- -
- 100%
- +
Pero lo importante es que él lo era. La suya era una adicción sostenida por un sueño hecho realidad: envolverse en el uniforme de la Guardia Civil. Y lo había conseguido. Se desbordaba de gratitud al destino o a la suerte.
O tal vez a la obstinada voluntad de serlo a despecho y desafío de una podrida convocatoria que poco a poco había ido descubriendo entre las discordias con Marino y su creciente perspicacia. No tenía nada que agradecerle a aquéllos. Tantos Marcos como había en derredor, sí.
Un público alegre y vitoreante circuía la explanada.
El coronel-Director subió a la tribuna de Autoridades. Dio un par de golpecitos al micrófono, y comenzó:
—Queridos ex alumnos, compañeros guardias civiles —Salva se estremeció de gozo—. Es esta mi última lección y quiero felicitaros por haber superado este aprendizaje que os ha de reconducir el resto de vuestra vida, la personal y la militar. El despacho que hoy os entregamos es un pasaporte a una manera diferente de vivir. Como afortunados españoles —el coronel dejó que la «s» reverberara por los altavoces como el paso de una bala de cañón—… que sois al ingresar en el Cuerpo, no debéis nunca olvidar que vuestra entrega como caballeros del Tricornio nos es indispensable para el mantenimiento de la tradición que nos ampara, y que afianzarla con espíritu abnegado y altruista es vuestro honroso deber. Y que desentenderos sería tanto como un acto de cobardía, y una de las cosas más horribles es vivir siendo un cobarde…
Continuó el coronel-Director en tono paternal, a la vez conmiserativo y electrizante. Algunos destilaban lágrimas por sus caras en alto. Salva las contenía, pero algo embriagador se difundía por todo su ser y el vello se le erizaba en la piel y en la garganta se le hacía un nudo. Se le inflamaba el pecho y el sol le daba de lleno en la cara. El honor, el honor. Uno debía morir por sus mandos y por la Patria o de lo contrario uno era un cobarde y un traidor y no merecía ser digno del uniforme y ni siquiera de ser español.
Alguien tres filas a la derecha se desmayó de la emoción o de la solanera.
Tras el coronel-Director, el general de Enseñanza pronunció unas rápidas palabras de clausura. A continuación, sonaron los prevenidos toques de corneta, y las Compañías iniciaron por hileras la recogida de despachos.
Los asistentes, en su mayoría familiares, aplaudían con el fervor de un público que desde las gradas de una plaza de toros presenciara soberbias faenas taurinas.
La cuarta Compañía taconeaba subrepticiamente el pavimento. Marino, que nunca se terminaba de ver en posición correcta, se recolocaba una y otra vez sobre su propia ubicación, obligando al resto de la cola a moverse en un lánguido efecto látigo que en ocasiones acababa por dejar al último —el Malagueño— como un non que nada tuviera que ver con los precedentes; de ahí que los murmurados recuerdos a los muertos del Cántabro asociados a la defecación por parte del andaluz fueran constantes. Por su parte, en cabeza, el espigado Galleguiño levantaba los pies con penoso disimulo intentando coger el ritmo: nueve meses de enconado entrenamiento y el aprendiz de soldado, a un cuarto de hora para despedirse, ignoraba si al redoble tenía que pisar con el izquierdo o con el derecho; claro que tampoco distinguía el redoble en cuestión. El de atrás le tarareaba un misericordioso rataplán que lo aturullaba más aún.
Su crónica desmaña era un descalabro a la lograda armonía alcanzada por la Cuarta.
Marino gruñó que lo dejaran en paz.
Llegó el turno… Y el Galleguiño, en cumplimiento de esa regla que dice que ésta siempre tiene su excepción, partió con precisión impecable.
La hilera de Salva marchaba como un síncrono, recto y elegante ciempiés.
El retumbar de la Banda lo tensaba ahora más que nunca, sobrecogedoramente. Pisaba y lanzaba el brazo con remedo de soldado veterano, victorioso: un paladín contemplado por hermosas damiselas.
Un soñador enseñoreado sobre sus fantasías.
