido, agarró a uno por la pechera y cuando parecía que iba a abofetearlo, éste, que no se lo esperaba, se vio barrido por una contundente patada. Esposado y con los pies en el aire la culada fue mayúscula. Que el otro supiera lo que iba a ocurrirle no hizo que la sentada fuera menos sonora ni brutal.
Despatarrados como borrachos, se mantuvieron callados… dos minutos; tras los cuales volvieron a soliviantarse con siseos y resoplidos de risa. Velasco hizo un conato de nuevo abalanzamiento, pero Salva le paró, y como los otros cerraron el pico, el guardia prosiguió la rebatiña con Rufo y el trozo de longaniza que, tironeándole, ora de las orejas, ora del rabo, le escamoteaba sin tregua.
Por su parte, el brigada, atareado en contactar con los jefes de cualquiera de los escalones superiores (todos ausentes por «Comisión de servicio»), iba y venía ensimismado, considerando suposiciones que presagiaba desastrosas: las inexistentes dependencias para la permanencia de los detenidos, su manutención; y cuando escuchaba algún comentario acerca de su machacado auto, perdía su habitual serenidad en forma de masculladas maldiciones.
¿Se lo agradecía el Cuerpo? ¿Acaso tenía obligación de enfrentar sus medios particulares a los transgresores de las leyes?
Salva estaba seguro de que alguien le echaría una mano, y aquel taciturno cascarrabias lograría una vez más, como mínimo, una estupenda anotación en su hoja de servicios. Su expediente personal debía de estar saturado de ellas. Si no cómo explicar que al cabo de tantos años de supuesta frustración profesional acometiera la captura de unos delincuentes con tan audaz revuelo.
No le comprendía, pero le estimaba por cierta inexplicable afinidad.
Cuando una llamada de la Jefatura requirió al suboficial, Salva no dudó en confirmarse estos vaticinios. Como las puertas de la oficina y de la Sala de Armas se hallaban una enfrente de la otra, Salva no tenía dificultad en oírle.
—Sí, mi capitán, ya sé que en el siglo pasado eran los mismos guardias los que se hacían cargo del sustento de los detenidos… Sí, y que hasta los indigentes había que cobijar a veces… Pero es que los tiempos han cambiado… Perdón, mi capitán… Sí, sí, ya sé que vuelvo a molestarle, pero es que si no dispongo de presupuesto… Sí, dígame, le escucho… No, no quiero que lo ponga usted, por supuesto… ¿Que haga una colecta en la Unidad?… Y en lo que se refiere a mi coche, no es que quiera que la Comandancia me compre uno… Sólo he planteado la posibilidad de que el Taller me facilitara, siquiera, la mano de obra… Desde luego… Sí, sí que lo he entendido… —dejó de hablar; crujió el auricular y retumbó la campanilla.
Se oyó un chillido: Rufo había acabado por morder al burlador de la longaniza. Saltaron risas, de todos, también de los detenidos, que se desataron en tísicas carcajadas. Velasco asomó con una mirada torva y la expresión de sus rostros se les mudó como si las tuvieran de plástico y las hubieran acercado demasiado al fuego.
—Está bien; está bien. —Félix sujetó a Velasco, quien pretendía entrar a repetir el ataque. Y dirigiéndose a Salva—: Anda, déjame a mí —le reemplazó en ademán cordial.
El guardia primero se aproximó con paso inapetente hacia los detenidos, y de súbito se inclinó para largarles sendos y consecutivos guantazos que los volteó hacia sendas y opuestas esquinas.
—Así es como hay que tratar a estos pájaros —explicó dogmáticamente a Velasco. Éste acató la lección con gravedad socarrona.
—¡Eh, joder! —gritó el comandante de Puesto, saliendo al pasillo—. El que me los marque va para adelante. Buscadles sillas y que se sienten.
Un sentimiento de rabiosa conmiseración por aquel desvalido suboficial hizo que Salva se apresurara a cumplir la orden, en tanto lo veía renquear embargado por una desolación que sin duda superaba a la de aquellos desgraciados a los que ayudaba a incorporarse para que tomaran asiento.
Requirió a sus hombres disponibles en la oficina.
