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Algunos alumnos mugieron conteniendo una risa inexplicable y vomitiva. Luego, tras el toque de Silencio, hubo un conato de agitación temulenta que Salva, vociferante y conminatorio, logró erradicar; eso sí, retrucado por una sucinta exhalación de abucheos e imprecaciones.
Era el primer imaginaria. Su insólito acento de autoridad turbó a toda la Compañía.
Fiel a mis convicciones, puedo alcanzar metas inaccesibles para esta chusma irreverente.
Luego infirió que la inusitada indulgencia de los Instructores quizás tuvo algo que ver con su imponente dominio de la situación. Se vislumbraba el final. Los mandos empezaban a levantar la mano; el parte de Arrestados solía pincharse cada vez con menos nombres. Marino, ya fuera por astucia o resignación, había dejado de ser habitual. Dormía como siempre: indiferente a la ventura de coronarse guardia civil.
Acordándose de la efemérides y del comentario despectivo de su amigo, en un lapso fugaz, ponderó: ¿digna de encomio o en puridad ominosa? Como ésta fue la calificación que le dio Marino, él se quedó con la primera.
Un lapso fugaz.
A través de los vidrios remendados, la noche se descolgaba cálida y halagüeña, sin parangón a la inclemencia de los albores cuando él llegó como un púgil contra las circunstancias, a la conquista de un sueño, ahora a punto de ser ganado.
Una vigorosa confianza en sí mismo le acompañaba en el servicio de centinela. Estaba seguro de hacerlo mejor que nadie lo hubiera hecho antes o pudiera hacerlo en el futuro. Quizá por eso le sorprendió tanto percibir que había gente en los aseos. Excepto que se tratara de una emergencia, el hecho estaba totalmente prohibido.
Enfiló con pasos presurosos.
Empujando las portezuelas de los váteres, todas entreabiertas, fue en la del fondo donde descubrió el objeto de su exploración; y la visión le heló la sangre: un alumno con el torso desnudo y sentado sobre la tapa del inodoro, tiraba con los dientes de un extremo de la goma que oprimía su brazo a la altura del bíceps. Con los dedos de la mano libre se palpaba la vena, intentando dar con un punto idóneo entre las numerosas protuberancias que lo recorrían como una cordillera de cráteres en miniatura. En las rodillas sostenía una jeringuilla, cuya punta rezumaba un líquido marronuzco. Y como si no formara parte de los avíos del drogadicto, tirado en el suelo, un trozo de rechoncho limón al lado de una cuchara ennegrecida.
Marcos —al que conocía por las juergas que solía montar después de retreta—, sin inmutarse, le subió una mirada mohína, tal que un beodo.
—Ah, coño, eres tú —masculló—. Anda, cierra; no me vaya a ver algún Instructor y me joda el viaje.
En aquel momento, una voz resonante, imperativa, volteó el atónito sobrecogimiento de Salva.
—¡Ajá, conque de cháchara! —profirió marcialmente en jarras, desde el umbral, el teniente Garrido, esa noche de oficial de servicio.
La portezuela se cerró con silenciosa instantaneidad.
—Sí, sí. A ver esos numeritos —urgió, sarcástico, el oficial.
Las conversaciones después del toque de Silencio se castigaban sin misericordia.
—Sin novedad, mi teniente —participó Salva con voz apagada. Y a modo de estéril disculpa, añadió—: Soy el imaginaria.
—Sin novedad, ¿eh? —avanzó el oficial.
Inclinó la cabeza hacia la chapa del imaginaria y escribió. A continuación, alzó la voz en dirección al váter atrancado.
—¿Cuál es tu número?
Marcos dio el suyo; por la entonación gangosa es muy probable que aún estuviera tensando la goma con los dientes.
Salva advirtió que alguien más se acercaba. Un desconocido que desde la penumbra del pasillo metió la cara como un espectro pusilánime, fisgó con sobresalto y desapareció inaudible. Ipso facto. El teniente, que anotaba con teatral esmero el concepto de la infracción, no se dio cuenta.
Pero lo importante era: ¿debía contar lo que había visto?
—Esto les va a costar medio punto —les profetizó—. Y el principal responsable es usted —se dirigió a Salva—. Y si no le aplico un arresto mayor es porque observo que sus correajes y chapas están como una patena, que si no… Pero, con todo, pienso volver en un minuto y si les encuentro de nuevo —advirtió agitando el índice y retrocediendo de espaldas— me los llevo al Parte con dos puntos. —Se giró raudo y se marchó.