Al llegar a la tribuna de Autoridades, Salva formó el primer tiempo del saludo delante del coronel-Director, quien casualmente le correspondía. Éste le devolvió el saludo y acto seguido le tendió la mano, que Salva estrechó con prudente alborozo; luego recogió el despacho, que se pasó a la mano izquierda, según protocolo, repitió el saludo, hizo izquierda, y aguardó la orden de marcha. El público no cesaba de aplaudir y exclamar vítores a España y a la Guardia Civil.
Al toque de corneta, regresó a la formación.
Cuando el acto hubo culminado, en un arrebato de exaltación, algunos de los ya números (¡números!, ¿números?) lanzaron sus tricornios —los feos y grandes LLAVE— al cielo, y Salva vio el suyo elevarse más que ningún otro… Tal como destacaba Marino a la cabeza de un grupo que había optado, en una especie de huida despavorida, largarse cuanto antes.
Se agachó a recoger el aliquebrado sombrero —tenía una de las alas partida, que enderezó sin mucha ganancia— y se lo encasquetó con un volteo de sentimientos disímiles… (¿jactancia, desazón?)
A través de una algazara de despedidas, enhorabuenas y congratulaciones, Salva seguía a la desbandada, empero con paso lento hacia las camaretas.
Muchos corrían, volaban. Y esta vez el teniente Garrido no tenía la culpa. Él, sin embargo, quería disfrutar de la postrera contemplación del entorno, de los melancólicos edificios: el largo comedor con su gigantesca cocina; los grandes ventanales de las distintas Compañías, nebulosos de polvo viejo y mal fregoteado; las altas aulas, cuyas ventanas obturadas por estores inmovilizados unas, por persianas a medio bajar como párpados de soñolientos imaginarias otras, le recordaban, vistas desde la explanada, la faz de un sibilino sanatorio que él abandonaba idóneamente medicado para ejercer como servidor de la ley. La LEY.
Y el gimnasio, ¡ah, el sitio más entrañable! Allí había conocido a la gente más veraz y más cordial —exceptuando a Marino— de aquel variopinto batallón de reclutas rectificados. (Él no; siempre creyó, aceptó y ensalzó el régimen.)
Se preguntaba qué será de las convicciones de sus compañeros, a dónde arribarán tantísimas como se desafían, cuántas negarán o defenderán impíamente. De las suyas no se preguntaba nada: tan indudable se conducía; si acaso un poco conmovido por la vertiginosa rapidez con que se precipitaba el final.
En toda aquella estampida intuía un vago barrunto de soledad y cierto extravío, una vuelta a empezar sin otro asidero que uno mismo con su entusiasmo o su experiencia. Del primero porta una buena carga; de la segunda se empapará emulando a los veteranos, subordinándose sin tacha a sus mandos, con la audaz perseverancia de un desertor del arado…
Penetró en la nave, vadeando despedidas inconclusas. Las camaretas resonaban como saqueadas por piratas. Petates y bultos preñados de ropajes y ávidos propósitos pasaban a su lado en trepidante procesión. Marino arrojó un rollizo bolso a un tipo calvo, delgado y muy hablador, que repetía: «Esto no cambiará nunca».
—Tu tío, seguro —dijo, saltando a su taquilla.
El otro, que metido en la suya no lo había visto llegar, emergió exclamando:
—¡Pues claro, quién si no! —y de inmediato requirió al pariente—. Tío Esteban: quiero que conozcas al guardia más legal de toda la Academia.
El pariente descartó la cremallera con la que peleaba y se abalanzó a saludar a Salva.
—Encantado, compañero. ¡Cómo me ha hablado de ti, mi sobrino! Le tienes impresionado. No le hagas mucho caso. Habla más de lo que hace. Ya me ha contado cómo os tratan estos ganapanes —y al punto se explayó en relatar cómo se había —o le habían— paseado por varios artículos del Régimen Disciplinario «como una mariposa de flor en flor».
Tales episodios parecían tener una gracia densa y lujuriosa que Salva no alcanzaba a entender.
—Y es que a estos cabrones o les sigue la corriente o te joden vivo. En Picolandia el servicio y tu vida personal es lo mismo. Pero yo los capeo bien. Ja, ja. Me acuerdo de cuando el cacique de la aldea por la que andaba entonces me dio cinco liebres recién matadas y peladas para el teco, que estaba de revista en el Puesto. Me quedé con dos y en su lugar le endosé un par de mininos. ¡Ja, ja, ja! Ahí no me pillaron, ¿ves? Era lo menos que podía hacer, después de pasarme todo el invierno vigilando las vacadas de aquel cabrón, que era un primo del primer Jefe. En fin, y ¿adónde vas destinado, chavalote?
