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Esta digresión pareció deprimirlo.
Salva, aún desorientado por la diatriba, no dejó de impugnar.
—Carrasco no cometió nada ilegal.
—No cuenta si lo que haces es legal o no —musitó el brigada en el tono de quien sigue en otra onda—: cuenta el grado de abyección que te atreves a quebrantar ante la dictadura de la Cúpula… —Encaró a Salva y pronunció—: Y dejémoslo aquí, que peor es meneallo. Estaré fuera el resto de la tarde, en el casino de Dosarcos, que allí tengo torneo de ajedrez y revancha de mus con el juez. El teléfono está en la libreta. Y no olvides que para aliviar el tedio de la Puerta tienes mis libros. Con ellos y con mis consejos tu caletre no se menguará de más. Adiós, Salvador.
—A la orden, mi brigada.
¡Quebrantar la abyección! ¡Peleles, dictadura de la Cúpula! Cada vez entiendo menos a este pobre hombre, amargado y temeroso. Bah, para qué preocuparse de consejos tan extravagantes. Pero tiene razón en lo de distraerme con algo de lectura.
Tomó un libro del aparador y lo abrió a voleo.
«Porque la pena tizna cuando estalla.»
El mañana era un enigma desconcertante.
Pero no perdía la esperanza de la ventura.
Y el mañana —sólo que el de veinticuatro horas más tarde— talmente llegó venturoso.
3
De nuevo se le requería para acompañar al comandante de Puesto en un acto de mero protocolo: la inauguración de una fuente en el parque de la Telefónica.
Preparó el vehículo de ceremonias y, maqueado y ficticio, partieron los dos guardias civiles hasta el frondoso lugar que tanto le atraía.
Pero al llegar sufrió una profunda decepción al fijarse en cómo la obra había supuesto el arrancamiento de una veintena de árboles viejos y sanos y en su lugar alzado un estanque ensartado por una especie de cuerno o trompa de pedruscos agarrados con hormigón, que de ningún modo podía exculpar semejante tala.
Cerca del brigada, por exigencia de éste, Salva correspondía saludos maquinales a las autoridades locales a continuación de su superior. Mero protocolo. En derredor, una gran cantidad de público aguardaba la puesta de sol. Entonces la fea fuente sacaría a relucir su poder y su esplendor.
Como el momento estaba al caer, el alcalde sopló el micrófono del estrado.
—Queridos ciudadanos y ciudadanas. Nos hemos reunido aquí para celebrar, de nuevo, la política progresista que rige nuestro municipio. Con este evento democrático y ecológico —Salva reparó con amarga ironía en los tocones—, seguimos avanzando. Gracias a los ciudadanos y ciudadanas de San Juan, las mejoras de nuestro hermoso pueblo no se detienen. Esta fuente, que dedicamos a la libertad. ¡Libertad! —gritó, y se dilató en asentir a los aplausos que le ovacionaban—. Gracias, queridos ciudadanos y ciudadanas. Es, por supuesto, una obra de todos y todas. Como os decía: este monumento será a partir de ahora un signo de los nuevos tiempos…
De repente, un grupo voceó acusaciones de electoralista, corrupto, ladrón y timador, y exigieron que explicara cómo era posible que para semejante construcción se hubieran destinado tantísimos millones, cuando resultaba patente que no podía haber costado ni una quinta parte.
El alcalde miró a Carmelo, el alguacil que hacía funciones de policía municipal, hesitó con claro azoramiento, y recurrió con idéntico gesto al brigada. Éste se dirigió con Salva hacia los alborotadores, con paso tranquilo, para darles tiempo.
En efecto, el grupo de opositores se alejó. El alcalde asintió con palmario regocijo a los aplausos del público, que un grupo lateral había azuzado ruidosamente.
—¿Lo ven?, queridos ciudadanos y ciudadanas —profirió, altivo—. He ahí una muestra de la derecha reaccionaria y de las diferencias que mantenemos contra ellos, nosotros, el pueblo progresista. Gracias a la Benemérita y a la actitud democrática de nuestros ciudadanos y ciudadanas, podemos continuar con esta trascendental celebración popular brindada por las fuerzas progresistas. Y ahora —hizo una seña— admiremos esta obra del pueblo para el pueblo.