E inmediatamente Marcos empujó la portezuela y salió disparado como un tironero en pijama, aferrado a su inmundo y preciado neceser.
Se oyó al fondo de la Compañía un ruido de muelles, y tornó el silencio.
Salva permaneció solo, en medio de un gotear de grifos que percutían con resonancias de caverna.
El incidente tenía visos o remanentes de alucinación. No podía apartar los ojos del menguante vaivén de la portezuela, como de salón de película del Oeste, hasta que se inmovilizó por completo.
Le iban a quitar medio punto. ¡Medio punto!
¡Puaf!, medio punto no era nada comparado con saberse en la misma hornada que individuo tan aberrante.
Se ordenó el gorro cuartelero y se clavó como una pica en el vestíbulo, esperando la vuelta del oficial. Se lo contaría tal cual lo vio, con serenidad y detalle, y sin apelar a su desvirgado coeficiente.
Un tipejo así era inadmisible.
Un tipejo, o varios, porque… ¿No era el que asomó uno de los colegas de Marcos? La reacción del drogadicto fue de sorpresa, pero no por ser descubierto, sino porque esperaba a otro…
¿De qué clase de futuros guardias civiles se hallaba rodeado?
¿Sería su actitud la de un chivato?
3
No volvió el oficial. A su hora fue relevado por el segundo imaginaria y él se acostó, perplejo, anonadado, sin sueño ni ensueño.
¿Sería verdad lo que fanfarroneaban tantos Marcos como pululaban en la promoción? Todos dormían. ¿Lo haría también Marcos o «viajaba» aún?
La escena pasaba por su mente una y otra vez, y no obstante era como una especie de macutazo onírico increíble y esotérico soplado por un avieso duende —cuyo rostro se parecía al de su amigo Marino— que se refocilaba chillonamente, resquebrajando su pasmosa bonhomía benemérita con unas uñas como jeringuillas, en tanto que los oficiales sólo se preocupaban de que todos llevaran bien el paso.
Fue un delirio críptico, tal vez resulta del insomnio tenaz.
En los turbios ventanales rayaba el día.
Al cabo de un eón, sonó la corneta.
—¡COMPAÑÍA, DIANA! —bramó el cuartelero, y Salva le ahorró la molestia de pulsar el interruptor de las luces, al tiempo que se dirigía a los lavabos ya uniformado con el esperpéntico mono de faena y el gorro cuartelero militarmente aprisionado por el ceñidor de lona, cuyo extremo inferior le rozaba la entrepierna como una lengua obscena.
El cabo cuartel entró dando noticias a voz en cuello:
—¡En el descanso, al Aula Magna!
VI. LA OTRA CARA DEL ESPEJO
1
Lo que el páter fuera a proclamar no sería importante. Lo sabían por otras veces. Hablaría largo y tendido, como sólo los curas son capaces de hacerlo: sin interesar a nadie.
—Iglesia y militares parapoliciales obtusándonos. Una simbiosis de camanduleros para teñir de benevolencia una realidad inventada o perfeccionar otra intolerable: la inutilidad de ambos escalafones —refunfuñaba Marino con locuacidad inmoderada. Resumió—: unos cabrones.
Tenerse que perder la partida de dominó, prevista con el jefe de Clase y el Malagueño, le tenía especialmente colérico.
Salva no se molestó en replicarlo; el teniente coronel páter soplaba al micrófono y suplicaba silencio, insistiendo en que sólo le llevaría diez minutos el sermón.
Y los cumplió.
Tras musitar ruegos al cielo para que el terrorismo antiespañol no les alcanzara e implorar a la Gracia Divina profusos parabienes para todo aquel rebaño uniformado, concluyó diciendo que sentía no poder volver a encontrarse con ellos reunidos, pues la próxima semana recibirían los despachos…
No pudo seguir sermoneando. Se alzó tal eufórico rumor que los altavoces quedaron neutralizados y desdeñados. Unos a otros se felicitaban… Y simultáneo con este regocijo, los jefes de Clase correteaban repartiendo un libro por alumno…, que relataba la vida de un santo…, que costaba dos mil pesetas. Era de obligada lectura.