Insinuó la manutención por cuenta de todos y los belfos de Barahona relincharon al punto:
—Mi brigada: yo lo siento mucho, pero no pongo un duro —expuso, mirándose las puntas de los zapatos y meneando con ostentoso pesar la renegrida cabeza—. Las mil pesetas que puse cuando el robo a los extranjeros, para que llamaran a Austria, porque la Comandancia no autorizó el uso del teléfono, todavía las estoy esperando. Y lo mismo pasó con los muchachos a los que les robaron la furgoneta en el parque de la Telefónica —continuó con nerviosa osadía—, que entre todos tuvimos que pagarles la comida. Nos tocó a quinientas; otras que no he visto.
—Yo tampoco puedo poner nada —se sumó el guardia Nieves; Goyo y Félix componían significativas muecas—. Si el Cuerpo quiere que trabajemos, que sea con el dinero del Cuerpo. Pero no con el mío. Porque si Barahona puso mil para los extranjeros, yo, para dar de comer a los del accidente del autobús, puse…
—Eh, eh, que no he contado lo del accidente —saltó Barahona—; que yo también…
—¡Basta! —interrumpió el comandante de Puesto—. ¡Idos todos ahora mismo!
Asomó al pasillo y llamó a su mujer.
—¡Dolores!
Rechinó una puerta.
—Dime, Ramón.
—Prepara comida para dos más.
Sí: desvalido, y solo.
XVII. EL BADULAQUE Y LA BESTIA O EL JODIDO JACOBINO
1
Los robos de ganado obligaban a las fuerzas del Puesto a intensificar controles e identificaciones en las carreteras y caminos de la demarcación. Dada la indigencia de medios de locomoción —entre otros—, no más que la suerte podría dar resultado positivo alguna vez. Pero sin cesar, eran negativos. Quienes los llevaban a cabo se movían con un prodigioso y expeditivo sigilo.
El servicio de esa mañana incluía plantón en una carretera local, la cual atravesaba Morratal y la Comarcal 215. A juicio de Carrasco, que acababa de tomarse en la población una copa de Chinchón —la quinta en ayunas le llevaba contabilizado Salva—, no valía la pena preocuparse por los robos: tenían que ver con mafias y entramados internos que les teledirigían los movimientos.
Aquello era muy grave a sus oídos, y Salva, desde el otro arcén, saltó en seguida.
—¡Cómo puedes decir eso! Nuestra misión es detenerlos si los capturamos. Y si están involucrados mandos del Cuerpo, tendrán que responder ante la Justicia.
—No seas badulaque, chico —le cortó Carrasco.
De su altura pero más corpulento, con los brazos cruzados y las piernas abiertas, oteando al desgaire la despejada carretera, su porte adusto y su laconismo imponía y amedrentaba. A veces se tocaba en el gaznate un discreto colgante con el Ojo de Horus como un amuleto que lo reforzara o eximiera de explicaciones y sinsabores.
Pero Salva no iba a permitirle ningún atropello.
—Oye, que yo no soy ningún chico.
Y como si su interlocutor no hubiera oído reproche o fastidio, continuó:
—A la Bestia no hay quién la pare. Como mucho se la hiere y sólo para recibir un zarpazo del que no te recuperarás jamás —le hablaba sin mirarle y sus ojos erraban indescifrables hacia los riscos del monte de La Loba, un lugar de sierra arbolada del que acababan de llegar—. Y aunque lo hiciéramos, no serviría de mucho. Nos crearía problemas. Tú no puedes entenderlo, chico.
¿Aquel tipo estaba loco o borracho?
—De qué hablas, si puede saberse —replicó Salva con áspera interpelación; no obstante, no le tomaría en serio, y puesto que el tráfico era escaso, le serviría como distracción.
Me voy a divertir un rato con su sarta de renegadas incoherencias, se dijo sin la más leve traza de regocijo. Y en el desdeñoso silencio que su compañero prorrogaba a la defensiva, añadió, avanzando osado al centro del asfalto:
—Yo sé muy bien cómo tengo que actuar.
Por vez primera Carrasco lo miró directo a los ojos.
