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—¿Estás bien, Poli?
El aludido, sin despegar la cara de la pantalla, balbuceó:
—Pues claro —se inclinó para atraer una banqueta—. Venga, siéntate.
—¿Qué estás haciendo? —se interesó Salva, aceptando el ofrecimiento, atónito por el estado del Polilla y su hacer, entre frenético y zombi.
—Estoy componiendo música con un programa de ordenador.
Junto al AMIGA se amontonaban, según le iba señalando, el teclado del sintetizador, un emulador de sonidos llamado Proteus, un digitalizador de imágenes y otros periféricos con botones giratorios y lucecitas parpadeantes, que Salva no retuvo. Una maraña de cables reptaba por entre todos ellos. En las salidas estereofónicas sonidos rítmico-digitales de continuo detenidos y retocados.
—Intento acabar mi propia canción —explicó, recorriendo menús desplegables—. La música de los demás me sobra.
Salva coligió un marcado resquemor sentimental.
—Creía que a estas horas estarías con tu novia.
Monti chasqueó la lengua.
—La he mandado a tomar por saco. Mi novia es la Guardia Civil y mi música.
—¿Quieres hablar de ello?
No respondió el Polilla. Con ojos convexados en el fulgurante escalamiento de los caracteres alfanuméricos —que escrutaba como en un prospecto que contuviera el remedio a sus males—, le omitió con un abstraído desparpajo, que Salva estimó asaz elocuente. Monti enterraba una obsesión con otra. Las notas se peleaban o pugnaban por elevarse. Los grandes altavoces ubicados en las esquinas tiritaban hesitantes. ¿Era todo aquel fogoso talento consecuencia de los celos? ¿Precedía aquella impresionante tribulación del Polilla a su felicidad?
¿Acaso yo también tendré que pasar por cierto tormento?
Poderoso como se sentía, lo desechó y pasó a confortarlo.
—A mí tampoco me han ido las cosas como me hubieran gustado —intentó animarlo por el viejo dicho de «mal de muchos, consuelo de todos», su particular versión.
—Escribo una canción para la que no tengo título —dijo el otro a su aire.
Aire fantasmal.
No logró sustraerlo del subyugante influjo de aquella canción sin nombre y Salva optó por retirarse a su cama de colcha verde y oficial.
Con los pies encaramados al piecero metálico, absorto en el cielo rojizo que entraba por la ventana, se imaginaba fundiéndose con ella en la puesta de sol, sin límite de tiempo ni trabas, y los sonidos de la canción sin nombre —que flameaban innominados, fervientes, a veces luctuosos— no hacían sino lanzarlo como en un viaje inverso de tobogán hacia evocaciones menos agrias.
Tres encuentros y todo parecía marchar a pedir de boca. Anabel no le había comentado la posibilidad de que tuviera novio o relación similar y él tampoco se había atrevido a zanjar tan temerosa curiosidad. De momento se conformaba con el beneficio de la duda. Los temas de conversación, en cambio, fueron cordiales y sin tapujos, y como remate magistral ese beso largo y dulzón como el mejor de los melones de Goyo.
Tembló al conjeturar que sus ilusiones pudieran desvanecerse sin más y quedar disuelto en brutal desconsuelo, como ahora su amigo Monti.
¡Dios, qué tétrica melodía llena el pabellón y mis sentimientos!
He de salir.
Por grados ganaban el aire tercas notas graves, radiando… ¿desazón?, ¿rencor?, ¿agresividad? Acabó de abrocharse las zapatillas. Cenaría una hamburguesa, un vaso de leche, estudiaría un rato —a pesar de todo— y se acostaría temprano.
Por si acaso, preguntó a Monti. Escuchó la negativa respuesta que suponía y bajó al cuarto de Puertas a enterarse del siguiente servicio: de seis a catorce, con el guardia Jorge. Una buena noticia. Se ofreció al guardia de Puertas por si necesitaba algo de la calle.
Ocupado en tomar nota de un telefonema, referente el itinerario de la patrulla nocturna, Velasco negó con la cabeza.