Pero sobre todo era de obligada compra.
Poco a poco, sobre la comunal bulla, empezó a notarse un creciente murmullo de protesta, obligando a los Instructores a exigir calma bajo la amenaza de resucitar el parte de Arrestados. Nadie entendía el interés didáctico de un libro religioso, y más cuando todas las materias de estudio habían recibido carpetazo.
Para Marino la expoliación estaba clara.
—¡Vaya chorizada! —paró de ojearlo—. ¿O te sigues tragando el cuento?
—A lo mejor tiene que ver con la preparación general —opinó Salva.
Su amigo lo miró con grandes ojos.
—Tío, vale ya. Nos están mangando.
—¿Y si no lo cogemos…?
—Nos lo descontarían igualmente de la nómina, y encima se ahorrarían ejemplares. Hagamos el gasto, aunque sea para quemarlo, como hacían ellos antes con las personas. Así, luego son «best seller», no te jode.
—¿Y si hacemos una reclamación?
Marino tornó a marcarlo con asombro. Salva desistió:
—Vale; vale.
Un rumor de cuchicheos mosconeaba en derredor, empero permitido como mitigación por el obligado gasto.
Marino tiró el ejemplar al banco.
—Mira, Salva —comenzó, titubeando, como si dudara de la comprensión de su interlocutor—: tengo dos años más que tú, y no es la diferencia de edad la que me hace ser tan escéptico; o insensato, como quieras. Ni tampoco que tenga más estudios. El caso es que soy hijo del Cuerpo y sé cómo funciona esto. Me temo que a ti te llevará meses, puede que años. No se trata de lo que mi tío me ha contado. Es lo que he visto y sentido. Abusos sistemáticos que no hay manera de frenar ni sacar a la luz.
—¿Por qué estás aquí? —quiso saber Salva, con la homilía del páter de fondo, acerca de las grandezas del beato y su castidad ejemplar.
Marino vaciló. Sin embargo, en sus ojos titilaba algo parecido a una lucidez irrebatible. Típico de osados novatos, se dijo Salva.
¿O sólo lo era él y no precisamente osado?
Fue respondido con otra pregunta.
—¿Cuáles son tus sueños?
Para esa contestación, Salva no necesitaba reflexionar.
—Un buen puñado —dijo en tono visionario—. Ante todo, quiero ser guardia civil entre los ciudadanos. Y sin dejar de serlo nunca, quisiera hacerme un curso de especialización; Submarinismo, me gustaría. Luego presentarme a la convocatoria de cabo, y ser sargento, oficial… Llegar a todo lo que pueda y, mientras tanto, disfrutar de nuestra profesión y —se echó a reír— enrollarme con una hembra que sirva para estar en casa y para salir de marcha. En fin: si tú no amas el Cuerpo, excepto en lo de las mujeres, no creo que lo consigas.
—Y ni me importa —replicó Marino—. Yo seré siempre un cimarrón. No voy a prepararme para nada de todo eso que has dicho, porque no me gusta ni pienso arrastrarme. Quisiera ser lo que aparento, pero como sé que eso no es posible, me limitaré a cobrar. Quiero ser responsable de mis actos; no de los que me manden hacer. Porque si he de hacerlos, entonces la responsabilidad ya no es mía. No dejaré que me laven el cerebro. Pensar es un acto prohibido en este Cuerpo. Yo no quiero dejar de hacerlo. No quiero ser como mi tío, aunque esto no lo creas, ni tampoco quiero convertirme en un caimán: esa clase de guardias viejos, hartos de todo y resabiados que lo único que hacen bien es lamentarse y añorar lo que no hicieron en su juventud. Lo que de verdad deseo es poder terminar mis estudios, ahorrar dinero y salir a competir al viento libertad de la vida, donde no regalan nada pero la oportunidad de bregar con espíritu libre es posible. Este Cuerpo es una realidad fragmentada, un espejo roto cuyos pedazos están a punto de caerse. Cambia el punto de vista y verás cosas muy distintas. Y si le das la vuelta, descubrirás su brutal autenticidad. Es en esa cara de azogue donde radica la roña material y moral, lo siniestro y lo heroico, que aquí, como en cualquier ente fascista, van siempre unidos. ¡Joder, Salva! No te dejes deslumbrar por una de las caras mientras excluyes la otra.