—Chico, me das pena. Mucha pena —se remarcó menos conmovido que displicente—. Pon los pies en el suelo. Veo los riscos de La Loba y veo las iniciales de un muerto y un herido. Yo soy el herido. Y el muerto es mi amigo. Aún me silba aquella puta onda explosiva que me revolcó en el País Vasco. ¡Puaf! Y tú, pollito, crees saber. Saber, saber. Yo también era pollito entonces. Igual de badulaque que tú ahora. —Deshizo el cruce de brazos y en un ademán de prestidigitación y brusquedad exhibió su carpeta de denuncias, en cuya portada Salva captó una desvaída pegatina en la que se leía: TXAKURRAS KAMPORA. JO TA KE. Dio en ella un puñetazo y remachó—: Nunca los cogeremos, joder. Nunca. Es imposible.
—¿Y en qué te basas para decir eso? —inquirió Salva, incontenible y desquiciado.
—Años de servicio. Experiencia. Torturas —recitó el otro a modo de sosegada, ceñuda réplica—. En esta reserva del franquismo que se llama Guardia Civil, estamos dos grupos, uno subyugado por el otro: la camarilla militarra, los okupas, arriba; y nosotros, los trabajadores, abajo. Parece que nos movemos igual. Pero qué va, chico. No hay corporativismo de clase y esa es nuestra puta perdición. —Se tomó un respiro, para agregar con acento abstruso, solemne y fiero—: Y del Estado Actual de Cosas la culpa la tienen los prójimos corrompidos: esos putos vividores amorrados a la Bestia y convertidos en sus mamporreros. Unos por cobardes, otros por traidores y falsos, nos tienen bien trincados estos cabrones. Qué asco; con ka, chico: asko cuartelero. Y yo paso de toda esta mierda —concluyó sin más concreciones, o excreciones.
Giró la cabeza y fijó la vista en el cruce con la 215, a unos quinientos metros.
—¿Algo importante? —quiso saber Salva.
—Nada que tú puedas arreglar —mugió el otro—. Y quítate del medio, que los espantas.
Salva obedeció. No había duda: estaba con un borracho. No mantendría más discusiones. Las palabras de su compañero sólo eran exabruptos. Los viajes de Chinchón lo hacían desvariar. Si el teniente se presentaba no les salvaría de un correctivo a ninguno de los dos. Una mancha en su expediente lo consternaba sobremanera. Pero dependía de Carrasco, quien con una Falta Grave y otra que le tramitaban por acumulación de Leves, parecía importarle un comino. Tenía la irreverente costumbre de decir lo que pensaba y, al parecer, y por si fuera poco, rebatía sin complejos a los mandos: varios correctivos le habían caído por «réplicas desatentas». Lo malo, o lo bueno —no acertaba a distinguir—, era que en opinión de algunos compañeros sus quejas solían ser «demasiado legítimas». Con lo cual, los que desentonaban serían los otros. ¿Quiénes tienen la razón? ¿Cómo descubrirá la verdad?
—Vamos a por ellos —dijo Carrasco, yéndose para el Land.
Otra transgresión del servicio. Aún no había concluido la presentación y la siguiente no estaba en Morratal, sino en sentido contrario.
—Cómo que nos vamos. La papeleta dice que debemos permanecer en este punto media hora más. —Al menos Carrasco le permitía ojearla cuando quisiera, vicisitud que otros no toleraban en virtud de su cargo de jefe de pareja.
No le prestó atención. Tomó asiento al volante.
—¿Subes o qué, chico?
No tenía remedio. De nada serviría discutir. Otro con el que empezaba a hacer malas migas. Llegaron al cruce. Carrasco escrutó a derecha y a izquierda, más con el oído que con la vista.
—¿Se puede saber qué pasa? —insistió Salva.
De la gasolinera salió un Seat 600, sin techo y con ocho o diez adolescentes apelotonados que, al ritmo de un musicón increíblemente nítido, se agitaban en dirección a la patrulla. Se debieron de percatar y con un brusco giro torcieron hacia Morratal.
—Qué perros —maldijo Carrasco.
—Sigámoslos —dijo Salva, al ver que el otro a pesar de todo no movía el Land.
—No hagamos el ridículo —desestimó Carrasco—. Con este trasto no les daríamos alcance nunca. Pero conozco a esos pijos y sé que tienen que volver.