Se le antojó extraño que un mando foráneo dictara los puntos importantes a vigilar en una demarcación de la que no tenía un conocimiento puntual. Pero tenía más hambre que ganas de cavilar. Entró en el bar Manola y en vez de pedir una hamburguesa, decidió nutrirse entero y a base de bien —le había cogido gusto a la frasecita de su afligido amigo—: encargó una tortilla de patatas con pimientos fritos, y cenó como un maharajá, olvidado de preocupaciones. La vida sin éstas era maravillosa.
¿O sería todo lo contrario?
Segunda parte
—¿Por qué, Juan, por qué? —preguntaba su madre—. ¿Por qué te resulta tan difícil ser como el resto de la Bandada, Juan?
JUAN SALVADOR GAVIOTA.
Richard Bach
XIX. INCIDENTE ALFA: PRIMERA ESCARAMUZA
1
A media mañana, el comandante de Puesto requirió a la fuerza en servicio para que lo condujeran hasta una de las parideras donde había sido denunciado un robo de ovejas. El modesto ganadero, que no dejaba de maldecir su suerte, repetía que si los hubiera pillado, allí mismo los habría matado.
Los indicios del modus operandi eran escasos pero incontrovertibles, al menos a su cacumen policial: rodadas burdamente desfiguradas, de anchas ruedas todoterreno, y rastro de escalas y cuerdas. Por el escrutinio de las huellas, debieron de ser cuatro o cinco individuos.
Por su parte, el dueño especulaba que habían usado anestesiantes, que eran expertos en el manejo de esa clase de animales y en vista del preciso trajín venía a corroborar el número de asaltantes.
Finalizada la inspección ocular, regresaron al cuartel. Allí, el director del colegio público les aguardaba entre impaciente y divertido: había recibido una llamada telefónica anónima, amenazando de bomba las clases. El brigada ni se inmutó. La gracia residía en que esa mañana tocaba examen. Mandó llamar a Velasco y en unión de la patrulla se desplazaron a reconocer el más que reconocido centro escolar.
La fiesta era completa entre los chavales. Como su curiosidad sobrepujaba al instinto de supervivencia, y además todos presumían el origen de la amenaza, buscaban la bomba por grupos, saludándose con sugerencias jocosas. El brigada ordenó la evacuación total, reclamó a Jorge y ordenó a Salva que fuera con Velasco, experimentado de anteriores incidencias.
Salva se sentía policía. ¡Cómo le colmaba! Iniciaron el reconocimiento siguiendo las recomendaciones del brigada: de afuera hacia adentro, de abajo arriba, y si aparece algo sospechoso: no tocar, no mover.
Dieron vueltas por más de dos horas, y al final, como se esperaba, el resultado fue negativo, y por ese día los alumnos se lo pasaron en grande. Y Salva. Luego retomaron el itinerario marcado en la papeleta. El puente del molino.
—Venga, muchachos, dense prisa —les apresuró el comandante de Puesto—. No vayan a llegar tarde y algún oficial se les haya adelantado. Recuerden que tienen la alquería del señor doble R.
Por fortuna, cuando llegaron nadie les esperaba ni acechaba, posibilidad esta que se aseguraron con sagacidad subrepticia. Ya más tranquilo, Jorge determinó derivar la presentación en un control aleatorio sobre los vehículos procedentes de Villarjo.
—Se nos acaba el mes, y tú y yo somos los que menos denuncias llevamos —le recordó con preocupación—. A ver si aquí diéramos con algo, leches.
Pero una hora después los boletines de denuncias continuaban tan cerrados como al principio. Y no por la ausencia de infracciones: ninguno de los dos quería denunciar a conocidos del pueblo por insignificancias legales, como conducir sin el cinturón de seguridad o meros formalismos en la documentación de los tractores.
El último en pasar fue Matías el Sordo, quien detuvo su pequeño tractor por propia voluntad a decirles buenos días. Venía cargado de tomates, y Jorge dejó caer con zumba que lo que hay en España es de los españoles. Pero aquí Matías el Sordo se delató o quizá fuera cierto eso de que era capaz de leer los labios, y replicó a voces, contra el atronador Pascualli:
—Lo que hay no. Pero lo que sobra sí debiera, como quien dice. —Se apeó con derrengado entusiasmo—. Os voy a referir lo que decía mi abuelo al ricachón de su aldea. —Se irguió con empaque contra su senectud:
Yo he visto a un lobo
Que de carne ahíto
Dejó comer a un perro
Los restos de un cabrito
Deja tú, rico, comer
Lo que te sobre
Que algo más que un perro
Será un pobre
Y tú no querrás ser
Menos que un lobo.