Cesó de perorar.
Como Salva no le refutara, prosiguió:
—Y otra cosa: si no seguí estudiando Derecho no fue por falta de aprobados o de voluntad, sino por la intervención del escaso sueldo de mi padre, por desobediencia y otras falacias con que la Cúpula resolvía los expedientes. Algún día terminaré la carrera y me largaré. De ahí mi obcecación por no ser contaminado. Rechazar el adoctrinamiento de esta Academia ha sido un modo de protegerme. Y he ganado. Ya ves que me he metido en la mitad de la promoción, y ni siquiera he malgastado un minuto de mi tiempo en empollar esa bazofia de Reglamentos. Sí, ya sé: en gran parte gracias a ti. Sin duda alguna. Y en mi pobre gratitud por devolverte el favor te cuento todo esto: para que no pierdas tus mejores años en un empeño vano, degradante, suicida para algunos… ¿No dices nada?
Salva se encogió de hombros.
La honda y serena convicción de aquel alegato, lejos del incansable resentimiento de su compañero, lo turbó de tal modo que se sintió fuera de combate.
—Lo tendré en cuenta —dijo.
La descarga del turuta, anunciando el fin de la marrullera presentación en sociedad del clerical cuentista, vino a reanimarlo.
¡Bah! —resolvió para sus adentros—, creo que los dos tenemos la cabeza llena de pájaros; y los míos son menos aprensivos.
Invadiendo el Patio, la riada de alumnos topó con el teniente Garrido.
Instintivamente, muchos se pusieron a correr. Pero tan pronto recordaron que el curso académico había terminado y que ya no existían notas ni coeficiente, se frenaban limitándose a saludarlo con visajes de mal disimulado recelo y afectada desenvoltura.
El estirado oficial correspondía al saludo a cada pocos metros, se rozaba con las puntas de los dedos el horizontal tricornio —demasiado horizontal a su gusto— al par que esbozaba una sonrisa indulgente, vanidosa: la delirante vanidad del que advierte que el sello de su genio militar va impreso en aquellos pobres diablos sin verdadero amor por el Cuerpo, rendidos al duende de la élite: la estirpe de sangre azul. La suya.
Su semblante radiaba marcial contento.
—¡Eh, usted! —gritó sin detenerse, apuntando a Marino con el dedo índice al final de brazo extendido, como si fuera a ejecutar un fusilamiento sobre la marcha—. Póngase el sombrero a dos dedos por encima de las cejas.
Era esta una de las pocas manías que elogiaba de Marino: la inclinación del tricornio hasta rozar las cejas; porte que disimulaba su apatía, o tal vez fuera ese gesto el que lo delataba. Delatar su amor-odio. Verdaderamente modificaba y ensalzaba su imagen. Y si él no se atrevía a imitarle era por el respeto absoluto que dedicaba a todas las normas. Una lástima.
Acató Marino la orden con arrogante indiferencia y ambos prosiguieron a las taquillas, a cambiarse de ropa. Salva quemaría el resto de la tarde en el gimnasio, en tanto sus compañeros aventuraban faroles en su habitual partida de dominó y cartas con el jefe de Clase y compañía.
Salva los animó a «desertar», por una vez, y a que lo acompañaran con las pesas y las barras.
—Un día de estos lo haremos —aventuró Marino, antes de separarse.
—Yo, si es para levantamiento de vidrio en barra fija, cuando quieras, pisha —se ofreció, ocurrente, el Malagueño.
2
Y contra todo pronóstico, justo el día de la víspera, Marino, en efecto, se apuntó. Y lo más sorprendente fue que el Malagueño también quiso agregarse. En un arrebato de confianza física en sí mismos, habían decidido renunciar a las fichas y demostrarle a Salva que ellos no serían menos en cuestiones de fuerza.
Salva los condujo hasta su territorio, un mundo tan exclusivo y reconfortante que sospechaba sería lo que más echaría de menos de la Academia. Ellos miraban con cierto desdén a los tipos que corrían en círculo, saltaban sin sentido aparente, trepaban por cuerdas a ninguna parte, regateaban o driblaban solos pero sin cejar.
—Qué capullos —criticaba el Malagueño—. Cómo si no hubieran tenido bastante con la que nos daba por las mañanas el Millanito.