Con el sol escondido, el alcalde descendió del estrado dispuesto a descorrer una pequeña cortina, y pidió a todos los que lo desearan que se hicieran una foto con él. Se acercaron muchas personas y, como en olor de multitudes, dicha autoridad congeló una sonrisa vasta y radiante, hasta el punto de parecer que en realidad retenía una carcajada. Luego descubrió la placa. Más aplausos, más fotos.
El rito siguiente consistió en activar un interruptor, y unos chorros altos y sonorosos brotaron hacia la trompa o estatua amorfa que representaba la Libertad. Se encendieron luces acuáticas en el fondo del estanque y por los parterres las nuevas farolas.
A medida que caía la noche, la gente expresaba su entusiástica aprobación, y Salva, después de contemplar los chorros alternativos y coloreados, en contra de su primera impresión, también se adhirió a la opinión general. E incluso se permitió expresarlo a algunas de las autoridades locales que acudían a felicitar al brigada y, por ende, a él.
Fue una actuación breve que satisfizo todas sus esperanzas. Un actor secundario y admirado sin más participación que su porte y su templada gallardía al servicio del espíritu original: Servidor de la Ciudadanía. Como siempre había soñado verse. Creía y apostaba.
Sin embargo, al regreso, el brigada barbotó un parecer menos entusiasta.
—Cuadrilla de tartufos y falsarios.
Definitivamente, aquel hombre vivía instalado en la amargura. Mejor no preguntar.
4
—He de decir que las cosas no van como el jefe de la Comandancia quisiera. —Comenzó el teniente, sentado en el sillón del comandante de Puesto, con el busto erguido, tenso más bien, dirigiéndose al semicírculo de guardias civiles que rodeaban la vieja mesa de maestro escuela, cuyo mueble, le había informado el brigada, figuraba en inventario desde hacía cuarenta y cinco años. Por supuesto, el original ya no existía, pero como el inventario decía que sí, él había aprovechado la renovación del moblaje de la escuela local para hacerse con otra, que, aunque muy distinta, en bastante mejor estado. De eso hacía diez años y pronto la operación tendría que ser repetida: las oficinas que se remodelaban en el Ayuntamiento serán una buena oportunidad.
«Esperemos que no se explaye con el sermón. Unas cuantas admoniciones y con viento fresco arree a otro Puesto con la monserga. Eso sí: dejando un rastro de firmas para que tan pronto caiga por su despacho remitir el formulario de dietas. Aquí no tenemos tiempo ni hombres para investigar delitos en la demarcación, pero para soportar dos horas de amenazas caciquiles ya verás como sí. Ay, si los delincuentes supieran… El miedo guarda la viña.»
Y como si de una profecía se tratara, los vaticinios del suboficial se estaban cumpliendo.
—Y si algo va mal en mi Línea, es por culpa mía —se enardecía el oficial—. Este Puesto no sigue mis recomendaciones: que no son mías, sino del jefe de la Comandancia, y de más altas instancias. —«Ahí comprenderás el porqué de mi postura». Lo iba entendiendo—. Y nosotros los oficiales tenemos la obligación de subsanarlo en aras del prestigio de nuestra gloriosa tradición —«Con la obstinación de los que o se esmeran con intransigencia o sus rutilantes futuros garantizados por la matemática de los ascensos correría peligro de ser omitida por el BOC». Increíble la clarividencia del comandante de Puesto—. Por eso tengo que hacerles saber, muy seriamente, que no se está trabajando con arreglo a las Instrucciones Particulares: se ponen pocas denuncias —detallaba con teatral mortificación—, y encima las que se ponen están mal.
Carrasco, dándose por aludido, fue a intervenir; de inmediato, el oficial disparó su dedo índice y le cortó.
—Hablaré con usted más tarde —dijo sin mirarlo—. Ahora quisiera saber qué razones existen para que no se proceda según lo ordenado —interpeló del comandante de Puesto.
Éste, ubicado en una esquina del semicírculo, respondió:
—En lo que va de trimestre tenemos varios atestados por delitos a la Ley de Caza. Y hace pocos días instruimos diligencias por robo con dos detenidos y la recuperación de los efectos robados —exponía con una voz monótona, fuera del presente, de este y de cualquier otro, y así concluyó con desazón—: Pero todo eso ya lo sabe usted.