—Y como a mí me sobran muchos, tomad. —Y volviéndose a la sera de tomates, comenzó a trasvasarlos a una esportilla—. Estos para vosotros, que sois muy majos.
Jorge y Salva se precipitaron a detenerle en la faena.
—Que no, señor Matías. Que era una broma —se desesperaba Jorge.
Pero Matías el Sordo siguió echando tomates, asegurando que les dejaría el maletero del pepito lleno, y durante un rato la situación fue de lo más cómica y embarazosa. Al final, el único modo de hacerle desistir fue mediante la amenaza de multarle. Eso sí, se mostró inflexible y dispuesto a inmolarse si no le aceptaban un par de tomates cada uno. Cerrado el trato, Matías el Sordo montó en su tractor y prosiguió. Pasado el divertido suceso, lo comentaron y sintieron que se aliviaban y se distraían.
Como la carretera no ofrecía novedades, decidieron atacar los tomates.
Los tomates eran tan feos como sabrosos.
El fortuito aperitivo, de sabor denso y genuino, les relajó y a la vez animó como una droga, una insólita degustación que a fuer de ingenuos o de fijarse nada más que en la apariencia de los productos casi habían olvidado; deduciendo de ese inopinado hallazgo si con las mujeres ocurriría lo mismo, si acaso la belleza y lo insulso van de la mano, y llegaron a la conclusión de que mirar sólo con los ojos de la cara constituía un craso error.
Fue un delicioso paréntesis de diez minutos en la tribulación en ciernes. No podían dejar de pensar en que si no presentaban varias denuncias a final de mes, los burócratas de las diversas planas mayores volarían sacudiendo papeles de estadística hacia la faz de sus respectivos caudillejos, delante de los cuales acezarían acerca de cómo su impagable servilismo había detectado a ciertos insumisos guardias civiles que no cumplían las Instrucciones Particulares. Y usía se lo agradecería firmando complementos de Productividad y Peligrosidad, pues en las oficinas el cargo de número chupatintas estaba considerado en extremo arduo y arriesgado.
—Quién pudiera pillar un destino de esos, coño —suspiraba Jorge—. Seguirías siendo tan guardia civil como ahora, sólo que sin riesgo ninguno. No me extraña que Félix esté loco por hacerse con la vacante del escribiente de la Línea. Sería la lotería de su vida. En cuanto me case, pienso largarme de la vida rural. ¡Qué harto estoy de ser un puto romano! ¡De este puto traje!
Por primera vez en su vida militar, Salva no se turbó al escuchar semejante desaire. Jorge era un compañero algo taciturno, pero amable y sincero.
—¿Por qué dices eso? —quiso saber.
—Porque me pasa lo que a ti; que no soporto tener que denunciar a la gente del campo. Y otras infracciones por aquí no hay. Y no por eso dejamos de cumplir con nuestro deber.
—Nuestro deber, que parece ser tan distinto al de ellos…
Del camino de Las Torcaces entró al asfalto un camión con caja susceptible de transportar ganado… Un cernícalo se estrelló en apariencia contra una viña aledaña a la carretera; pero al punto levantó vuelo con una pequeña y chillona masa entre las garras…
Salva vio en esos dos fenómenos concomitantes una abstrusa similitud, e hizo ademán de dar el Alto al Ebro y así identificar la carga, que, por penetración o exacerbado aburrimiento, a diferencia de la rapaz, se le antojó levantada contra naturam.
Entonces Jorge le paró:
—No te molestes. Es Moisés Torcaces, el de la granja.
—¿No crees que deberíamos saber qué tipo de carga lleva y a dónde va?
—Ya te lo he dicho: es un conocido. No pierdas el tiempo; además, te complicarías la vida.
Conducía el camión Moisés júnior, quien les saludó con un efusivo pitido.