—A Madrid-exterior.
—¿Y era lo que tú querías?
—Justamente.
—De puta madre, pues. Mi sobrino, como ya sabrás, va para Navarra, y excepto la raya con Guipúzcoa, buena gente los navarricos —oyó que le pitaba el reloj—. ¡Vaya! Se nos hace tarde, sobrino. Te deseo mucha suerte, chavalote —estrechó la mano de Salva con jovialidad, se cargó el fardo al hombro, luego a la cabeza y salió de la Compañía sepultado por el bolso.
Éste y sólo éste volvió a verse cegando los cristales más bajos de los ventanales que daban a la calle, sobrevolando como un torpe misil, sin duda abrumando y divirtiendo al dichoso pariente.
—Es tal cual me lo habías descrito —comentó Salva.
—Ya ves que no exagero tanto como tú creías —se expresó Marino con tintes ya de nostalgia.
Eran pocos los que quedaban en la nave.
El Malagueño se les acercó, gritando:
—¡Buena suerte, pishas! Nasíos pa’ganá, ¿eh, tíos? —Se chocaron las palmas al estilo americano y comenzaron a intercambiarse fogosas promesas de reencuentros, «pase lo que pase».
En ese momento cruzaba el jefe de Clase, arrastrando una maleta enorme.
—Marino, Salva y el Malagueño, al Parte —les entró muy serio.
—¡JEFE, ERES UN CABRÓN! —contestaron los tres al unísono, y se engancharon en abrazos hilarantes.
Se cruzaron adioses, se dilataron en desearse toda la suerte del mundo y se despidieron como hermanos a distintos frentes.
Le siguieron Novoa y Piñeiro el Galleguiño y su pericia innata para llevar el paso al revés de todos.
Quedaron ellos dos en la camareta y sus inmediaciones.
Marino se cargó a la espalda la mochila; por una de las cremalleras descollaba la barra de torsión que Salva le había regalado. Se miraron. Se desearon suerte. Se fundieron en un abrazo. No se chocaron los pulgares ni se rebotaron palmas. Habían fraternizado hasta un punto que superaba la mera amistad y que aludía al encontrado ardor de sus peculiares credos.
Un desenlace ya en gestación.
—Que te vaya bien, Salva.
—Igualmente.
Marino le daba palmaditas en el hombro; no hallaba el modo de despedirse. Un cordón umbilical les ligaba con la fuerza de un anhelo compartido: el de llegar a saber el uno del otro, de cómo llegarán a realizarse en una servidumbre que ambos percibían tan contradictoriamente.
—Ojalá que tus sueños se cumplan tal como los imaginas… Muchísima suerte, atleta.
—Lo mismo te digo. Por mi parte, espero, además, que nos podamos ver muy pronto.
—Que así sea —respondió Marino—. Por eso me gustaría que quedara entre nosotros una promesa inexcusable.
—Tú dirás…
—Que hagamos todo lo posible por vernos a la vuelta de un año, si es que no puede ser antes. Y de ningún modo que pasen más de tres años. Para intercambiar experiencias y comprobar cuánto nos hemos alejado de lo que imaginábamos. ¿Vale?
—Vale —convino Salva—. Pero estoy seguro de que no tendrá que pasar tanto tiempo.
—Por si acaso —insistió Marino—. No me gustaría que fuera una promesa más, de las que hemos repetido a tantos otros sin verdadera estimación. Entre nosotros, eso tiene que sucedernos. Ah, y antes de que se me olvide, quiero dejarte algo —y sacando un libro de uno de los bolsillos de la mochila, se lo ofreció—. Quien regala un libro como este regala libertad. Es mi novela favorita, una que he leído muchas veces: Juan Salvador Gaviota. Quizás encuentres coincidencias sugestivas, aparte de tu nombre, y puede que, como a mí, te inspire otros aires y otras ambiciones; y si no, un recuerdo por nuestros buenos ratos, y por tu muelle, que cada vez que lo veo me pongo enfermo —lo miró de reojo y simuló una mueca de exagerado dolor—. Confío en que algún día se me vayan estas agujetas.