Después de meditar consigo mismo, Carrasco entró en la C-215, dejó la gasolinera atrás y a un centenar de metros se emboscó entre olivos. Un lugar idóneo para mitigar la espera y el calor. Un lugar como a tres kilómetros del punto ordenado en la papeleta.
—Vuelvo en cinco minutos —dijo Carrasco, y se alejó a cruza barbecho, hacia la gasolinera.
Salva, que no podía apartarse de la cabeza la falta en la que se hallaban incursos, se dio a esperarlo con cortos paseos, rogando que el otro volviera y lo llevara a donde debían estar.
En una de las idas enfrentadas a la carretera, vio pasar un camión y, acto seguido, el coche oficial del teniente jefe de Línea.
Clavado de espanto, tardó en reaccionar; sólo cuando estuvo seguro de que no le habían descubierto, se movilizó hasta un claro bajo las ramas que le permitía ver sin ser visto.
El oficial rodaba a cierta distancia de un alto y enjuto camión con caja de lona —sin duda, cargado de animales—, a modo de convoy.
Pasaron la gasolinera y desaparecieron tras una curva.
—¡Ahí vienen esos capullos! —llegó Carrasco, resoplando de fatiga—. Sabía que volverían.
Salva salió del coma.
Detenido en el cruce, el estrafalario 600 rugía indeciso.
Hizo un conato de darse la vuelta, pero enfilaron ruidosa e insospechadamente hacia ellos.
Cuando Carrasco lo consideró oportuno, invadió la calzada con pasos decididos y, elevando el brazo por encima de la cabeza, les dio el Alto, mostrándoles la palma de la mano, abierta como una rapaz a punto de atrapar a su presa; la izquierda marcando con rigor y plasticidad el arcén.
Una soltura policial que sorprendió, fascinó, y enojó a Salva: ¿cómo podía bandearse con tan resuelto estilo un tipo como aquel?
El conductor se desvió al arcén de tierra frenando y derrapando. Se subió al asiento y se sentó en el respaldo, sacando medio cuerpo por el techo trepanado.
—Hola, agente —saludó, palmeándose las rodillas al ritmo de la loca música.
—Buenos días. Permítame su documentación y la del vehículo —requirió el guardia civil.
—Pero ¿es que no sabes quién soy, hombre?
—No —respondió Carrasco, imperturbable—. Pero en cuanto me dejes el Permiso, lo sabré.
—¡Venga, hombre! Mi viejo es Parra, o es que me vas a decir que no le conoces; además, que nos llevamos de puta madre con los del cuartelillo.
Carrasco le aplicó una estática, feroz mirada.
—Haga el favor de no llamarme «hombre». Y ahora dame lo que te he pedido.
De un puntapié, Parra hijo abrió la guantera, extrajo una mugrienta carpeta de plástico y se la entregó al guardia.
—A alguien le van a meter un puro por malos tratos y amenazas —avisó a sus colegas de la parte de atrás. Unos gruñidos de apoyo fueron la respuesta.
Enardecido, el conductor canturreó, mirándose las uñas que se mordía:
—Denuncia, denuncia.
Carrasco apartó la vista del embrollo de papeles y, encarando al desvergonzado jovenzuelo, al tiempo que cruzaba los brazos sobre el pecho —lo que tuvo el efecto de poner a la vista su densa musculatura—, le conminó con torvo semblante:
—Cállese. Quite la puta música —le devolvió la sucia carpeta—. Y entrégueme la documentación preceptiva.
El niñato se escurrió raudo y silencioso, excepto que balbuceó:
—No llevo otros papeles que estos.
—Entonces, voy a denunciarle por circular con un vehículo que no ha pasado la Inspección Técnica ni revisión en Industria por las modificaciones externas. También por ir subidas más personas de las plazas autorizadas, y también por…
El coche modificado era una especie de aborto parido por aburridos chapuzas con mucho dinero. Montaba ruedas 190, llantas de aluminio (que con total seguridad costarían más que el resto del conjunto, exceptuando el equipo de sonido), asientos de cuero incrustados con el mal gusto típico de pudientes caprichosos; el techo arrancado a golpe de radial y disparate; y el capó deformado para dar cabida a un motor que perfectamente podría ser de un camión. Algo parecido a lo que Félix fanfarroneaba delante de los incautos que se escondía debajo del pepito y que podía surgir con sólo apretar un botón. Salvo que aquel armatoste ostensible y fantástico tenía la autenticidad de su exagerada apariencia.