—¿Lo ves? —repuso Jorge—. Buena gente.
El vehículo rodaba grandes ruedas todoterreno… Tal como el usado en el asalto de la noche anterior…
La propuesta de Jorge le sustrajo de suspicacias.
—Mejor cambiemos de sitio.
Se movilizaban, cuando un coche a gran velocidad, procedente de Villarjo, les llamó la atención.
No hacía falta tener un radar para darse cuenta de que circulaba muy por encima de los ciento cincuenta. Otra cosa sería demostrarlo. No obstante, Salva resolvió que, al menos, debía conocer al alocado conductor.
Comprobó que podía situarse en el centro de la calzada y le dio el Alto, con soltura afectada. Lo supo en su fuero interno y discurrió con rabia que le hubiera gustado parecerse a Carrasco.
Un Alfa Romeo 164 Twin Spark se detuvo impecable y brillante en el desportillado arcén. Un tipo trajeado y con una formidable tira de pelo sombreándole los ojos bajó el cristal de la ventanilla y le dio los buenos días.
Salva le devolvió el saludo y acto seguido pasó a pedirle la documentación.
—La suya y la del vehículo, por favor.
El conductor, reacio, asomó un risueño rostro y preguntó:
—¿Algún problema?
—Se trata de una identificación rutinaria, señor.
—¿Pero hombre, es que no me conoces? —dijo sin perder la sonrisa, si bien mermándola.
—Lo siento, pero no —respondió Salva con taimada pronunciación; era Berchina, el cejijunto colega de palmas del general LLopera en la fiesta conmemoración del 18-J—. ¿Me permite la documentación, por favor?
Berchina trocó la graciosa mueca por un espasmódico culebreo de la larga ceja. Se apartó de la ventanilla y no tardó en volver, ahora sin la estúpida sonrisa.
—Toma hombre, toma —alargó un fajo de papeles.
Pero Salva no los tomó.
—No me está usted entregando la documentación preceptiva. —Emuló a Carrasco, y sintió satisfacción.
Y se dedicó a bordear el turismo para dejar así patente el inaceptable compadreo, pero también con la velada intención de tomar aire y reponerse del apabullado encuentro.
Entonces reparó en algo curioso y extraordinario.
—Observo que su vehículo posee matrícula sometida a Régimen Especial de Circulación, y que la fecha de caducidad expiró hace un mes —profirió absorto en la emborronada placa posterior, dubitativo, perplejo: exasperado por no dar de inmediato, a través del fárrago de conocimientos marciales que le habían atornillado, con el debido procedimiento ante aquella flagrante infracción civil.
Pero en sus noches de insomnio sí recordaba haber leído algo. Agregó:
—Es mi obligación instruir un acta de Aprehensión por el incumplimiento de la LITA, la Ley de Importación Temporal de Automóviles —precisó, del todo innecesario: los Berchina se dedicaban al negocio de la compraventa de automóviles de importación y, por lo tanto, sobraban las explicaciones. En cualquier caso, se trataba de un hecho denunciable.
Pero ante todo quería calibrar el tipo de amistad de aquel individuo con sus jefes.
—¡Pero qué dices! —se extrañó el Berchina, retrayendo la cejuda cara adentro del auto como una sabandija en su hura cuando de repente detecta un peligro.
—Se trata de una infracción clarísima, señor, y mi deber es instruir un acta de Aprehensión, que es lo que dice la ley —se expresó Salva del tirón. No quería que el otro detectara, ni por sus gestos ni palabras, su azoramiento.
Un azoramiento que empezaba a hacerse notar en el ligero temblor de piernas y que acreció cuando Jorge —que también había reconocido al popular simpatizante— se le acercó con gesto inquieto y disconforme.
—Oye, ¿sabes lo que estás haciendo? —preguntó en un acongojado susurro.
Por nada se volvería atrás. Aunque para ello tuviera que investirse de una superioridad que no le concedía la papeleta de servicio.
—Sé cómo actuar —dijo, y Jorge no se atrevió a insistir.