Ambos rieron apenados, melancólicos.
—No es un simple muelle, es una barra de torsión —le corrigió Salva—. Lo que quiero decir es que deseo que todo te vaya bien. Que la suerte nos acompañe.
—Hasta pronto, Salva.
—Hasta pronto, Marino.
De nuevo se abrazaron, se estrecharon las manos al más puro estilo tradicional, y Salva vio alejarse a Marino con la mochila a la espalda, tan liviana que no le resultó extraño, conociendo que iba más bien escasa de ilusiones profesionales. En el centro de la mochila destacaba una pegatina lengua a modo de aseveración invicta y ostentosa contra lo que habían tratado de inculcarle durante aquel embarazo castrense.
Antes de transponer la puerta, para no verlo en algunas semanas —unos pocos meses a lo sumo, se dijo—, vio a su amigo que le volvía la cabeza, agitando el puño en el aire y que lo cerraba con simbólica fuerza.
Salva le imitó el gesto. Y se quedó solo.
Literalmente solo. En derredor, un naufragio de camaretas irreconocibles, taquillas abiertas de par en par, literas atravesadas, colillas y papeles y un montón de útiles académicos esparcidos por doquier: reglas, fotocopias, perchas, botes de champú, jaboneras, zapatillas de la ducha…
Su cara se iluminó en medio de aquel celestial pandemónium. Acabó de recoger. Sus pasos hacia la salida tenían ecos de ovación.
Apretó los puños y salió a saltos.
—Eh, tú, loco —se chocó con uno que bajaba de la Sexta.
—Perdona, tío.
Durante el viaje tuvo tiempo más que suficiente para leer el regalo de su amigo. Cuando lo hubo terminado, se descubrió a sí mismo en su tocayo Juan Salvador Gaviota. Quería ser como esa gaviota y también un guardia civil como el coronel-Director. Él era así. ¿Sería compatible?
Rodeado de familiares y compañeros, en un tren con destino a sus sueños, Salva se abandonó a un sentimiento de felicidad insuperable.
VIII. Y HACIA UNA MANERA DIFERENTE DE VIVIR
1
Salva echó el último bulto al maletero. Para asegurarse, una vez más, de la ruta, sacudió las dobleces del mapa y fue directo a la cuadrícula en la que su destino, según la Jefatura de la 112 Comandancia de Madrid-exterior, aparecía marcado con letras muy pequeñas, proporcionales al tamaño de la localidad.
Ubicado entre trazos ennegrecidos, en los confines de la provincia, tenía resaltado con rotulador: San Juan de la Sierra.
Cientos de veces idealizando delante de aquella manchita rojiza, viendo en ella un vaticinio de promesas, logros indudables, una fuente de honor y fama en la que realizarse profesional y personalmente.
¡Cuánta impaciencia!
Había confiado en que por su nota hubiera tenido el privilegio de elegir destino, uno con mejor ubicación, más cerca de la capital. Pero no le preguntaron. En ese punto sus notas no le sirvieron de nada, como predijo Marino. Le daba igual. Por encima de todo creía en su profesión, el servicio a la sociedad, el trabajo bien hecho, la disciplina, el honor, la imparcialidad. Ser guardia civil.
Terminó de acoplar el uniforme dentro de la maleta, abrigando la pistola y el tricornio —al final había comprado uno nuevo, menos voluminoso que el académico, de alas consistentes y sin fracturas, como su ideal—: objetos emblemáticos de su epopeya y ahora nueva condición social, y la acarreó hasta la furgoneta de sus vecinos, quienes en viaje a la capital le harían el favor de acercarlo hasta la estación de autobuses que le convenía.
Tras despedirse de su familia, partió a la búsqueda de San Juan de la Sierra.
Un pueblo tranquilo; demasiado, conjeturó un tanto decepcionado.
Durante el trayecto, sus paisanos le animaban en su nueva profesión.