El oficial meneó la cabeza.
—No es esa la legislación que me interesa —reveló con cierto sofoco, y era como si repitiera severas amonestaciones—. La estadística es lo que sirve. El señor teniente coronel lo ordena y yo he de supervisar el cumplimiento de sus órdenes. El cómputo final es lo que vale, y nada como denuncias al Código de la Circulación. Eso es lo que se les exige.
—¿Y qué hay de las ocho que puse el otro día? —endilgó Carrasco, bronco, atrevido. Indomable.
El teniente quedó en suspenso; compuso un entrecejo vibratorio y, con mal disimulada congoja, mientras se removía en el asiento, como dubitativo de si ponerse en pie o escurrirse debajo de la mesa, encaró —esta vez sí lo hizo— al intolerable porfiador.
—Guardia: está usted faltando el respeto a un superior. Si vuelve a interrumpirme, procederé a corregirle disciplinariamente. Ya le he dicho que luego hablaré con usted —y apartó los ojos de aquellos otros intrépidos e imbatibles.
Carrasco no modificó la expresión de su semblante para replicar, con dicción acre:
—Lo que usted diga.
Salva no tenía claro si le detestaba o lo admiraba.
El oficial tosió gallardamente ante su puño, se estiró de las hombreras de la camisa (había tenido el detalle o la sensatez de presentarse sin la gabardina) y anunció:
—Bueno, esto ha sido todo, señores. Confío en que las prevenciones aquí hoy señaladas no las olviden.
El teniente se encerró luego con el brigada y con Carrasco, y éste, contra todo pronóstico, retiró las denuncias.
Resultó insólito para la gente del acuartelamiento el ver cómo Carrasco se paraba a conversar con alguien de la Unidad.
—Con ello he comprado mi libertad, chico. No te equivoques. Yo retiro las denuncias a los «forofos» del Cuerpo y a cambio me paralizan uno de sus putos expedientes disciplinarios. Les jode. Porque quizás este año en la Patrona sus asquerosas demostraciones de amor, a base de corderos y bebidas por un tubo, sea menor. Así revienten. He conseguido lo que quería, chico. Y por mí mismo. Ese brigada se cree que se lo debo a él. Más vale que espabile y se preocupe por él. Le tienen enfilado. El puto teniente anda acojonado por su carrera como futuro general. Que se joda, él y toda la maldita Bestia. Y tú, chico: a ver cuándo pones los pies en el suelo. ¡Pandilla de badulaques! —abominó genérico y con hastío, alejándose.
Al ofrecimiento de Monti de reconfortarse con una partida al futbolín, Salva se apresuró.
Incapaz de contenerse, comenzó a rajar por la falta de autonomía policial, doblegados a los caprichos del general por un lado, los del teniente coronel por otro, y en medio la inoperancia de los componentes del entero Puesto de la Guardia Civil de San Juan de la Sierra.
Metió cadera y mandó la pelota al área de la otra portería.
—Esto cada día es una mierda mayor —comentaba el Polilla, sin excesivo resentimiento—. Cada vez es más difícil levantar un servicio en condiciones. Hace unos meses Velasco y yo tuvimos una situación-problema con cuatro furtivos, a los que sorprendimos cazando de noche, en época de veda y con faros portátiles. Uno de ellos resultó ser Alfonso De Lasheras, el veterinario que vive en la colonia Machaquito —Salva percutió la pelota y tras un par de rebotes en los delanteros logró sacarla al centro del campo—. En vez de felicitaciones casi nos cuesta un correctivo. Tuvimos que romper todo lo escrito, y eso después de que estuvimos toda la noche persiguiéndolos. Incluso el que iba con el veterinario nos llegó a encañonar. —Por una serie de rebotes fatales, la ruidosa bola de madera fue a parar a los defensas del Polilla—. Lo que más me fastidió fue que Alfonso De Lasheras, un buen amigo nuestro, del Cuerpo, me refiero, se portara tan guarramente. —Contoneó la figurilla alrededor de la pelota y la impelió con efecto lateral a la portería de Salva, describiendo una parábola de gol que sólo la casual ubicación del portero evitó—. ¡Uy! —resopló con desatinado disgusto.