El conductor se apeó. Entregó a Salva un par de documentos acartonados, al tiempo que, torvo e hirsuto, anunciaba:
—Soy Berchina, de Automóviles Berchina, de Dosarcos. Un buen amigo del Cuerpo. Voy a hacer un trato y me parece que estáis confundidos conmigo.
Salva, omitiendo el cínico galanteo, le informó sin hesitación:
—Tiene que acompañarnos hasta el cuartel para la instrucción del acta: este vehículo debe quedar a disposición del Administrador de Aduanas.
Sólo el cejón se movió en la cara de Berchina. Aquello iba en serio.
Barruntando que le chafaban el negocio, se desató en una rumia dialéctica a medio camino entre la indignación estupefacta y la súplica amenazante.
—Pero si nunca he tenido ningún problema. ¡A qué viene esto ahora, coño! De verdad, aprecio vuestra labor. Pero os estáis equivocando. Venga, dejadme continuar y olvidaré esto.
Salva lo escuchaba impasible.
El otro se encendió.
—Me parece, guardia, que no sabe lo que está haciendo, y el teniente coronel es amigo mío —fanfarroneó con descaro—. Estoy harto de circular con mis coches de esta manera, y es la primera vez que me paran tanto tiempo. Se te va a caer el pelo por esto, chaval.
Chaval, ¿eh?
Bravuconear sin razón era todo lo que le faltaba a aquel infractor para ser empapelado.
Sin embargo, éste creía detentar un as infalible.
—A ver si nos enteramos —continuó con esforzada calma—; y no me sea pardillo, por favor. Ya le he dicho que Alejandro, el teniente coronel de la Comandancia, es amigo mío.
Salva, a lo suyo, seguía intentando descifrar los arrugados y sucios documentos.
El Berchina quemó su último cartucho. Hiperbólico, espetó:
—Y también el general, señor Llopera, jefe de toda la primera Zona de la Guardia Civil.
—¿Va a acompañarme o no, señor?
Al otro se llevó las manos a la cabeza. ¡¿Su negocio inmovilizado por un simple guardia?!
—Un acta de detención, un acta de detención —mosconeaba, dando pasitos en torno de sí, una mano en el cejón y la otra en la cadera; no acababa de creérselo—. Un acta de detención…
—De Aprehensión —le corrigió Salva. Era insoportablemente buena aquella escena en la que él ejercía de director.
El resuelto acento del guardia civil hizo que el Berchina desistiera de replicar, pero no de ejecutar brinquitos y resoplos, los cuales, vistos por un observador accidental y ajeno, habrían producido, a no dudar, una grande sonrisa y divertimiento.
Berchina entrecerró los cerdosos ojos. Miró a Jorge. Éste parecía estar a punto de soltar: Este tío está loco, se lo juro. Yo no tengo nada que ver con esto, dígaselo al teco.
Salva optó por aminorar la virulencia del momento.
—Comprenda que la matrícula con la que circula está caducada y la ley me obliga a proceder como ya le he referido. Quizá en el cuartel pueda solucionarse este pequeño incidente.
Y dándose a repasar la documentación, advirtió que en realidad la caducidad no era del año en curso: sino del anterior.
Se apresuró a añadir (y a impeler):
—Hace más de un año que circula ilegalmente. Si no desea acompañarme, solicitaré ayuda y constará en el acta.
2
En el cuartel la situación no sólo no se aminoró, sino que encorajinado al no permitirle Salva el uso del teléfono para ponerse en contacto con alguna de sus amistades dentro de las altas jerarquías, el Berchina se dio a gruñir consigo mismo:
—¡Será posible, el calzonazos del Alejandro! Y luego en la Patrona el güisqui que le llevo bien que se lo guarda. Que sea Reserva, dice el hijoputa, y resulta que un simple guardia me hace polvo el día. Desde cuándo manda un teniente coronel menos que un simple número. Ahora que, ya hablaré con el general Llopera. A más de uno se le va a caer el pelo, por mis santos cojones.
—Si continúa expresándose así, le abriré diligencias por Insultos contra agentes de la Autoridad —reaccionó Salva con el acento que le confería ser un componente de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado; no quiso privarse, y más con razón. Por respeto, por derecho. Por justicia.