La señora Ramona refiriéndole ancestrales y desgarradoras tragedias de posguerra, del sufrimiento de generaciones de perdedores trillados por administraciones enconadas y denigrantes; y se extendió en relatos que de puro lejanos le parecían de una época perdida en la intemperie de la Historia y de la que no se le antojaba relación con lo que él iba a ser; o mejor dicho: ya era.
Ramona concluyó con un lastimoso ruego:
—Cuando te digan de reprimir a los pobres, hazlo poniendo más apariencia que ahínco. No olvides nunca de donde sales, quienes son tu gente, quien eres tú.
Salva asintió sin objeción, con sonrisa condescendiente. Dio un beso a Ramona —la pobre tan despistada— y se bajó. Una hora más tarde se pegaba a la ventanilla de un largo y cascado autocar, en una de cuyas paradas se hallaba su localidad de destino. ¡Uf, qué nervios!
Cuando dejaron la autovía, el viaje se convirtió en un incesante rebote por culpa del rosario de baches que la socavaban. Un cartel verde con la inscripción C-215, identificaba a la nueva carretera. Viejos y destartalados postes de teléfono se deslizan muy cerca de su semblante abstraído…
Se ve subido en un coche del Cuerpo, en vigilancia de carreteras, caminos, propiedades particulares o del Estado. Va erguido por doquier y ni el viento logra encorvarlo. Es un servidor de la Ley —la LEY—, orgulloso de ofrecer a sus habitantes seguridad y apoyo, pues lo dice el Reglamento: «Siempre fiel a su deber, sereno en el peligro y desempeñando sus funciones con dignidad, prudencia y firmeza, el Guardia Civil será más respetado que el que con amenazas sólo consigue malquistarse con todos».
No dejará que la buena gente no se sienta a gusto con él de servicio. Su gratitud será su recompensa.
Promisorias perspectivas como de un grandioso tráiler de estreno…
El suyo en la Guardia Civil.
Alguien dijo que las aplastadas colinas que les recibían anunciaban a San Juan. Al poco, ramales de sierra venían a postrarse hasta la carretera por la margen izquierda, se zambullían a escasos metros del asfalto y resurgían por su derecha, suaves y crecientes, tras permitir una vega erizada de maizales, hacia un paisaje menos romo pero igual de estepario.
Los maizales semejaban un desfile de compañías en formación. (¡Ah, la Academia, las clases, sus profesores…!) Sin duda, la recorría un río. Se divisaban sotos y pequeñas presas de las que partían acequias ramificadas, transportadoras de una modesta prosperidad agrícola. Los afanosos hortelanos le inspiraban un sentimiento de amparo y de intercesión que él atendería con lealtad perseverante.
La serranía, en cambio, la imaginaba inexplorada, recóndita, infestada de salteadores a los que detendría con temerario valor. De ahí las medallas, las condecoraciones, cabo, suboficial…
Un letrero oxidado, cuya lectura ya se le escapaba, le hizo parpadear y reubicarse: San Juan de la Sierra.
Éste apareció tras una amplísima curva. Descendía apacible y prosaico por una ladera hasta concluir en la carretera. Por el otro flanco, la vega continuaba silenciosa y verde, fragante de humedad. Sentenció el lugar como una Arcadia insulsa donde sus audaces y probas ambiciones, sus intrépidos anhelos de aventuras beneméritas, apenas si tendrían cabida.
Con una vaga impresión de fiasco, bajó del autobús: entonces, sin saber por qué, se sintió Robinson Crusoe.
Preguntó por el cuartel de la Guardia Civil y, con el bolso al hombro y en la mano la maleta, echó a andar calle arriba. Diez minutos después se detenía al pie de una escalera de piedra, rematada por un poste de granito del que emergía un mástil metálico y cónico, al final del cual la bandera nacional colgaba lánguida y algo deshilachada.
Salva, con la pierna doblada sobre el primer escalón y sin soltar su equipaje, se lentificó en contemplar a su izquierda el terraplén apaisado, alfombrado de césped y afianzado por rosales, extendido a todo lo largo de la fachada del cuartel, un edificio de tres plantas; y a su diestra, tras una verja moteada de orín, una rampa que conducía hasta la «cochera» —así rezaba un azulejo colocado en el lateral— con la puerta levantada; dentro se veía un Renault Cuatro con los distintivos oficiales del Cuerpo. Al fondo, disimulados por un sauce, unos tendederos enarbolaban una colada de camisas verdes, uniformes de campaña y sábanas blancas.