Carrasco escribía una denuncia tras otra.
Salva empezó a notar cómo la repulsa que le inspiraba su compañero, a la vista de su firme comportamiento, se trocaba en paulatina admiración. Conductores como aquellos niñatos insensatos debían ser denunciados, por muy simpatizantes que sus padres fueran del Cuerpo. Es más: lo comprenderían. Realmente, Carrasco le estaba sorprendiendo.
—Deme el recibo del Seguro Obligatorio —le oyó requerir.
—No tengo —masculló el conductor.
Y Carrasco arrancó otro impreso.
Acabada la tarea, obligó a los ocupantes a bajarse del inaudito 600 y a que su propietario lo estacionara en la gasolinera, adonde lo escoltaron. Le entregó copia de un acta de Inmovilización por circular sin póliza de Seguro Obligatorio y se quedó con las llaves. La pandilla se encaminó al pueblo entre protestas y farfullados insultos. Uno de los niñatos, amparado en el anonimato, llegó a proferir que «el mejor guardia, el guardia muerto».
Salva, no obstante, experimentaba la doble confortación de un servicio bien ejecutado y el horario de la presentación no verificada, la cual ya había concluido.
—Oye, Carrasco. Mientras estaba solo vi pasar el coche del teniente, pero, por suerte, no tiró para donde se supone que debíamos estar, sino que continuó por la 215.
—Déjalo. A ver si se pierde —espetó, concentrado en ordenar los numerosos impresos de denuncia—. Lástima que a los fascistas no se les pueda fusilar por esta clase de infracciones. Lo malo es que por ninguna —añadió para sí.
Alejado de aquel tipo insolente y temulento, Salva repasó el derrotero del teniente, y ni mucho menos le pareció perdido o dubitativo… Precedido de un Ebro-2000; idéntico al del señor Moisés; que circulaba cargado y acelerado. No pensó nada más. Los pipiolos no piensan.
—Es la hora de regresar —le llamó Carrasco—. Conduce tú.
Salva mostró su sorpresa.
—No lo he conducido nunca —adujo, más como advertencia que como pretexto.
—Alguna vez tendría que ser.
Ilusionado por el nuevo paso en su profesionalización, Salva se rebulló en el asiento, tanteó los pedales, y condujo de regreso a la base con decisión y entusiasmo.
Con ciertos espectadores de circunstancias —el brigada, Barahona, Monti y Jorge—, Salva acopló el Land en la cochera, junto al pepito, que parecía ocuparla toda, a cien centímetros por hora. Hubo unos encendidos aplausos por la hazaña del novato y en cuanto pusieron pie en tierra, el brigada llamó a Carrasco para que entrara en su oficina.
Intrigado, y entre felicitaciones guasonas, Salva siguió a Carrasco; lo cual, en el momento de entrar en el despacho, no resultó del agrado del comandante de Puesto; pero ya dentro, y tras un instante de vacilación, cerró la puerta.
—Carrasco, parece mentira que estas cosas te pasen a ti —se dirigió el suboficial al aludido.
—No sé de qué habla, mi brigada —contestó el guardia, resbalando una irónica ojeada a Salva. Se echó mano al bolsillo de la camisa y de una caja rotulada Lexatin extrajo una cápsula, que se llevó a la boca.
—Claro que lo sabes —repuso, molesto, el suboficial.
—Pues no —insistió Carrasco con solemne terquedad.
—Me refiero a las denuncias que has puesto al hijo de Parra.
—¿Al hijo de perra?
—Déjate de bromas, Carrasco. ¿Cuántas han sido?
—Ocho.
—¡Válame Dios, con el andoba! —exclamó el brigada, casi con euforia—. En fin, Carrasco. Ya conoces los líos en que nos metemos si molestamos a Parra y su gente.
Otra vez el gran sorprendido fue Salva, rendido al agudo pronóstico de Carrasco. Los poderes fácticos se habían movilizado a la velocidad del rayo.