Salva tenía a sus compañeros con la boca abierta. Sentado a la achacosa máquina de escribir, decidido y reconcentrado, redactaba un acta por Aprehensión de vehículo extranjero no acorde con el régimen al que se amparaba. Ni los veteranos recordaban una iniciativa igual.
«Los graznidos y trinos de la cotidiana vida de la Bandada se cortaron… y ocho mil ojos de gaviota les observaron, sin un solo parpadeo.»
Presagiando vitandos advenimientos, Salva adelantó por telefonema a la Aduana Central las diligencias, luego redactó el acta y finalmente participó los partes correspondientes a los escalones de Línea, Compañía y Comandancia. Aquel tipo podría tener algo más que amigos en la cúpula del Cuerpo, pero mangonear con los de Hacienda sería harina de otro costal. Ahora bailaría al son que él le tocara, por muchos favores que le debiera el jefe de la Comandancia o el mismísimo general Llopera, que no era Dios, ni mucho menos… ¿O sí?
—La denuncia está terminada —anunció Salva al interesado cuando hubo firmado el último pliego—. Ya puede marcharse. Recibirá la oportuna comunicación en los próximos días.
Berchina, exhausto, anonadado, tiró una mansa firma. Y cuando atravesaba el umbral a la calle, por lealtad a sus principios, exclamó:
—¡Esto no va a quedar así!
—La Autoridad competente decidirá —replicó Salva, un puntazo mordaz. Sabía que carecía de la autonomía necesaria, pero lo sustituía con el apoyo moral que da cumplir con la Ley. La LEY.
La idea macizó su temeridad:
—Ante ella podrá recurrir mi actuación.
El cincuenta por ciento de Berchina S.L. abandonó el acuartelamiento con pasos furibundos en busca de su compinche hermano, a quien debería dar cuenta del inconcebible revés. Y es que la brusca alteración en el consuetudinario quebrantamiento de la Ley, gracias al corrupto favor de jefes militares con funciones de policía, lo había despertado a una realidad que oía a diario en los medios de comunicación, pero que estaba seguro no eran sino meras invenciones de infatuados legisladores. Algo no iba bien en el benemérito Instituto cuando a un «simple número» se le permitía conducirse con tamaña desenvoltura.
Salva palpitaba de gozo y de terror.
Las nefandas previsiones no se hicieron esperar. El teléfono sonó energúmeno o esa fue la vibración que le llegó. Preveía, si no el origen de la llamada, sí el mensaje.
—Salvador, es para ti; de la Jefatura de la Comandancia —le comunicó el compungido guardia de Puertas: parecía que le diera el pésame.
Salva descargó su escueta defensa, que no era otra que la desnuda y palmaria verdad.
Y tras el sucinto relato, el explosivo final:
—Ya he comunicado la novedad a la Aduana Central, que es la autoridad competente.
La voz del encargado de la Jefatura replicó convulsionada:
—¡Hostias, hostias, hostias! Dice que lo ha comunicado a la Aduana. ¡¿Pero con qué permiso?! Que se ponga el comandante de Puesto.
—No se encuentra en la Unidad; está en camino.
—Estos novatos hay que ver los problemas que nos dan. No quiero ni pensar cómo se va a poner el señor teniente coronel. (Pues que se joda, pensó Salva, con un ligero tembleque de piernas. Con tal de que no le fallara la voz, se daba por satisfecho.) ¡A qué tienes tú que parar un coche que circulaba tranquilamente!
Un agente de la Ley.
—Tranquilamente no: conducía a velocidad excesiva.
—Volveré a llamar —y colgó.
Salva tomó una gran bocanada de aire. Primer asalto sorteado. El siguiente sería el del teco primer Jefe. ¿Lo resistiría? Las rodillas le latían como corazones óseos. Encajado en la mesita de la desastrosa máquina de escribir —la tecla erre salía disparada de continuo—, detallaba datos y pormenores con el atribulado auxilio de Jorge.
A medida que los compañeros iban teniendo conocimiento de la temible movida, que ya zumbaba en el Puesto como una osadía apocalíptica que arrastraría a todos sin exactitud ni mesura, se interesaban con una discreción compasiva y se abrían con muecas de condolencia. El pipiolo la estaba cagando.