Apretó los puños y se dio a ganar peldaños, lanzado de triunfo y sin aliento, como cuando resolvió los metros finales en la carrera de oposición.
Un guardia que frisaría los cincuenta años, de unos ciento setenta centímetros de altura y casi otro tanto de ancho, salió a recibirle al rellano, junto a la bandera. Tenía entradas profundas en su pelo crespo y las mejillas encendidas por un intrincado cruce de capilares rojísimos.
Salva se presentó:
—Buenos días. Soy un compañero destinado a este Puesto.
—¡Ihé! —exclamó el obeso guardia con la alegría de quien ve aparecer al Mesías, aunque sólo fuera Salvador—. Así que eres tú. ¡Estupendo! Uno más para hacer servicio, que falta nos hace. Yo soy el guardia primero Félix —y le tendió la mano, que Salva recibió con entusiasmo.
Lo había oído perfectamente: le esperaban como guardia civil. Ahora estaba seguro de que no había ningún error en el papel que el cabo Rafa le entregara meses atrás.
Un perro, en teoría blanco, salió de la cochera, seguido de un individuo menudo armado con un gran mostacho.
—Es Rufo, nuestra mascota —informó el guardia primero—. Me refiero al perro, claro; el de la funda de mono es Goyo —se rio tan a gusto—. Aunque el brigada, no sabemos por qué, se empeña en llamarle Marqués, al perro, claro. Ja, ja. Espera aquí, que voy a avisarle —y se metió por la puerta coronada con una artística inscripción en arco, forjada en hierro:
TODO POR LA PATRIA
—¿Qué hay, chavalote? —dijo el guardia llamado Goyo. Exhibía un bigotazo tópico y típico: enorme, bucleado y de puntas retorcidas; y su figura enjuta daba cuenta de un trozo de chocolate.
Después de presentarse, destacó la suerte que Salva había tenido, ya que, en su opinión, había ido a parar al Puesto menos conflictivo de toda la Comandancia. A continuación le explicó que las dependencias oficiales, incluida la vivienda del comandante de Puesto, se hallaban en la planta baja, y las dos superiores eran pisos, a los que llamaban pabellones, uno de los cuales pertenecía a los guardias solteros, precisamente el situado frente al suyo, en la primera planta.
Le ponía al tanto de la clase de servicios que se prestaban en aquella demarcación —rutinarios y elementales—, cuando surgió el comandante de Puesto, un suboficial de pelo entrecano y cortado a cepillo, no muy lejos de la Reserva Activa.
Salva, en pantalón vaquero, se cuadró con ademán enérgico entre su equipaje.
—A sus órdenes, mi brigada —dijo, de repente azarado.
—Gracias, muchacho —respondió el brigada. Le alargó la mano—. Pasa a mi oficina —le pidió sin dejar de observarlo de un modo penetrante, escrutador.
Excitado por el estreno de tan fascinante etapa vital, Salva traspasó el umbral hacia una manera diferente de vivir. Lo había dicho el coronel-Director y él creía en lo que decían sus jefes.
Él era así.
IX. LA REALIDAD SUBYACENTE
1
Incorporado oficialmente el día anterior, Salva cumplía su primer servicio como guardia de Puertas en el Puesto de San Juan de la Sierra.
Recurrió al artículo que refería esa clase de servicio y encontró que ponderándolo con la realidad, se le antojó un tanto ininteligible, anacrónico.
«La Guardia de prevención es sustituida en las Casas-cuarteles de los Puestos, debido a la escasez de fuerza, por el llamado guardia de Puertas.
Este cuidará:
a)De impedir toda sorpresa a la fuerza acuartelada.
b)De estar atento al teléfono, si su próxima instalación se lo permite.
c)De cumplir, en general, para el mejor desempeño de su cometido, las obligaciones del centinela marcadas en las Ordenanzas del Ejército.
d)De impedir la entrada en la Casa-cuartel a persona desconocida o de mala conducta, cuidando de que los que puedan efectuarlo se dirijan a la dependencia o pabellón que les interese.
e)De impedir que la fuerza salga de la Casa-cuartel sin vestir el traje correspondiente.