Encaramado a una espaldera, Novoa se afanaba piernas en alto. Salva los presentó. Novoa era su colega habitual en los entrenamientos, un practicante de diversas artes marciales al que servía de sparring y a cambio él recibía un pulido adiestramiento acerca de algunas técnicas de defensa personal, a base de golpes y luxaciones muy precisas.
Lo curioso era que en la mayoría de los agarres, Salva se despachaba o bloqueaba al karateca con algún fantástico movimiento extremadamente ágil o poderoso, y Novoa —cinturón marrón— se cabreaba amistosamente desesperado.
Salva y Novoa iban a su ritmo y daban recomendaciones a los neófitos.
Pero tanto el Malagueño como Marino desatendían cualquier consejo de moderación.
—¡Vaya mariconada! —profería el Malagueño—. Eso lo hago yo, pero con más peso y el doble de veces. Dejadme, dejadme —y quitándole la mancuerna a Salva, comenzó a fatigarse con ella como si respondiera a una penitencia jocosa.
—No te esperabas esto de mí —jadeaba.
Cuando hubo quedado exhausto, descansó un momento y luego resolló:
—Como tú, y sin entrenarme.
Marino, para no ser menos, calcaba al Malagueño, e incluso le sobrepasaba in extremis.
—Vais a tener unas agujetas que os van a durar hasta el día de la incorporación a la comandancia —les advertía Salva, en vano.
Acalorados, dándose ánimos mutuos, los nuevos adeptos echaban el bofe. En uno de los ejercicios estimaron que les sobraban ciertas protuberancias sexuales y retaron a Salva y a Novoa. El primero no aceptó, pero sí el segundo, harto de tanta fanfarronería.
—Te estoy alucinando, ¿eh? —bufaba Marino, debajo de una barra en la que Novoa acababa de añadirle un par de discos, ya que Salva se negaba por compasión—. Al pulso me ganarás, pero aquí me tienes: que no me dejas atrás. ¡Joder, cómo pesa esto! Chisss, no te rías, que todavía no he terminado. ¡Uff! ¡Uff!
Sólo consiguieron hacer el ridículo, un divertido ridículo con el que pasaron la tarde y estrecharon lazos. En prueba de gratitud por el buen compañerismo y amistad que les unía, Salva regaló a Marino su barra de torsión y al Malagueño su tensor de mano.
VII. DESPACHO A UNA MANERA DIFERENTE DE VIVIR
1
—Salva, eres un cabrón.
—Ya os lo dijimos, pero no quisisteis hacernos caso. Os está bien empleado, por cabezones.
—Ag, Ag. Seguro que tengo algo roto —gemía el Malagueño—. Necesito pasarme por el Botiquín. ¿Qué tal estás, Cántabro?
—Descoyuntado —exhaló el aludido, sin fuerzas ni para maldecir.
—Sois los más capullos de todos. Justo el día en que nos largamos, vosotros no podéis levantaros. Tiene gracia.
—Tío, es en serio. Ag, no te lo perdonaré nunca.
—¿Te vienes, Cántabro?
El Cántabro negó con un gruñido.
—Os veré después del desayuno, inútiles.
—Adiós… ¡Asesino! —gritó con entonación lastimera el Malagueño—. Y dile al jefe de Clase que esta vez estoy jodido de verdad.
Por fin domingo. Por fin el irreversible y definitivo fin de semana. El derrotero para convertirse en guardia civil había concluido.
Parecía mentira.
Salva deambulaba por las calles de la Academia, imaginándose que lo hacía por la población a la que se incorporaría a la vuelta de veinte días, en la comandancia de Madrid-exterior. Un Puesto en el que pondría en práctica su impaciente acervo de intenciones, todas regidas por la fe y la dilección institucional, los Reglamentos y los innumerables artículos que le habían obligado a memorizar; los cuales llevaría hasta su más primorosa ejecución: levantaría la admiración de la general ciudadanía y, por ende, la de sus superiores, a los que pensaba respetar y obedecer con la prontitud y desvelo que exige el Reglamento y jamás les daría motivos de queja o reprensión. Bastaría con ser íntegro y profesional.
Entró en la descabalada formación del comedor —la indulgencia del último día era asombrosa—, tomó el aguachirle denominado café con leche y de vuelta a la camareta se encontró con sus compañeros en cadavérico descanso supino.