—¿Y por qué no cursasteis la denuncia? —Salva imprimió un giro de molinillo al puño; pero la bola rebotó en el audaz delantero que gobernaba Monti, y de nuevo en su poder se concentró en afinar mejor técnica.
—Lo mismo que ahora: amistades —contestó Monti, concentrado en el vaivén del trémulo defensa.
—¿Aunque sea delito?
—¡Y qué vas a hacer! Pero si yo entonces hubiera tenido un compañero competente, entero y a base de bien que no me habría rajado, ya lo creo.
—Lo que me parece raro es que Carrasco haya retirado las denuncias —tanteó Salva, girando el muñeco alrededor de la pelota a fin de confundir al oponente.
—Lo habrá hecho como moneda de cambio. Ese se las sabe todas.
Monti lo intuía sin marrar. Poner los pies en el suelo.
No era un insulto, sino una advertencia.
—Pero todo esto parece una farsa —sacudió el defensa, pero la pelota fue rechazada una vez más y Salva comprendió el vigilante agobio del enemigo.
—Sí…, bueno; un poco —admitió Monti—. Pero siempre hay infractores para mantener el cupo. Los más desgraciados, como en todos sitios —manifestó sin alterarse.
Entonces Salva, impelido por una ira extraña, tocó lateral y posterior y la bola voló no siendo hallada sino dentro de la portería de Monti con un trastazo.
—¡Joder! —exclamó el Polilla.
Como la pelota tragada, Salva veía sus sueños rodando, no hacia metas ambiciosas y resonantes, sino por entre nauseabundas cloacas beneméritas.
—¡Chamba, chamba! Echa otra, vamos —le acuciaba el Polilla, insensible a cualquier otro pesar trascendental.
¿Tendría razón Carrasco —el «jodido jacobino»— con sus teorías rechinantes?
XVIII. UNA CANCIÓN SIN NOMBRE
1
La esperaba con avidez de macho en celo, una clase de celo más bien espiritual por tener alguien con quien despejarse del creciente extravío profesional. La segunda cita. Esta vez a y veintidós. La anterior fue tan fugaz que ella asistió por mero compromiso. Un cuarto de hora que pasó como un turbión de felicidad.
El minutero marcaba y veinte.
Anabel dobló la esquina de la iglesia, puntual, erecta, la melena cobre rayándole las clavículas al ritmo de sus pasos elásticos, la roja camiseta de tirantes resaltando su pulido talle, sus dorsales acentuados, su apostura desenvuelta, deslumbrante. Arrebatadora.
Sus ojos nato le vinieron a los suyos como balas anhelantes.
¿Será posible que yo algún día llegue a solazar por entero y a base de bien tan conspicuo soma y psique?, suspiró mientras se estremecía de placer al sentir su beso en la mejilla.
—Juntos otra vez —dijo ella, ignorante del contento que le producía, o tal vez no.
—Me alegro por mí —contestó Salva.
—¿Y eso?
—Me habría muerto si no te hubiera visto.
—Humm, ya será menos —brillaron sus ojos nato—. ¿Esperas desde hace mucho?
—Lo justo. ¿Podrás quedarte hoy un poco más?
—Sí, un poco más —fue su vaga respuesta.
—¿Adónde vamos?
Acordaron pasear por el rebautizado parque de la Libertad, deleitarse con el rumor del río y los chorros de la nueva fuente, bajo el palio de sombras netas de los grandes árboles, viéndose y sintiéndose después de otra larga semana. Estar juntos únicamente en domingo y a contrarreloj no era lo mejor que pudiera pasarle, pero de momento era todo lo que podía conseguir.
—¿Qué tal tu trabajo?
Trabajo. Le encantó. La palabra «servicio», tan oída a diario, empezaba a repugnarle. Palabras que hasta hacía bien poco eran parte de la magia con que levitaban sus sueños, infirió con despecho, y optó por mentirla.
—Bien. Pero no del todo —añadió, sin poder evitarlo.
—¿Y eso?