Carrasco lo percibía y se recreaba en su intransigencia.
—Ya, y a Moisés y a los Berchina… Han cometido infracciones muy graves. Y si no que lo diga el chico —ladeó la cabeza hacia Salva, lo que puso a éste de uñas y a punto estuvo de saltar; pero le preocupaba más la cuestión de fondo—. No voy a romperlas —se ratificó.
Con sordo fastidio, Salva reconoció un fogonazo de empatía por Carrasco.
—Sabes que no depende de esta Unidad; de ninguno de nosotros —precisó el brigada—. Déjalo en una advertencia, y yo hablaré con Lucas Parra. Si no lo haces, te volverán los problemas; como cuando te empeñaste en parar los vehículos de Moisés: los camiones porque el ganado te era sospechoso, los turismos porque creías que usaban gasóleo agrícola…
—Y así era.
—… y luego lo del vertido ilegal que hicieron al río. Sabes que los expedientes que tienes abiertos son por todo aquello. Ya te he dicho que hay que lidiar más fino con esta caterva de malandrines. En la próxima revista el teniente podría buscarte las vueltas.
—Ese conductor podría haber causado un accidente —intervino Salva en un arranque de compañerismo, honestidad e irritación—. Y además, tampoco tenían la documentación en regla.
—Lo sé —le paró el comandante de Puesto—. Pero Carrasco sabe muy bien lo que…
—¿Ordena alguna cosa, mi brigada? —acortó ahora Carrasco con aplomo incorruptible.
El brigada se pasó varias veces los dedos por el pelo pincho, porfió balbuceante, y con claridad acabó por desistir:
—Como quieras. Puedes marcharte.
A solas con Salva, el brigada lamentó aquella situación que le venía asaz grande y que le hería en lo más profundo a lo que había sido su primer amor: la Guardia Civil.
—Maldita inocencia —se quejó—. Válame Dios, si uno pudiera echar para atrás… Todo esto no hace sino agravar mi gota y mi desdicha. Pero órdenes son órdenes —se deploró marchándose, renqueante y elusivo, dejando a Salva con cincuenta mil refutaciones en la punta de la lengua.
2
Por eso, unos días después, cuando el comandante de Puesto dejaba el acuartelamiento y se paraba a charlar con él, animoso y receptivo, Salva no dudó en retomar la cuestión.
—¿Pero cómo puede llamarse tener «mano izquierda» a pasar por alto el infringir la Ley, la LEY —alzó la voz— sólo porque sean gente muy relacionada con altos mandos del Cuerpo?
—Por descontado que Carrasco actuó correctamente —reconocía el brigada—. Sin embargo, a quien nosotros rendimos cuentas no es a la Ley, como a ti te gusta tanto pronunciar, sino a nuestros superiores, que nos tratan como a peleles. Pero esto Carrasco no termina de enterarse. ¡Jodido jacobino! —le motejó, conmiserativo—. El pobre diablo se cree legítimo porque es ecuánime. No ve que se comporta mayormente como un temerario, con menos perspicacia que coraje. Si leyera a nuestro querido Sancho —suspiró—, que nos advierte de que «entre los extremos de cobarde y de temerario está el medio de la valentía». O don Quijote: «… que la valentía que no se funda sobre la basa de la prudencia se llama temeridad». Y él, comportándose como lo hace, a no dudar que está más cerca de ser sandio que valeroso.
Se acercó a Salva, mirando con suspicacia a su alrededor.
—Los militares que hacen de policías detentan la gracia del absolutismo, y lógicamente odian por instinto de supervivencia a los íntegros y a los autárquicos. No aprende. ¡No aprende este muchacho! —masculló con desesperación y recelo, como si temiera que alguien inoportuno le pudiera estar escuchando—. Le falta caletre, intuición. Cree que él solo se basta para resistir la inercia de este Régimen y su inconcebible despotismo—. Se acarició el tieso cabello, y divagó—: Bueno, no es tan difícil de entender si uno se fija en la desidia de estos gobernantes falazmente progresistas, encumbrados por elecciones democráticas, pero tan sólo codiciosos de las comisiones especulativas antes que del compromiso reformador por el cual han ganado.