—¡Todavía estáis así! —y balanceó ambas literas con brutalidad; operación que en nada contribuyó a perturbar al durmiente feroz, el Malagueño. Marino, al menos, le lanzó un insulto desganado y salió del catre.
—¿Es que no te alegras de que por fin nos marchemos o qué?
—Ag, mi pobre cuerpo, maldito —farfulló Marino, atisbándose una espinilla en el espejo de la taquilla.
Salva se despojó del mono de faena, y al poco, de súbito, mientras él se esmeraba en abrocharse la camisa blanca frente al espejo, surgió Marino por encima de su hombro, por entero ataviado para la ceremonia.
—¡Joder! ¿Ya estás?
—Pues claro. Cuanto más te encorsetes, peor para tu libertad.
—Oh, vaya. Tú y tu barata filosofía.
—De acuerdo, de acuerdo. Dejaré que disfrutes tu segunda comunión. Bueno, qué: ¿te queda mucho todavía?
Media hora después salían de la Compañía.
—Total, para el timo de traje que nos han colocado.
Marino se paseaba como si lo hubieran disfrazado de guardia civil.
—A lo mejor no es culpa del traje —apuntó Salva, estirándose de las hombreras en un intento por disimular tan palmaria irregular terminación.
—¡A FORMAR A LA CARRERA! —rugió un sargento rechoncho y coloradote al observar la parsimoniosa marcha de los alumnos, fingiendo un enojo simpáticamente mal disimulado. Apenas levantó unos trotes.
—¿Quieres decir que esto está bien? —se encendió Marino—. Tío, tu ingenuidad es inmortal, ¿eh? Mírate. ¿Son estos uniformes un «corte a medida»? Está claro: una chapuza entre compadres. Estos listos nos han vendido el manillar de la moto, te lo digo yo —y echó a correr por llevar la contraria.
Salva sonrió a la medida de su ánimo: orgiástico. ¡Qué tío más de puta madre el Cántabro!
Lo embargaba una ensoñación en cuyo fulgor se divisa encaramado en estrados donde autoridades civiles y militares le colman de felicitaciones, medallas, condecoraciones… Pues con honestidad y valor así le devendría de un modo indefectible.
Se estiró las trinchas con prosopopéyico gesto de regocijo, y sólo porque iba solo: su amigo le habría sacado un rato largo de cachondeo por semejante íntima fanfarronería. En medio de aquel desplegado engalanamiento de banderas nacionales, estandartes del Cuerpo, tricornios y hebillas rutilantes, afinamientos de los cornetines, el redoble de algún tambor —cuyo ejecutante templaba así su ardor—, Marino resaltaba como la nota discordante y entretenida.
Había que formar, y el suboficial parecía realmente cabreado.
El viento de primeras horas de la mañana había dejado un terso cielo azul, y ya dentro de la formación, con el sol subiendo, algunas gotas de sudor le rodaban por la espalda. Con ellas se despediría de las paradas militares. Entonces recordó que soñaba con ser cabo, sargento, oficial, y que tendría que pasar por diversos centros de formación si quería parecerse al capitán Parterra. Claro que, si llegara a oficial, recrearía un estilo distinto al de imitar a correosos legionarios, por muy bien que se llevara el paso desfilando o se percutieran taconazos: no más importante que una lección bien aprendida de servicio a los ciudadanos, como las leyes del Código de la Circulación, la Seguridad Pública, Caza, Pesca, Investigación Judicial… Reparó, entonces, en que apenas habían tocado materias civiles, indispensables para moverse con soltura en una sociedad democrática…
Tampoco Marino iba a desbarrar en todo.
A voz en cuello, el teniente Garrido reordenaba las diagonales.
—¡LAS BARRIGAS ADENTRO, LOS PECHOS AFUERA! —iba y venía, repartiendo supuestos afables sablazos que, aun envainada el arma, poco tenían de sentimentales.
En la magnanimidad de la partida, Salva decidió indultarlo de su animadversión: la noche en que le tomó el número para llevarlo al parte de Arrestados cumplía con su deber. En cambio, no se quitaba de la cabeza la cara del yonqui Marcos, pinchándose, mirándole con ojos vitrificados, transidos de una extraña bulimia, y ahora un guardia civil como él. La idea de otros Marcos entregados a jeringuillas rezumantes a la altura de sus uniformes arremangados seguía sin cuadrarle.