Daba igual. No tendría mucha importancia referir sus inquietudes. A diferencia del otro suelo —el laboral—, con ella sentía que pisaba sin tambalearse.
—Me pasan cosas que no llego a explicarme, pequeños problemas de adaptación a los que espero acostumbrarme.
(ya te acostumbrarás, ya te acostumbrarás)
—Por ejemplo…
—Nada en particular; apreciaciones personales. —No poder confesarse sin ambages le oprimía como un firmes en el que se estuviera conteniendo unas furibundas ganas de mear.
El pudor y frases machaconas como «los trapos sucios se lavan dentro», «el Régimen Disciplinario vela por la tradición», le impedían hacerlo. Él creía en la Institución, en lo que le decían sus jefes.
—¿Algún desengaño importante…? —insinuó Anabel, sagazmente tangencial.
—Sí, es algo de eso. —De pronto, Salva no pudo contenerse—: Tiene que ver con la veleidad de quien impone las Leyes y la sumisión injusta que los de abajo hemos de soportar.
Se preguntó, aprensivo, qué debería contestarle si ella le inquiría por los de arriba.
Pero Anabel habló segura de sí misma, dando por indiscutibles y claras sus palabras.
—Siempre ha sido así. El salvaje hedonismo en que vivimos y el zarandeo implacable de la masa social ha arrasado con la crítica y el pensamiento. Y esto hace que las oligarquías de siempre sean hoy más fuertes que nunca. Nos engañan con sus pantomimas y sus apariencias honorables. Pero basta con fijarse en cómo la aplicación de las Leyes afecta de manera tan diferente según el poderío del encartado. También en cómo los políticos, en especial los que van de renovadores, vociferan antes de encumbrarse y luego el cinismo y la hipocresía con que se conducen. Eso significa que el Sistema está podrido.
Rodeó una farola y prosiguió con sugestiva convicción.
—La gente prefiere una chorrada electrónica o unas zapatillas de moda antes que el compromiso social. Esa desgana nos hunde, festivamente, pero nos hunde. Nada ha cambiado en relación con la opresión de los que rigen el rumbo político y abajo la mayoría acomodaticia y los falsos progresistas, marionetas de la mano antigua y fascista que nos sigue manipulando entre bastidores.
Se calló ella, y él no supo qué decir. Entendía que comulgaba con aquella pelicobre de ojos balas nato, pero que no podía ni rebatir ni arrimar una idea propia, consistente y peculiar.
Fue una sensación de pusilanimidad insoportable.
Nunca seré digno de un ser tan preclaro y exquisito, se presagió angustiado.
—¿No crees que sea fascista la mano que os trata como a marionetas en tu trabajo? —sondeó ella con perfecta confianza.
Salva se sobrecogió. Definitivamente, se sintió sin ideas y sin aliento.
Se acordó de Carrasco.
—Creo que estamos dos clases de guardias civiles —y acabó por relatarle, según su pobre entendimiento, la abstrusa hipótesis de su compañero.
—Naturalmente —aprobó ella, entusiasmada—. No hay forma eficaz de lucha excepto la estrategia radical.
—¿Cuál? —se arredró él más que preguntó.
—Crean leyes que luego no cumplen, pero se aseguran de que los demás queden sometidos. Fomentan una sociedad que sólo beneficia a ellos como clase privilegiada, basados en proyectos de supremacía y de influencia al servicio de la ingeniería financiera y las inversiones multimillonarias con las que coaccionan al poder democrático; luego éste no existe como tal, y en último extremo reorientan los códigos jurídicos para que se les impongan fianzas que siempre podrán pagar: es parte del riesgo inversor. Es un juego en el que la gente de a pie vamos de comparsa para cubrir las apariencias del sistema actual, que, por otra parte, no para de llenarse la boca con la palabra «democracia», repetida hasta el hartazgo para que no nos demos cuenta de que no existe verdadera participación popular y que votemos lo que votemos la línea de gobierno está decidida de antemano por las oligarquías que financian al partido de turno.
Por debajo del puentecillo de madera al que habían llegado, el agua corría en regatos chispeantes e irregulares. Una minicascada exhumaba las raíces de un chopo. Entre ellas descubría Salva su intelecto en aquel momento. El de ella anidaba en la alta copa del árbol.
—La culpa no es de quien crea la ley; más bien del que la incumple —apuntó, titubeante.
—La tiene quien permite que suceda —dijo ella de codos sobre el pretil de maderos.
Otro mutis. Al cabo de medio minuto de insacudible perplejidad, Salva estimó:
—Así son las cosas, y nada puede hacerse. —Pero en el ínterin había cavilado algo singular: ¿Quién lo permite: el teniente jefe de Línea, el teniente coronel primer jefe de la Comandancia, el general crápula? ¿Quién?—. Quizás divagar sobre estas cuestiones no esté a nuestro alcance.
—Esa es la táctica de los que defienden la tradición —rebatió ella al punto—: apocarnos, resignarnos. ¡Explotarnos!
—Lo malo es que nosotros podemos hacer tan poco…
—Claro que podemos: luchar. Luchar con todas las armas posibles. Revolverse es evolucionar. —Palmoteó el tronco de la pasarela—: ¡Mira que cargarse un árbol para hacer esto!
—Desde luego —coincidió Salva, anonadado ante aquella propincuidad de vehemencia inaprensible.
En cualquier caso, Salva disfrutaba discutiendo ideas afines, aunque fuera bordeando una excentricidad que desconocía si le afectaba como orientación vital o como agente de la autoridad, o en ambas. O en ninguna.
—¿Vamos a El Holandés a tomar algo? —propuso.
—No. Veamos la fuente.
La estatua amorfa de la Libertad se bañaba bajo el chorro de su cúspide y el estanque circular recibía el torrente repartido en una docena de caños ruidosos que potenciaban la paz del entorno, y a ellos, además, la dicha. Una fina grieta dejaba escapar un tembloroso venero que, silencioso y afilado, buscaba el río. A él bajaron, saltando de piedra en piedra, insectos de flor en flor, soldados de trinchera en trinchera, contemplándose con disimulada excitación en los remansos de la corriente en los que reverberaban sus imágenes imantadas, ignaros del tiempo —el Tiempo—, deslizado, ingobernable, como el agua entre sus manos. Las piedras bajo sus pies componían arroyuelos y éstos murmuraban quién sabe si una queja o un agradecimiento.
Ella no tenía ninguna duda.
—Deberíamos sentir la naturaleza en todo momento, por su belleza y por su serenidad. ¿No te parece?
—Pues sí.
Como las palabras no le salían, se dejó llevar por los pies: vadeando, riendo, fantaseando que cruzaban tumultuosos rápidos en un lugar del paraíso. Inopinadamente —quizás subrepticiamente—, sus mejillas se rozaron en un impulso causal, y sus labios se tocaron y se separaron, sin violencia, sin atropello, deseando repetir. ¿Repetir cómo? Casualidad simulada o intención voraz. Milisegundos de consternación: que ella disolvió con un deliberado arrimo, una repetición húmeda y lenta, dulce y extática. Un suceso flipante y fugaz que precedió a la partida.
—Déjame acompañarte.
Ella lo desestimó con un gesto arrogante de la cabeza, la mirada calibre 7,62 nato rayada de complaciente desatención.
Quedarían en el rincón del viento, a la vuelta de la iglesia y de otra semana.
Otra interminable, desoladora semana.
—Si no pudieras por la mañana, entonces por la tarde.
Concretaron horas y minutos, y como garantía y concesión ella se despidió con otro beso.
Un beso como un soplo de vida para siete días. La relación no dejaba de ser promisoria. Regresó al cuartel arreado de gozo y excitación. Ella era toda conmoción espiritual. Se arrojó a la cama. ¿Para qué estudiar?
Mejor pasar el tiempo dormido y diluir con el sueño la conciencia de agente subyugado, de «prójimo corrompido». Retumbaron las paredes por un trallazo de música.
Rodó al suelo.
—Me distraeré con el Polilla.
Después de llamar y escuchar adelante entró en el cuarto… Bañado por el lívido resplandor del monitor, el semblante de su amigo resaltaba cadavérico en medio del resto de cosas que por efecto del cambio de imágenes parecían dotadas de más vida que el propio Monti. Sólo los enrojecidos ojos y el fatigado pestañeo desmentían que no fuera un fiambre sedente.